En una mañana ventosa y poco apacible de principios de noviembre, el teléfono empezó a sonar. Cuando Anna respondió, escuchó una voz inconfundible.
—¿Anna? Estoy aquí. He desembarcado anoche.
—¿Paul? —preguntó Anna sin acabar de creérselo.
—Poco después de que llegase tu tarjeta, conseguí una plaza en el Queen Mary. No sé qué puedo hacer por ti, o si alguien puede hacer algo. Pero, de todos modos, he venido.
¡Ah, sí! Hacía más o menos un mes, en uno de aquellos días negros y en una de aquellas horas que suceden a un gran disgusto, que son peores de vivir que los primeros momentos, en una hora así, tras dejarse llevar, tras mucho silencio, por un impulso inexplicado, había mandado una tarjeta a Paul.
«Maury ha muerto», le escribió, nada más: ni firma, ni fecha, como si sólo fuera un llanto de su corazón. La había echado al correo para Londres, y poco después, se había arrepentido de lo que había hecho.
—¿Anna? ¿Estás ahí?
—Sí, estoy aquí. No puedo creer que hayas venido de este modo…
—Pues sí lo he hecho. Y no he corrido el menor riesgo. Estoy abajo, con el coche, al otro lado de la avenida. Ponte el abrigo y ven.
Temblando y agitada, se pasó un peine por el cabello, buscó un bolso y los guantes. ¡Tantos años! Tres o cuatro veces al año habían ido y venido breves mensajes: «Iris se ha graduado la tercera de la clase». «Me voy a Zúrich por unos negocios; estaré de vuelta en seis semanas».
Anna se había acostumbrado a creer que aquel sería el único contacto que mantendrían. Pero ahora él estaba aquí.
La aguardaba al lado del coche. Cuando cogió sus manos con sus manos frías, no hubo ninguna salutación, ni una palabra. ¡Qué delgado estaba! Delgado y muy serio, pensó Anna mientras estaba allí de pie, dejándola que la escudriñase de arriba abajo. Una vez estuvieron los dos dentro del pequeño coche, Anna repitió:
—No acabo de creer que hayas venido de esa forma.
—¿Me puedes decir qué ha sucedido, Anna? ¿Quieres hablar conmigo acerca de ello?
Ella le contó que se trataba de una cosa muy simple.
—Fue un accidente de coche. Su esposa también murió. Sucedió en marzo pasado.
—¿En marzo pasado? ¿Y has esperado tanto tiempo para decírmelo?
Anna hizo un pequeño gesto de resignación.
Paul murmuró:
—Sé lo que significaba Maury para ti.
—Ha dejado un niñito de dos años. Pero no podemos verlo.
—¿Por qué no?
—Existe una especie de enemistad. Los otros abuelos se han apoderado de él.
Paul respondió con suavidad:
—Es una cosa importante que seas tan fuerte…
—¿Yo? Me siento mucho más débil de lo que puedes imaginar.
—¡Eres una de las personas más fuertes que he conocido!
Puso el coche en marcha y comenzó a recorrer la gran avenida.
—Daremos un paseo. ¿Quieres decirme algo más? ¿O tal vez prefieres no hablar?
—No hay mucho más que decir. Lo que te he dicho es todo.
—Sí, eso que has dicho lo dice todo.
—Pero es una gran cosa verte, Paul. Hace seis años de aquel día en Riverside Park.
—Serán siete en primavera —la corrigió él—. Y fue un tres de abril.
El coche rodó al este. A través de Central Park fueron a dar a la Quinta Avenida donde el general Sherman aún cabalgaba orgullosamente hacia la victoria. La primera vez que Anna había visto aquella estatua era una novata que asistía a las clases de Miss Mary Thorne. La ciudad parecía brillar como polvo de diamantes, una ciudad de un millón de secretos: secretos ocultos en las cubiertas de los libros y detrás de las puertas de las grandes casas de piedra. Una ciudad rica, rica de música y de flores; el mundo entero parecía haberse abierto ante sus jóvenes ojos como si se tratase de una gran flor inclinada y cerrada.
—Fuimos al «Plaza» a tomar el té —dijo Anna, pensando en voz alta.
—Sí, y no querías aceptar el sombrero que había comprado para ti.
Paul sonrió.
—A veces me pregunto si resulta bueno o no que seamos capaces de ver lo que sucederá.
—Es una cosa muy mala —respondió enseguida Paul—. Si supiéramos lo que iba a suceder, todos haríamos las cosas de forma muy diferente.
—No, si eso que va a pasar debe ocurrir de todas formas.
—¡Ah, la metafísica! Sabes, parece una eternidad desde que estuve otra vez en Nueva York… Londres es una magnífica ciudad antigua, pero Nueva York parece una jovencita que se prepare para un baile. Mira, Anna… ¡Encontrarnos en la Quinta Avenida! ¿No resulta espléndido?
Anna sabía que Paul intentaba ponerla de buen humor; pero, de todos modos, no respondió.
—Creo que esto sólo es así cuando no se tiene nada en la cabeza y muy poco en los bolsillos.
—¿Cómo van las cosas por aquí?
—Mejor, aunque seguimos siendo terriblemente frugales. Joseph invierte cada centavo que consigue en terrenos. Cuando la depresión acabe, dice que subirán mucho.
—Tiene razón. Debe ser así. Dime una cosa. ¿Tienes que estar de vuelta en casa a alguna hora determinada?
—Tengo todo el día para mí. Joseph no vendrá a casa a comer, e Iris se ha ido a estudiar a casa de una amiga.
—Entonces pasarás el día conmigo. Deseo saber cosas de Iris. Quiero preguntarte acerca de todo. ¿Te gusta la orilla del mar en invierno?
—No la he visto nunca.
—Ah, es maravillosa… Sólo las gaviotas y silencio… Incluso el ruido del mar es otra clase de silencio, por lo menos siempre lo he pensado así.
Dio la vuelta al coche en dirección al túnel.
—Iremos hacia Island. Tengo un pequeño sitio allí, que ha estado alquilado durante los últimos años pero, como es natural, se encuentra vacante en esta época del año. Caminaremos por la playa y lo pasaremos muy bien.
La autopista casi estaba vacía. Aumentaron la velocidad a través de los pueblos y pasaron ante campos marchitos.
—Me has dicho que quieres oír cosas acerca de Iris. Es una buena estudiante que se está portando muy bien en «Hunter».
—¿Y cómo está de chicos? ¿Disfruta de la vida?
—Realmente no. Es muy tímida y cohibida. No cree ser bonita.
—¿Y no lo es?
—Tengo una foto aquí en la cartera. Puedes decidir por ti mismo.
Paul paró a un lado de la carretera. Durante unos minutos estudió la fotografía. Mientras lo hacía, Anna lo observó a él, su agudo perfil, sus sombríos ojos. ¿Qué sentimientos se despertarían en él al ver ahora a aquella joven que le pertenecía y a la que no conocía?
Al final, Paul continuó hablando:
—No, no es muy bonita. ¿No es verdad? Pero tiene una cara muy distinguida. He visto este mismo rostro entre las jóvenes nobles romanas, a las que la gente considera hermosas sólo porque son aristócratas y de elevada cuna.
—Iris está muy lejos de ser de elevada cuna. Sería mucho mejor para ella si lo fuera, aunque sólo un poquito…
Aristócratas. Joseph solía llamarla su reina cuando era pequeñita. Anna suspiró.
—Se parece sobre todo a mi madre —continuó Paul.
—Sí, pero tu madre tenía cierto estilo y confianza en sí misma. Yo no he sabido darle esas cosas a Iris.
—Tal vez la confianza es algo que no podamos darle, Anna.
—Yo creo que sí. Pero… Nunca me he portado muy bien con ella. Ya te lo dije aquella vez.
—¿Significa que él cree…?
—Ah, Joseph cree que todo empieza y acaba en Iris… No puede considerar que le falte nada… Si hay algún hombre que adore a su hija… —Se detuvo de repente.
Paul puso de nuevo el coche en marcha y corrieron a través de los desiertos campos y las aldeas cada vez más raras, en un paisaje en calma.
—Me gustaría verla —dijo—. Una parte de mí mismo está viva, anda a través del mundo con sentimientos y pensamientos quizás iguales a los míos…, y no la conozco. —Al ver que Anna no hacía ningún comentario, continuó—: Aquel día que saliste, aquel día que me enteré de la verdad acerca de ella, permanecí sentado en el banco hasta que se hizo de noche. No tenía fuerzas. Recuerdo que intenté ordenar mis pensamientos, lo que se suponía que sentía y lo que realmente sentía.
—¿Y los has ordenado ya?
—No, aún no. ¿Qué puede sentir un hombre acerca de…, de un accidente biológico? ¿Puedo amarla, cuando sólo la he visto una vez durante cinco minutos? —preguntó amargamente—. Y cuando pienso en el milagro que es que esté hecha de ti y de mí, la amo… ¡Oh, Anna! ¡Cuántas veces he esperado recibir un mensaje de tu parte! «He cambiado de idea», debería decir. Pero nunca llega.
—Por favor —musitó Anna.
Paul le echó una mirada.
—Está bien, no diré nada más. Ya has pensado bastante. Quiero que este sea un día sin problemas para ti, en el que no se ejerza ninguna presión.
Se detuvieron en la única calle de una pequeña aldea: casas que parecían cubos de sal debajo de los olmos, una iglesia blanca con su campanario, una tienda en cuyos escaparates aparecían libros, vestidos y alimentos de importación.
—Es agradable, ¿no es verdad? —observó Paul—. Constituye un enclave artificial en un mundo negro, algo privilegiado, irreal. Y, para ser honesto, yo disfruto de esto. Por lo menos, un par de meses al año en verano…
En las calles había pocos coches o personas. Obviamente, el pueblo estaba dormido en sus tres cuartas partes y no despertaría de nuevo hasta el Día de los Caídos.
—Ven, compraremos algo antes de ir a casa.
La tienda lucía como una joya. Paul cogió un carrito, lo llenó muy deprisa y se dirigió hacia el mostrador.
—Has comprado cosas suficientes para seis personas —protestó Anna, puesto que había adquirido carne fría, queso, galletitas, pasteles, frutas, alcachofas, una latita de caviar, una botella de vino y un largo pan francés.
—Te lo comerás. Conjeturo que no has estado comiendo demasiado bien.
—Es verdad —admitió ella—. Nunca tengo hambre.
—Este aire hará milagros con tu apetito, te lo prometo.
Desde el final de la calle, una carretera alquitranada discurría delante de casas lujosas y entre bosquecillos y vislumbres de un mar color azul pizarra. Luego, llegaron a un polvoriento camino vecinal con gordolobos marchitos y quebradizos y algodoncillos a un lado y otro de las cunetas. El coche empezó a dar tumbos durante un cuarto de kilómetro antes de que Paul se detuviese.
—Ya estamos —manifestó.
Una casita de madera brillaba plateadamente entre la vasta luz del océano, que se estrellaba a pocos metros de la puerta delantera. Una valla baja, de la que aún colgaban los mustios tallos de las últimas rosas veraniegas, protegía la hierba de los que entraban en el patio.
—¡Qué maravilloso! —gritó Anna—. Debe de ser muy, pero que muy vieja…
—No, aunque esta parte de la isla fue poblada en el siglo dieciocho y aún existen aquí algunos auténticos supervivientes. Pero esto solamente es una imitación.
—¡Oh, qué maravilloso! —repitió Anna.
Era espaciosa y simple, con alfombras de paño encima del pulido suelo, con una chimenea cavernosa y ennegrecida, así como muebles del país en reducido número. Había flores frescas en un florero de metal colocado encima de la repisa de la chimenea.
Paul pasó un dedo por encima de la repisa.
—Está limpio —anunció—. Tenemos un excelente cuidador. Espera, te conseguiré calor en un minuto.
Se dirigió a la llave del termostato e inmediatamente, en el sótano comenzó a funcionar el motor.
—Estamos muy bien equipados. Aquí, a finales de agosto, ya hace frío. Ven, vamos a dar un paseo mientras la casa se caldea. Tendrás que ponerte un pañuelo en la cabeza porque el aire es muy fuerte en la playa.
Empezaba a subir la marea. Se extendía por la dura arena y dejaba su huella, hasta que regresaba de nuevo. Espumeaba y se rompía contra las rocas, donde nubes de agua en polvo oscurecían la visión de lo que se extendía hacia el gris horizonte. De vez en cuando, asomaba un tímido rayo de sol entre las nubes. El viento atacó violentamente el pañuelo de Anna. Apagaba tanto sus voces que tenían que gritarse el uno al otro para oírse, por lo que al final anduvieron juntos sin hablar. Una golondrina de mar se zambulló en el agua en busca de un pescado, con su bífida cola apuntada hacia el cielo mientras metía la cabeza debajo del agua. Las gaviotas chillaban salvajemente. En los pantanos que se formaban al final de la playa, unos patos y ánades rabudos elevaron el vuelo en cuanto Anna y Paul se acercaron. No había nadie a la vista. En el extremo de la marisma, Paul señaló con su brazo el punto en que, más allá de una gran extensión de juncos, se levantaba una construcción de madera que daba al mar.
—Allí está el hotel —gritó—. Hay muy buenos mariscos… Es uno de los mejores hoteles del mundo para pasar las vacaciones…
Joseph hubiera despreciado un lugar así, tan viejo, destartalado y remoto. ¿Por qué siempre imaginaria lo que Joseph pensaba? ¿Incluso ahora?
En la parte trasera de la casa de campo, se frotaron las manos ante aquel calor tan acogedor.
—Necesitamos encender también la chimenea —dijo Paul.
En pocos minutos había conseguido encenderla con ayuda de periódicos, astillas y un buen tronco de cedro. Comenzó a esparcirse la llama, abriéndose en filamentos anaranjados, escarlatas y dorados. Anna observó mientras Paul se atareaba.
—Estoy hechizada —musitó Anna—. Siento como si hubiese viajado miles de kilómetros esta mañana…
Paul se arrodilló y luego se levantó.
—Este lugar casa muy bien contigo, Anna. Yo ya te he visto con el pensamiento en alguna casa campestre isabelina, bajando los escalones hacia el jardín. —Hizo un ademán romántico—. O incluso en una villa blanca española, con el piso de ladrillo rojo y una fuente en el patio. Donde no te veo es en esa casa de apartamentos del West Side de Nueva York.
—De todas formas —respondió ella en voz baja— es donde vivo.
—Sí, pero tú no perteneces a eso… La primera vez que te vi pensé: «He aquí una mujer hecha para las cosas bonitas, como los diamantes y…».
—Ya tengo un diamante, uno muy grande. Nunca lo deseé. Joseph tuvo que empeñarlo. Yo le he dicho que lo venda, pero él no quiere. Planea recuperarlo con el primer dinero que ahorremos; siempre me lo está diciendo. No sé por qué se toma tanto interés en que lleve diamantes —bromeó.
—Pero yo sí lo sé —dijo Paul secamente. Frunció el ceño. Luego su voz se volvió otra vez amable—. Traslademos la mesita cerca de la chimenea y comamos algo.
Al cabo de un rato, cuando Anna ya había vaciado su plato, Paul prosiguió:
—¿Ves cómo te dije que el aire te produciría apetito?
Ella tuvo que admitirlo y él entonces añadió:
—Has perdido mucho peso, ¿no es verdad?
—Supongo que sí. Realmente no le he prestado mucha atención. Pero tú también estás muy delgado.
—Trabajo mucho —respondió en tono tajante.
Encendió un cigarrillo, haciendo de ello todo un ritual y prolongándolo. Anna sintió que, por un momento, los pensamientos de él habían abandonado la estancia en que se encontraban. Luego Paul movió la cabeza como si tratase de dominarse a sí mismo de alguna perturbadora reflexión, y siguió hablando:
—En lo que se refiere a Iris… Debe aprender alguna cosa práctica, no sólo humanidades, un poco de latín, madrigales y un curso de dramas del siglo diecinueve.
—Pareces hablar de forma muy desdeñosa.
—No es así. Todos estos temas son muy fascinantes. Pero uno debe estar también preparado para ganarse la vida en este mundo.
—Joseph cuidará de ella —replicó Anna a la defensiva.
—No es lo que quiero decir. También es un problema de amor propio. Es malo tener que depender de otros durante toda la vida, especialmente si se preocupa tan poco de sí misma como dices que hace Iris.
Anna nunca había considerado así las cosas. Uno espera de una chica que se case; cualquier chica. Además, se dio cuenta de que no se había preocupado de Iris durante los años pasados, con los problemas de Maury y luego su muerte.
—Ya lo veo —contestó Anna—. Sí, tienes razón. También sigue unos cursos de educación, para poder dedicarse a la enseñanza.
—Ah, muy bien, eso sí que está muy bien…
Anna no estaba acostumbrada a tener a un hombre que tomase las cosas así, que las analizara y que planease. Joseph no lo había hecho nunca. Sí, sí, se corrigió a sí misma, por Maury. Recordó todas las batallas que había habido al respecto: la Facultad de Derecho de Maury, en la que no había podido entrar, y que formaba parte de las ambiciones que tenía su padre respecto a él. Pero hacia Iris no había habido nunca esa clase de preocupación, sino un amor ciego y protector.
Paul se levantó para recoger las cosas. Cuando Anna intentó ayudarlo, él le hizo un ademán.
—No, hoy eres mi invitada. Siéntate ahí.
Pero ella siguió de pie dando vueltas por la habitación sin saber qué hacer, y deteniéndose luego anterior un antiguo espejo situado entre las ventanas. Algo de su postura le recordó a la mujer del cuadro que Paul le había enviado: la misma cara delgada, la cabeza con aquel pelo de un rojo oscuro, los mechones en su largo cuello, aquella quietud que podía interpretarse como tranquilidad o melancolía, según uno quisiera.
Cuando Paul acabó, se sentaron en la alfombra delante del fuego. Se miraron el uno al otro y luego apartaron enseguida la vista, como unos extraños a los que acabasen de presentar y que hubiesen dejado solos.
Anna buscó un medio de romper el súbito silencio que se había producido entre ellos.
—¿Te quedarás ahora que estás en casa?
—No, tengo que estar en Londres hasta que acabe la guerra y esto sucederá muy pronto, puedes estar segura.
Anna quedó intrigada.
—Pero tus negocios y tu Banco están aquí.
—Ya no tengo aquí negocios bancarios.
Ella comprendió que no iba a preguntar nada más y aguardó. Paul removió el fuego innecesariamente, levantando un surtidor de chispas. Algunas cayeron encima de la alfombra. Las apagó a golpes y luego miró a Anna.
—Supongo que querrás saber por qué no te lo he contado. Se trata de esto: he estado haciendo viajes a Alemania para rescatar a algunos de nuestro pueblo de los campos de concentración y a prisioneros. Primero hice colectas y luego me dediqué a hacer contactos. Por dinero, ya lo ves, esos verdugos nazis lo hacen todo. El problema es que no existe bastante dinero más que para salvar a unos cuantos aquí y allí, algunos afortunados de cuya situación nos enteramos.
—¿Te refieres a eso cuando cuentas que trabajas muy duro?
—Sí. Y te diré algo: rompe el corazón. Cuando sabes que lo que haces no es más que una gota en un océano de agua, y cuando luego ves alguno de los supervivientes… Conocí a un hombre en la frontera francesa, que acababa de ser liberado. Había perdido un ojo y le habían arrancado todos los dientes de la boca. Era un profesor de bacteriología, o por lo menos lo había sido. Lo que ha quedado de él difícilmente podrá dedicarse otra vez al mismo trabajo.
Anna consideró las cosas.
—¿Has estado en Alemania? Pero eso es terriblemente peligroso, ¿no es así?
—No puedo decir que no lo sea. Yo soy ciudadano americano y esto para mí constituye una gran protección, pero también soy judío, y todos lo saben. Allí la gente desaparece de una forma misteriosa. La Embajada americana no podría probar nada.
—¿Cuándo acabará esto?
—Quizá sólo lo sepa Dios. Yo seguramente no. Pero tenemos que intentarlo. También estamos trabajando en Palestina. Los británicos tratan de mantenernos fuera, pero será la única salvación para muchos de ellos. Aquí sí que hay una labor gigantesca por hacer. Sólo que, lo siento, no puedo hablar de ello.
—Tengo una idea bastante general de lo que está sucediendo. Sé que Joseph mandó un cheque la semana pasada, dinero que no pudo ahorrar, pero lo envió de todos modos… Paul, procura que no te maten…
Él sonrió.
—Ciertamente, intentaré que no sea así. Pero alguien tiene que hacer los trabajos peligrosos. Y un hombre como yo, que no tiene una familia que mantener, que posee mucho dinero y es aún lo suficiente joven para tener energía…, un hombre así tiene obligaciones que cumplir —concluyó lisa y llanamente.
Los ojos de Anna se llenaron de lágrimas y volvió la cabeza. Pero él lo había visto.
—¿Anna, qué te ocurre?
—Pensarás de mí que no tengo más que problemas… Casi resulta irreal las cosas que nos han sucedido en la familia…
—Cuéntame. ¿De qué se trata?
—Mi hermano en Viena. Él, su mujer y los niños, todos ellos, han muerto en Dachau.
Anna se cogió la cabeza con las manos.
Paul le acaricio el pelo.
—Tú ya has sufrido mucho. Dios mío, no es justo.
Los hombros de Paul eran muy fuertes y la lana le rozó la mejilla mientras Anna murmuraba:
—Somos como sonámbulos —murmuró—, que andan al borde de un precipicio. Estoy aterrada desde que hemos perdido a Maury. No dejo de pensar en las cosas, aunque intento ser razonable. Pero no dejo de pensar: ¿Qué cosa terrible va a suceder a continuación?
—La suerte está echada, querida Anna. Lo raro es que todo haya ocurrido una vez, pero después ya no ocurrirá nada más.
Volviendo la cara, la besó en las mejillas por las que rodaban lágrimas, hasta encontrar su boca y sumergirse en ella.
Fue algo cálido y como un bálsamo; su fuerza resultaba relajante. Con un gritito, se unió más a él y toda su pena desapareció de su pecho. Al cabo de un rato, estaba tumbada a la luz de la chimenea mientras, con rapidez y al mismo tiempo con gentileza, Paul le quitaba las ropas. Por un momento pensó en su propia mano dirigida hacia el resplandor, con los dedos curvados y traslucidos. Anna vio también sus ojos luminosos antes de cerrar los suyos. Luego ya no se percató de nada sino que una especie de hambre y necesidad apremiante, un clamor de alivio y un deseo de que aquella maravilla se prolongase para siempre…
Luego, un encantado tiempo después, se produjo la calma mientras sus brazos aún cogían los suyos. Finalmente, se deslizó en el sueño.
Paul estaba sentado en el suelo al lado de ella, escrutando con ansiedad su rostro.
—Lamento que vuelvas otra vez a la conciencia.
Anna parpadeó.
—No, extrañamente aún no lo suficiente.
—¿Entonces me puedes decir qué pensabas antes de abrir los ojos?
—Acabo de despertarme.
—Hace un minuto o dos que ya estabas despierta. Se te movían los párpados.
Qué observador era… No se le podía ocultar nada a aquel hombre.
—Muy bien. Recordaba lo que había ocurrido la otra vez, y me preguntaba si era algo real o una cosa sólo imaginaba.
—¿Y a qué conclusión has llegado?
—A que era algo real, algo igual que esto…
Él se echó a reír.
—Muy bueno, muy bueno.
Aquel suspiro de su triunfante placer, hizo que aflorase una sonrisa a los labios de Anna, que luego se convirtió en risa. Era la primera vez que reía en muchos meses. Pero la tristeza aún seguía agazapada allí, lo sabía, y surgiría de nuevo una vez que aquel momento pasase y se fuese.
Como si fuese capaz de leer sus pensamientos, Paul dijo:
—Quisiera contarte una historia que oí una vez. Había una mujer cuyo hijo había muerto de una forma trágica. Cuando regresaron a su casa desde el hospital, o tal vez fue desde el funeral, el marido quiso hacer el amor con ella. Ella quedó ultrajada, se sintió terriblemente culpable y no pudieron comprenderse el uno al otro. ¿Qué opinas tú de esto?
—Oh —dijo Anna—, él sólo buscaba alivio, necesitaba amor… ¿Y ella no fue capaz de verlo? Porque cuando todo se ha ido, cuando todo ha muerto dentro de una, el amar te devuelve hasta de la tumba. Es la cosa más viva que puedes hacer. Sí, sí. Lo comprendo.
—Creo que eres capaz de entenderlo todo —le dijo Paul.
Cuando se hubieron vestido regresaron al lado de la chimenea. El tronco se había casi consumido y estaba anocheciendo. Paul encendió la radio.
—Dime —empezó—. ¿Si puede ser así cuando estamos juntos, cómo puedes ser feliz con otra persona que no sea yo? No hablo de estos trágicos últimos meses. Los excluyo.
Anna consideró la pregunta y respondió despacio.
—¿Qué es ser «feliz»? Tengo paz, calor y orden. Estoy atareada, me aman.
—Sé que te dije en el coche que no deseaba mantener hoy conversaciones serias, y no te voy a presionar a nada, pero cásate conmigo, Anna.
Esta movió la cabeza.
—Estoy atada, Paul. ¿No lo ves? Pienso en Maury. Un día, quizá, su hijito…
Él la interrumpió.
—No puedes vivir por lo que ya se ha ido o por una esperanza que nunca se convertirá en realidad. ¿No puedes ser tú misma?
—Ya soy yo misma en cierto modo. No puedo separarme de mi familia y de mi vida.
—¿Pero cómo puedes poner cualquier cosa enfrente de lo que ha ocurrido esta tarde? ¿Crees que estoy orgulloso de Marian? No lo estoy… Es una persona muy educada y hago lo que sea para que no sufra daño. Somos como amigos, con sentimientos decentes. Pero, sabiendo que está bien y que nunca le faltará nada, puedo apartarla de mis pensamientos. Y ella haría lo mismo conmigo.
—Pero yo… yo pensaría en Joseph cada día de mi vida…
Paul suspiró. Era como si emergiera su amargura interior.
—Confío que sepa lo que tiene.
—Así es. Me ama. Cree en mí.
El fuego chisporroteó; les llegó una canción muy tierna desde la radio. Anna expresó su dolor.
—Paul, dime. ¿Cómo es posible estar prendada de dos hombres diferentes de modo tan distinto? ¿Hay algo mal en mí?
—Tú misma lo has dicho. «Tan diferentes», eso es lo que has dicho. Pon la cabeza en mi hombro.
Siguieron sentados hasta que se hizo por completo de noche en el cielo. El fuego chisporroteaba. La música, tras llegar a un apasionado final, cesó.
—Tengo que regresar mañana —exclamó Paul en voz baja.
Ella se enderezó.
—¿Mañana? ¿Pero por qué?
—El Queen Mary se hace a la mar a medianoche. Sólo he venido a verte a ti, Anna. Debo regresar.
—¿Y has hecho todo ese viaje sólo para verme? ¿Ha sido esa la única razón?
—¿Razón? No es algo que yo razone. Es algo que tenía que hacer. —Levantándose, le tendió las manos para que se pusiera de nuevo en pie—. Vamos, Anna, Anna mía. Es tiempo de que nos vayamos.
Hoy ha sido mío, pensaba Anna, sola en el silencioso apartamento, ya que ni Joseph ni Iris habían vuelto a casa. Ha sido mío. Sé que estoy racionalizándolo, buscando un perdón porque sé que lo que he hecho está mal. Puesto que un engaño siempre es algo malo, todo esto ha sido malo. Pero nos deseábamos y ha constituido algo inevitable. Íbamos más allá de lo que realmente hacíamos.
La puerta se cerró con estrépito cuando Joseph entró. Tosía de nuevo. Había cogido la gripe por tercera vez aquel año; se estaba forzando, trabajaba demasiado. Le he dicho que no lo haga, que no se afane tanto; es muy bueno tener cosas, pero no deseo nada al precio que él está dispuesto a pagar. Pero no puedo detenerlo.
Iris es muy formal y se preocupa por las cosas. No puedo hacer nada para que sea como se supone que son las muchachas: que sólo piensen en sus sueños. Sí, yo también fui así cuando joven; no hacía más que soñar, tal vez algo locuela. De todos modos, no puedo cambiar a Iris.
Las cosas suceden. Las cosas son. Y aquí estoy yo, vuelta hacia dos direcciones diferentes. ¿Debo ver a Paul de nuevo? Creo que lo haré, pero realmente no lo sé. Mañana por la noche cruzará al otro lado del océano, y se enfrentará con miles de peligros. Esperará, me ha dicho, que le mande un mensaje diciéndole que he cambiado de idea. Pero no lo haré, Paul, no lo haré.
Mas no olvidaré este día. La otra vez, en el baño, me pasé el cepillo con fuerza por la carne para purificarme; ahora me gusta recordar su carne encima de la mía. Era más joven aquella otra vez y el mundo era para mí blanco o negro: un simple punto de vista, sin nada en medio. Ahora sé que no es así, aunque Joseph diga que lo es. ¿Tendrá tal vez Joseph razón? Pero si la tiene tampoco me va a ayudar. Este día ha sido mío.
No debo herir a nadie. No lastimaré a nadie.
—¡Oh, Maury! Iris, Joseph —dijo en voz alta.
La puerta de entrada se abrió con llave y entró Iris.
—¿Estás aún leyendo? ¿Ha llegado ya papá?
Como siempre, preguntó por papá.
—No, vendrá tarde esta noche.
Anna se levantó y cruzó la habitación.
—Iris —le dijo mientras alisaba el pelo de la muchacha y la besaba en la frente.
—Mamá. ¿Qué ocurre? ¿Pasa algo malo?
—No, no. Es sólo que tú significas mucho para mí, querida.
Iris la miró, tal vez con expresión embarazosa.
—Pues yo también estoy bien, mamá.
—Nada te sucederá. Nada, ¿lo has oído?
—Pero si no pasa nada… Vete a la cama, mamá. Coge un libro y te quedarás dormida mientras lees. Vamos, vamos.
Dormir. Sí, dormir. Si es que esto ocurre. Pero no podemos mandar en estas cosas. Cuando llega el sueño, llega con él también la paz, si es lo que se desea.
Sus pensamientos siguieron atenazándole la cabeza: Iris, Joseph, Maury. Y Eric. Y Paul. Surgen ante mí, combaten, se amontonan como olas en el vasto océano, pero la paz no acaba de llegar a mi alma.