29

En el último minuto, sus padres recordaron que habían sido invitados a una cena y que Iris sería la única anfitriona de Theo Stern. Era un truco muy gastado. Podían haber pensado en algo más inteligente.

¡Como si aquello representase alguna diferencia! Era, simplemente, una humillación más y esta peor que la mayoría, dado que Theo Stern estaba tan por encima de lo corriente que lo notaria enseguida. Siempre estaban elogiando su ingenio. Entonces, ¿cómo podían creer que él era lo suficientemente estúpido para no darse cuenta de lo que tramaban?

Iris estaba inquieta. ¿Qué decirle durante la larga cena y luego en la velada, sabiendo que lo que él deseaba era regresar a Nueva York? Había ido a su casa a ver a Joseph y a Anna, no a ella. Nunca había estado a solas con él, si se descontaban las cuatro o cinco corteses invitaciones al teatro, como un medio de compensar la hospitalidad de sus padres. Y otra vez a la playa con dos de los hijos de Malone y sus esposas.

Celeste se encontraba en el piso de arriba y tarareaba. ¿Acaso no sabía que continuamente cantaba, o aquello se había convertido en un hábito inconsciente? Iris salió de su habitación.

—Celeste, sólo seremos dos en la cena.

—Ya me lo ha dicho su madre. Me gustaría saber si tengo que hacer un pastel… Tenemos tiempo bastante…

—Cielos, no he pensado en ello. La cena de esta noche es lo último que deseaba.

Celeste adoptó una actitud maliciosa.

—No debería decir eso. Es un hombre muy agradable ese doctor Stern. Me resultó muy simpático la primera vez que lo vi, cuando abrí la puerta y me lo encontré allí preguntando si esta era la casa de los Friedman. Supe enseguida que sería de mi agrado…

—También me gusta a mí. Pero eso no es razón para que no lo suelte, ¿no te parece?

—Ya veo que sí le gusta.

—Pues claro que sí… Nos gusta a todos nosotros. A ti también…

—Entonces haré un pastel. Y panecillos para el pollo. Se comió cuatro panecillos la última vez que los hicimos.

¡Incluso Celeste estaba cautivada por su encanto vienés! Pero no resultaba justo ser sardónico al respecto: había muchas cosas más debajo de su cortesía y talento, incluyendo el tener en cuenta lo que el mundo —la furia nazi— había hecho a Theo Stern.

Los encontró el año pasado al llegar a Nueva York. Lo último que habían sabido hasta entonces había sido una carta escrita desde Inglaterra poco después de que Estados Unidos entrase en guerra. Los ojos de mamá volvieron a cubrirse de lágrimas, leyendo todo lo que había ocurrido a la familia del tío Eli, todos cuyos miembros habían desaparecido, tanto los ancianos como los jóvenes. Liesel, la esposa de Theo Stern y su hijito, todos aniquilados… ¡Qué horrible, qué horrible! Se parecía a esos espantosos cuentos de hadas en los que los ogros devoran a los niños y meten a la gente en el horno. Pero esto sí que había sucedido en la realidad. Al mirar a Theo, y al recordar lo que había pasado, se deseaba echarle una mano, decirle lo sé, lo sé. Pero no es así, uno no acaba de comprenderlo: ¿Cómo podía saberse a menos de haber estado allí?

Nunca hablaba de él. Su historia se la habían extraído indirectamente, a base de frases breves, respuestas a preguntas hechas con mucho tacto y respondidas de un modo oblicuo.

Tenía amigos en Inglaterra, que había conocido en los años que permaneció en Cambridge, y ellos se hicieron cargo de él, le proporcionaron una base para que se rehiciese. Cuando se alistó en el Ejército británico no lo hizo como médico. Había deseado combatir. Que lo empleasen de una forma menos pasiva que curando heridas. Deseaba, explicó, actuar de una forma «vengativa» y así lo habían empleado. Cuando era niño, Theo había vivido durante cuatro años en Francia mientras su padre inauguraba una sucursal allí de sus negocios. A causa de esto, hablaba un francés de tipo coloquial, y conocía incluso el argot. Se había alistado con todos estos antecedentes y fue lanzado en paracaídas a Francia, provisto de una identidad francesa. Se suponía que había nacido en una ciudad de provincias, hijo de un maestro; que había ido a la escuela y a la iglesia allí y que se preparó para la Universidad; todo esto estaba preparado para el caso de que fuera capturado por las fuerzas de ocupación nazis. Iris reflexionó que él había visto, visto de forma real, todas aquellas cosas que hacían estremecer y apartar la vista cuando se veían las secuencias de los noticiarios. Pero Theo había vivido en medio de todo aquello.

Una vez, su padre se levantó y rodeó con los brazos a Theo. Se había visto profundamente afectado, y Theo también. En aquel instante, allí de pie, les habían parecido a los demás que estaban en la estancia como si fuesen un padre y un hijo. Como si, pensó Iris, mi hermano Maury hubiera regresado a casa.

Se dio prisa, eligió su vestido y sus zapatos y luego hizo correr el agua en la bañera. Nunca había sentido la necesidad de salir enseguida del agua caliente, aunque su madre no cesaba de prevenirle de que un día se dormiría en la bañera y se ahogaría.

Se hundió en aquel agua tan caliente y se dejó cubrir por ella. Le hubiera gustado mucho permanecer en aquella profunda comodidad y luego irse a la cama a leer un poco los periódicos de la noche.

Papá estaba haciendo proyectos para Theo… Le había hablado de abrir una oficina aquí, en los suburbios, mejor que en Nueva York, lo cual le ayudaría a encontrar un buen gabinete.

—Si quiere establecerse en el edificio de la Avenida Grosvenor, puedo ayudarle, ya que conozco al propietario. Seré capaz de llegar a un buen acuerdo en su nombre con el asunto del alquiler —sugirió.

También dijo que si Theo andaba escaso de dinero para el equipo, que costaría bastante, Joseph estaría encantado de adelantárselo. No, Theo no carecía de dinero. El dinero no era ningún problema. Pero, de todas formas, nunca olvidaría el ofrecimiento; estaban siendo tan buenos con él como si se tratase de su propia familia. Bueno, en realidad eran familia… realmente lo sentía así. Eran todo lo que tenía.

Iris comprendía lo embarazoso de la situación. Papá era tan directo… Aunque si Theo se sentía molesto no se lo daría a entender.

Era un hombre muy bien parecido, aún bastante delgado y con una apariencia que no cuadraba con su edad. Sus rasgos pertenecían a esa clase que se denominaba «duros». Tenía unos ojos muy observadores que no dejaban de contemplarte mientras se le hablaba: Iris había tenido muchas veces que desviar la mirada. Las mujeres se veían atraídas por él. Probablemente, podría conseguir la que quisiera con tal de que se lo propusiese lo suficiente. Conjeturó que no desearía conseguir a alguna parecida a la que había tenido.

—Un hombre muy guapo —decía su madre—. Tiene, además, mucho ingenio, como mi hermano Eli…

Y como Maury, dado que Maury era muy semejante a él.

Hombres. ¿Qué desean los hombres? Naturalmente, la belleza, si pueden conseguirla. Pero no sólo esto, y no siempre. Las madres de los niños a los que daba clases eran de todo género y condición, con todos los grados de ternura, inteligencia y modales. ¿Qué es lo que tenían de común para haber sido elegidas? ¿Qué?

Si se hablaba mucho, aquello no resultaba bueno. Si eres demasiado callada, eso tampoco sirve. Por la noche, en la cama, pensaba en todo aquello y trataba de no equivocarse. Se está rodeado de sexo, de las relaciones hombre-mujer. Las películas, los besos que acabarán en la cama aunque no lo muestren. Pero ya sabes de qué va todo. Siempre. Incluso las mujeres que escribían en las revistas y que sermoneaban con sus artículos e historias. Las mujeres educadas deberían tener más niños, decían. La maternidad y el ser esposa constituían las dos carreras más recompensadas. Decorar el hogar, conducir la rubia. Pertenecer al consejo de la escuela, hacer campaña en pro de la política de la comunidad, conseguir en tu ciudad un lugar mejor en que vivan tus hijos. Las obras de caridad resultaban algo obligado (intentar que, en el mundo, hubiera también un lugar mejor para que viviesen los demás niños). Pero todo empezaba en la cama. Hombre-mujer. Sexo.

A veces me siento… tan barata. Como si, cuando la gente mirase, conociesen lo que deseo y que no puedo tener y que, probablemente, nunca tendré. Mi madre intenta tener el mayor tacto posible. Habla a sus amigas, y a veces incluso a mí, tan seriamente, tan respetuosamente, acerca de mi «carrera», como si, al mismo tiempo, no estuviera poniendo su punto de mira en cada hombre extraño que aparece. Papá ha traído un viudo a cenar, pensando que debe de necesitar una madre para sus hijos. Pero yo, no, Iris, esto no. No una madre para sus hijos.

¿Por qué no progreso? Quiero decir progresar intelectualmente. Un cumpleaños más después del próximo, y tendré treinta años. Es tiempo de sedimentarlo todo. Un año más, y podré, si lo deseo, dedicarme a enseñar durante los próximos cuarenta años en la encantadora escuela de ladrillo con esos viejos árboles y sus encantadoras maestras. Papá dice que nunca tendré que preocuparme por el dinero. Poseeré una bonita casa llena de buenos libros. Oiré buena música por las tardes y tal vez emprenda un viaje a Europa de vez en cuando con un grupo de maestras.

¿Esto es vivir?

—¿Qué es esa planta que da olor? —preguntó Theo—. Huele mitad a perfume y mitad a azúcar quemado.

—Es flox. Mi madre plantó un macizo debajo de esta ventana.

Se volvió hacia la luz exterior y vio entre la oscuridad el flox. Los macizos de lavándulas estaban inclinados por el peso de la lluvia. Los árboles, inmóviles, goteaban agua.

—Mi madre se ha convertido en una mujer de campo. En los setos hay frambuesas. Las utilizamos para el desayuno.

Theo respondió en voz baja:

—Parece que hace siglos de cuando conocía a personas capaces de plantar algo y aguardar pacíficamente a que creciese.

No se produjo ninguna respuesta, por lo que prosiguió:

—¿Sabes lo maravillosa que es esta casa de tus padres?

—Oh, sí. La mayor parte de los años de mi crecimiento ocurrieron durante la Depresión. Sólo hemos vivido aquí durante un breve espacio de tiempo.

—No me refiero únicamente a la casa. Me refiero a la familia. Tienes unos padres maravillosos. Una gente muy acogedora y educada. Tengo la impresión de que discuten raramente unos con otros. ¿Estoy en lo cierto?

—Yo creo que se debe a que mi madre se anticipa a todo aquello que desea mi padre. Aunque, claro, no sólo es esto. Pero forma una parte importante.

—¡Una mujer europea!

—Mi madre nació en Europa. Pero no sé qué tiene de europea.

—Las mujeres americanas son diferentes, ¿no es así?

—Este es un país muy variado… ¿Quién puede definir lo que es ser «americano»?

—Dime una cosa, ¿quién te agrada más, tu padre o tu madre?

¡Qué ojos tan atentos! Parecía como si su respuesta fuera realmente importante… Como si aquello fuera posible…

«En realidad no sé —pensó Iris— qué son mis padres. No, estoy equivocada. Papá es relativamente simple. Pero mi madre tiene mucha trastienda. Yo creo que mi padre también lo sabe y que le desconcierta. Le gasta bromas acerca de lo misteriosa que es. Aunque, en realidad, son algo más que bromas. Es cierto que se aman el uno al otro; se siente su devoción; pero, a pesar de ello, también se nota cierta tensión. A veces he tenido pensamientos raros: ¿Estará mamá realmente escondiéndonos a los dos un gran secreto? Recuerdo a aquel hombre, Paul Werner, y opino que, en alguna forma, no sé cómo, está relacionado con nosotros. Con ella. Luego, me avergüenzo de mis pensamientos. Mamá es tan moral y honorable… ¿Cómo puedo pensar esas cosas? No obstante, las pienso».

Volvió a la realidad. Theo aguardaba una respuesta, por lo que tuvo que decir en tono jovial:

—Es difícil verse a una misma, ¿no es verdad? Pero… a mí me gustan los libros; y de esa forma es como me agrada mi madre. Yo soy en cierta forma también religiosa. Igual que mi padre.

—¡Religiosa! Eso es algo completamente nuevo para mí. En mi casa nunca pensábamos así. No me refiero a la casa de mi suegro, Eduard. Oh, ya sé que lo llamaban Eli, ¿no es cierto? Lo he olvidado por un momento. Tu tío Eli.

—¿Cree que es algo ridículo?

—No, no, claro que no…

—Dígame la verdad. No voy a enfadarme.

—Está bien, te lo diré. Encuentro que es algo encantador pero, en parte, pintoresco. Quizás, es que esté un poco arrepentido por no haber pensado eso nunca de mí mismo.

—Pero sí que lo hace. Tal vez no en esa forma. Y, de todas maneras, las formas cambian. Como papá, que al principio era ortodoxo y ahora se ha adherido a la reforma; al principio, le extrañaba ese pensamiento, pero ahora le gusta muchísimo. Lo que quiero decir —siguió Iris con el mayor cuidado— es que lo que cuenta no es la forma, sino lo que uno siente. Y estoy segura de que usted siente la verdad de todas las cosas en que creemos…

—¿Como cuáles?

—Usted ha visto mejor que yo lo que es una nación sin religión, que es lo mismo que decir sin moral, las cosas que se llegan a hacer…

—Sí, supongo que es cierto. Nunca pensé en conectar la religión con tales acontecimientos.

—Supongo que cuando se encontraba en medio de esas cosas, no podía pensar demasiado. Sólo deseaba vivir pese a todo —observó Iris con suavidad.

—Tampoco se preocupa uno de vivir con esas cosas. Puedo afirmar que una de las sensaciones que tenía era una especie de culpabilidad porque estaba vivo.

—Lo comprendo.

—Y luego, cuando el mundo comienza a actuar de forma normal, es cuando se experimenta la ira. La sensación insoportable de haber perdido muchos años…, esos años en que uno debía haber cultivado frambuesas…

—Espero que no siga pensando que fue una pérdida de tiempo…

—No, tengo una mejor perspectiva desde que me encuentro en Estados Unidos. Toda guerra es una pérdida criminal, pero, en un sentido puramente personal, no creo que haya desperdiciado esos años. Aproveché mi vida. Regresé para luchar.

Se levantó y anduvo hasta un extremo de la estancia, cogió un libro de un estante y volvió a colocarlo en su sitio.

—En la actualidad, sólo deseo vivir. Quiero trabajar y escuchar música, y al diablo con la política, hay que seguir adelante… Sólo deseo cosas reales. Como mirar a una mujer con unos ojos maravillosos y un magnífico vestido azul. Llevas un vestido muy bonito, Iris. Es exactamente el color de tu nombre.

—Se llama «New Look» —respondió ella un tanto seca—. Mi madre me lo compró.

—¿Compra tu madre tus vestidos?

—¡Oh, no! Fue un regalo. Sabía que no lo compraría, que sólo voy de compras cuando no tengo más remedio que hacerlo. No me preocupan los vestidos.

—¡De verdad! Pues, ¿en qué te interesas, entonces?

Lo que tenía que decir era muy monótono, formalista y triste. No sabía en realidad cómo explicarlo.

—Siempre pensé que me gustaba escribir. Empecé primero con los cuentos, pero me los rechazaron casi todos y lo dejé correr. También toco el piano, pero no lo suficientemente bien para seguir por ese camino. Digamos, en resumen, que me intereso por la enseñanza, porque es lo que hago mejor.

—Pues es muy bonito eso…

—Oh, me gusta. Dicen de mí que soy muy buena maestra y también yo lo siento así. Aunque esos niños realmente no me necesitan a mí. Ya están bien cuidados; lo tienen todo y lo único que hago por ellos es… —le pareció que había hablado demasiado y terminó abruptamente—. Supongo que realmente deseo hacer algo más importante, pero aún no sé qué es.

—Siempre te imagino como una chiquilla —explicó Theo—, como una niñita muy solemne.

—Seguramente lo era.

«Aún lo soy. Solemne», pensó.

—Cuéntame algo de tu infancia.

—No hay mucho que contar. Fue muy tranquila. Leí mucho. Podemos decir que llevé una vida victoriana en pleno siglo veinte.

¿Por qué estaba hablando tanto? Aquel hombre parecía sacarle las palabras de la boca.

—A veces pienso que me gustaría ser victoriana. A principios de siglo, antes de las fábricas y los anuncios, cuando el mundo era aún verde y maravilloso.

—Son las fábricas lo que han hecho posible esta magnífica casa, y tú lo sabes. Hace unos ciento veinticinco años vivirías en una casucha o, lo más probable, en un ghetto polaco.

—Eso es lo que mi padre dice. Y naturalmente, usted tiene razón. Algunas veces no digo más que bobadas.

—No son tonterías revelarse uno mismo. Dios sabe que yo también lo hago.

Theo echó la cabeza hacia atrás en el respaldo del butacón. Iris no le había recordado ni Europa ni la guerra. Empezó de nuevo a llover, aplastándose las gotas de agua contra la ventana. La habitación estaba muy silenciosa.

De repente, se levantó y se dirigió al piano.

—Tocaré algo alegre, Iris. ¿Has oído alguna vez esto, Iris?

Tocó un vals muy alegre y con mucha viveza.

—Te apuesto a que no sabes el título de lo que he tocado.

—Pues le apuesto que sí lo sé. Es de Satie. Compuso tres valses, llamados Su cintura, Sus quevedos, Sus piernas.

Se echaron a reír, pero Theo terminó en seco su carcajada. Se la quedó mirando.

—Eres una chica extraordinaria…

—No lo soy. Lo que sucede es que tengo muy buena memoria, eso es todo…

Él se levantó y se dirigió a donde estaba sentada la chica. La cogió de las manos y la puso en pie.

—Iris, voy a decírtelo enseguida mientras conserve el valor. ¿Por qué no nos casamos? ¿Hay alguna buena razón de que aún no lo hayamos hecho?

Iris no estaba muy segura de lo que había oído. También se lo quedó mirando.

—En realidad, pienso que lo pasamos muy bien juntos. No sé nada de ti, pero hacía mucho tiempo que no era tan feliz.

¿Sería aquello alguna especie de juego cruel, alguna clase de jugarreta que pasase por juego en los círculos sofisticados? Iris también no había respondido.

—Qué torpe he sido. Tenía que haber hecho algo antes para prepararte. Lo siento.

Miró a la chica a la cara, obligándola a mirarle. Sus ojos eran muy suaves y parecían conmovidos. Iris se percató de que no era un juego. Que era verdad.

Se echó a llorar.

Él le dio unos cachetitos en la mejilla y la besó en la frente.

—No sé lo que eso significa —explicó—. ¿Significa que sí o que no?

—Creo… creo que significa que sí —musitó Iris al tiempo que sentía rodar las lágrimas por sus mejillas.

—Querida Iris, deseo que estés segura. Dime que lo estás.

—Estoy segura. Sí, sí, lo estoy…

Theo se sacó un pañuelo y la enjugó los ojos.

—Seremos felices, muy felices, te lo prometo.

Iris asintió, rio, y sus lágrimas dejaron de manar.

«Theo, has de comprender por qué estoy llorando: porque esperaba que esto sucediera y sabía que no podía ser; porque tengo casi treinta años; porque duermo sola en un estrecho lecho. Pero ahora estás tú aquí».

A Iris le había sucedido algo maravilloso. El murmullo de su risa se oía por toda la casa. Celeste no hacía más que entrar paquetes de regalos, objetos de plata y cristal aún revestidos de papeles. Su madre trabajaba en el escritorio, y por teléfono, para disponer los menús, las invitaciones, el velo de novia. (Era algo embarazoso que la vistiesen como una novia de diez años en una edad en que otras mujeres llevaban a sus hijos a la guardería). Al final, su madre preparó las cosas de una forma honradamente sencilla, aunque no tan sencilla como Iris deseaba. A su padre le hubiera agradado que fuese a grupas de un caballo blanco, con un Hould bordado con brillantes. Su padre era también muy feliz y no hacía más que planes para el nuevo consultorio de Theo. Los telegramas estaban esparcidos por el amplio escritorio del despacho redondo. Theo y papá los miraban después de cenar. Papá está en éxtasis porque su hija se casa con un médico. Y un médico de Viena… Ahora tendrían de nuevo un hijo en la casa, vigoroso, despierto, lleno de esperanzas, como lo había sido Maury antaño. Nuestro Maury, hace tantos años. ¡Pobre papá!

¡El pobre y bueno de papá!

Casi era como si Theo fuese un trofeo que ella hubiese ganado. La avergonzaba la alegría que reinaba en la casa. Estaba avergonzada de sí misma por tener envidia de su alegría. Pero, de todos modos, su corazón latía muy deprisa.

A veces pensaba que todo aquello era un sueño.

Estaban tumbados en la arena. Era una perfecta y sedosa tarde de Florida.

Cuando se encontraron por primera vez en la habitación, ella había pensado que fracasaría. Había leído mucho, había comprado y escondido manuales matrimoniales y libros de Havelock Ellis. Parecía que se necesitaba conocer mucho acerca de una cosa que, después de todo, ya se hacía mucho antes de que se escribiesen libros…

Su madre le preguntó, mirando al suelo:

—¿Hay algo que quieras saber?

Y quedó aliviada cuando Iris le respondió que no necesitaba nada.

Después de tantas lecturas, parecía que había muchas maneras en las cuales se podía complacer o disgustar, tener éxito o no; ¿y si fracasaba, y no satisfacía, qué había que hacer entonces?

Pero Iris no fracasó. Constituyó un deleite maravilloso, la mezcla más deliciosa de espíritu y carne que podía haber imaginado, y eso que ella, ciertamente, había imaginado muchas cosas… y había esperado tanto tiempo… Aquello era lo único que le daba pena, haber tenido que esperar tanto…

Theo le dijo, perezoso:

—Pareces complacida.

—Lo estoy. Complacida y orgullosa. Pagada de mí misma y orgullosa.

—¿Orgullosa?

—De ser tu esposa.

—Eres maravillosa, Iris. Y, en cierta forma muy agradable, resultas desconcertante.

—¿Y por qué?

—No sé, pensé que dabas la impresión de que en la cama serías muy tímida.

—¿Y no lo soy?

Él se echó a reír.

—Sabes bien que no… Soy un hombre lo que se dice muy afortunado…

Le cogió la mano y se dieron la vuelta para tomar el sol por la espalda.

—Este día es demasiado perfecto para saber qué debemos hacer con él —comentó Iris.

—Me parece que sabes muy bien lo que hay que hacer. Y también por las noches… —respondió.

—Cuando era una niñita… —empezó Iris.

—Aún sigues siendo una niñita.

—No, realmente no. Escucha, quiero decirte una cosa. Cuando tenía siete años había una muñeca que deseaba mucho. Tenía un abrigo de terciopelo rosa con forro blanco y unos rizos muy largos y morenos. Lo recuerdo con toda exactitud; era como la encarnación de una muñeca. ¿Sabes a qué me refiero? La había esperado durante mucho tiempo. Así, en la mañana de mi cumpleaños, cuando la encontré sentada en una silla, experimenté un sentimiento raro, no de desencanto, pero me había bajado el entusiasmo… Era tan perfecta… No quería que la alcanzase la menor mota de polvo. Y, sin embargo, hiciese lo que hiciese, sabía que, a cada segundo que pasase, su perfección se iría agostando.

—Qué pensamiento más triste en un día como este… —protestó Theo.

Pero ella insistió. Deseaba que él lo entendiese.

—No estoy triste. Es todo tan maravilloso que quiero conservarlo así, recordarlo para siempre. Theo, dentro de algunos años nos encontraremos en una calle en invierno y hablaremos acerca de lo que había aquí cuando nos bañábamos al sol…

—Estás hablando de dentro de unos años y yo sólo pienso en esta noche. Confío en que nos sirvan otra vez aquella sopa de pescado. Es la mejor que he comido nunca.

—Theo, querido, dímelo otra vez; dime que me amas.

—Te amo, Iris. Te amo mucho.

Iris levantó el brazo hacia el firmamento. Su piel estaba enrojeciendo.

—¿Qué es lo que miras? ¿Tu anillo? Me hubiera gustado que no hubieses insistido tanto en un aro liso. Déjame, al menos, comprarte un diamante.

—No.

—¿Tal vez crees que no puedo permitírmelo? Pues sí que puedo.

—No es eso. Es que no me lo quitaré nunca.

—¿Nunca?

—Nunca. Sé que esto te suena a superstición o algo parecido, pero es el que nos han puesto cuando nos casamos y lo siento ya como una parte de mí misma.

—Eso es algo muy primitivo.

—Tal vez. Pero siento que algo sucedió cuando me pusiste el anillo en el dedo. Y también sé que si este anillo desapareciese, toda mi vida se arruinaría y me parecería flotar sin un ancla a la que agarrarme.

—Está bien. Entonces, nada de diamantes.

Las nubes se desplazaban despacio; el sol les calentaba sus unidas manos.

—Me caigo de sueño —comentó Theo.

Iris cerró los ojos. A través de sus párpados sentía como una rueda Catalina de tonos rubíes, malvas y azules. Qué maravilloso… Aquella vida y aquella tierra que vibraba… Deseo tenerlo todo, verlo todo, ir a todas partes. Deseo escuchar toda la música que se ha escrito y que nunca morirá. Tampoco Theo morirá, siempre permanecerá así, a la luz del sol, para toda la eternidad…