28

Joseph y su reflejo anduvieron juntos por la Avenida Madison, de vuelta al despacho. A cualquier lugar que miraba, y que no fuese a la aglomeración de taxis y autobuses de aquellas horas de la tarde, en cualquier sitio donde hubiera una puerta de cristal o un rayo de la opalescente luz del sol alcanzase una ventana, veía a un hombre vigoroso, con un traje gris, y que andaba deprisa, moviendo los brazos. No se había percatado hasta ahora de cuánto braceaba.

Estaba en buena forma. No representaba la edad que tenía. Por la mañana, después de levantarse de una manera automática a las seis, hacía ejercicios gimnásticos. Vigilaba su dieta, aunque no muy estrictamente: no corría ningún peligro de engordar. Anna le tenía mucha envidia; ella debía pasarse muchos días con un régimen de queso y ensaladas para mantenerse esbelta. Un poco de peso más no la perjudicaría, le decía siempre su marido, claro que ya era sabido que sus gustos estaban pasados de moda. Pero ¿por qué no lo iban a estar, puesto que ya tenía cincuenta y cinco años?

Pero esto ahora ya no era ser viejo. Se hacía duro pensar que su padre sólo tenía dos años más que él cuando murió, acabado y desprovisto de deseos de ninguna clase. Aquello era la cosa principal. Uno se hace viejo de verdad cuando se pierde el deseo.

Debía estar agradecido, y lo estaba, por no haber perdido su ímpetu vital. Había sido capaz otra vez de renacer de las ruinas, o por lo menos, haber llegado a un nuevo punto de partida prometedor. No le estaba permitido a todo el mundo tener una segunda oportunidad. Pobre Solly… Ruth vivía ahora en un piso de tres habitaciones que Joseph le había facilitado en su primera casa de apartamentos de los Heights, aquella de donde Anna había ido sacando el dinero. Aquella casa, tuvo que admitirlo divertido, constituyó una especie de talismán para él. Nunca supuso que no tuviera que venderla. Ruth vivía allí. Pagaba un pequeño alquiler. Le hubiera gustado no cobrarle nada, pero Ruth no hubiera admitido eso y él no dejaba de admirarla por ello. Él hubiera hecho lo mismo si las condiciones hubieran sido las mismas, pero al revés. Dios no lo permitiese…

Mientras aguardaba en la Calle 56 a que cambiase la luz del semáforo, le conmovió el recuerdo triste al ver una ventana donde aún se exhibía una foto con orla negra de Roosevelt, que había fallecido hacía dos semanas. Sentía de un modo personal la muerte de aquel presidente. Constituyó un duelo solemne: el tren fúnebre desde Georgia, la lenta marcha por la Avenida Pennsylvania, el caballo con los estribos vueltos. Constituía un simbolismo del guerrero caído. Un valiente. Sentía que echaría de menos a aquel hombre y a su voz, que infundía confianza por la radio.

Aunque había personas que lo odiaban… y no sólo los muy ricos, sino todos aquellos que pensaban que había sido un traidor a su clase… Joseph conocía a un obrero que había perdido dos hijos en la guerra; echaba pestes de Roosevelt y decía que nunca debía haber permitido que nos viéramos envueltos en la guerra. Pero aquello era un desatino; frenesí, amargura, demagogia. Comprensible, pero no dejaba de ser demagogia… Malone había perdido a un yerno, el marido de Irene, al que mataron en Iwo Jima, y ahora Irene había vuelto a casa de sus padres con sus dos hijitos… Las cosas no habían sido fáciles para los Malone, que aún tenían a dos adolescentes en casa, pero nunca se quejaban.

El hijo de Irene se parecía a Eric, o por lo menos a lo que podían recordar de Eric, cuando tenía dos años. Joseph torció la boca. Siempre aquel gesto involuntario cuando pensaba en determinadas cosas…

No había, pues, que pensar en ellas. El pensar en ellas no suponía ninguna ayuda.

Cambió el semáforo y la multitud se apresuró a cruzar la calle. La gente tenía una apariencia distinta ahora de la que estaba acostumbrado a ver en Nueva York. En primer lugar, eran muchos más. La ciudad estaba ahora tan atestada que no se podía ir a un restaurante ni conseguir una habitación en un hotel. Uno de sus arquitectos que había llegado de Pittsburgh la semana anterior, tuvo que alojarse en casa de Joseph. La gente frecuentaba mucho las tiendas; aquellas personas que no poseían nada antes de comenzar la guerra, acudía a las tiendas de moda con dinero contante y sonante, y compraban pieles, pianos, relojes de diamantes. Y nunca preguntaban el precio de nada…

Para mí, pensó Joseph, aunque con algunas limitaciones, es como si hubieran vuelto los años veinte. Los terrenos que había ido adquiriendo durante los últimos años treinta —cuando Anna decía que era una locura meterse de nuevo en el negocio de bienes raíces— se habían doblado y triplicado de precio. Habían construido trescientas viviendas para los trabajadores de la gran factoría de la «Great Gulf Aviation», en Long Island, precisamente en aquellos patatales que habían adquirido, y las vendieron en sólo seis semanas.

Y luego habían hecho una y otra vez operaciones parecidas.

Sí, al igual que en los años veinte, pero con muchas mayores precauciones. Ya nunca más fue tan confiado —e ignorante— como lo había sido entonces. Ahora ya sabía qué podía suceder.

Saber qué terrible era conseguir la riqueza a costa de sangre humana

Pero, de todos modos, era así como funcionaban las cosas. Ahora, en su escritorio y en su mente, había una plétora de planes de las cosas que emprenderían en cuanto finalizase la guerra. Decían que era sólo cuestión de meses… Seguía pensando en los centros comerciales suburbanos; debía construir alguno de aquellos grandes almacenes antes de que otras personas se le adelantasen.

Ahora tenía un buen despacho. Con moqueta marrón. Bonitos grabados. Algo digno, pero lujoso. A Anna le gustaría verlo. Sonrió. Siempre lo estaba frenando. Y Anna, probablemente, tenía razón. Ahora que ya casi podían permitírselo todo, el alquiler era muy elevado. Se encontraban en un edificio muy bueno, en una dirección prestigiosa, cerca de Grand Central. Y conveniente también para los viajes de ida y vuelta, ahora que iban a tener la casa.

Ya veríamos. Faltaban aún dos meses para cubrir y otros dos meses más para terminar los interiores. Se irían a vivir a ella a finales de septiembre.

Anna no había deseado esta casa, pero la verdad era que Anna deseaba muy pocas cosas. Había hecho amistades y tenía de nuevo sus conciertos de los viernes por la tarde, ahora que tenían algunos dólares que gastar en cosas así. También formaba parte de más de media docena de juntas de caridad formadas por mujeres. Y cuando no se dedicaba a ninguna de estas cosas, pasaba el rato leyendo.

Pero él sí que había aguardado durante mucho tiempo poseer una casa. Cuando los Malone compraron una en Larchmont hacía un año, se decidió. Se pasaron todos los domingos del otoño y del invierno dando vueltas en torno a Westchester. Reflexionó en lo perverso que resultaba que, cuando no se tenía un centavo, se viesen las cosas que a uno le gustaría y que, cuando se podía hacer frente a cualquier cosa que resultase decente, no se encontraba absolutamente nada. ¿Sería que, realmente, no sabían lo que andaban buscando? Y luego, hacía dos semanas, en uno de aquellos cálidos y ventosos días abrileños, descubrieron aquella casa y Anna quedó prendada al verla.

No acababa de entenderla. Era una casa vieja, probablemente con más de ochenta años, con —los contó preocupado y casi incrédulo— doce frontones y tres chimeneas. Tenía una caja de escalera de caracol, un torreón, seis hogares tallados en mármol, incluso en los dormitorios, y un porche con maderas labradas. ¡Dios de los cielos! Incluso el corredor de fincas parecía dubitativo. No era un buen vendedor. Demasiado novato y sin experiencia, puesto que reflejaba sus dudas en el rostro…

—¿Cómo se puede denominar este estilo? —le preguntó Joseph.

—Es algo de tipo antiguo, señor. Un gótico-victoriano. Yo lo considero cursi y ostentoso. Era de la familia Lovejoy —explicó—. Una de las familias más antiguas de esta zona. —Luego añadió sin darle importancia a la cosa—: Yo no soy de aquí. Soy de Buffalo. Pero les vendí una vez algunas hectáreas de terreno. La casa actual de la familia Lovejoy está allí, sobre aquel altozano; no podrá verla, a menos que suba al piso de arriba y mire por encima de los árboles. Ahora quiere vender esta casa y el terreno colindante.

Anna habló por primera vez mientras subían la escalera.

—Es como las casas que salen en los libros. Observa este pasamanos.

Aquella vieja madera oscura estaba gastada y brillante como si fuese de seda; en aquellos días tenían a su disposición los mejores materiales. Pero tantos ángulos, rincones y grietas…

—Mira allí… —casi gritó Anna—. Esa estancia redonda en el torreón. La convertiríamos en un maravilloso despacho para ti, Joseph. Podrías extender bien los planos y… Ven, mira qué panorama…

En el césped que había debajo, los jacintos —o lo que Anna dijera que eran— estaban en plena floración, surgiendo por encima de la alfombra de hojas del año anterior.

—Una terraza orientada al Sur… Estará soleada incluso en invierno, Joseph. Podrías sentarte a leer en una hamaca, como hacíamos en el barco, recuerda…

Pero Joseph observó que el cemento se estaba cayendo y que los ladrillos se pudrían.

—… allí en la colina, hay manzanos. Cuando florecen toda aquella extensión se pone blanca. Imagina abrir los ojos y ver todo eso, la primera cosa que se vería por la mañana…

La siguió de nuevo por las escaleras. El agente e Iris, que había venido con ellos aquel día, los siguieron. La cocina se encontraba en un estado lamentable. Había unos enormes fogones ennegrecidos. La nevera estaba en la entrada y era una enorme reliquia de color pardo. Los armarios estaban tan altos que una mujer necesitaría de una escalera para alcanzarlos. Claro que se pondrían otros nuevos. En realidad, lo que habría que hacer nuevo sería toda la cocina…

—Mira —siguió Anna—, hay otra estancia separada con su propio fregadero. Creo que debía de ser un sitio para preparar las flores… Sí, lo es… Aquí hay algunos floreros viejos encima de los estantes. Imagínate, un cuarto especial sólo para preparar jarrones de flores…

Parecía hablar como una niña no muy inteligente, en vez de como una mujer de cincuenta años. Nunca hasta aquel momento la había visto así…

—En cualquier casa puede haber un fregadero para preparar floreros, Anna —le dijo Joseph más bien irritado.

—Puede haberlos en cualquier casa, pero no hay ninguna que lo tenga —respondió Anna.

—Hay miles de cosas que están mal —estalló Joseph.

De ordinario, hubiera mostrado mejores modales delante del corredor de fincas; muchas veces, en sus propios negocios, aquello le había turbado mucho y sabía lo que se sentía en un caso así.

No obstante, en busca de alguna ayuda, de alguna confirmación, se volvió hacia Iris.

—¿Y a ti qué te parece?

Parecía natural que Iris fuese más práctica, que tuviese en aquel caso más frialdad de juicio que su madre.

—Verás —le respondió su hija—, todo esto tiene mucho encanto, a pesar de sus defectos.

—Encanto, encanto… ¿Qué forma de hablar es esa? No estamos hablando de una mujer…

—Muy bien, si quieres que emplee otra palabra, te hablaría de carácter

—¡Carácter! ¡Por el amor de Dios! ¿Me puedes decir qué significa eso?

Iris fue bastante paciente.

—Se trata de algo original. Como si la gente que la construyó hubiera llegado a un buen acuerdo con lo que querían, con lo que les complacía… Tenía significado para ellos. No era una casa para venderla y complacer a centenares de personas, sino para complacer a alguien en particular.

—Hummm… —profirió Joseph.

Nunca había sido capaz de ganar en una discusión con su hija. Y la verdad era que tampoco jamás lo había deseado.

Anna intervino:

—Joseph, me encanta…

El joven vendedor aguardó sin hacer ningún comentario. Aunque carecía de experiencia, era lo suficientemente inteligente para saber que estaba ganando, y no quería estropearlo.

Joseph siguió mirándolo todo por sí mismo. Dio una vuelta para examinar el exterior, los arbustos y aquel garaje actual donde en otro tiempo habrían guardado los caballos. Se metió en los sótanos. Vio un horno de carbón incrustado en una esquina como si se tratase de un gorila. Su amplitud y la oscuridad del sótano le recordaron las mazmorras de uno de aquellos castillos a los que Anna le había arrastrado cuando estaban en Francia. Subió las escaleras y quedó aliviado de ver de nuevo la luz del sol.

Habría que echar abajo y remplazarlos todos los cuartos de baño. Con aquellos techos tan altos se gastaría un dineral en combustible para poder caldear la casa. Apostaría también que no había ningún sistema de aislamiento. Y sólo los cielos sabrían en qué condiciones se encontrarían las cañerías de aquella casa. Probablemente, corroídas, y cada vez que fuese al baño o se tirase de la cadena del retrete, las cañerías sonarían y retumbarían por toda la casa.

Pero a ella le gustaba.

Anna nunca pedía nada, pensó por centésima vez. Nunca gastaba personalmente dinero, excepto para libros; sus pocos dólares sobrantes iban a parar a «Brentano». Algunas veces, cuando pasaban por la Calle 57, le hacía detenerse ante el escaparate de alguna galería de arte y le decía, no en son de queja, sino como bromeando:

—Si fuéramos lo suficientemente ricos, esto es lo que me gustaría tener.

Y señalaba algunos cuadros con tema de niños o prados.

—Si el precio fuera razonable, me gustaría comprártelo —le decía él.

Ella sonreía y respondía:

—Es un Boudin —o algún otro nombre extranjero, francés probablemente, puesto que a ella le gustaba cualquier cosa de Francia—. Por lo menos debe valer veinticinco mil dólares —concluía.

A Anna le gustaba aquella casa.

El tejado era de pizarra y se encontraba en buenas condiciones. Seguramente, duraría para siempre. La casa debía ser fría incluso en verano; los muros tenían más de treinta centímetros de grosor. Ya no se construía de ese modo, a decir verdad… Y por el mismo precio se incluía un buen trozo de tierra. Algún día incluso se podría vender con grandes beneficios aquel terreno de la colina donde se encontraba el pomar. Aquí, tan cerca de Nueva York, el valor del suelo subiría como la espuma. Y ya, en la actualidad, sólo el terreno valía el precio que le pedían por la casa…

—Muy bien, me lo pensaré —le dijo al corredor de fincas—. Lo llamaré dentro de un par de días.

—Estupendo —le respondió aquel joven, y añadió en tono de consejo—: Existe otro matrimonio que también está muy interesado por la casa. Opino que debo decírselo, no porque le presione para que tome una decisión o algo parecido, sino porque esta semana también llegarán a un acuerdo.

Naturalmente, Anna no debió haber traslúcido su entusiasmo. Aquel no era modo de hacer negocios…

—Muy bien, ya se lo comunicaré —repitió Joseph.

Y volvió a casa y estuvo mucho tiempo despierto pensando en todo aquello.

También tenía cierta elegancia, puesto que era algo sólido y real que pertenecía a otra época. En cierto modo, pero de forma innegable, le recordaba a aquellas grandes casas de piedra de la Quinta Avenida, delante de las cuales solía pasar, y quedarse boquiabierto y maravillado, a principios de siglo. También pensó que podía constituir una buena cosa para Iris. Era la clase de casa que se ve en las revistas, donde las antiguas y distinguidas familias celebraban las bodas de sus hijas. Una riqueza heredada como aquella estaba ya pasada de moda. Se rio de sí mismo. ¡Familias distinguidas! ¡Riqueza heredada! No obstante, podía hacer algo por Iris, realzarla. ¿Le proporcionaría un aura que un apartamento en la Avenida West End no podía darle?

Aquellos pensamientos lo perturbaban. Incluso lo herían. Como si su hija fuese un artículo en venta… No obstante, una muchacha necesita casarse. ¿Quién se haría cargo de ella cuando su padre hubiese muerto?

Había algo en Iris, en aquella muchacha tan encantadora. Intentaba hablarle de ella a Anna, pero por alguna razón, Anna era incapaz de hablar acerca de Iris sin un dolor tan visible, que él enseguida cambiaba de tema. ¡Hablaba con mucha mayor facilidad de Maury! A veces, deseaba él mismo hablar abiertamente con Iris, pero tampoco conseguía hacerlo. No podía preguntarle:

—¿Cómo te portas cuando sales con los amigos? ¿Te ríes, o por lo menos, sonríes un poco?

Salir con amigos… Aquello era algo que hacía cada vez más de tarde en tarde. Se estaba haciendo mayor: veintiséis años. Y la mayoría de los hombres estaban fuera. Lo había intentado. Aquel joven viudo que una vez trajo a cenar a casa el invierno pasado. Su mujer había muerto de neumonía. ¿No estaría buscando una mujer educada y fuerte para hacer de madre de su hijo? Pero aquello no había dado resultado.

Por ello, tal vez la casa pudiera significar una diferencia.

Aquella semana volvió tres veces a la casa. Le dio vueltas al hecho de que había deseado algo más nuevo y más impresionante, esperanza tropezó una y otra vez con el hecho de que a Anna le gustaba la casa. Al final, había firmado el contrato de compraventa. Fue como estampar su firma en un escrito sagrado. Palabras como «querido hogar» y «paz» le rondaban por su, en aquella ocasión, casi desvergonzadamente sentimental mente mientras escribía su nombre.

Volvió a su edificio y mientras esperaba el ascensor, buscó su nombre en las direcciones del edificio: «FRIEDMAN-MALONE. Bienes raíces y construcciones». Enderezó los hombros. Había que mirar hacia delante.

—Ha tenido un par de llamadas —le dijo Miss Donnelly—. Le he dejado los mensajes encima de su escritorio. Sólo una de ellas parece urgente. Un tal Mr. Lovejoy desea verlo esta tarde.

—Tengo que entrevistarme esta tarde a las cuatro con el contable. ¿Qué Lovejoy? ¿El anterior propietario de la casa? ¿Y qué es lo que desea?

—No tengo la menor idea. Le dije que tenía usted una cita a las cuatro, pero me respondió que vendría a las cuatro y media. Aguardará a que usted quede libre.

Tenía el pelo gris y hablaba en voz baja, al estilo de los «Brooks Brothers».

—No deseo hacerle desperdiciar el tiempo, Mr. Friedman. Ambos somos hombres muy atareados. Por ello, iré directamente al grano. He venido a verle para que retire su oferta de compra de la casa.

—No lo comprendo.

—El corredor de fincas cometió un error imperdonable. Estaba previsto que diese la preferencia a otro matrimonio, unos buenos y antiguos amigos nuestros, en realidad… Y ha hecho la venta sin contar con ellos…

—No acabo de comprenderlo. Ya le he dado mi cheque y su corredor ha firmado el contrato de venta.

—He estado en Caracas, acabo de desembarcar este mediodía y me he dirigido a casa. Pero tan pronto como me he enterado de lo que había sucedido, he venido directamente a la ciudad. Le concedí al corredor poderes notariales para vender la casa, pero con el sobrentendido de que, si mis amigos se decidían a comprar la casa, fuese para ellos. Así están las cosas…

—Aparentemente, no la deseaban, puesto que, en caso contrario, se la habrían vendido a ellos, ¿no le parece?

—Es un joven con poca experiencia, que está sustituyendo a mi tío que se encuentra en el hospital. Temo que sea severamente reprendido por su equivocación. Sinceramente, siento mucho lo ocurrido…

Tal vez aquello fuese un presagio, una señal de que la casa no sería algo bueno para ellos. Podían seguir mirando, ahora que el tiempo era más bueno, y encontrar algo que les resultase más conveniente.

—Estoy dispuesto a devolverle el cheque, y dos mil dólares más de beneficio para usted —prosiguió Mr. Lovejoy.

Joseph cogió la pluma y dio con ella unos golpecitos encima del secante. ¿Por qué estaría tan enfadado aquel hombre? Aquí había algo raro. Era como sentir la presencia de alguien en una habitación a oscuras: no puedo verlo ni oírlo, pero sabes que allí hay algo.

Se atrincheró.

—A mi esposa le gusta la casa.

—Ah, sí. Esas otras personas… La esposa fue al mismo internado que mi mujer, y sería muy agradable para nosotros tenerlos por vecinos…

Mr. Lovejoy se echó un poco hacia delante. En su voz se reflejaba una cierta presión y el ansia se reflejaba en sus ojos. Su frente formaba unas prominencias encima de cada ojo. Por un instante, Joseph tuvo el presentimiento de que se trataba de una especie de conspiración criminal: ¿Necesitaría tal vez la Mafia aquella casa? Pero aquello resultaba absurdo. Aquel hombre poseía una clase definida, en la Banca, el corretaje o en los fletes. Una cosa así. Su traje, su cara, su acento, todo pertenecía a aquella categoría de personas.

—Ya sabe cómo son las mujeres… Una antigua amistad familiar, que se remonta a tres o cuatro generaciones… Para nosotros sería algo estupendo, se lo aseguro, que usted se retirase. Y estoy seguro de que el mismo corredor de fincas les encontrará otra casa que les guste tanto o más. Después de todo —sonrió despectivamente—, esa casa es espantosamente antigua y está casi en ruinas, como usted, indudablemente, ya sabe…

—Comprendo —respondió Joseph—. Sí, casi está en ruinas. Pero, como ya le dije, a mi mujer le gusta mucho.

Aquel hombre le estaba presionando, de una forma delicada, pero no por ello con menor intensidad, y a él no le gustó aquello.

Mr. Lovejoy suspiró.

—Tal vez existan algunas cosas que usted no ha considerado. Quiero decir que tal vez no conozca aquella zona muy bien… Son forasteros en la ciudad, ¿no es verdad?

—Sí, somos forasteros…

—Sí, claro. Bueno, pues verá, nosotros constituimos una comunidad muy antigua y muy cerrada. Incluso hemos formado una asociación en nuestro lado de la ciudad: la «Stone Spring Association», ¿ha oído hablar de ella? Es una especie de grupo que busca mejoras y forma también un club de tipo social, con intereses mutuos: nuestros jardines, nuestros campos de tenis, mantenimiento de los árboles de sombra de las carreteras y protección, en general, de nuestros intereses en la ciudad. Cosas de ese tipo…

—Siga… —lo animó Joseph.

—Ya sabe cómo son las cosas, entre personas que han vivido juntos la mayor parte de sus vidas, cómo se forman sus lazos de unión… Le resulta muy difícil a un recién llegado introducirse en un medio así. Es algo que resulta difícil para ellos y para el recién llegado… Es algo que está en la naturaleza humana, ¿no le parece?

Entonces pareció encenderse una bombilla en la mente de Joseph, que lo iluminó todo.

—Ya veo —siguió—, ya veo lo que trata de decirme. ¡No se admiten judíos!

Desde el cuello de Mr. Lovejoy se extendió una mancha roja, de color parecido al rosado de la carne de buey asada.

—No he querido, exactamente, decir eso, Mr. Friedman. No somos personas fanáticas. No odiamos a nadie. Pero la gente se encuentra más a gusto con los de su misma clase…

Era una afirmación, pero pareció pronunciarse como una pregunta, como si el hombre esperase que Joseph respondiera. Pero Joseph no contestó.

—Muchas personas de su misma fe están construyendo más hacia el Sound. Incluso han edificado una encantadora sinagoga nueva… Se lo aseguro… Actualmente, se está mucho mejor allí, hay más brisa en verano…

—Están usurpando la parte mejor de la ciudad, ¿no es así?

Mr. Lovejoy ignoró aquella observación.

—El corredor de fincas debió advertirle de todo esto, como un servicio más hacia ustedes. En realidad, ha desempeñado muy mal su trabajo…

—Yo no diría eso. No le pedí otra cosa sino que me enseñase la casa, lo cual hizo, y que cogiese mi dinero, lo que hizo también. Tan sencillo como eso.

—No es tan simple. Hay algo más que comprar las cuatro paredes de una casa. Existe toda una vecindad que ha de ser tenida en consideración. Y toda clase de acontecimientos sociales. La gente da fiestas… Quiero decir que no creo que le guste vivir en un sitio donde lo van a excluir sistemáticamente…

El hombre tenía toda la razón. ¿Pero retirarse ahora? Constituye algo impensable. Por mí mismo, me importaría un ardite. El que me quieran allí o no, no me importa, me deja indiferente. Puedo hacer una casa mucho mejor que esa vieja casona. De hecho, mucha gente creerá que he perdido el seso al comprarla, ya que estoy en el negocio de la construcción… Es todo eso, eso de la gente a la que le gusta estar entre los de su propia clase. En realidad, es algo que también me digo a mí mismo. Pero debe tratarse de una elección, no de algo que te lo impongan.

Al final, Joseph respondió:

—No esperamos que nos inviten a sus fiestas y tampoco esperamos invitarlos a usted. Sólo deseamos vivir en la casa. Y eso es lo que vamos a intentar hacer.

—¿Eso es todo lo que tiene que decir?

—En efecto. Eso es todo.

—Podría llevarlo a los tribunales, ya lo sabe. Sería una larga y complicada maraña legal, que nos costaría a los dos mucho dinero y tiempo…

Joseph estaba pensando: «Anna no ha tenido nada, a excepción de aquellos primeros años febriles antes del crac. Un viaje a Europa. Un anillo de diamantes, que tuve que empeñar y que no he recuperado hasta hace muy poco. (Sabía que ella no deseaba el anillo, pero yo quiero que lo tenga; es algo que ha de hacer por mí). Y un abrigo de pieles que ha llevado durante quince años. Veía su cremosa cara por encima de aquellas ajadas pieles, que seguía llevando porque no podíamos permitirnos comprar un nuevo abrigo de paño. Si supiera algo de este día tan complicado, seguramente no desearía la casa. Me haría echarme atrás. Pero nunca lo sabrá. Nunca permitiré que se entere».

—Mr. Friedman, no deseo tampoco llevar este asunto a los tribunales. Estoy tan atareado como supongo que lo está usted.

Sí, y sería algo muy feo para que saliese a la luz, pensó Joseph, que continuó silencioso. Estaba muy cansado y encolerizado consigo mismo por la ofensa que le inferían. Pero, después de todo, ¿qué había de sorprendente en aquella conversación? Debería haber sabido mejor las cosas.

También Mr. Lovejoy pugnaba con su indignación. Su voz se elevó un poco más.

—Si no le parecen bastante esos dos mil dólares, podríamos tratar de nuevo ese aspecto.

Joseph levantó la vista. Hasta aquel momento había visto en su interior unas cuantas caras: en primer lugar la de Anna, luego la de Iris, incluso la de Maury. Y, por último, cosa extraña, también el rostro de Eric; un rostro que sólo podía imaginar, que había tomado de sí mismo, como el de un hombre delgado, incluso chupado, con una expresión tan ascética como la de algunas figuras de los cuadros de tipo religioso, con una especie de bufanda de seda color azul.

—No voy a retractarme —respondió en voz baja—. Quiero esa casa.

Mr. Lovejoy se enderezó y se inclinó por encima del escritorio. Joseph miró hacia arriba y se percató de que era el hombre más alto que jamás había visto.

—¿Así pues, Mr. Friedman, es su última palabra?

—La es.

Mr. Lovejoy se dirigió hacia la puerta y se volvió.

—Debe saber —le dijo— que, en todos los contactos que he tenido con gente de su raza, durante toda mi vida, los he encontrado incomprensibles, difíciles y obstinados. Y usted no constituye una excepción.

—Y durante dos mil años, en nuestros tratos con su pueblo nosotros hemos encontrado lo mismo, incluso peor…

Volveré a casa y le diré a Anna que la tensión entre nosotros podía cortarse con un cuchillo. No, claro que no. No le contaré a Anna nada de todo esto

La mano de Mr. Lovejoy estaba ya en el pomo de la puerta. Tenía unos ojos tan grises como el Atlántico Norte en invierno: profundos, fríos y grises. Hizo una leve inclinación de cabeza, se dio la vuelta y salió cerrando tras sí la puerta sin ruido, como debe hacer un caballero.

Joseph se encontraba aún sentado a su escritorio cuando entró Miss Donnelly con el sombrero puesto.

—¿Me puedo ir a casa, Mr. Friedman? Son más de las cinco…

—Sí, sí, váyase…

—¿Ocurre algo? Pensé que tal vez…

Joseph hizo un ademán con la mano.

—No pasa nada, absolutamente nada. Sólo estaba pensando.

Los ojos de Anna. Cuando ella no sabía que la miraba, Joseph observaba en sus ojos cierta mirada, como si estuviera contemplando algo que los demás no podían ver. Unos ojos tristes e interrogativos. Pero también unos ojos que podían iluminarse en un instante con una sonrisa. Su padre solía decir que aquello probaba la calidad de las personas. Siempre se ve esa calidad. Y aquel hombre decía que no deseaba que ella viviese en su calle. Su ira aumentó.

Conservaré esa casa aunque sea la última cosa que haga…

Los pintores y los albañiles aún estaban trabajando allí, cuando se mudaron a la casa, a principios de septiembre, con objeto de que Iris comenzase el año escolar. Había sido lo suficientemente afortunada como para conseguir un puesto de maestra de cuarto grado en la que, más tarde, se enteraron que era la mejor escuela de la zona. No era lo que ella había deseado. Pretendía, según dijo, enseñar a niños pobres, cuya necesidad era mayor que la de los otros. Si hubiese seguido su impulso, le hubiera gustado dar clases en el bajo East Side, o incluso en Harlem.

Joseph sonrió.

—Me ha llevado la mayor parte de mi vida encontrar una casa de la que no pudiesen echarme. Si lo deseas, y quieres sentirte en la calle Ludlow, quitaré los cuartos de baño de esta casa…

Él fue el primero en admitir que su broma tenía poca gracia, pero Anna se echó a reír. Pero Iris pareció exasperada y la risa de Anna acabó en un suspiro.

Oh, Iris era tan seria. No disfrutaba con nada, sino que parecía situarse aparte, observando todo y no haciendo más que comentarios escépticos y mordaces. Encontraba el vecindario demasiado educado, demasiado conscientemente rico, y en los niños a los que daba clase veía reflejados los hogares en que vivían. Incluso había desaprobado las obras que Anna había realizado en la casa.

—Me gustaba de la forma en que estaba —decía, mientras la cocina iba tomando un nuevo aspecto, con su acero inoxidable, su porcelana blanca y sus baldosas de color rojo oscuro.

—No puedes decir eso…

—Naturalmente, no admito la suciedad y el polvo. Pero lo que estás haciendo se parece a las cosas de las revistas.

—De ahí las estoy sacando. De una revista —respondió Anna con firmeza.

Era la primera vez en su vida que realmente podía conseguir lo que deseaba. Los costosos muebles seudofranceses con los que habían estado viviendo durante todos aquellos años, los había elegido Joseph. Lo raro fue que, cuando consiguió desembarazarse de ellos, vio al chamarilero quitarlos de su vista, con aquellos trazos dorados, sus flores pintadas y sus patas bulbosas (como si tuviesen artritis reumática, solía pensar Anna), sintió un dolor súbito. Habían vivido muchos años con aquellas mesas y sillas. Y cuando levantaron el aparador, al que Maury había hecho una muesca una vez con su martillo de juguete, tuvo que volver la vista. (Sólo la camita del cuarto infantil de Iris se había quedado con ellos, guardándola en el desván de la casa, aunque Iris no lo sabía. Podía haber intuido lo que Anna estaba aguardando).

Joseph le había dicho que comprase lo que desease, y eso es lo que estaba haciendo, aunque gastando mucho menos de lo que hubiera gastado Joseph. Consiguió el comedor en una subasta que tuvo lugar en la vecindad, y que tenía una larga y lisa mesa de pino y un enorme aparador Welsch… Aquellas estancias tan altas necesitaban piezas macizas y las piezas macizas eran antiguas; no estaban hechas para los reducidos espacios de este siglo. Había flores por toda la casa: arracimadas encima de la alfombra de la biblioteca, esparcidas en pomos azules y blancos, por las repisas de los dormitorios aireados. En la puerta de entrada, y en unos macetones de madera, habían puesto geranios.

Poco a poco, aquello empezaba a mostrar el aspecto que había buscado, el aspecto de una familia que hubiese vivido mucho tiempo en el mismo sitio y que lentamente va reuniendo muchas cosas a través de los años. (¿No había vivido en una ocasión en una casa como aquella? Esta plata ya pertenecía a la familia antes de la Revolución, decía la madre de Paul). ¿Una impresión falsa? ¡Claro que sí! Pero la mayor parte de la vida está construida sobre bases falsas… ¿y de clase media? Oh, tan gentiles, tan poco estimados, tan a lo pastoril inglés. ¡Una casa así para Joseph y Anna, que en tiempos vivieron en la calle Ludlow! ¿Y por qué no? Les gustaba, ¿y no estaban a gusto en ella? Y Anna había hecho muy bien las cosas. Si no tenía la misma apariencia de cuando los propietarios originarios vivían en ella, poco debía faltarle.

La única concesión a Joseph, que estaba muy atareado aquellos días para prestar atención a nada, fue colgar el retrato de Anna encima de la repisa de la chimenea de la sala de estar. No, dos concesiones: la otra fue el reloj dorado que colocaron debajo del retrato.

—No me gusta encontrarme conmigo misma cada vez que entro en el salón —objetó Anna, aunque no le valió de nada.

Desempaquetó los candelabros de plata y los sostuvo en las manos durante un momento, sintiéndolos, antes de colocarlos encima de la mesa del comedor. La de lugares que habían visto antes de este… Un estante en Washington Heights, dado que allí no había mesa de comedor, envueltos en mantas durante la travesía del océano. Recordaba a su madre bendiciendo la mesa encima de ellos, pero ¿dónde los guardaban durante la semana? Pensó y pensó, esforzándose por recordar, pero no pudo. Y antes habían estado en casa de su abuela y de una desconocida tatarabuela. Su propia madre había muerto antes de que a Anna se le hubiese ocurrido preguntarle por aquellas otras mujeres, o no le había interesado saberlo. Así que ahora ya no lo sabría nunca.

Cuando todo estuvo en su sitio, Anna desembaló sus libros. Pasó muchas tardes arreglándolos en los estantes por secciones, según la materia de que trataban: arte, biografía, poesía, ficción. Y bajo aquellos enunciados, los ordenó por orden alfabético de autores.

Aquí sí que Iris dio su aprobación.

—Realmente tienes los elementos necesarios para formar una biblioteca. No tenía ni idea de que hubiese tantos…

—La mitad de ellos, durante todos estos años, han estado guardados en cajas.

Iris la miró, según pensó Anna, con curiosidad.

—Realmente eres feliz, ¿verdad, mamá?

—Sí, muy feliz.

(Esta «felicidad» es una cosa que hay que aprender y cultivar. Has de contar lo que tienes y mostrarte agradecida por ello. Y no puedo hacer nada si esto suena pomposo…).

Y sin desear preguntarlo, pero sin atreverse tampoco a dejar de hacerlo, prosiguió:

—¿Y tú también eres feliz, Iris?

Aquella pregunta casi equivalía a un ruego.

—Me encuentro muy bien. Estoy mucho mejor que el noventa por ciento de los habitantes del mundo.

Muy cierto. Pero aquella no era la respuesta que Anna esperaba.

¡Si pudiera hacer más amistades! Había dos o tres hombres jóvenes que daban clases en su antigua escuela de Nueva York, y a los que veía con regularidad. Solían ir al teatro y comían juntos los fines de semana. Pero incluso estos los había perdido ahora, a menos que acudiese a la ciudad cada semana. La mayor parte del tiempo lo pasaba en casa tocando el piano, leyendo o corrigiendo ejercicios. No era una vida propia de una persona de veintisiete años.

Tampoco se detenía a hablar con la gente. Hacía una inclinación con la cabeza y seguía caminando. Anna la había visto hacer esto con frecuencia. Pero había que realizar un esfuerzo; la gente no te busca tras salir por la chimenea. En la manzana de Broadway donde Anna había efectuado sus compras durante todos aquellos años, conocía a todo el mundo; generaciones de niños con patines, la tienda del zapatero remendón, del carnicero. ¿No tenía el carnicero un sobrino que acababa de salir de la Facultad de Derecho de Columbia y al que podrían dar el número de teléfono de Iris? Pero cuando Anna se lo mencionó, Iris se puso furiosa.

Había intentado, desde que se mudaron allí, hacerla compartir alguna de sus actividades. Había un grupo muy activo de mujeres en la hermandad del templo, algunas de las cuales eran tan jóvenes como Iris. Pero, naturalmente, todas estaban casadas. También existía la «Liga de Mujeres votantes», y la «Cofradía del Hospital», que ahora recolectaban fondos para construir un nuevo pabellón. A Anna le gustaban aquellas cosas, y las había hecho muy a menudo en la ciudad. La gente decía que tenía talento para hacer un éxito de estas recogidas de fondos, puesto que reunía a las personas y contaba con oradores que llamaban su atención. No era muy difícil; sólo había que hacer asomar una sonrisa al rostro, que la gente supiera que se encontraba dispuesta a trabajar y que podía dedicarles todo el día. Constituía casi un desafío mudarse a una nueva comunidad y ver lo deprisa que se podía conseguir un sitio por uno mismo…

—Has debido de ganar un concurso de popularidad —observó Iris una tarde cuando, al llegar a casa de la escuela, se halló ante un comité de damas que se encontraba a punto de abrir sus sesiones.

El modo en que dijo esto, y ya lo había hecho otras veces, sonaba raro, en parte como una acusación, y en parte como una pregunta.

Anna había intentado aquello tan simple, que con frecuencia, suele ser suficiente: Cuando eres amistoso con la gente la gente es amistosa contigo. Pero no había dado resultado, excepto tal vez irritación por parte de Iris. Y, de todos modos, sonaba como una máxima de un scout o como una de aquellas declaraciones piadosas que se acostumbra bordar en un dechado, o se imprimen en carteles para colgarlos encima del escritorio del jefe. Aquello le agriaba el humor.

—Debe de tratarse, sin duda, de mi pelo rojo —decía.

Si no hubiera sido por todas aquellas amistades o conocimientos, podía llamárseles como uno quisiera, la casa hubiera estado siempre desoladamente vacía. Las habitaciones vacías tienen un aspecto de la Edad Media. Incluso los pájaros habían abandonado su nido, etcétera. Pero ¿habrían anidado allí alguna vez?

Mary Malone estaba muy preocupada por su hijo Mickey, que había permanecido en Hawai durante la guerra y había vuelto allí a vivir definitivamente. Pero aún tenía el descanso de que los demás estuviesen cerca, sin hablar de los nietos ya nacidos y los que estaban en camino. Mientras que yo, mientras que nosotros…

Más de una vez, Anna había pensado en meterse en el coche con Joseph, conducir hasta aquella ciudad y llamar a la puerta:

—Venimos a ver a nuestro nieto —dirían.

¿Y entonces qué? No podrían admitir la negativa de aquella gente. Y el niño sería el único que sufriría. No podían hacerlo. Algún día, cuando fuese mayor, decían, algún día querrá veros. Sí, después que todos los maravillosos días de su infancia hubiesen pasado, podría, tal vez, venir a verlos. Un extraño, al que empujase la curiosidad, o Dios sabría qué…

En días como aquellos, Anna necesitaba estar activa, trabajar con las manos. Iría a la cocina para ayudar a Celeste a hacer la comida. Celeste se había presentado a sí misma como una «cocinera sencilla y buena» pero se había convertido en más sencilla que buena. De todos modos, Anna estaba contenta de que no le hubiesen quitado por completo de las manos las tareas de la cocina…

Al principio, no había querido a nadie que viviese en la casa. Con tres adultos, dos de ellos fuera casi todo el día, podían arreglárselas muy bien con una mujer que viniese a limpiar dos o tres veces a la semana.

Pero Joseph se había mantenido muy firme en este asunto.

—¿Una casa tan enorme? No, debes conseguir a alguien, y sin que pase un solo día más. Insisto en ello —concluyó.

Y así fue como Celeste empezó a vivir con ellos. Se trataba de una mujer negra muy grandota, cuya presencia quedaba señalada por una voz grave, y siempre estaba riendo, cuando no cantaba himnos lúgubres. Había llegado al Norte procedente de Georgia, sin que revelase la razón de ello, y dejado atrás una vaga familia: ¿hijos? ¿Marido? Nunca hablaba de ellos y después de un intento al respecto sin ningún éxito, Anna nunca más volvió a preguntárselo.

Debería vivir en su casa durante tanto tiempo como ellos lo hicieran y llegaría, tal vez, a conocerlos mejor de lo que ellos se conocían a sí mismos.

Durante su segundo otoño en la casa, antes de que se hiciese del todo de noche, Joseph se dirigía hacia allí en su coche, procedente de la estación del ferrocarril suburbano. Le llamó la atención algo que se encontraba en el arcén de la carretera, no lejos de su casa. Hizo retroceder el coche y miró de nuevo.

Era un perrito tumbado entre las altas hierbas. Se asomó en el auto. El perro alzó la cabeza y retrocedió unos centímetros. Su pecho y una de sus patas estaban empapados de sangre.

Nunca se había acostumbrado a la sangre, ni al dolor en general, y Joseph lo sabía. Tal vez hubiera debido abandonar al perro y telefonear a la Policía una vez ya en casa. Pero, mientras tanto, podía presentarse otro coche y matarlo o lastimarlo aún más. Se hizo el fuerte y miró de nuevo. Era un perrito blanco con cabeza de oveja, el perro de Lovejoy.

¿No sería peor si lo recogía? Pero no podía dejarlo en aquel estado. El perro alzó de nuevo la cabeza, o por lo menos lo intentó, y Joseph oyó sus quejidos. No, no podía abandonarlo así. Bajó del coche. No tenía ningún pedazo de ropa en que envolverlo. Se quitó la chaqueta. Si no se le iban las manchas, quedaría estropeada para siempre. El perro se quejó de nuevo cuando lo recogió del suelo, al mismo tiempo que Joseph sentía una gran pena por él.

Subió con el coche por la colina y giró en dirección de la doble avenida de coches de la casa de Lovejoy. Una criada le abrió la puerta después de llamar, y detrás de ella, oyó una voz de mujer.

—¿Quién es, Carrie?

—Se trata de Tippy, Mrs. Lovejoy. Está herido.

—Lo he encontrado a un lado de la carretera —explicó Joseph—. Soy Friedman, su vecino.

Mrs. Lovejoy soltó un gritito:

—¡Oh, Dios mío!

Joseph le tendió los brazos y la mujer cogió al pequeño bulto formado por el perro y la chaqueta.

—Carrie, di a Bob que coja el coche y llame al doctor Chase, decidle que vamos en camino. —Luego se volvió hacia Joseph—. ¿Cómo ha sucedido?

—No lo sé —replicó Joseph, y de repente, añadió al ver lo que la mujer estaba pensando—: Yo no lo hice. Lo encontré así en la carretera.

La esposa de Lovejoy se dio la vuelta. Joseph comprendió que no le creía.

—¿Puedo recoger mi chaqueta, por favor?

Cuando se la tiraron al suelo, recogió su ensangrentada chaqueta y se dirigió él mismo a la puerta.

Durante la cena, tras no haber dicho nada a Anna del incidente, se oyó a sí mismo preguntarle de improviso:

—Dime una cosa, ¿no te parece que esta casa queda muy lejos de tus amistades?

Anna pareció sorprendida.

—Bueno, es que en realidad, todos viven a veinte minutos o más de aquí, pero, realmente, no me importa. ¿Por qué has hecho esa pregunta?

—Sólo preguntaba por preguntar. Ya llevamos aquí una buena temporada y quería saber si aún te gustaba tanto como habías pensado. Siempre podemos venderla o encontrar otra casa.

—Oh, pero a mí me encanta vivir aquí. Ya deberías saberlo.

Sí, era cierto. Esa forma en que se queda en el umbral cuando nos vamos, y da una vuelta tocando las cosas. Y por la noche, cuando hace calor, Anna se sienta en los escalones y mira las estrellas. Suele decir que hacía eso mismo cuando era niña, en Polonia.

Sonó el timbre y al cabo de un momento, entró Celeste.

—Aquí fuera hay un caballero que le espera en el vestíbulo.

Justo detrás de la puerta se encontraba Mr. Lovejoy. Estaba allí de pie y parecía indeciso.

—He venido a darle las gracias. Mi esposa estaba muy trastornada a causa del perro. Luego se dio cuenta de que no le había dado las gracias.

—No, no lo hizo. Pero no tiene importancia.

—El perro se había cortado él solo con una botella rota. El veterinario ha dicho que se hubiera desangrado en un momento si usted no lo hubiese recogido…

—No me gusta ver sufrir a nadie. Ni a los animales ni tampoco a los seres humanos.

Anna había salido al vestíbulo.

—¿Qué es esto, Joseph? No me habías dicho nada…

—No había nada que contar —le cortó Joseph.

—Su marido fue muy amable. El perro significa mucho para nosotros, es como uno más de la familia.

—Estoy muy contenta de que mi marido haya podido ayudarlo —le respondió Anna—. ¿No quiere entrar un momento?

—Muchas gracias, pero será mejor que regrese. Han hecho algunos cambios en la casa —siguió, dirigiéndose a Anna—. Me cuesta trabajo reconocerla.

—Será usted bienvenido en cualquier momento que desee venir a verla.

—Gracias de nuevo.

Mr. Lovejoy hizo una inclinación de cabeza y la puerta se cerró detrás de él.

—Vaya, no has sido muy amable con ese hombre, Joseph. Nunca te había visto tan grosero.

—¿Qué querías que hiciese? ¿Besarle?

—¡Joseph! No sé qué me ocultas… Un hombre tan agradable…

—¿Y qué tiene de agradable? ¿Qué te ha podido decir en medio minuto? Anna, a veces hablas como una chiquilla…

—Y tú a veces hablas como un terrible maniático. A mí no me importa, pero pienso que deberías procurar ser agradable con los vecinos. Deberíamos hacernos amigos, por todo lo que tú sabes…

—Claro… Y hasta deben de estarlo esperando…

—Nos hemos hecho amigos con los Wilmots, que viven en el otro lado de la calle, ¿no es verdad?

—Está bien, haz las cosas a tu manera.

Joseph le dio a Anna unos golpecitos en el hombro.

¿Amigos? Difícilmente. Pero, de todos modos, había ocurrido algo humano entre ellos. Permaneció de pie un momento mirando a través de la puerta, por la que se veía un trozo de salón donde estaba encendida la chimenea debajo de la repisa, y encima de la cual colgaba el retrato de Anna. No, no vendería aquella casa, ni se iría de ella. Era su casa. Y era… su hogar.