El abuelo tenía un «Chrysler» azul cuyo techo podía correrse cuando hacía buen tiempo, pero por lo general siempre lo hacía, incluso en un día frío y luminoso como aquel de abril. Era un fanático del aire libre como medicina para todo. El coche había sido arreglado para sus piernas inválidas; el embrague se manejaba con la mano cuando había que poner las marchas. Guardaban el coche en la parte trasera de la casa, en lo que, en pasadas generaciones, había sido usado como granero y establos. Cuando Gramp salió con sus muletas, le recordó a Eric a un cangrejo, por el modo en que se movían sus piernas, y por la forma en que se deslizó en el asiento delantero. Cuando estaba sentado allí con su gorra y con la pipa en la boca, parecía una persona cualquiera; no se podía imaginar entonces que fuese un inválido. Tal vez por eso le gustaba tanto conducir.
—Muy bien, jovencito —le dijo—, asegúrate de que las portezuelas están bien cerradas; baja los seguros.
Iba a darle a la llave de contacto, pero de repente, se detuvo. Desde el grupo de árboles que había entre el granero y el lago llegó un suave silbido.
—Pi-ui… Pi-ui…
Gramp se llevó un dedo a los labios.
—Chis… ¿Sabes lo que es eso? Un avefría de los bosques, pariente próximo del papamoscas.
—¿Y cómo es?
—Es gris, como el papamoscas, excepto dos pequeñas franjas blancas en las alas.
—Pi-ui… Pi-ui…
—¿Podría verlo ahora si fuese allá?
—Probablemente podrías si te dirigieses en completo silencio debajo de esos árboles, te sentases y no movieses ni un dedo. Me pregunto si aprenderías a usar mis prismáticos. ¿Por qué no? Mañana por la mañana te enseñaré cómo funcionan. Están en el segundo estante de la biblioteca de mi despacho, al lado de mis libros sobre aves.
El auto se puso en marcha por el camino de coches, pasó por los postes de la entrada y ya en la calle, cruzó por delante de la casa de su amigo Teddy. A continuación sobrepasó la gran casa de color amarillo del doctor Shane y luego, las de los Timmins y Whitely, que tenían caballos de silla en sus extensos campos. El coche llegó por fin a la calle principal de Brewerstown.
—Necesitamos gasolina —dijo el abuelo—. Alcánzame la cartilla de racionamiento que está en la guantera, Eric, por favor.
El de la gasolinera estaba debajo de un coche. Al verlos, se puso en pie, limpiándose sus manos negras y manchadas de aceite con un trapo.
—Buenas tardes, Mr. Martin. ¿Lleno?
—Por favor, Jerry. Hoy es un día fuera de lo corriente. Es el cumpleaños de Eric y vamos a dar una vuelta.
—¿De verdad? Pues feliz cumpleaños… Debes cumplir por lo menos nueve, ¿no es verdad?
—Siete —respondió Eric, muy complacido.
—¡Siete! Estás muy crecido para tener sólo siete años…
—Dime, ¿qué sabes de Jerry junior? —le preguntó el abuelo.
—Terminará la instrucción básica en Fort Jackson la semana que viene. Supongo que después vendrá por aquí…
El abuelo no respondió. No se oía ningún ruido excepto los crujidos de la bomba del surtidor; luego cesó el bombeo y aguardaron mientras el abuelo entregaba la cartilla de racionamiento y algunos billetes. Jerry arrancó los cupones correspondientes y le devolvió la cartilla con ademán serio.
—Bueno, mucha suerte —le dijo el abuelo en voz baja—. Dale recuerdos a Jerry junior. Dile que espero que regrese pronto. Que vuelvan todos pronto…
—Muchas gracias. Así lo haré.
El abuelo puso el coche de nuevo en marcha y rodaron por la Calle Mayor en dirección a la carretera del lago.
—¿Dónde vamos, abuelo?
—Haremos una visita a Oscar Thorgerson. ¿Te acuerdas de la granja grande al otro lado del Peconic? He pensado que podría llevarle un borrador del contrato a ver qué le parece. Luego ya se lo presentaré de forma oficial. Esto le ahorrará a él un viaje y nos dará a ti y a mí una excusa para dar un paseo. —Sonrió volviéndose hacia Eric.
La carretera pasaba al lado de una serie de arboledas y casitas de verano. Tuvieron algunos vislumbres del lago entre los árboles. Luego, la carretera dio una curva, se alejó del lago y ascendió por una serie de colinas y volvió a ser recta, dividiendo un amplio valle, con granjas y campos a cada lado. El viento silbaba debido a la velocidad, y en los oídos de Eric parecía el ruido de una catarata. Un hombre araba un campo muy extenso; delante de él aparecían rastrojos secos de la última cosecha de maíz; por detrás, todo estaba húmedo como chocolate revuelto. Los grandes caballos se afanaban colina arriba.
—Hacía años que no veía caballos arando un campo —comentó el abuelo.
—¿Por qué? ¿Cómo más se puede hacer?
—Con tractores. Pero ahora estamos en guerra y no hay gasolina. Por eso han vuelto a sacar los caballos. Mira eso…
Una bandada de pájaros se deslizaron chillando por el firmamento.
—Son golondrinas —explicó el abuelo—. ¡El estudiar a las aves ha sido el mayor placer de mi vida! He visto pájaros que hay personas que tardan años y años en ver. Y cuando vivíamos en Francia, aprendí un vocabulario completamente nuevo, y no sólo por los nombres, sino por las nuevas especies de aves que no tenemos aquí. Recuerdo la primera vez que vi y oí a un ruiseñor. Fue una delicia, una pura delicia.
—Dime algo en francés, por favor, abuelo.
—Je te souhaite une bonne anniversaire.
—¿Qué significa?
—Que te deseo que pases un feliz cumpleaños.
—Suena muy bonito.
—El francés es un idioma muy bello. Parece música.
—¿Puedes hablar lo que deseas en francés?
—Oh, sí. Aunque ya no soy tan hábil como cuando vivía allí. Necesitas emplear un idioma pues, en caso contrario, lo olvidas poco a poco.
—Me gustaría ir a Francia. ¿Son los árboles, las casas y todo lo demás iguales que los que hay aquí?
—Sí y no… Quiero decir que los árboles son árboles y las casas son casas, ¿no es así? Pero existen diferencias. Algún día irás y lo verás.
—¿Irás conmigo?
—Me temo que no, Eric. Sería muy duro para mí hacer el viaje con estas muletas…
—Entonces yo tampoco iré. Quiero quedarme contigo.
Su abuelo soltó una mano del volante y cubrió con ella una de las manos de Eric.
—Irás y verás cosas. Quiero que lo hagas. Y aguardaré hasta que regreses. Te estaré aquí esperando. —Retiró la mano—. Te voy a sorprender, pero no puedo guardar un secreto. La abuelita y yo tenemos una sorpresa para tu cumpleaños. Es un regalo que no podrás tener hasta mediado el verano. Hacia el Cuatro de Julio, me parece. Oh, no te desilusiones… Hay también otras cosas para ti, que te entregaremos esta noche durante la cena de cumpleaños. Pero este gran regalo, para el que tendrás aún que aguardar, ¿no te imaginas cuál puede ser?
Eric frunció el ceño.
—No, no puedo. ¿Qué es?
—Una cosa que hace mucho tiempo que estás esperando. Algo que me has pedido…
Una sonrisa se inició en alguna parte de la garganta de Eric, y poco a poco, se extendió hasta sus ojos y labios.
—¿Un perro? ¿Un cachorrillo? ¿Es un perro, abuelo? ¿De verdad?
—Sí, señor, un perro. Como si fuera el perro de los perros. Un príncipe. Un gran Labrador perdiguero, como el del doctor Shane…
Eric dio un brinco en el asiento.
—Oh, ¿dónde está? ¿Dónde vas a comprarlo? ¿Puedo verlo?
—Esa es una de las razones por las que hemos salido juntos. La perra de Mr. Thorgerson va a tener cachorrillos cualquier día de estos. La razón de que tengas que esperar es que será muy pequeño y tierno para quitárselo a su madre. Pero, tan pronto como pueda comer por sí mismo en un plato, iremos a buscarlo.
—Oh, abuelito, abuelito. Quiero que sea perro. Deseo llamarle George…
—Muy bien, de acuerdo. Pues George.
Un largo camino vecinal, entre curvas, enlazaba con la carretera. La casa estaba unida al granero, formando una «L» con el granero y el cobertizo. Las gallinas picoteaban entre la húmeda paja esparcida. El abuelo detuvo el coche. Un momento después, Mr. Thorgerson, con botas de goma que le llegaban hasta los muslos, apareció desde una esquina.
—Os he visto llegar por el caminito. Estaba instalando la bomba y me he mojado —explicó—. ¿Cómo está usted, Mr. Martin? ¿Cómo estás tú, jovencito?
—Muy bien, muchas gracias, Mr. Thorgerson.
—He traído estos documentos para que les eche un vistazo —comentó el abuelo—. Usted y su mujer los pueden estudiar durante unos días, y si están seguros de que esto es lo que desean, me telefonean. Entonces los redactaría ya de un modo apropiado y los firmarían.
—Está muy bien. Deje que vaya a la casa y me seque las manos antes de que ensucie los papeles.
Se inclinó y musitó algo al oído del abuelo.
—¿De verdad? —El abuelo pareció complacido—. Ya te dije que no sería capaz de guardar el secreto. Se lo he contado todo a Eric por el camino y ya sabe todos los detalles al respecto. ¿Qué te parece, Eric? La perrita ha tenido ya los cachorrillos esta mañana, y si guardas silencio y no la molestas, Mr. Thorgerson te llevará a que los veas.
La perrita estaba echada con sus perrillos encima de un montón de mantas, en un rincón de la cocina. Arracimados al sol formaban una mancha negra de pelos como si se tratase de una alfombra. Los cachorrillos, de no mayor tamaño que unos ratones, pensó Eric, gritaban y se empujaban unos a otros.
—Comienzan a estar hambrientos —musitó Mrs. Thorgerson. Estaba allí de pie, mirando por encima de los hombros de Eric—. Va a ser una buena madre, es muy cariñosa. He estado toda la mañana trabajando aquí en la cocina, y no se inquieta lo más mínimo cuando me acerco a ella.
—Sabe que no va a lastimar a sus cachorrillos —comentó con sagacidad Eric.
—¿Cuál es el que quieres? —preguntó Mr. Thorgerson.
—No puedo decirlo. Me parecen todos iguales.
—Tiene razón, Oscar. Tendrán que volver dentro de un par de semanas cuando estén un poco más crecidos, y entonces elegirás el que te guste más.
Extenderé la mano, pensó Eric, eso es lo que haré. Y el que se acerque a ella, si es macho, será el que elija. Y lo elegiré porque sabré que yo le gusto. Y me lo llevaré a casa y dormirá en una cestita, en mi habitación, o tal vez encima de mi cama. Y seremos muy buenos amigos, y yo seré muy bueno con él. ¿Será tal vez este?
Todos se echaron a reír. Un cachorrillo, muy delgado, mojado, con los ojos cerrados, pero tal vez un poco más gordito que los demás, rodó sobre sí mismo y entre quejidos, expulsó a otro de los cachorros para situarse delante de una de las ubres de la madre.
—¿Quieres una tortita con jalea? —preguntó Mrs. Thorgerson.
—Sí, por favor. Quiero decir, gracias, que sí…
—Aún están calientes. ¿Te dejará tu abuela?
—¡Oh, sí! A veces voy a la panadería de Tom, después de salir de la escuela. Pero la abuelita dice que tienen mucha grasa. Sólo me permite que las coma si están hechas en casa.
—Pues muy bien, estas, como es natural, están hechas en casa —le dijo Mrs. Thorgerson—. Siéntate aquí y tómate un vaso de leche mientras Mr. Thorgerson sale afuera y habla un poco con tu abuelo.
La cocina olía agradablemente a azúcar a causa del horno caliente. Había plantas en el alféizar de la ventana situada cerca de la mesa donde se tomó la leche y dos buñuelos servidos en una bandeja blanca. Resultaba muy confortable comer en la cocina, cerca de la nevera y de los fogones, más cómodo que en el comedor de su casa, donde se debía tener mucho cuidado para no tirar nada a la alfombra o encima de la pulida mesa de madera. Y había que tener también cuidado con la esterilla, muy pequeña, que ponían a cada uno. Pero en casa, sólo Mrs. Mather, el ama de llaves, comía en la cocina.
Mrs. Thorgerson estaba allí de pie, observándolo.
—¿Estaba bueno?
—Muy bueno, muchas gracias…
Estaba muy rico, pero le seguían gustando más los buñuelos que hacían en la panadería de Tom, si había que decir la verdad. Claro que, como era natural, no iba a decirlo…
—Hace mucho tiempo que mis muchachos no están en casa para comer en esta mesa —manifestó Mrs. Thorgerson, suspirando un poco.
Salieron hacia el coche. Mr. Thorgerson estaba inclinado, apoyado en la cerca, y le hablaba al abuelo.
—Arruinará el país. Esos vagos quieren algo por nada. Tome nota de mis palabras: ese jovencito pagará por ello. Todas las generaciones que vengan detrás de nosotros tendrán que pagar la factura.
—¡Otra vez con Roosevelt! —le dijo su esposa—. Se te va a subir la presión si sigues hablando de ese hombre. Te lo advierto cada vez.
—Y yo también, Mrs. Thorgerson —añadió el abuelo—. Cualquier hombre que trabaje duro y sepa el valor de un dólar no puede evitar sentirse disgustado por esas cosas. De todos modos, con guerra o sin guerra, llegará el momento en que dejará arruinado este país. Hemos pasado ya diez años con él, y diez años son muchos años. Déjame ver. ¿Eso que tienes en la cara es jalea? Aquí tienes un pañuelo.
Sacó un pañuelo blanco del bolsillo del chaleco. Su abuelo era muy limpio, demasiado. Hasta un poco de jalea le molestaba.
—Ha comido buñuelos con jalea —explicó Mrs. Thorgerson.
—Está bien, eso está muy bien, ¿no es verdad, Eric? Unos buñuelos y un cachorrillo. Vaya día…
—Abuelo —le preguntó Eric cuando estuvieron de nuevo en la carretera—, ¿qué querías decir cuando has explicado que Roosevelt está arruinando el país?
—Quiero decir que lo está expoliando…
—¿Y qué hace?
—Es un poco difícil que lo entiendas. Se trata de que no podemos mostrarnos de acuerdo con la forma en que hace las cosas. Opinamos que otro hombre haría mejor ese trabajo.
—¿Y qué otro hombre?
—Yo diría que cualquier otro hombre…
—¿Lo odias? Creo que Mr. Thorgerson le odia. Estaba muy encolerizado.
—No lo odio. Tenemos que respetarle porque es el presidente. Pero opinamos que está profanando el cargo. ¿Lo comprendes? Profanar es…, bueno, no tener respeto, como estar con el sombrero puesto o riendo en la iglesia. Algo parecido a esto. ¿Comprendes lo que quiero decir?
Eric asintió y pensó en aquella cara tan familiar que salía en los periódicos, con el cigarrillo colgando de un extremo de la boca.
El abuelo continuó con gran seriedad:
—Resulta algo maravilloso ser norteamericano, Eric. Es como un pacto sagrado. ¿Entiendes qué trato de decir? Es como tener algo a lo que amas mucho y que te ha sido dado por tu familia, y que debes cuidar de la mejor manera posible si quieres entregarlo sin expoliar a tus propios hijos. La nuestra es una familia muy antigua, Eric. Nuestra gente llegó aquí cuando el rey de Inglaterra aún poseía este país, cuando los indios aún campaban por sus respetos. Esta carretera por la que vamos era uno de sus senderos que conducía a lo que ahora conocemos como Canadá. Llegaron aquí cuando todo esto eran bosques, cientos y cientos de miles de árboles. —Extendió un brazo—. Todo lo que puedes ver desde aquí eran bosques sombríos. Y cortaron esos árboles e hicieron claros, construyeron cabañas y plantaron cultivos. Fue muy duro, un trabajo muy duro, más difícil y más peligroso que cualquier cosa que imagines que realiza cualquier persona en la actualidad.
—¿Mataron los indios a algunos de ellos? ¿Con tomahawks?
—Estoy seguro de que lo hicieron. Hay muchos libros de Historia que hablan de esto. Este Estado estaba lleno de fuertes. Fort Stanwyx, Fort Niágara: Los fuertes eran los lugares donde la gente se refugiaba cuando los indios atacaban.
—Pero ahora ya no hay indios por aquí…
—No, eso fue hace ya mucho. Al cabo de algún tiempo renació la paz y la gente construyó hermosas y grandes granjas, parecidas a la de Mr. Thorgerson. Nuestra propia familia era gente de campo, excepto que, de vez en cuando, algún hijo llegaba a tener una profesión. Yo tengo un antepasado, veamos, sería tataratío, que fue uno de los ingenieros que trabajaron en el Canal Erie. Recuerdo haber oído las cosas que contaba mi abuelo de ese tío. Estuvo presente el 4 de noviembre de 1825, cuando el gobernador De Witt Clinton inauguró la comunicación del lago Erie con el océano Atlántico. Como sabes, ese canal une las aguas del lago con las del océano. Fue un magnífico trabajo. Y también hemos tenido soldados, que combatieron en todas las guerras de este país. Y maestros y abogados…
—Que es lo que eres tú. ¡Un abogado! —gritó Eric triunfalmente.
—Sí, soy abogado y siempre he estado muy orgulloso de mi profesión. Pero nunca he olvidado que mis orígenes están en la tierra, en el suelo, que son la base de todo. Mis orígenes y también los de tu abuela. Su familia es tan antigua como la mía.
Eric recordó algo.
—¿Es de su padre aquella fotografía? La que tiene la abuela en la repisa de su habitación.
—No, no, hijo, es de su abuelo. Tu tatarabuelo. Luchó en la guerra civil.
De repente el abuelo hizo dar una vuelta al coche.
—Estamos sólo a unos tres kilómetros de Cyprus. Me gustaría enseñarte allí una cosa.
El coche rodó veloz por un trozo de carretera entre huertos de manzanos, casi blancos.
—Cyprus es la capital del Condado. Donde están los Juzgados y el monumento de la Guerra Civil. Hay una estatua en honor a todos los hombres de esta zona que lucharon en la guerra civil. Y han escrito los nombres de los que murieron en la guerra. Verás allí el nombre de ese hombre.
—¿Qué hombre?
—El hombre del retrato que está en la habitación de la abuela —explicó pacientemente el abuelo.
Los Juzgados estaban rodeados de jardines. Había un paseo con hileras de flores rojas —Eric sabía que se llamaban tulipanes—, que llegaban hasta la parte delantera, donde había una especie de pórtico sostenido por pesadas columnas de madera blanca. El un lado del césped se elevaba un alto mástil con una bandera. La bandera hacía ruido al ser mecida por el viento. En el otro lado, en el centro de un círculo de cemento, estaba la estatua de un soldado agazapado y que llevaba una especie de gorra cuadrada; apuntaba con un fusil y, en el pedestal donde se encontraba, aparecían muchos nombres grabados en la piedra por las cuatro caras.
—Anda hasta allá —le dijo el abuelo—. Los nombres están puestos en orden alfabético. ¿Podrás encontrar las bes? Cuando las tengas mira un nombre más bien largo, que está casi al principio de las bes, Bellingham. Ve a mirar. Me resulta muy difícil salir del coche.
Eric echó a andar, encontró las bes sin ningún problema y se enorgulleció al ser capaz de leer los apellidos. El primero era Banks. Luego venía Bean. Era divertido porque aquel nombre, a veces, lo deletreaba sin la «A». Alguno de los chicos de su clase confundían las cosas así, puesto que no se molestaban por las letras. Hacían las cosas demasiado sencillas. Allí estaba: Bellingham. Se quedó allí de pie durante un minuto observándolo todo, y la forma en que la sombra del soldado de piedra caía en medio del Bellin. Luego había una coma y aparecía otro nombre: Luke. Sabía que tenía algo que ver con la oración que rezaba su abuelo y en la que decía: «Mateo, Marcos, Lucas y Juan, bendecid la cama en que voy a reposar».
Regresó al coche.
—Lo he encontrado… Lo he encontrado… Dice Luke Bellingham, casi al principio de todo.
—Estupendo. Sabía que podrías. Asegúrate de cerrar bien. Eso es. Sí, ese fue el abuelo de tu abuela —prosiguió, mientras daban la vuelta a la plaza y regresaban a la carretera por la que habían venido—. Estuvo presente en la segunda Batalla de Bull Run, en Antietam y en muchas más. En los tiempos en los que Lincoln era presidente.
—¿También arruinó y profanó el país ese Lincoln, lo mismo que Roosevelt?
El abuelo se echó a reír.
—¿Arruinarlo? Yo diría que no… Fue uno de los mejores hombres del mundo, Eric. Cuando seas algo mayor, te contaré cosas acerca de Lincoln y te dejaré también libros que hablan de él. De todos modos, hoy ya hemos visto grabado en piedra el nombre de uno de nuestros antepasados. El nombre de la abuela era Bellingham, ya lo sabes, antes de que se casase conmigo.
—¿Y tu apellido es Martin?
—Eso es…
Eric consideró las cosas durante un momento. Tenía una pregunta en la punta de la lengua. Luego la formuló:
—¿Y por qué mi apellido no es también Martin? ¿Por qué mi nombre es Freeman?
—Porque… porque la gente lleva el apellido de su padre.
—¿Y por qué el de su padre?
—Porque así lo dice la ley. Así es como debe ser.
—¿Y quién hace las leyes?
—Una serie de hombres elegidos para que redacten las leyes para nosotros. Se sientan y hablan acerca de las cosas y luego votan para decidir lo que han hablado. Se les denomina asamblea legislativa.
Pero él no quería enterarse de esto.
—¿Y es la asamblea legislativa la que decide el apellido que he de tener? —porfió.
Algo le importunaba. No sabía exactamente cómo, pero presentía que allí había algo escondido.
—No sólo tu apellido. Todo…
Eric pensó que se había producido un cambio en la voz del abuelo. ¿Estaría enfadado por algo? No, miró a Eric, sonrió y habló con los dientes apretados alrededor de la boquilla de su pipa.
—Voy a poner un poco de música en la radio. Hay un programa que empieza a las cuatro.
Empezó a sonar la música de piano. Iban por una carretera muy llana y por encima de sus cabezas, las hojas estaban comenzando a brotar, mostrándose en pequeños haces de color verdeamarillento. La música del piano se difuminaba entre las hojas.
Freeman. El nombre de su padre era Maurice Freeman. Una vez le había preguntado a su abuela:
—¿Era mi padre francés, abuelita?
—No, no era francés.
Y su boca se había cerrado formando aquella línea recta que le salía siempre que le pedían algo que no quería conceder, como, por ejemplo, permiso para dormir toda la noche en el bosque o un tercer pedazo de pastel. No, no debes. La boca de su abuela se cerraba con fuerza, como el cajón de un armario incrustado en su marco. Clic.
—Pensé que el nombre sonaba a francés. A causa de un amigo del abuelito, de Francia, del que siempre está hablando. También se llamaba Maurice.
—No era francés.
—¿Y de dónde era, entonces?
—¿Por qué? Era, naturalmente, norteamericano.
—Oh. ¿Puedo ver algún retrato de él?
—Podrías si tuviera alguno.
—¿Y por qué no tenemos ninguno?
—No lo sé por qué no los tengo. Las cosas han sucedido así, eso es todo. Oh, Eric, voy a tener que volver atrás y contar otra vez los puntos. Me estás confundiendo.
Siempre estaba tejiendo suéteres para él, como aquel azul marino que llevaba hoy. A él no le gustaban los suéteres. Le producían comezón. Su pescuezo comenzó a picarle sólo al pensar en ello.
Había sido muy obstinado aquel día.
—Si no tienes una foto, dime por lo menos a quién se parecía.
—No me acuerdo de a quién se parecía. Sólo lo vi una vez.
Estuvo a punto de preguntar: ¿Por qué?
Pero abrió la boca y la cerró otra vez. En cierto modo, sabía que no le iba a contestar. Aquí había un espacio en blanco, algo encerrado en algún sitio y que intentaba salir, que trataba de gritar. Lo intentaba una y otra vez, pero no había forma. Sentía todo esto sin particular emoción, sólo con una especie de asombro.
Su madre era algo diferente. Había retratos suyos por todas partes, fotografías con marcos de plata encima de escritorios o armarios, y un cuadro en el piano, en el que aparecía con un corto vestido blanco y una cinta en el pelo. Estaba también en álbumes de piel, de pie en la cubierta de un transatlántico, con un salvavidas a la espalda que decía S. S. Leviathan.
—Ese fue el año en que fuimos a vivir a Francia —le explicaron sus abuelos, inclinados debajo de la lámpara de mesa de la biblioteca, mientras volvían las páginas muy despacio y atosigándole con cosas que no le interesaban lo más mínimo.
—Esa es la casa en que vivimos en la Provenza durante un verano. Mira, esos son los olivos y aquí, detrás, ¿ves esas terrazas? Es como cultivan los viñedos. Tu madre adquirió un acento provenzal aquel verano; de todos modos, hablaba el francés como una nativa…
La que le gustaba más era la foto de su madre en que era casi un bebé, tal vez de dos años, sentada en los escalones de la puerta de entrada, junto a un gran perro pastor blanco. Encima de su cabeza aparecía una aldaba de cobre con una cabeza de león esculpida. Le gustaba salir, y cuando nadie lo miraba, se sentaba en el mismo sitio, debajo de la aldaba, y frotaba las palmas de las manos contra los escalones de piedra, en el mismo escalón donde ella había estado sentada, donde se había sentado su madre; y sentía que, tal vez, algo en ella aún permanecía allí, en aquella piedra; y no se sentía triste ni pesaroso, sin tan sólo curioso.
Apenas se acordaba de cuando supo por primera vez que su situación y su vida no eran igual que la de los otros niños que conocía. ¿Fue a través del abuelo, de la abuela, del ama de llaves? Alguien le había contado que sus padres habían muerto. Que era un huérfano. Pero aquello era algo malo. En los cuentos de hadas, como La cerillera o La Cenicienta, el ser huérfano equivalía a ser una persona triste. Los huérfanos siempre tenían hambre y debían dormir en los portales. ¿Cómo se podía dormir en los portales? ¿Cómo se podían acurrucar las piernas y evitar que la gente te pisara en sus idas y venidas?
Pero él, Eric, tenía una casa y una gran habitación, con una chimenea, y una cama cubierta de una colcha en la que aparecían dibujados animales, y un estante con libros, y un baúl donde guardaba sus juguetes, un camión muy grande y un coche de bomberos con su escalera y todo. Y podía comer cuanto quisiese. Siempre le estaban obligando a comer cuando no tenía apetito. Debes terminarte ese estupendo plato de cereales calientes antes de irte a la escuela… ¿Cómo, pues, podía ser huérfano?
A causa de un accidente, aquella era la razón. Algo había sucedido en un coche, allá lejos, en la ciudad de Nueva York. El coche quedó aplastado, y después de esto, se quedó sin padre ni madre. Fue a vivir con su abuelo y con su abuela. Después del accidente. Lo veía así, en mayúsculas. ACCIDENTE. Como las letras de los monumentos: LUKE BELLINGHAM.
—Bueno, ya hemos llegado —le dijo el abuelo, al mismo tiempo que desconectaba la radio—. Alcánzame las muletas que están en el asiento trasero, por favor, Eric…
Su abuela salió de la casa para ayudar al abuelo.
—Vaya, estaba muy preocupada por ti. Son casi las cinco y Teddy te está aguardando.
—Oh, lo hemos pasado muy bien. Eric ha visto el cachorrillo que ha nacido esta mañana y hemos hecho una bonita excursión. Veo que ya estás vestida.
La mujer llevaba puesta una blusa de seda blanca y su prendedor de oro y perlas.
—Claro que sí. Es el cumpleaños de Eric…
—Mira lo que tenemos aquí —les gritó Teddy en cuanto llegaron al recibidor—. Mira lo que tenemos…
Se trataba de una enorme caja de cartón, entreabierta. Contenía un precioso coche rojo. Era lo suficientemente grande para sentarse en él y pedalear. Tenía faros, una bocina de latón y asientos, como los de los coches de carreras.
El corazón de Eric dejó de latir.
—¿Es para mí? ¿Has comprado eso para mí?
—Yo no, tonto —le respondió Teddy—. Mi regalo está sin abrir en el comedor, junto con los demás.
—Es de «Macy», de Nueva York —dijo la abuela. Se volvió hacia el abuelo—. Pensé que era una de esas sillas plegables que habías encargado. Por eso lo abrí.
—¿Cómo has podido?
—Teddy estaba conmigo. La abrimos juntos y entonces fue ya demasiado tarde…
—Ya lo veo —prosiguió el abuelo—. Bien, estoy seguro de que disfrutarás con el cochecito. Será mejor que subas a lavarte las manos y a cambiarte. Cenaremos pronto.
—Me iré a casa a ponerme el traje —explicó Teddy—. Mi madre ha dicho que tengo que ponerme mis mejores ropas, pues hoy es el día del cumpleaños de Eric.
—Sí, claro que sí. Vuelve a las seis, Teddy —le dijo el abuelo.
Eric sacudió la cabeza.
—No puedo acabar de creerlo.
—¿Qué es lo que no puedes creer? —le preguntó su abuela.
—Tener al cachorro George y este cochecito en un solo día…
—Ah, pero aún no lo has visto todo —añadió alegremente su abuela—. Ven, querido, por favor.
Su traje y su ropa interior limpia se encontraban extendidos encima de la cama. Sus zapatos de los domingos aparecían también debajo del lecho. Era tan feliz y estaba tan excitado… El perro, el coche rojo con faros, de los almacenes «Macy» de Nueva York… No sabía qué era eso de «Macy», pero seguramente era muy amable por su parte enviar un regalo como aquel.
—Yupiiiiiii…, —dijo, al tiempo que daba unos saltos encima de la alfombrilla que estaba al lado del cuarto de baño, y luego otro y otro, cuatro de ellos antes de que, en su impulso, alcanzase la pared de enfrente. Se preguntó dónde guardaría el coche. ¿Tal vez en el garaje? Lo buscaría ahora mismo…
Las habitaciones de sus abuelos se encontraban al final del vestíbulo. Apenas podía oírles hablar. Pero aquella era una casa muy silenciosa.
—No me llames de una habitación a otra —le decía siempre su abuela—. Si es algo importante para decírmelo, también será lo suficientemente importante para que vengas donde yo estoy…
Bajó al vestíbulo. Estaban hablando en voz baja en la habitación del abuelo. De repente, la voz de su abuela aumentó de tono y la oyó decir:
—Pero no pude ocultarlo… ¿Cómo podía hacerlo estando Teddy aquí? Se lo hubiera dicho a Eric. Lo siento, James. No he podido hacer nada…
—Pensé que estaban de acuerdo que era mejor para el chiquillo que no hubiese ninguna clase de contactos. Es todo tan confuso, tan intranquilizante… Estuvieron de acuerdo, ¿no es verdad? ¿Entonces por qué no cumplen lo que prometieron?
—Bueno, en realidad sí lo han cumplido. Supongo que opinan que un regalo no es… Oh, no lo sé, pero deben de sentir la necesidad de hacer algo…
—Pero esas espantosas ostentaciones… Les debe haber costado, por lo menos, cien dólares…
—Sí, tal vez más. Les escribiré dándoles las gracias y todo eso. Lo siento un poco por ellos, James…
—Yo sólo tengo una preocupación, y es la referente a Eric —respondió el abuelo con firmeza.
—Está bien, de acuerdo.
Luego hubo unos ruidos, como si alguien se levantase de una silla. Resultaba divertido. ¡Qué coche más bonito! Era mucho mejor que cualquier cosa que tuviese Teddy. Y aquello resultaba también bueno, porque a veces Teddy le ponía furioso.
—¿No te sientes espantosamente mal por no tener padre ni madre? —le decía.
Pero, en realidad, no se sentía tan mal. Tenía todo cuanto deseaba. El abuelo y la abuela le proporcionaban cuanto quería y lo amaban mucho. No, no resultaba tan malo… Le sacó la lengua a un imaginario Teddy. ¡No tienes un coche como este, Teddy! ¡Ni tampoco tienes un perro como George!
Y también resultaba divertido aquello de «Macy». Recordó que, el invierno anterior, había recibido de él un par de patines y ni siquiera habían llegado el día de Navidad. El abuelo le había dicho algo a la abuela. Pensó, al verlos, que no estaban contentos con los patines, pero luego se olvidó de ellos. De todos modos, tuvo entonces los patines y ahora tenía el coche, y todo lo demás carecía de importancia. Resultaba tan divertido…
Hubo bistecs, cebollas fritas y galletitas, todas sus cosas preferidas. Teddy le regaló una cometa. La abuela y el abuelo le habían comprado un barquito de vela, que le llegaba a la cintura; lo haría navegar en el lago. Mrs. Mather había hecho un pastel de chocolate con garrapiñado blanco encima y siete velitas. No, ocho, porque tenía que haber una más para que siguiera creciendo. Primero apagó las luces del comedor. Luego trajo el pastel con las velas encendidas y todo el mundo cantó:
—¡Cumpleaños feliz…!
Eric apagó las velas y cortó el primer pedazo.
—¿Qué es lo que has deseado? —quiso saber Teddy, pero la abuela intervino:
—Si lo dices nunca llegará a hacerse realidad.
Y no lo dijo. Realmente, no sabía qué deseaba; no había nada que quisiese; sólo sabía que deseaba que las cosas fuesen siempre igual. Como eran ahora.
—Debes dar las gracias a Mrs. Mather por ese pastel tan estupendo —le dijo la abuela—. Ve a la cocina después de la cena y dale las gracias.
Así que fue a agradecérselo y ella se inclinó y le besó.
—Dios te bendiga —le dijo.
Luego él y Teddy se marcharon a jugar con el coche rojo. Dieron vueltas y más vueltas por el vestíbulo, mientras la abuela y el abuelo escuchaban las noticias de la guerra que daba Gabriel Heather por la radio, como hacían cada noche. Cada vez que Eric pasaba delante de la puerta lo miraban y le sonreían, su abuela desde el butacón que estaba al lado de la ventana, donde se sentaba arrebujada en el chal, puesto que hacía frío en la casa y debían economizar la calefacción.
—Es un deber de todo buen ciudadano —decía su abuelo.
Su abuelo también estaba sentado, escuchando las noticias, en su butaca de orejas, que olía a cuero, un olor muy penetrante que parecía el de su loción de afeitar; aquel olor que siempre tenía y que se había impregnado en el sillón en el que se sentaba.
Ahora ya había llegado el momento de irse a la cama. El padre de Teddy vino a buscarlo desde el otro lado de la calle. Y Eric se fue a la cama. La abuela lo besó y le arrebujó las sábanas alrededor de los hombros.
—Ha sido un cumpleaños maravilloso, ¿no es verdad? —le dijo al tiempo que apagaba la luz.
Permaneció allí echado, calentito y como flotando. Aún no era completamente de noche. Aún se veían, a través de las ventanas, las últimas luces de aquel atardecer de finales de primavera. Imaginaba aquel paisaje tan familiar: el patio, el césped, el bosquecillo de cicutas, los matorrales, en los que se podía jugar a indios y, más allá, el lago. Las ranas de zarzal croaron con estrépito, repitiendo una y otra vez sus notas. Un pájaro, creyendo tal vez que era por la mañana, silbó una sola vez. Mañana intentaría ver al papamoscas americano y montaría en el coche y haría navegar el barquito de vela. Debería encontrar una cuerda larga, muy larga, para su barquito. Luego se comería lo que había sobrado del pastel de cumpleaños. Siete. Hoy tengo siete años. Sie…
Los ojos se le cerraron.