30

El primo Chris dejó los remos, permitiendo que el bote se balancease solo. Aquel día le ocurría algo diferente y eso perturbaba a Eric. Por lo general, cuando Chris venía a ver a Eric todo era muy divertido. No los visitaba muy a menudo; tenía esposa e hijos y un empleo, aunque no se pensaría todo esto al mirarlo. Parecía muy atlético, ágil, demasiado joven para esa clase de cosas. De todos modos, había sido el primo favorito de la madre de Eric, por lo que, realmente, no podía ser tan joven. Solían correrse grandes aventuras en la casa de Chris en Maine cuando ella era una muchacha. Como aquella vez en que, debido a la niebla, se cayeron a la bahía…

Pero Chris esta vez no tenía historias que contarle a Eric. Se inclinó hacia delante, con su triste rostro un tanto alargado, mientras detrás de su cabeza, allá lejos, en el extremo del lago, los edificios del hotel y del campo de golf se extendían como si fuesen una aldea de juguete encima del verdor.

—Se lo he dicho a tu abuela. Hemos hablado mucho anoche…

—Os escuchaba desde el piso de abajo —contestó Eric.

—¿Oíste lo que dijimos?

—No, sólo vuestras voces. Pero supe que ocurría algo serio. Pensé que, probablemente, estabais hablando de mí.

—Sí.

Chris tenía la mirada preocupada. Empezó a hablar muy deprisa, como si desease decirlo cuanto antes.

—Ya tienes trece años y estás muy crecido. Le he dicho a tu abuela que eres lo suficientemente mayor para conocer la verdad. Las mujeres nunca creen que uno es bastante mayor, pero…

—¿La verdad acerca de la abuela?

—Para empezar, sí.

—No tienes que decírmelo. Sé que se trata de cáncer.

Aquella fue la primera vez en que dijo la palabra en voz alta. La gente siempre la susurra o dice un eufemismo. No sabía por qué no sentía nada al decir en voz alta aquella cosa tan terrible. ¿Había algo malo en él, puesto que no sentía ahora nada?

—¿Cuánto tiempo hace que lo sabes?

—Desde el invierno pasado. Cuando la abuela estuvo en el hospital, la gente dejó de hablar cuando entré en la habitación. Por eso supuse que debía ser algo así.

—Comprendo —dijo Chris.

—¿Está preocupada la abuelita?

—Nunca ha dicho que lo esté. Pero yo opino que sí, ¿no te parece?

Chris aguardó un momento.

—Pero realmente de quien está preocupada es de ti. Y por eso quiero hablar contigo. Me ha pedido que lo haga. Cree que será más fácil para ambos si soy yo el que lo hace.

—La abuela no necesita preocuparse. Yo cuidaré de ella. También fui muy bueno con el abuelo, que estaba lisiado.

—Sé que lo harás. Pero se trata de algo diferente.

—¿Diferente?

El primo Chris no respondió enseguida. En vez de ello, agarró los remos e impulsó de nuevo el bote. Tuvieron que inclinarse debajo de las hojas de un sauce llorón, y una vez se encontraron en su cueva oculta, Chris abandonó los remos. El bote quedó inmóvil.

—¿En qué estriba la diferencia? —repitió Eric.

Chris se sacó su reloj de pulsera. Era un reloj extraordinario. Lo había comprado en el extranjero cuando se encontraba en la Fuerza Aérea, durante la guerra, y se lo había enseñado ayer a Eric. Podía dar la fecha y tenía también alarma. Se veía también la esfera en la oscuridad; era un reloj maravilloso. Chris lo examinó, lo sacudió un poco, se lo llevó al oído, frunció el ceño y se lo colocó despacio otra vez.

—¿Hay algo que vaya mal en tu reloj?

—No, sólo quería comprobarlo. —De repente, las palabras se precipitaron—. Eric, la diferencia consiste en que tu abuela se va a morir. No sé otra forma de decírtelo que no sea de esta manera.

—Pero Jerry, que es un chico de mi clase, tiene un padre que desde hace tiempo padece de cáncer, desde que íbamos a tercer grado, y está muy bien…

—No siempre las cosas ocurren así…

—Se lo preguntaré al doctor Shane…

—Hazlo, pero no te servirá de nada. Te dirá exactamente lo mismo, Eric.

¿Se había estado preguntando hacía un minuto por qué no sentía nada en su interior? Ahora, de repente, sintió un peso, y una angustia en el pecho y en la cabeza. Le pareció que degustaba algo caliente debajo de su lengua, algo parecido a la sangre.

—¡No lo creo! ¡No es verdad! —gritó.

—Ya sé lo que sientes. A mí me ocurrió lo mismo cuando murió mi abuelo Guthrie.

Más allá de la pantalla de las hojas, una motora levantó oleadas en las tranquilas aguas. Probablemente se trataba de Billy Noyes y su padre, con su «Chris-Craft». Billy y su padre siempre estaban dando vueltas con aquella lancha.

—Sé lo que sientes —repitió Chris.

Ninguno de los dos habló durante un minuto o dos. Luego, otros pensamientos se transformaron en palabras.

—Estoy pensando qué vacía quedará la casa cuando sólo estemos en ella George, Mrs. Mather y yo.

—Eso está relacionado con lo que tengo que decirte ahora —prosiguió Chris.

Buscó su paquete de cigarrillos, guardado en el bolsillo exterior de su camisa, pero pareció tener problemas para sacarlo de allí. Luego buscó en otro bolsillo el mechero, y después de esto y más turbado aún, lo encendió.

—La cosa es —prosiguió al fin—, la cosa es que no podrás quedarte aquí. Quiero decir que Mrs. Mather no es de la familia y no puede hacerse responsable de ti, ¿lo comprendes? Necesitas vivir con alguien que sea de tu propia familia.

—¿Podría ir a vivir contigo?

—No. No es que a mí no me gustase, que me gusta mucho, pero las cosas tal como están…

Hizo una pausa. ¡Si fuera capaz de decirlo todo de un tirón…!

—Bueno, veras, la abuela hace tiempo que le da vueltas a esto y me ha hablado de ello a mí, a mis padres y al tío Wendell, y también al doctor Shane y al padre Duncan. Todos ellos creen, y lo creen sinceramente, que el único hogar que sería apropiado para ti en estas circunstancias es el de la familia de tu padre.

La entonación de voz de Chris bajó al terminar la frase, como al acabar un discurso o una pieza musical. Eric se dio cuenta de que le miraba con atención.

Tenía una expresión que parecía decir: «Bueno, ahora que ya hemos cumplido esta parte, ¿seguiremos con el resto?».

El mismo Eric tenía el hábito de observar muy de cerca las caras: La de los maestros de la escuela, para ver si estaban sólo satisfechos con su pregunta o les había, en realidad, gustado, o la de los adultos en general, para ver si estaban diciendo toda la verdad o te escondían algo. Ahora comprobó que Chris le decía toda la verdad.

—No sabía que mi padre tuviese parientes…

—Oh, sí —le respondió Chris con atención—. Tenía padres y una hermana menor.

—¿Y viven?

La voz de Eric se levantó y luego pareció terminar en un chillido, como le ocurría con frecuencia.

—Sí, viven en la ciudad de Nueva York. O, por lo menos, cerca de allí.

—¿Pero por qué, pero por qué? ¿Por qué todo el mundo me ha mentido hasta ahora?

—Yo no diría, exactamente, que te estuvieran mintiendo. No te dijeron nunca que los padres de tu padre estuvieran muertos, ¿no es verdad?

—No, pero siempre me decían: «Eres todo lo que tenemos, Eric, y nosotros somos todo lo que tú tienes». Así que pensé…

—Bueno, eso era una forma de exponerlo. No era una mentira, sino que hablaban de ese modo. Existe una diferencia, ¿verdad?

Eric se encontraba asombrado y conmovido por completo. Tampoco sentía si aquello era una cosa buena o mala.

Chris prosiguió:

—Tenían planeado explicártelo todo cuando fueses mayor, probablemente lo hubieran hecho antes si tu abuelo hubiese vivido. Entonces habrías conocido a tus otros abuelos. —Prosiguió con más confianza, y más rápidamente—. Sí, esa era en definitiva su intención.

—Pero ¿por qué guardaron ese secreto durante tanto tiempo?

Chris aguardó un momento antes de contestar:

—Ya sabes cómo son las cosas, Eric. La gente no se pone siempre de acuerdo. Para decirlo con claridad, no se podían ver. Hubo muchos problemas y controversias cuando fuiste a vivir con los padres de tu madre en lugar de con los de tu padre.

—¿Quieres decir que también querían que yo viviese con ellos?

—Oh, sí, lo querían mucho. A fin de cuentas, amaban a su hijo y tú eras el hijo de su hijo.

—¿Entonces por qué estaban enfadados entre sí?

—Aborrezco decir esto, Eric, aunque estoy seguro de que has aprendido unas cuantas cosas acerca de este mundo imperfecto en que vivimos… Se trataba de un asunto de religión.

—¿Eran católicos entonces? ¿Se trataba de eso?

—No, católicos no. Judíos…

¡Judíos! Pero aquello era terrible… ¿Cómo podía tratarse de eso?

¡Judíos! Igual que David Lewin en la escuela. Recordó cuando David había llegado por primera vez a la academia, en quinto grado. Gustaba a todos excepto a un chico, Bryce Henderson. No, a dos muchachos. Phil Sharp también. Decían cosas terribles a David acerca de ser judío y David le había atizado un puñetazo a Bryce, que le hizo sangrar la nariz. Luego, el director del colegio había llamado a David y le había preguntado por qué lo había hecho, y David no quiso decirlo, porque todos sabían que el director siempre hablaba de fanatismos y de prejuicios.

—Se trata de algo que hemos tratado de extirpar en esta guerra que acaba de finalizar —dijo.

Pero David no se lo dijo y aceptó su castigo, lo cual fue muy elegante por su parte y, además, la mayoría de los muchachos lo comprendieron así.

Sí, se trataba de un tipo encantador aquel David. Una vez él y Jack MacKenzie habían sido invitados a casa de David, cerca de donde sus padres poseían la pañería «Cyprus». Era una especie de fiesta con estupenda comida y vino. El padre bebió de una copa de plata y todos cantaron. Era una casa límpida, rara y también forastera. Eric invitó a David a su casa una vez, pero aquello fue todo. No hubo una razón especial para que se convirtiesen en amigos, aunque, probablemente, a David le hubiera gustado.

¡Y mi padre era igual que David! ¡Resultaba duro de creer! Ahora su corazón sí que empezó realmente a latirle con fuerza. No le gustaba. Era demasiado raro, demasiado extraño. Diferente. Igual que David.

—Supongo que deberían habértelo contado antes. —Chris hablaba más para sí, pensando en voz alta—. Por lo menos, siempre pensé que debían haberlo hecho. Todos opinábamos igual… Pero ellos hicieron lo que creyeron mejor. Y Dios sabe que realmente fue así.

—¿Conociste a mi padre?

—Claro que sí. Era una gran persona. Fue uno de mis mejores amigos en Yale.

—¿De veras?

Eric sintió cómo se le formaba en los labios una débil sonrisa, una sonrisa que estaba a punto de transformarse en risa; pero también se encontraba cerca del llanto. Sintió una gran excitación, del mismo modo que ocurre al ver una película de misterio, cuando temes al pensar lo que va a ocurrir a continuación, y ríes precisamente porque tienes miedo…

—Nunca he sabido a quién se parecía.

—¿Quieres decir si tengo alguna foto? Estoy seguro de que nos hicimos una instantánea jugando al tenis. La buscaré cuando llegue a casa y te la enviaré. Lo haré en cuanto regrese a casa…

—Mientras tanto, dime a quién se parecía.

—Bueno, a alguien como tú, en líneas generales. Creo que vas a ser tan alto como él. También tenía el pelo claro y unas cejas gruesas como las tuyas. —El primo Chris se inclinó hacia delante con el mentón entre las manos y el bote osciló—. Es divertido, pero los dos queríamos estudiar para abogado… Estábamos tan seguros del futuro… Y ahora él no está aquí y yo me dedico al negocio del petróleo. La vida está llena de cambios y sorpresas, Eric, como habrás podido averiguar en este último minuto. Nunca sabemos lo que vamos a encontrar en la próxima esquina…

Tuvo una súbita conciencia de que el planeta rodaba por el vacío espacio alrededor del sol, sin que lo sujetase nada excepción hecha de su propia velocidad. ¿Qué ocurriría si se soltase y cayese? ¿Pero caerse dónde? Se apoderó el terror de él. No había nada a qué sujetarse, nada firme, sólo la tierra bajo tus pies.

—¿Cuándo se supone que debo irme? —gritó en medio de su pánico.

—Cuando acabe el semestre, a fines de este mes.

—¡No quiero ir a vivir con ellos! ¡No los conozco! ¿Cómo voy a vivir en su casa?

Chris tragó saliva. Tenía una nuez muy grande, y la movió debajo de la piel del cuello, como si fuera a salírsele. Eric se había fijado en ella en la cena de anoche.

—Oye, Eric —dijo—. Ya sé que esto es muy duro, no me gustaría estar en tu pellejo y estoy de tu parte. No quiero hacer nada que te perjudique, ¿no crees?

—Supongo que no lo harías.

—Ya sabes que no. Pero, óyeme. Deben de ser unas buenas personas. ¿Podían haber tenido un hijo tan amable y bueno como tu padre si no lo fuesen? Te querrán mucho; te quieren ya… No es culpa suya el que tú no los conozcas. Y son unos parientes tan próximos tuyos como tu abuela y tu abuelo, no lo olvides.

No quiero ir, no quiero ir…

Pensó en algo.

—¿Y qué va a ser de George? ¡No me puedo ir sin George!

—Estoy seguro de que podrás llevártelo.

El perro, al oír su nombre, enderezó las orejas y miró a uno y otro el rostro como si hiciese una pregunta. Luego colocó su enorme pata en la rodilla de Eric.

—¿Por qué no puedo ir a vivir contigo, Chris? No te causaría ningún problema, de veras.

—Ya sé que no. Pero mira, Eric. Fran y yo nos vamos a ir a Venezuela, por cuenta de la compañía, y estaremos allí cuatro o cinco años. Y ya tenemos tres hijos.

—Te ayudaría con los niños.

La cara de Chris se crispó. Eric pensó que tenía la apariencia de que algo le dolía.

—Eric, quisiera poder hacerlo. Pero Fran está esperando otro bebé y no puede… no se ve capaz de tomar más responsabilidades. ¿Comprendes lo que quiero decir, Eric?

Pero Eric no lo comprendía y no quiso siquiera responder.

—Sé que es duro para ti comprenderlo. Mis hermanos son solteros, mis padres viajan durante todo el tiempo ahora que se han retirado. El tío Wendell tiene ya más de ochenta años. Pero tú posees otro lugar, que se convertirá en tu hogar, y debes educarte… Eric, ya verás qué feliz serás allí. Te escribiré muchas veces y tú me contestarás diciéndome lo que haces y lo feliz que eres, ya lo verás, Eric. Debes comprenderlo, no es que no te queramos.

Eric sabía que, si respondía, su voz se quebraría otra vez. Tenía un nudo en la garganta y no quería comportarse como un niño pequeño. Hacía muchos años que no lloraba.

De repente empezó a sollozar como un muchachito, hipando, con dificultades incluso para respirar. No podía creer en los sonidos que hacía. Estaba muy asustado y avergonzado de sí mismo, y solo, frío y solo. Y escondido. Se llevó las manos al rostro.

Durante un rato, Chris no dijo nada. Luego comenzó a hablar de aquella forma natural en él, en voz muy baja, como si de nuevo hablase para sí mismo y no le importase que lo escucharan o no.

—Lloré cuando mi amigo cayó en Alemania. Sí, recuerdo cómo lloré. Vi caer el avión, con una llamarada parecida a un lápiz rojo a través del espacio… Durante mucho tiempo tuve pesadillas y me despertaba llorando. He visto a muchos hombres hechos y derechos llorar en estos años. Sí, sí…

El bote dio una sacudida. George había abandonado su asiento y se echó con el hocico descansando en los zapatos de Eric. Al cabo de unos minutos, Eric sintió que le ponían en la mano un pañuelo. Se enjugó la nariz y los ojos y miró hacia arriba. Chris se había apartado de él y no lo miraba. Luego, Chris se inclinó sobre los remos y comenzó a remar. Atravesaron aquella cortina de hojas. Salieron al sol y a un agua tan brillante y luminosa que hacía parpadear. Avanzaron despacio hacia casa.

—Primo Chris… ¿tengo que irme tan deprisa? ¿No me podría quedar aquí, por lo menos, hasta fines de verano y luego llegar a tiempo para empezar el colegio en otoño?

Chris lo miró durante un momento. Luego respondió con amabilidad:

—Eso no sería una buena cosa…

Eric entendió lo que quería decir. La abuela no vivirá hasta finales del verano.

—¿Así que… —comenzó Eric—, los vas a llamar?

No sabía cómo se suponía que debía dirigirse a ellos. No les podía llamar señor y señora, ¿verdad? Pero tampoco podía llamarlos abuelo y abuela.

—¿Los telefonearás y les dirás que…? —no pudo terminar.

—Ya lo hemos hecho. En realidad, están de camino para venir a verte.

—¿Hoy? ¿Esta tarde?

—Sí, es demasiado repentino para ti, lo sé. Se suponía que debía haber venido la semana pasada para hablarte, pero en vez de ello, tuve que ir a Galveston y esa es la razón de que todo se haya hecho deprisa y corriendo. Lo siento.

—Ya sólo deseo no tener tiempo para pensar en todo ello antes de que lleguen.

—Tal vez el procedimiento sea más fácil. Quiero decir eso de no tener tiempo para pensar en nada.

George trepó de nuevo a su asiento, con su cabezota casi a la altura de la de Eric. El perro se aproximó lo más posible, como si supiera qué ocurría. Eric estaba seguro de que George sabía cuándo necesitaba consuelo. Pensó en aquel tiempo en que le habían reñido, su peor, único, real y furioso regaño, cuando tenía diez años y había puesto el auto en marcha y lo había sacado del camino de coches. Aquel fue el tiempo, no mucho después, cuando el abuelo tuvo el ataque al corazón y murió en el porche después de la cena. Recordaba haber ido a su habitación, y haber permanecido allí sentado aquella noche con el brazo alrededor de George, lo mismo que hacía ahora. Había algo entre él y George que no había sentido nunca con nadie más.

El bote chocó suavemente con el muelle y Chris ató el cabo.

—La abuela aguarda para hablar contigo, Eric.

Anduvieron hacia la casa entre los grupos de cicuta.

—Como sabrás, está más preocupada por ti que por su enfermedad. Le harás más fácil el tener que regresar al hospital… Le resultará todo más sencillo si sabe que lo aceptas bien. Recuerda que esto también es muy duro para ella. No sólo para ti.

Sabía que la encontraría sentada a su escritorio, en la sala de estar del piso de arriba. Últimamente pasaba mucho tiempo allí, repasando facturas y revolviendo papeles, todos aquellos documentos que mandaban los abogados. Cuando la oía hablar por teléfono ella siempre se refería a fideicomisos, testamentos y escrituras en general.

Aguardó en el umbral.

—¿Abuela? —llamó. Algunas veces no oía a la gente cuando subían las escaleras—. ¿Abuela?

Ella se dio la vuelta en el sillón y Eric vio al instante que había estado llorando. Fue la primera vez en su vida que la veía con lágrimas. Incluso cuando el abuelo murió, había permanecido muy entera, aunque con cara triste.

—Se ha ido sin sufrimientos, en su propia casa, al final de un día feliz. Debemos recordar esto y no llorar.

Pero ahora su abuela estaba llorando. Se levantó y colocó su cabeza en el hombro de Eric. Ya era tan alto como ella. Trató de consolarla, del mismo modo que Chris había intentado consolarlo a él en el bote hacía sólo unos minutos.

—Todo irá bien, abuela, te lo prometo.

Recuerda que también es muy duro para ella, le había dicho Chris.

—Preocúpate sólo de ti, abuela. No te inquietes por mí.

La mujer trató de darse valor.

—Oh, querido, cómo te molestas por mí… No tienes que preocuparte por nada… Tendrás una buena casa en la que te cuidarán bien… No lloro por eso, sólo que…

Pero él comprendió que estaban siendo desarraigados, apartados y separados. Y todo ello sin aviso, como aquella noche en que la tormenta destruyó el gran olmo plantado delante de la casa, el árbol cuyas ramas habían tenido por encima de su tejado durante casi sesenta y cinco años, según le explicó el abuelo. En unos minutos de furor, la tormenta lo había desarraigado de la tierra y precipitado al suelo, con las raíces al aire y la empapada tierra aún pegada a ellas. Lo recordó preguntándose si también los árboles sentirían dolor.

—Siéntate —le dijo la abuela.

Se secó los ojos, se limpió las gafas y endureció el rostro de la forma que él conocía. Su cara no cambiaba nunca mucho. Era la misma tanto cuando era feliz como cuando se mostraba firme y tajante. Pero cuando estaba malhumorada —y solía estarlo muchas veces— Eric tampoco odiaba aquella cara. Pero ahora resultaba diferente. Ahora sólo podía pensar en que aquel rostro pronto desaparecería.

—Seguramente hay un montón de preguntas que te gustaría hacerme, ¿no es verdad? Cosas que el primo Chris no te haya explicado.

—Me lo ha explicado, pero aún no acabo de entenderlo.

—No, claro que no. ¿Cómo puedes absorber todos estos cambios en unos minutos? Me gustaría mucho que tuviéramos más tiempo.

—Dime una cosa, ¿por qué no vinieron a verme antes? ¿Por qué se ha mantenido todo esto como un secreto?

—Llegamos al acuerdo de que hacerlo de otra forma sería muy confuso para un niño pequeño. Sólo eras un crío… De esta forma, no has tenido dudas acerca de a quién pertenecías. Fue algo saludable para ti. Sí. Debió de estar bien hecho porque tú siempre has sido muy feliz. De todas formas —añadió pensativa—, yo siempre lo he visto de varias maneras. Por ejemplo, nosotros siempre hemos deletreado tu nombre de forma diferente a Mr. y Mrs. Friedman, porque deseábamos hacerlo más sencillo, más inglés, pero ellos dicen FRIEDMAN y no FREEMAN. Esa es la ortografía germánica. —Al ver que Eric no comentaba nada, añadió—. Sé que debe resultar espantoso para ti descubrir que ni siquiera tu nombre se deletrea de la forma que imaginabas.

Eric seguía silencioso.

—Llevarás una nueva vida, Eric. Verás muchas cosas en la ciudad. Supongo que recordarás lo bien que lo pasamos aquel fin de semana del año pasado, en que fuimos al teatro, al planetario y…

Eric seguía sin querer hablar de cosas de aquel tipo.

—¿Por qué todos se han odiado tanto? ¿Por qué constituye algo tan terrible que ellos tengan otra religión?

Pero mientras hacía aquellas preguntas, sabía realmente la razón. Era porque… porque los judíos eran un pueblo extraño, que no se parecía a la gente corriente a la que conocemos de cada día. Eran diferentes. No sabía por qué, pero, efectivamente, lo eran. ¡Y él era uno de ellos! ¿Lo era o no lo era? Pero, si lo era, no notaba ningún cambio en sí mismo.

La abuela suspiró.

—El odio, si quieres llamarlo de este modo…, sea como fuere, no radicaba sólo en nuestra parte. Créeme. Como es natural, el abuelo tenía unas ideas muy definidas y tampoco puedo decir que conviniese en ellas siempre. En ocasiones, eran muy extremadas, pero él era un americano muy orgulloso y comprendo ahora por qué quería retenerte, de todas formas, entre tu propia gente… «Dejemos que ellos vayan por su camino y yo iré por el mío», acostumbraba a decir siempre.

—Pero si a él le disgustaba tanto, ¿por qué no me habló nunca de ellos?

—Supongo que, en realidad, creería que también hablaría de ti, de una parte de ti, ¿no te parece? ¡Y te amaba tanto!

Se calló. Sus ojos reflejaban recuerdos, como si viese cosas que habían ocurrido hacía mucho tiempo y escuchase otras voces.

—Sí, yo siempre sentí —continuó la abuela— que las cosas se habrían hecho de modo diferente si me hubieran dejado a mí. Y no es que trate de echarle toda la culpa a tu abuelo. Él hizo lo que pensaba que era mejor para ti. Tal vez tuviera razón; dividir a un chiquillo entre dos mundos resulta algo espantoso…

Eric pensó de repente en algo.

—¿Los viste? Me refiero a los padres de mi padre…

—Sólo una vez cuando murieron tus padres. Oh —prosiguió la abuela—. Son unas personas encantadoras, Eric… Unas personas muy educadas, pensé entonces. Te hablarán acerca de todo esto, estoy segura, cuando los conozcas bien. He hablado con ellos por teléfono durante las pasadas semanas y…

Chris llamó a la puerta.

—¿Puedo entrar, o se trata de una conversación privada?

—No es nada privado. Eric y yo estamos acabando lo que tú comenzaste. Confío, simplemente, en que comprenda un poco las cosas.

—Tía Polly… Tal vez deberías echarte un rato —la apremió Chris.

—Sí, me parece que sí. Por lo menos quince minutos…

La anciana se levantó y Eric observó que se tambaleaba y que debía agarrarse en el respaldo del sillón. Su cara tenía un terrible aspecto ceniciento; aparecían gotas de sudor debajo de los brazos. Su abuela era tan exigente y quisquillosa que hasta aquel momento nunca la había visto sudar.

Eric miró, a través de ella, por la ventana. Cuando el viento movía las hojas se veía la superficie plateada del lago. También debería dejar esto. Era como abandonar la piel y tener que esperar a que creciese otra. Aquella casa, aquellos árboles, aquellos rostros seguirían aquí, excepto el rostro de la abuela… Y seguirían aquí, pero él no. Él debería irse a otro lugar que no había visto nunca.

—Abuela… Les has dicho… quiero decir que me gustaría llevarme a George. No puedo irme sin George, ya lo sabes.

—Estoy segura de que no habrá ningún inconveniente —replicó la abuela.

Miró a Chris y luego sonrió. Cuando ya estaba en la puerta se acordó de algo.

—Eric, no te olvides de quién eres. Hemos intentado enseñártelo y sé que lo has aprendido muy bien. ¿Verdad que no lo olvidarás?

—No quiero olvidar nada —contestó Eric—. Y ahora opino que debo irme. —Y al ver que sus rostros parecían interrogarle, añadió—: No muy lejos. No me iré muy lejos.

Se había formado vagamente la idea de hablar con el doctor Shane, pero cuando pasó ante la casa amarilla y vio que no estaban los coches en el garaje, se sintió aliviado. Como Chris le dijera, el doctor sólo le repetiría lo que ya sabía. Rehízo sus pasos y se dirigió a casa de su amigo Teddy, pero este había ido al dentista y de nuevo, se sintió aliviado. Sentía que debía hablar con alguien, como en aquel cuento ridículo de la infancia, de la gallinita que corría de acá para allá para informar que el firmamento se había caído. Pero, en realidad, no quería hablar con nadie.

Los caballos de los Whitely pacían cerca de la carretera. Se detuvo junto a las traviesas que formaban la valla, esperando a que lo vieran. Se preguntó si realmente le conocían o simplemente olían los azucarillos que llevaba en los bolsillos. Sus suaves hocicos olfatearon su palma. El pony castaño y blanco, Lafayette, tenía la costumbre de meter la cabeza en el hueco de la axila de Eric. Pensó que le gustaría cabalgar con él por los solitarios bosques; me gustaría despojarme de todo, sentirme vacío de todo, excepto del movimiento, no pensar en la abuela, o en la escuela, o si formare parte del equipo de béisbol de los mayores. (Ya no podré en esta escuela, de todas formas; tal vez en otro lugar. Pero ¿dónde?). No pensar en ninguna de aquellas cosas. Los animales lo comprenden. Los perros y los caballos. A veces prefiero más estar entre ellos que entre las personas. El abuelo le había prometido un caballo propio cuando cumpliese los doce años, pero el abuelo había muerto y al llegar el momento, la abuela dijo que, con las clases particulares, la academia y todo lo demás, no podía afrontar el gasto de mantener un caballo. Pero los Whitely fueron muy amables, puesto que le permitieron montar a Lafayette siempre que quiso hacerlo.

—Ya no más azúcar —dijo en voz alta, dándole el último azucarillo.

Luego regresó a la carretera y siguió andando sin saber adónde se dirigía, mientras George corría tras sus talones. Aquí y allí pisaba las ramitas caídas del año anterior.

La carretera se bifurcaba al final de una pequeña cuesta. A cosa de un kilómetro, se veía cómo uno de sus ramales empalmaba con la carretera estatal. Hasta allí era todo lo lejos que se le permitía pasear cuando era un muchachito. Recordó ahora que, cuando era tan pequeño que apenas había salido de Brewerstown, estuvo allí de pie mirando aquella alquitranada carretera con su línea divisoria blanca, preguntándose adónde conduciría tras dar aquella curva y perderse de vista, quién vivía allí, qué sucedía allí, donde él no podía verlo. Se sonrió. Qué chiquillo… No sabía nada de nada, y aún seguía igual. No había estado en ninguna parte, excepto en Maine, en las cataratas del Niágara, con la familia de Teddy, el año pasado, y finalmente, en la ciudad de Nueva York con la abuela. Se preguntó si aquella curiosidad, aquella excitación tan apremiante, volvería otra vez, aquel sentimiento de que debía haber «algo más allá de la carretera». Pero sería una especie de viaje sin retorno. La escuela, Teddy, todos sus amigos, su tropa en los scouts, su bote, su habitación y Lafayette, todo esto desaparecería, se borraría, como se borra en la pizarra lo que se ha escrito previamente.

Dio la vuelta y comenzó el regreso. Estaba avergonzado; no había hecho más que pensar en sí mismo, cuando la abuela lo iba a perder todo. No debía pensar en lo que le iba a suceder cuando a la abuela no le iba a suceder nada, ni esperaba nada. O, probablemente, no haría nada. Confiaba en estar equivocado al respecto, confiaba en que, realmente, se reuniría de nuevo con el abuelo, como estaba segura de que iba a suceder. (¿Realmente estaba tan segura? ¿O sólo lo decía para la seguridad de Eric, así como tal vez también para la suya? De todos modos, lo único que podía esperar era que no tuviera demasiados dolores).

Reconoció el coche del padre Duncan que daba la vuelta en el camino de coches de los Busby. Seguramente realizaba su visita semanal a la anciana dama, que se había roto la cadera. Empezó a alejarse, no deseando que lo atraparan o quisieran darle conversación, pero el padre Duncan fue más rápido y lo atrapó a pesar de todo.

—Veo que te has hecho el fuerte, ¿no es verdad, Eric? He hablado hace un rato con tu abuela por teléfono.

Parecía que todo el mundo, excepto él, supiese lo que le iba a suceder. Su futuro lo habían dispuesto de la misma forma en que se vende un caballo o un perro, sólo que él nunca vendería un caballo o un perro, ni nunca los alejaría de su hogar.

—Sí, padre. Todo está arreglado —declaró.

El padre Duncan tenía una mirada penetrante y un modo de ladear la cabeza como si apreciase el tamaño y el peso de cada cual.

—Si hay cosas que te extrañan o te perturban, Eric, ven y hablaremos. Mañana o en cualquier momento. ¿Lo harás?

—No hay nada de qué hablar —respondió Eric.

O más bien, la verdad es que no quería hablar. Aquello era como buscar una aguja en el pajar. Si no la vas a encontrar, ¿para qué buscarla?

—Permíteme únicamente decirte una cosa, Eric. Tus otros abuelos tienen una fe diferente. Debes respetarla. Ya sé que no tengo que hablarte de ello. Respeta la de ellos, pero debes conservar la propia. Debes hacerlo. Es perfectamente posible para ti vivir allí felizmente entre cariño, ya que sé cuánto te aman, pero conservando tu fe. ¿Lo comprendes?

—Sí, padre.

—Recuerda lo que Cristo dijo a sus discípulos: «Estaré con vosotros hasta el fin de los tiempos». Si tú recuerdas que Él estará contigo cuando te sientas solo, cuando la gente te abandone, esto te ayudará enormemente.

—Lo sé —respondió Eric, aunque no sentía nada.

—Bueno, me voy a ver a Mrs. Busby —concluyó el padre Duncan.

El coche del doctor Shane seguía sin estar delante de la casa. Lafayette continuaba pastando al lado de la valla. Una vez se aproximó a su casa, Eric vio el coche en el camino. Era un largo coche oscuro. Incluso desde aquí podía decir que se trataba de un «Cadillac».

Disminuyó la marcha. Eran ellos, pensó. Y confió en que no hicieran ningún numerito, que no llorasen y lo besuqueasen y toda aquella pantomima. Siguió andando con embarazo y miedo.

La abuela se encontraba con aquella gente en los escalones de entrada. No hacía más que mirar a la carretera, buscándolo. Entonces lo vio.

—¡Eric! —lo llamó.

Su corazón comenzó a palpitarle y darle fuertes golpes dentro de él. Estaba tan asustado que confió en que no hiciera ninguna locura, como llorar otra vez o vomitar. De repente, algo cruzó por su memoria, algo acerca del abuelo, los indios, y las batallas de sus bravos antepasados. Comprendía que aquello resultaba ridículo, que no tenía nada que ver con la presente situación. De todos modos, su abuelo hubiera esperado de él que alzase con valor la cabeza.

De repente, todos se dieron la vuelta y miraron hacia él. Había allí un hombre que llevaba un traje negro de ciudad. También una dama muy alta con un vestido alegre, y con apariencia demasiado joven para ser su abuela. Su abuela. Tuvo una loca sensación de irrealidad: ¿Estaré soñando todo esto? La dama tenía el pelo rojo y aquello le sorprendió. No había esperado encontrarse con una pelirroja, aunque en realidad no sabía qué esperaba.

Los visitantes comenzaron a bajar los escalones. Se hizo fuerte y, mientras una de sus manos descansaba en el collar de George, anduvo hacia ellos despacio a través de la hierba.