Anna alzó la cálida pasta de una forma tan cuidadosa como si estuviese viva y la colocó en la mesa de porcelana, la enharinó y comenzó a pasarle el rodillo. Una dulce calma emanaba de ella como siempre que dirigía por sí misma la cocina. Se movió sin precipitación, manejando las cacerolas y cucharas familiares.
Eric entró procedente del patio.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó.
—Strudel. ¿No sabes lo que es?
Eric meneó la cabeza.
—Es una clase de pastel de hoja, pero mucho mejor en mi opinión. Ya he preparado hoy una hornada para casa de tía Iris. Está en la despensa. Coge un trozo y dime si te gusta.
Cuando la pasta estuvo bien aplanada pasó por encima la mantequilla salada y comenzó a manejarla con mucho cuidado, para que no se cortase, aplanándola como papel hasta que colgó en el filo de la mesa. Eric la observaba en silencio. Había cogido un trocito y estaba allí de pie, comiendo.
—¿Sólo has cogido ese trozo? ¿No te gusta?
Eric asintió.
—¡Pues entonces coge más! Toma un trozo bien grande. Un muchacho tan alto como tú tiene que rellenar esas largas piernas…
Anna sonrió y él le devolvió la sonrisa, devolviéndole medida por medida. Anna se preguntó si su propia sonrisa había sido muy apremiante. Probablemente, sí.
—¿No quieres leche? ¿Un poco para que pase?
Eric se dirigió al frigorífico y se sirvió un vaso. Anna vio que tenía mucha sed. Mientras cortaba la pasta del pastel y lo rellenaba, lo observó sin que él pareciese darse cuenta de que lo hacía.
Tras cuatro meses de vivir con ellos, Anna aún no estaba acostumbrada a la visión de aquel extraño que era carne de su carne. Había ido tomando nota de sus nuevos rasgos: un lunar en la mejilla, una herida en el codo. Mostraría una gran distinción cuando creciese, pensó. Su pelo, ahora tostado por el sol, era excepcionalmente espeso. La nariz aquilina, presente de ordinario en los rostros morenos mediterráneos, le daba una elegancia especial. Sus ojos andaban protegidos por el arco de sus pobladas cejas. Cuando las alzaba de repente, uno quedaba sorprendido por aquella mirada provista de un encantador candor.
Anna se preguntó si, en su otra vida, había sido muy hablador. Cuando los muchachos regresaban de la escuela, dándose empujones y gritando en aquellos brillantes atardeceres de otoño, Anna observaba que Eric siempre se mantenía un poco apartado, un poco silencioso. No era que fuese rechazado o ignorado; se trataba, simplemente, de que parecía no formar parte por completo de ellos. Anna sospechaba que era su altura y buena apariencia lo que le harían pasar con éxito a través de la cruel adolescencia. La seriedad, en aquel tiempo de la vida, reflexionó, al acordarse de Iris, no era una buena cosa, especialmente cuando iba acompañada de los modales de una escuela privada. El maestro de Eric en la escuela pública le había dicho que no se dirigiese a los maestros con la palabra «señor», una observación que había confundido a Eric; a veces lo olvidaba y empleaba esa forma de hablar con los adultos.
Pero también tenía otras ventajas. Era muy buen jugador de baloncesto y los años de vida junto al lago habían hecho que fuera un magnífico nadador. Iris, que se preocupaba como siempre por la «psicología», había acudido a la escuela antes de que se abriese y habló con su consejero acerca de Eric. Había vuelto a visitar la escuela la semana anterior y le dijeron lo bien que se adaptaba Eric. Extraordinariamente bien, les informó Iris, considerando el trastorno que cualquiera sentiría después de tantos cambios.
El valor que debía de haber tenido… En el viaje de vuelta, en aquel primer viaje desde Brewerstown, si no hubiera sido por aquel hombre, Chris, el primo, que les acompañó —y se quedó dos días para ayudar a su «aclimatación»— todo hubiera sido muy difícil para ellos. En efecto, el muchacho apenas habló una palabra en todo el viaje. ¿Qué podía decir? Joseph estuvo tan tenso que tampoco habló. Así que Anna y Chris pasaron un par de horas conversando acerca de México, donde él acababa de pasar seis meses. Describió la Ciudad de México de un extremo al otro. Conocía la zona donde vivía su hermano Dan; las casas eran muy elegantes, afirmó. Luego habló de Maury y de cómo se habían conocido, cuando Chris tuvo un accidente. Y Anna había pensado: «Un extraño se cae en el hielo en una noche de invierno, y media docena de vidas cambian. Una nueva vida existe por su causa. ¿Cómo comprender todo esto?».
Pero Eric lo estaba haciendo muy bien. Gracias a Dios, lo hacía todo estupendamente bien. Todo el mundo lo afirmaba así.
Abrió la boca para decir algo, queriendo seguir conectando con Eric, como diciéndole: «Eric, te quiero mucho; todavía no acabo de acostumbrarme a la maravilla que resulta que estés aquí; Eric, resulta como si tu padre hubiera vuelto…».
Pero no lo dijo. Fue durante su primer mes cuando, de repente, Anna se conmovió hasta las lágrimas, unas lágrimas tan jubilosas y al mismo tiempo tan dolorosas que no fue capaz de contenerlas. Se apoderó de sus manos y las besó. Y él las retiró con tal expresión (¿de alarma?, ¿de disgusto?, ¿de embarazo?), que Anna no se atrevió nunca más a hacer nada parecido.
Pero sí le dijo calmosamente, hablando a un tiempo tanto para él como consigo misma:
—Ahora pondremos en la pasta manzanas, pasas, algunas almendras, y a mí siempre me gusta añadir grosella. La mayoría de la gente no lo hacen, pero a mí me parece que le da un buen sabor, ¿no crees? —prosiguió mientras le daba la vuelta al largo rollo encima de la mesa antes de cortarlo en tres trozos.
Eric asintió de nuevo.
Aquella vez Anna no tuvo más remedio que decir lo que tenía en la cabeza.
—Nunca me llamas a mí, o a tu abuelo, con un nombre en especial. Es natural que no nos llames abuelita o abuelito. Pero creo que debemos tener unos nombres. ¿Cuándo te decidirás a llamarnos algo?
—No sé qué elegir —dijo Eric.
—Cuando eras un niño muy pequeñito, que empezaba a hablar, me llamabas nana…
—¿Eso decía? No lo recuerdo.
—Naturalmente que no. ¿Te gustaría llamarme así? Y a tu abuelo lo apropiado sería que le llamases abuelito, ¿no te parece?
—Está bien. Empezaré ahora mismo, nana.
—¿Eric? ¿Es muy duro para ti estar aquí? Lo que quiero decir es que supongo que te ha sido muy difícil encontrarte aquí. ¿Lo ves todo tan diferente? Eso es lo que quiero decir.
—No, no. Se está muy bien aquí. Me gusta mucho la escuela, mi habitación y todo lo demás. Lo digo honestamente.
—Me doy cuenta de que somos, probablemente, muy diferentes aunque no nos damos cuenta. No es algo simple. Pero debes recordar ante todo que te amamos mucho. ¿Me comprendes?
—Sí, te comprendo.
—Bien, pues con eso es suficiente… ¿Qué planeas hacer este sábado tan estupendo?
—Tengo muchas cosas atrasadas de matemáticas. Me parece que iré a sentarme fuera a hacer los deberes.
A la menor oportunidad, a Eric le gustaba quedarse fuera. ¿Se sentía tal vez confinado en la casa? Aquella ciudad, aquella casa y su patio, le parecerían muy pequeños después de todo el espacio libre del que había disfrutado.
—¿Te he dicho que tu prima Ruth vendrá a pasar aquí unos días? El abuelo ha ido a la ciudad a buscarla. Tal vez, si has acabado tus deberes para cuando lleguen, el abuelo te llevará a comprar el casco de rugby y todas esas cosas que necesitas.
—Creo que ya estaré libre.
Anna observó cómo Eric sacaba todos los libros y luego subió al piso de arriba para cambiarse sus ropas de trabajo, mientras pensaba complacida en cómo Eric y Joseph saldrían aquella tarde. Joseph se había encargado de proveer a Eric de todas aquellas cosas que necesitaba para el colegio y ello era bueno; el niño necesitaba a un hombre; había estado demasiado tiempo con una anciana y, además, enferma. Joseph y Eric había ido ya a comer fuera y a ver algunos partidos de béisbol durante el verano; parecía como si realmente estuviesen a gusto juntos. Era una lástima que Joseph no pudiera dedicarle más tiempo… Pero estaba siempre tan atareado…
Encontraron un pequeño club náutico para Eric. La gente de aquí enviaba a sus hijos al campamento y excepto en lo que se refería a los dos hijos de los Wilmot, que vivían al otro lado de la calle y cuyos padres no podían permitirse mandarles, en el verano no quedaba ningún muchacho. Pero Iris, dado que Anna nunca había aprendido a conducir, se había llevado a los Wilmot y a Eric a la playa cada día, lo cual resultaba muy generoso de su parte, dado que también estaba muy atareada con sus dos bebés.
Qué niñitos más encantadores… Sólo se llevaban once meses de diferencia y Stevie empezaba ahora a andar. Su llegada había marcado una gran diferencia en Iris. Pero no se debía sólo al nacimiento: primero la llegada de Theo, y la casa, y todo lo relacionado con su nuevo estado de señora. Si hubiese sido una campesina siciliana, reflexionó Anna, le hubiera gustado tener una docena de hijos. Se encontraba en sus mejores momentos cuando estaba embarazada. De su rostro desaparecía todo tipo de tensión. Incluso su voz se hacía más suave, más confidencial. Engordaba muchísimo cada vez, pero no realizaba ninguno de los usuales intentos de disimular su gordura. De hecho, aquello la envanecía, especialmente delante de mujeres sin hijos o de mujeres que habían tenido un solo hijo y que ya no podían tener más.
No se detendrá con dos. No resulta mucho de mi agrado, pero tengo envidia de su fertilidad.
Tampoco es propio de mí sentir tal orgullo cuando Ruth ve a Iris. No era mucho del agrado de Joseph que viniesen aquí, aunque sólo fuera para salvarse de su charloteo.
—Esa mujer y su charla me destrozan los oídos —gruñó de nuevo antes de irse al trabajo aquella mañana.
¡Pero yo sí siento orgullo! ¡Todos esos años en que la gente sentía lástima por Iris! Especialmente Ruth, con sus tres hijas casadas muy jóvenes. Ahora Iris tenía lo que deseaba; pero ella tenía tan poco… (Aquellos inocentes nacidos en tiempos peores, como Iris y ella misma).
Ruth había quedado asombrada de la nueva casa de Iris. Joseph la había construido para ellos; no era nada de lo que él o Anna hubiesen deseado, pero fue lo que Iris quería, y Theo, aparentemente, no puso ninguna objeción. Era una especie de casa de cristal, de cristal y maderas oscuras y pintadas, que se levantaba entre una arboleda. Una casa asombrosa, ventilada y con mucha luz, pero casi adusta. Incluso habían escrito acerca de ella en revistas de arquitectura y la gente enlentecía la marcha de sus coches para contemplarla al pasar por delante.
Una cosa era segura: ni Iris ni sus hijos tendrían que ir avergonzados delante de un tío Meyer, aguardando a que alguien les ofreciera una caridad y un techo. Ni tampoco Eric.
Anna echó un vistazo afuera. Eric estaba al lado del muro. Sus libros aparecían abiertos al lado de él. Se sentaba en silencio, mirando en dirección del pomar, con un brazo alrededor de su perro George. Resultaba curioso, observó. ¿Qué pensaría? Ciertamente no era nada demostrativo ni revelador, como lo había sido Maury. Maury iba siempre con el corazón en la mano. Se parecería más a su madre.
Había sido notable el que, durante el funeral de su abuela, no hubiese llorado en absoluto. Naturalmente, su muerte había sido algo esperado, pero no dejaba de ser extraño. La muerte siempre lo es. Había ocurrido durante el segundo mes de estancia de Eric con ellos; hubo una llamada telefónica de una voz seca y como de anciano (dijo que era el tío Wendell), el cual les había explicado que Mrs. Martin había fallecido. Joseph y Anna regresaron a Brewerstown con Eric, evitando a propósito la calle en el que este había vivido, pero, de todos modos, Eric dormía en el asiento de atrás.
—Qué calma… —observó Joseph después—. Esa parte de él ciertamente no se parece a nuestra familia…
Anna había comprendido que se refería en especial a ella, que lloraba enseguida y con mucha facilidad.
Pero Eric se había sentado en silencio durante todo el servicio fúnebre, había dado la mano al ministro y a una docena de personas del pueblo; luego regresó al coche con ellos y se quedó dormido de nuevo durante el viaje de vuelta, un viaje en coche de seis horas de duración.
—Ese muchacho tiene mucho valor —observó Joseph—. Puede hacer frente a lo que sea. Eso es lo que podríamos llamar firmeza de carácter.
Pero, de todas formas, había constituido una ocasión muy difícil.
Difícil también para mí, pensó Anna con repentina irritación. No me percataba de que podía cansarme tanto. Me creo más joven de lo que soy. La gente cree que puede hacerlo todo: ayudar a Iris con los bebés, cuidar de un adolescente y comenzar a preocuparme del instituto al que habrá de ir y de todas las demás complicaciones… Con igual rapidez sintió una especie de vergüenza, de piedad por sí misma. Cuántas cualidades desagradables llega a tener un ser humano…
Oyó aproximarse el coche y un momento después, escuchó las voces de Ruth y Joseph en el vestíbulo.
—¿Dónde está Eric? —preguntó Joseph a Celeste.
—Eric y el perro estaban dando un paseo por la carretera hace unos momentos, Mr. Friedman. Me parece que se han dirigido a casa de los Wilmot.
—Bueno, ya lo verás después —explicó Joseph a Ruth.
Llevó su maleta al piso de arriba, al cuarto de los invitados y la dejó allí.
—Bueno, os dejo a solas; echaré un vistazo al periódico hasta que Eric regrese.
Por debajo de su cortesía, Anna leía su impaciencia y sabía que había quedado aplastado durante el viaje por el torrente de palabras de Ruth.
—¿Cómo estás? —le preguntó Ruth y continuó sin aguardar su respuesta—. La vida en el campo me gusta mucho (ella llamaba a esto ir al campo). Cada vez que te veo tienes mejor aspecto, Anna, a pesar de todos tus problemas.
—No tengo problemas de ninguna clase —objetó Anna. Como si, pensó con ironía, el negar los problemas equivaliese a que no existiesen.
—Pues muy bien, entonces; esto es más de lo que yo puedo decir. No sabes qué sería de mí si Joseph no me permitiese ocupar un apartamento tan barato. Es un auténtico príncipe, Anna. Ya sabes el viejo dicho, una madre puede cuidar de cinco hijos, pero cinco hijos no pueden cuidar de una madre. No es que me queje. Después de todo, también tienen sus propios hijos, y las cosas tampoco les van muy bien, y no se puede sacar panes de las piedras, ¿verdad? ¿De quién es esta habitación? ¿Es la habitación de Eric?
—Sí, es la habitación de Eric. Compramos todos los muebles nuevos, con mucho amor e inteligencia, en cuanto supimos que iba a venir.
Tuvieron que devolver el escritorio porque Eric había traído el suyo. Se trataba de un escritorio de cajones completamente incongruente, muy pesado, con aquella dignidad Chippendale. Pero no le habían hecho ningún comentario. Aparentemente, era un acuerdo que tenían con él. Y lo mismo se podía decir cuando colgó fotografías de su madre y de sus abuelos maternos. Y también había colgado un retrato al óleo muy antiguo, de un hombre con patillas en forma de chuleta de cordero y un corbatín.
—Es mi tatarabuelo Bellingham —les explicó Eric cuando se lo preguntaron—. No, en realidad es mi tatatarabuelo. Fue una especie de héroe en la guerra civil. ¿Tenéis algún retrato de los de vuestra parte? —le preguntó a Joseph, que pareció pensar por un momento que el muchacho bromeaba.
Pero, naturalmente, no bromeaba.
—No había retratistas de cuadros de donde yo procedo —le explicó Joseph con gran amabilidad.
Al lado del escritorio, Eric situó un estante con libros todos sobre el tema de las aves. Anna comprobó que hablaban de la identificación y clasificación de las aves. Pero cuando Anna hizo un comentario, respondió que no, que no estaba interesado especialmente en los pájaros. Aquello la dejó intrigada, pero no hubo más comentarios. Celeste les informó de que Eric quería aquel escritorio debido a que su abuela siempre había trabajado en él. Probablemente, existiría algún recuerdo similar relacionado con los libros de las aves.
—Lo sentí mucho por él cuando lo trajisteis aquí a finales de junio —observó Ruth.
—Lo sé.
De todas formas, había sido tratado con mucho amor. Aquello se veía de forma meridiana, pensó Anna con celos. Y luego qué triste había sido todo… Qué duro habría sido a aquella mujer, después de aquellos años con tanto orgullo, tener que recurrir al final, pese a todo, a Joseph y a Anna…
—Qué valor se necesita para enfrentarse con una muerte como esa —le dijo a Joseph.
—Todos debemos enfrentarnos a nuestra muerte.
—Pero no así. No teniendo que decir: «Para agosto ya no estaré aquí; ahora que tenía que hacer esto y lo de más allá…». Como si estuvieras preparando el traslado a una casa nueva.
Ruth interrumpió sus pensamientos.
—Como de costumbre, Joseph no habrá economizado nada, ¿verdad?
Anna sonrió. No, no lo había hecho. Había llenado los estantes y los cajones con libros, ropas, cámaras fotográficas, patines de hielo y raquetas de tenis. También había una radio y un tocadiscos. Incluso le había querido comprar a Eric una televisión, aunque ya tenían una en el piso de abajo y mucha gente aún no tenía ninguna. Pero Anna se negó a esto con firmeza. Tampoco había que pasarse y, además, un muchacho necesita hacer los deberes en la habitación y leer, y no estar viendo la televisión. Iris se mostró de acuerdo y el asunto fue olvidado. A menudo, disgustaba a Anna que Joseph siguiera tan al pie de la letra los consejos de Iris, lo cual no ocurría con tanta rapidez cuando los daba ella.
El álbum de fotografías de Eric estaba abierto encima de la cama.
—¿Ahí es donde vivían?
Ruth nunca conseguía ocultar su curiosidad.
—Sí, mira lo que quieras. A Eric no le molesta.
Había todo un muestrario de sus años en Brewerstown, con las fotos cuidadosamente fechadas.
—Pasarías un buen rato con el coche que te enviamos, ¿verdad? —había observado Anna respecto de la fotografía que mostraba a Eric, a la edad de siete u ocho años, sentado en un gran coche de juguete.
—¿Lo enviaste tú?
—¿No lo sabías? Te mandamos muchas cosas. Tu caballito de balancín, tus patines y una bicicleta de dos ruedas.
Luego se detuvo, al oírse hablar con tanta jactancia. Pero no había querido que pareciese así.
Joseph se reunió con las dos mujeres, brevemente, a la hora de la comida.
—Mi hijo Irving me ha dicho que ha visto vuestros tablones por todo Long Island —le dijo Ruth—. También me ha contado que sois uno de los más importantes constructores en todo el Este. Bien, sabía que lo conseguirías… Todo va muy bien, ¿no es verdad, Joseph?
—Sabíais que lo conseguiría —convino en voz baja, y Anna se percató de que aquello le divertía.
Ah, otra vez el pecado del orgullo… Yo también estoy llena de él, pensó. Pero estaba orgullosa de Joseph, y de la dignidad de sus logros. Se percataba de que existía una rivalidad entre ella y Ruth, de una forma diferente a las rivalidades ordinarias que existen entre todas las mujeres, lo quieran admitir o no. Se debía a que se conocían desde hacía mucho tiempo; de que habían comenzado en el mismo lugar y que habían tenido unas vidas paralelas a través de su existencia.
Ruth estaba discutiendo acerca de los refugiados que había en su barrio.
—Son tan presumidos, hablando en alemán… Sólo han llegado aquí hace diez o quince años. Yo he estado en este país desde hace casi cincuenta años.
Las hijas de la revolución americana contra la sociedad de los descendientes del Mayflower, pensó Anna, divertida a su vez.
Una vez acabada la comida, se dirigieron a la terraza. Estaban a mediados de octubre y aún resultaba agradable tomar el sol. Una bandada de cuervos revoloteó encima de los árboles y se dirigieron hacia el Sur.
—Estos ladrillos necesitan un repaso —observó Joseph—. Ha hecho un trabajo muy duro. De todos modos, ¿dónde diablos ha ido Eric? Teníamos que comprar el equipo de rugby.
Anna vio que estaba disgustado e impaciente.
—Regresará pronto. Mientras tanto, he hecho un pastel de Strudel para Iris y Theo. ¿Por qué no vas un rato a ver a los niños?
—Buena idea —contestó Joseph, pareciendo aliviado, y desapareció dentro de la casa.
—¿Le van bien las cosas a Iris? Joseph, durante el viaje, pasó con el coche delante de su casa. No puedo decir que me guste el estilo, pero debe de haber costado una fortuna.
Aquellas agrias observaciones de Ruth ya no tenían poder para herirla. Anna respondió con calma.
—Sí, las cosas le van muy bien ahora a Iris.
—Ciertamente, no ha desperdiciado tiempo en empezar a tener una familia… Naturalmente, a su edad, uno debe esforzarse por no esperar demasiado. De todas formas, debo decir que siempre tuve razón, Anna. Yo fui una de las que siempre dije que mejoraría en su mediana edad y debes admitir que estaba en lo cierto.
A Anna le hubiera gustado decir: «Iris sólo tiene treinta y un años, lo cual difícilmente puede considerarse una mediana edad», pero se lo dijo a sí misma, y en vez de ello, respondió:
—He hecho puchero para esta noche con la receta que me diste cuando me casé. Sigue siendo el procedimiento mejor para hacerlo.
—¿Por qué te esfuerzas tanto en la cocina, si tienes a Celeste?
—Porque disfruto con ello. Le mando muchas cosas también a Iris. A Theo le gusta mi forma de cocinar.
—Tú sueles cocinar cuando estás preocupada —le dijo Ruth de una forma atinada—. Te conozco desde hace mucho tiempo, no lo olvides. Tú cocinas y yo coso. Yo hago vestiditos para mis nietas que, probablemente, nunca llevarán.
Anna permaneció en silencio y Ruth continuó:
—¿Por qué no hacéis un viaje? Nunca viajas. Si yo tuviera tu dinero, créeme, no me verías durante mucho tiempo. ¿Por qué no visitas a tu hermano en Ciudad de México? Hace años que no le has visto.
—Veinte años. Pero no me puedo ir ahora y dejar a Eric.
—Supongo que no. Dime, ¿qué piensas hacer con él? Me refiero a su religión. ¿Qué es lo que será?
Anna suspiró.
—Si he de decirte la verdad, no lo sé. Joseph y yo no hemos pensado en ello, debo admitirlo, pero ha sido Iris la que ha dicho que debe ir a la iglesia. A Joseph le pareció bien ir con él. Iris también dijo: «Naturalmente, iréis con él». Habíamos pensado en llevarlo allí. ¿Pero entrar dentro? No. Iris comentó: «¿Cómo vais a permitir que un muchacho de su edad vaya solo?». Por eso le hemos llevado a la iglesia episcopaliana de la ciudad. Fue algo muy extraño, preguntándonos continuamente qué pensaría cualquiera de nuestros amigos si nos viera. Y preguntándonos también qué pensaría la gente de la iglesia que nos conociese.
Anna hizo una pausa para recordar. Había un órgano espléndido, cantaban y Eric también se había unido al coro. Era algo muy decoroso, una atmósfera encantadora.
—¿Y cómo fueron las cosas? —la alentó Ruth.
—Joseph comentó que fue un servicio muy bello. Yo casi me eché a reír. Si no hubiera sido todo tan serio y confuso, en verdad que lo hubiera hecho. ¿Te puedes imaginar a Joseph en una iglesia? «¿Nos matarán? —me preguntó—. Lo importante es que el muchacho crea en algo», concluyó. Pero, al cabo de cinco o seis veces, Eric ya no quiso ir. ¿Me creerás si te digo que Joseph se enfadó?
—¿Y por qué no quiere ir?
—Me ha dicho que ya no cree en nada. Tratamos de discutirlo con él, pero no ha querido volver.
—Tal vez desee ir a la sinagoga, ¿no te parece?
—Le hemos llevado una vez. Joseph le preguntó si le gustaría aprender algunas cosas acerca de nuestra fe, pero dijo que no, que no pensaba preocuparse por ninguna. Y en este punto nos encontramos.
—Ya veo que estás llena de problemas, Anna. No te envidio.
Joseph entró en aquel momento.
—¿Problemas? ¿Qué problemas? No tenemos ninguno, Eric es un gran muchacho, si es que estáis hablando de él. Tienen un gran temple y es uno de los muchachos más inteligentes que he conocido…
—¿Está con Iris? —le interrumpió Anna.
—No, no lo han visto en todo el día.
—Me pregunto cuándo vendrá. Casi es la hora de cenar.
Una hora y media después, Celeste se presentó en la puerta.
—¿Esperamos para la cena? Eric aún no ha llegado, ¿verdad?
—No. Quiero decir que no está en casa. ¿Quieres esperar para la cena, Joseph?
—Tal vez sea mejor comer. Tendré que hablar con él cuando regrese. Es extraño, con sus buenos modales y tan considerado como es… No me había hecho esto nunca antes.
—Siempre existe una primera vez. Y sólo tiene trece años.
Su voz era de disculpa, pero Anna sabía que era completamente innecesario abogar por esto. Si alguien tenía que «hablar» con Eric acerca de algo, seguramente no sería Joseph. Era muy poco duro con el muchacho.
Celeste sirvió la cena. Ruth fue la única que comió. Anna comenzó su usual lucha contra el sentido de la predestinación. Aquella era su parte sombría que había tratado toda la vida de ocultar. ¿Por qué voy a estar tan preocupada debido a que el muchacho ha llegado tarde a la cena? Es algo que debe suceder en miles de casas cada noche del año.
—Está ausente desde la mañana —Joseph interrumpió uno de los monólogos de Ruth.
—¿Por qué no telefoneáis a alguno de sus amigos, si es que estáis tan preocupados?
—¿Quién está preocupado? ¿Lo estás tú?
—No —mintió Anna—. Pero podíamos llamar al chico de los Arnold que es el capitán del equipo de baloncesto. Tal vez Eric lo haya visitado.
Desde el otro extremo del vestíbulo, escucharon el murmullo de la voz de Joseph al teléfono. Aparentemente, hacía una llamada tras otra. Celeste trajo los postres, pero Anna no los tocó. Intentaba oír lo que decía Joseph y no podía. Incluso Ruth se había quedado silenciosa.
Joseph regresó.
—Nadie le ha visto. Pero hay sesenta y cinco chicos en su clase. No puedo llamarlos a todos —comentó con jovialidad.
Un minuto o dos después añadió:
—Me pregunto si querrá evitar el cenar conmigo… Me parece que he herido sus sentimientos respecto del perro.
—No, no, claro que no… Y se salió con la suya, ¿no es así? Joseph le manifestó que no quería que el perro entrase en el salón —explicó a Ruth— a causa de su alfombra tan delicada.
—A mí me parece muy bien —se mostró de acuerdo Ruth—. Una alfombra como esta debe de costar una fortuna.
—Joseph es aún más limpio que yo —admitió Anna—. Además, lo siento por el perro. Aborrece quedarse solo.
—Mi mujer y sus animales… Un día de estos voy a encontrar un caballo dentro de casa —comentó Joseph. Se levantó y salió de nuevo, añadiendo—: Intentaré hacer otras llamadas.
—La auténtica razón —musitó Anna— de que hayamos consentido en esto del perro, es que Eric dijo que a su abuela no le importaba que durmiese en la cama con él.
—¡En la cama! ¿Tan limpio está? —preguntó dubitativa Ruth.
Anna se encogió de hombros.
—¿Y eso qué importa? Así, ahora George tiene permiso para ir donde quiera, mientras que Eric ha prometido que le limpiará las patas antes de que entre en la casa.
Joseph regresó otra vez.
—¡Qué chiquillo! —comentó. Luego siguió dirigiéndose a Ruth—: Ya sabes que no nos suele decir a casa de qué amigo va. Probablemente, estará en algún sitio jugando al ajedrez, olvidado del tiempo. Es un buen jugador de ajedrez para su edad; ya sabes que se trata de un juego científico. Un juego intelectual. Tenemos entre manos a un muchacho muy brillante —concluyó.
—Claro que sí, claro que sí, Joseph. Ya le he dicho a Anna que cualquiera se da cuenta.
—Entonces —prosiguió Joseph— me iré al piso de arriba a ver algunos documentos que me he traído de la oficina y vosotras, chicas, os podéis entretener la una a la otra. Hacedme saber cuándo llega. He de dedicarle una parte de mi intelecto. Pero no una porción tan grande. —Y se dirigió a Ruth de nuevo—. ¿Seguro que podéis prescindir de mí?
Aquella jovialidad resultaba rara en él, y preocupó a Anna.
—Vete con tu trabajo —le dijo— y no te preocupes, Joseph.
—¿Cuándo dejaréis de decir que estoy preocupado? Por el amor de Dios, son las ocho y media y para un muchacho de trece años es un poco tarde. Honestamente, Anna, a veces creo…
Sacudió su cabeza, cogió su maletín y subió las escaleras.
—¿Encendemos la televisión? —preguntó Anna.
—No, me molesta la vista. Mis hijos me regalaron una por mi cumpleaños; ¿creerás, Anna, que apenas la veo? Aquí hay una revista con la última entrega de mi serial…
Anna cogió para ella La conquista de México, que estaba en un estante. Joseph le había prometido, una y otra vez, que visitarían México. Cuando Eric se encontrase ya un poco más de tiempo con ellos, estaba decidida a visitar a Dan. Tal vez durante las vacaciones de invierno; incluso se podían llevar a Eric… Sería una magnífica experiencia para el muchacho.
El libro era difícil de leer. Trató de concentrarse, casi de memorizarlo, como si fuera a pasar un examen. Había apartado deliberadamente el sillón del reloj. Este dio las nueve. ¿O lo habría contado mal? ¿O tal vez había sonado las diez? Se negó a darse la vuelta para mirar el reloj. Tenía la boca seca. Inesperadamente, estaba asustada.
—Empieza a hacer frío fuera —observó Ruth—. Oye…
—Necesitamos cortar esas ramas —respondió Anna, forzándose en no elevar demasiado el tono de voz—. Siempre golpean contra la ventana en cuanto se alza un poco de viento.
Se levantó y se dirigió a la puerta delantera. Entraba frío del vestíbulo. En el césped delantero, los extremos de los árboles se movían con violencia contra un cielo casi blanco. Al nivel del ojo, la oscuridad era casi absoluta. No había luces en la calle en aquella parte de la ciudad; aquello constituía uno de sus auténticos encantos. Pero aquella noche la oscuridad resultaba lúgubre. El viento soplaba de forma parecida a las olas del océano. Cerró la puerta.
Joseph estaba en las escaleras.
—Son las diez y media —comentó.
—Tal vez debas llamar a la Policía —sugirió Ruth.
Joseph le asestó una furiosa mirada.
—¿Qué? ¿La Policía? ¿Por qué? ¡Es ridículo! ¿Qué llevaba puesto, Anna?
Ella frunció el ceño, tratando de recordar aquella mañana, que parecía haber pasado hacía muchos años.
—Una camisa a cuadros, me parece. No puedo recordarlo.
—La radio dice que la temperatura ha bajado a veinte grados a partir de las seis de la tarde —observó Joseph.
Anna permaneció silenciosa. Regresó junto a su libro, leyó una frase cuatro veces sin entenderla y lo dejó. En la cocina, según los sonidos que le llegaban, Joseph estaba preparándose un té. Oyó el pitido de la tetera, cómo sacaba del armario una taza y un platillo. Ruth estaba sentada silenciosa, ella que nunca podía permanecer más de dos minutos sin charlotear.
Comenzó a llover. Fue algo sin preliminares de ninguna clase. La lluvia comenzó a caer con fuerza del cielo y a golpear contra las ventanas.
Joseph entró con el té.
—Está lloviendo —dijo, elevando la voz por encima del tamborileo.
—Ya lo sé.
Se miraron el uno al otro.
—Esta vez creo realmente que el muchacho se ha pasado —gritó Joseph—. Ya sabes que no es ser justo con el chiquillo el dejarle hacer todas las cosas. Un niño necesita conocer sus límites —manifestó, como si estuviera impartiendo alguna clase—. Sí, un niño es muy feliz cuando sabe qué le está permitido y qué le está prohibido. No dudo de que debe de estar sentado en alguna parte con alguno de sus amigos, pasándolo bien, sin pensar en nosotros…
Sonó el timbre. Sus corazones empezaron a repiquetear en sus pechos. Siguió sonando el timbre como si alguien se hubiese apoyado contra él.
—¡Dios mío! —gritó Joseph, precipitándose a abrir.
Abrió la puerta, entre aquel tiempo tan malo, y contempló una linterna en las manos de dos policías del Estado que estaban de pie al lado de Eric y su enorme y mojado perro.
Dieron un paso hacia delante.
—¿Es este su muchacho?
Ruth comenzó a gritar.
—Dios de los cielos… ¿Dónde has estado? Has tenido muy preocupados a tu abuelo y a nana. Creían morirse por no saber dónde podías estar…
—Ahora no, señora. —El policía se volvió hacia Joseph— ¿Es usted su abuelo? Hemos encontrado al muchacho en la autopista, tratando de hacer autostop. Quería dirigirse a Boston, en realidad, iba hacia el noroeste. A alguna parte del Norte del Estado de Nueva York… ¿A dónde era, muchacho?
—A Brewerstown —respondió Eric—. Allí es donde vivo. Allí es donde quiero volver.
Estaba allí de pie, temblando. Tenía echada por encima una capa, que le cubría hasta las rodillas.
—No comprendo —respondió Joseph—. ¿Te escapabas?
Eric mantuvo los ojos fijos en el suelo.
—Así parece —prosiguió el policía—. Ha sido una gran cosa que nosotros estuviéramos allí. Consiguió que lo llevase un coche, a él y al perro; un tipo que era, ya comprenderá —echó una mirada a Anna y a Ruth—, perdónenme, una persona algo extravagante. Afortunadamente, estuvo a punto de saltar del coche cuando lo detuvo un semáforo. También supongo que el perro lo protegió.
Las venas empezaron a dar latidos en la frente de Joseph.
—¿Qué ibas a hacer, Eric? Quiero que me respondas. Hemos sido muy buenos contigo, ¿no es verdad, Eric? ¿Por qué nos ibas a hacer esto?
Eric levantó los ojos.
—Porque odio estar aquí —respondió.
Joseph y Anna se miraron el uno al otro, y a continuación, a Eric, y de nuevo se contemplaron ellos.
—¡Chiquilladas! —dijo el policía—. No le presten demasiada atención, Mr. Friedman. Necesita una paliza como en los viejos tiempos, y le sentará bien. Ordinariamente, así sucede. Pero esta noche, no. Está muy cansado y casi al borde de la muerte. —Se dirigió a Eric con una ruda amabilidad—. Tienes suerte, muchacho, al vivir en una casa como esta. Yo hubiera querido crecer en una casa así… No tienes escapatoria. Vas a tener ahora problemas y no los olvidarás…
Se colocó la gorra. Hubo una serie de agradecimientos, ofrecimientos de dinero y negativas.
—¿Una bebida? ¿Una taza de té, por lo menos?
—No, gracias, señora. Simplemente, hágase cargo del muchacho. Y tú harás caso a partir de ahora a tu abuelo, ¿no es verdad?
La puerta se cerró retumbando en el silencio. Eric siguió allí de pie, con sus pantalones de algodón y su ligera camisa, mientras se filtraba en el suelo un charco de humedad.
—Eric, dime —musitó Anna—, ¿me dirás qué ha estado mal?
—Odio estar aquí… Este es un lugar espantoso… Odio esta casa… No tenéis ningún derecho a haberme arrebatado de mi hogar, y voy a volver, no quiero quedarme aquí. Me escaparé otra vez. No podréis detenerme…
—¡Qué conversación más loca es esta! —gritó Joseph—. Este es tu hogar. Sabes que no tienes otra casa, a nadie que se haga cargo de ti. Deberías estar contento…
—¡Joseph! ¡Basta! —le mandó Anna—. Eric, escúchame. Hablaremos de todo esto mañana. Pero esta noche es muy tarde y no puedes ir a ningún sitio con un tiempo así. No hay nadie fuera.
Eric se tambaleó y se agarró en el respaldo de un sillón.
—Vamos, vamos al piso de arriba y luego, por la mañana, decidiremos lo que hay que hacer —lo engatusó Anna, mientras le dirigía hacia las escaleras.
Estaba tan débil que tuvo que apoyarse en la barandilla.
—Te calentaré un plato de sopa —le musitó Ruth.
Joseph lo siguió y entró en la habitación de Eric.
—No —dijo Eric—, no quiero ver a nadie. Dejadme solo, marchaos todos.
La puerta se cerró en su cara. Se quedaron en el vestíbulo.
—No puedo comprenderlo —dijo de nuevo Joseph. Se retorció las manos—. Había sido tan cariñoso, tan agradable. Hoy que íbamos a comprar juntos el equipo de rugby. No puedo comprenderlo…
La semana pasada Anna se había dado cuenta de que Eric se estremecía, o por lo menos eso es lo que ella había pensado, pero cuando se lo mencionó, Joseph le dijo que aquello no tenía sentido. Anna no volvió a pensar en ello hasta aquel momento.
Ruth apareció con una taza de sopa y se reunió con ellos en el vestíbulo, delante de aquella cerrada y desafiante puerta.
—No sé qué hacer —musitó Anna.
—Esto es ridículo —dijo Joseph—. Tres adultos intimidados por un estúpido muchacho. Voy a entrar.
Empujó la puerta. Eric estaba echado en la cama, con sólo la ropa interior puesta, y con el rostro medio oculto. Su camisa mojada y sus pantalones estaban en el suelo. A la débil luz de la lámpara del escritorio, vieron que estaba llorando.
Joseph le puso la mano encima de los hombros.
—¿Por qué estás llorando? ¿Un muchacho como tú, que es un campeón de baloncesto y un gran jugador de rugby?
—Joseph, Joseph, sal —le dijo con firmeza Anna.
Hablarle así al muchacho como si fuese un rorro de tres años que se hubiese mojado los pantalones. Olvidaba cómo había llorado, cómo se habían abrazado el uno al otro cuando el padre de aquel chiquillo…
—¿Qué has dicho?
—He dicho que salgas —replicó.
—¿De qué estás hablando? Aquí está Ruth con la sopa caliente, sólo queremos ayudar…
—Le ayudaréis más dejándolo solo. Sí, hay una cosa que puedes hacer. Tráeme un edredón del armario; hay uno muy grueso, de color azul, en el estante superior. Ve a buscarlo —le dijo, dirigiéndole una mirada que dejó asombrado a Joseph.
Una vez hubo tapado a Eric y cerrado la puerta, se aproximó de nuevo y se sentó en la cama.
—Llora lo que quieras —le ordenó—. Dios sabe que tienes razones suficientes. Llora muy alto. Tan alto como puedas.
Anna tuvo la visión de una cara angustiada; luego la cabeza se ocultó con el edredón y el cuerpo empezó a temblar, sacudiendo la cama. El sonido del llanto ahogado al principio, se convirtió de pronto en unos terribles sollozos, que traspasaban el aire y llegaban al corazón.
¿Qué puede pensar de un mundo en que todos sus familiares han muerto? Por segunda vez, su hogar ha quedado destrozado. ¿Pedirá también que muramos Joseph y yo? ¿Y entonces dónde iría? ¿Deberíamos hablar con él de esto? Tal vez en algún otro momento, pero no ahora…
Un niño, pensó Anna. A causa de ser tan alto, tan inteligente y hablar tan bien, pensamos que puede hacer frente a todo. E incluso nosotros, que somos ya tan viejos, difícilmente podemos enfrentarnos con las cosas. Un pie sobresalió del edredón, y un brazo se deslizó hacia la cabeza. Un delgado brazo infantil, con una mano que era ya la de un hombre. Aquella voz empezaba a cambiar. Y la primera pelusa en las mejillas, tan preocupada y ansiosamente examinadas en el espejo cada mañana. Maury solía llevarse un espejo de mano para verse mejor delante de la ventana.
—Sí, llora —repitió—. Tienes motivos suficientes para llorar.
En la pared de enfrente, la severa y elegante cara de Bellingham los miró desde encima del escritorio, rodeado de libros y fotografías, las reliquias que había colocado Eric en aquel santuario. Sí, un santuario, construido por las mismas razones por las que los hombres alzan sus santuarios.
Unos minutos después (¿cuántos?, ¿cinco?, ¿quince?), el bulto formado por el edredón empezó a moverse y a forcejear. Emergió una cara húmeda que se refugió en los hombros de Anna. Anna alargó los brazos y unió las mejillas del muchacho con las suyas. Estuvieron allí mucho rato, meciéndose despacio, mientras que los sollozos morían poco a poco y se convertían en un prolongado suspiro. Luego un rápido sollozo, otro suspiro, otros suspiros y estremecimientos más, y finalmente, todo cesó.
—Bueno, bueno —dijo Anna.
—No duermo —dijo en voz baja Eric—. ¿Creías que dormía?
—No.
—¿Dónde está el abuelo? Quiero decirle algo.
—El abuelo, si lo conoces bien, estará paseándose de un extremo al otro del vestíbulo con las manos a la espalda, de la forma que siempre hace cuando está muy preocupado. ¿Quieres que lo llame?
—Sí.
—Joseph —gritó Anna.
La puerta se abrió al instante.
—¿Me necesitáis?
—Es Eric el que quiere verte.
La cabeza de Eric buscó de nuevo la protección del edredón.
—Sólo deseaba decirte que no te odio —musitó, sin mirarlo—. Ni tampoco odio nada de lo de aquí.
—Ya sabíamos que no —dijo Joseph—. Ya lo sabíamos…
Se aclaró la garganta. Tosió.
—George tiene mucha hambre.
Joseph se aclaró otra vez la garganta.
—Le daré de comer. Siempre tiene hambre. Y también mucha sed. Dormirá luego en el salón.
—Yo también creo que me dormiré.
—Sí, sí —dijo Anna—. Échate bien; ya te arroparé.
—¿No quieres comer nada? —preguntó Joseph.
—No, será para él mejor dormir ahora. Por la mañana ya le haremos un buen desayuno.
—Déjame ponerle bien el edredón —dijo Joseph.
Anna se quedó de pie un momento, presenciando cómo le abrigaba, sintiendo la necesidad que Joseph tenía de hacer algo, algunas cosas, aunque fueran pequeñas.
Oh, por Joseph, por mí, no nos dejes perder también a este muchacho… ¿Cuál es nuestra culpa? Era como si dijese:
—Si ha sido nuestra culpa, ¿cuál ha sido?
Y si ha sido culpa nuestra, permítenos confiar en no repetirla…
Tenían que aprender muchas cosas acerca del aquel muchacho, en el poco tiempo que les quedaba antes de que se convirtiese en un hombre. Y siempre, siempre, aquellos lugares cerrados en los que nadie podía entrar. En aquellos antiguos mapas que Iris coleccionaba, existían unos límites en que aparecía una leyenda: Terra incógnita. Tierra sin explorar.
Al oeste de Gibraltar, pensó Anna, donde el mundo acababa. Salieron sin hacer ruido y con la misma suavidad cerraron la puerta.