Aquel atardecer que siempre recordarían, comenzó en la cocina, que es como el corazón de la casa. Cuando Joseph regresó al hogar procedente del trabajo se dirigió directamente allí; aquella noche había traído consigo a Maury. Iris se había ido al centro de la ciudad de compras con Agatha, porque tenían que comprar unos abrigos de invierno, y después llegarían todos para cenar juntos.
Anna estaba preparando un budín en la cocina. ¡Cuántos años habían pasado desde que Maury y Joseph no se habían reunido! Cartas de información, campamentos, escuela religiosa, todas aquellas cosas que habían sido entonces de mayor importancia, no significaban nada comparado con aquello.
—¿Cuándo te diste realmente cuenta? —preguntó Joseph.
—No hay una fecha determinada —respondió Maury—. No puedo decir: A partir de tal o cual fecha estuve seguro de ello. Durante mucho tiempo supe que le gustaba beber un poco, de vez en cuando, para ayudarla a pasar los malos ratos…
—Malos ratos… —gritó Anna—. Pues, vaya malos ratos que debe pasar… ¿Qué problemas ha tenido en su vida?
—Muy pocos hasta que se casó conmigo, mamá. Pero desde entonces, tiene demasiados…
—Nadie la obligó a casarse contigo…
Joseph se levantó.
—Estás hablando sin saber muy bien las cosas, Anna. El encolerizarse no servirá de nada. ¿Me oyes? —le preguntó, al mismo tiempo que la sujetaba del brazo.
Sus dedos le hicieron daño en la carne. Joseph tenía razón, de acuerdo. Pero aquella calmosa tolerancia la sorprendía, recordando las discusiones secretas que habían tenido entre Iris y ellos, hasta el momento en que Maury —no estaba segura de cuándo fue— había puesto las cartas encima del tapete.
—¿Cuán a menudo sucede? —quiso saber Anna—. Iris ha dicho…
Joseph levantó una mano.
—Déjame solo, Anna. No necesitamos volver a dar vueltas a los detalles. Ya los conocemos muy bien.
—¿Habéis hablado Maury y tú?
—Hemos hablado… —respondió secamente Joseph.
Como sucedía de forma invariable cuando se presentaba una crisis, los unos la tomaban con los otros.
—Ya lo veo —replicó—. ¿Y qué dijisteis cuando habéis hablado…? ¿Te has olvidado de contármelo?
Ninguno de los dos respondió. El budín se desparramó por el fogón, con olor a azúcar quemado y Anna tuvo que empezar a darle vueltas.
—Oh, ¿qué sucede con esa muchacha? ¡Qué vergüenza, qué vergüenza!
—Nada de vergüenza —le corrigió Joseph—. Es una enfermedad. ¡No comprendes que ella no puede hacer nada!
—Vaya enfermedad tan mala…
—Toda enfermedad es mala, Anna.
—Pues si se trata de una enfermedad, llevadla a un médico…
—No quiere ir.
—Pues que vaya un médico a verla, por el amor de Dios. ¿A qué estáis esperando?
—Eso ya lo hemos hecho…
—¿Ya lo habéis hecho? ¿Y qué sucedió?
—Escapó escaleras abajo. No quiere ver al médico…
Maury también se levantó. Su silla crujió y Anna dejó la masa del budín y lo miró. Una raya de piel en carne viva le cruzaba la frente. Probablemente no se iría, sería un recuerdo permanente. Maury parecía mucho mayor que sus veinticuatro años… ¿Por qué debía pasar por aquel dolor, por qué su vida había de ser tan dura? Había sido muy brillante y muy enérgico, siempre estaba atareado, yendo y viniendo, cargando con sus libros y con la raqueta de tenis; la casa siempre estaba atestada de sus ruidosos amigos; habían luchado mucho para que fuera al instituto. Incluso los hijos de Ruth, a pesar de todo aquello por lo que habían pasado, disfrutaban de la juventud, mientras que mi hijo, mi único hijo, lleva esa carga a cuestas… La ira le formó a Anna un nudo en la garganta.
Joseph suspiró:
—Tú la apartaste de su familia, Maury, pero ella se fue contigo por su voluntad. Para bien o para mal. Ahora las cosas van mal, pero debemos encontrar un medio para que funcionen mejor.
Maury levantó la vista.
—¿Cómo?
—Sí, ¿cómo? —repitió Anna.
—No lo sé —Joseph frunció el ceño—. Pero he estado pensando, Maury. ¿Por qué no llevas a Agatha y al niño a Florida durante unas semanas? Yo lo pagaré, puedo permitírmelo. Unas cuantas semanas en la playa, lejos de todo esto, puede hacer milagros. El sol ayuda mucho, ya lo sabes.
—¿El sol combate el alcoholismo? —preguntó Maury con amabilidad.
—Bueno, pero el estar juntos lejos, en un bonito lugar… eso ayuda al espíritu, ¿no te parece?
—Esto está muy bien de tu parte, papá. Quiero que sepas cuánto lo aprecio. Realmente lo aprecio.
—¿Entonces iréis?
—Lo hablaré con Aggie.
Anna pensó en algo.
—Cuando hablas con ella acerca de la bebida, ¿qué te contesta?
—No quiere admitirlo. Pero ya me he enterado de que la gente raramente lo hace.
De improviso, se abrió con violencia la puerta del comedor.
—¿Estás hablando de mí? —gritó Agatha—. Maury, ¿estás hablándoles de mí?
—Sólo estábamos… —empezó Maury.
—¡No me mientas! Lo he oído todo. No sabíais que habíamos llegado a casa… —se golpeó el pecho con los puños—. ¡Discúlpate! ¿Admitirás que estás mintiendo acerca de mí?
Maury le cogió de las manos.
—Lo siento, tal vez no debí discutir esto con mis padres. Pero no puedo decir que no sea verdad, porque ambos sabemos que sí que lo es.
—No lo comprendo —Agatha se volvió hacia Joseph y Anna—. Se trata de… esa puritana obsesión que tiene Maury por la bebida… Y sólo porque a él no le gusta, cree que una persona, por cualquier motivo, ya está bebida. O, si me encuentra echada unos minutos, no debe de ser porque esté cansada. ¡Oh, no! Debe de ser porque he bebido…
Joseph y Anna permanecieron silenciosos. Qué chiquilla, pensó Anna con disgusto y piedad, esa chiquilla que está aquí de pie con su suéter y su blusa, con su cara enfadada y llena de lágrimas. Ni siquiera es bonita. ¿Qué es lo que ha visto en ella? Cuando pienso en la de muchachas con las que podía haberse casado, unas chicas tan magníficas… Luego tuvo de nuevo piedad. Aquellas cosas que sucedían entre hombre y mujer. Qué desvalidos estamos, como pájaros sin nido, cuando nos atrapa el deseo… Yo ya sé de qué van esas cosas…
—No llegaremos a ningún sitio, Aggie, si no somos honestos el uno con el otro —dijo Maury—. Si no quieres admitir que tienes un problema, no podremos ayudarte.
—¿Un problema? Tal vez si tengo algún problema eres tú…
—¿Por qué? ¿Porque busco dónde escondes la botella en la cocina?
—¿Qué sucede? —les interrumpió Iris—. Estaba telefoneando cuando he oído todo este barullo. He tenido que colgar…
—Iris —dijo Joseph—, tenemos una discusión. ¿Quieres dejarnos unos minutos?
—¡Quiero que se quede! —gritó Agatha—. Es la única persona con la que puedo hablar. ¿Sabes que me están acusando de ser una borrachina? Diles la verdad, Iris. ¿Me has visto alguna vez borracha? ¡Díselo!
—Apártate de esto, Iris —le dijo con severidad Joseph—. Ahora escúchanos, Agatha, escúchanos con calma. Quiero que vayas a mi despacho, que te sientes allí y hablemos.
—¿Por qué no cenamos primero?
Como si no hubiera sido ella, Anna oyó sus propias palabras, ofreciéndoles la cena. A veces parecía que era la única cosa que sabía hacer.
—Tengo un buen asado y ya está listo…
—No —dijo Agatha—. Me voy a casa. No puedo quedarme aquí, y sentarme a vuestra mesa…
Iris bloqueó la puerta.
—Aggie, no sé cómo ha comenzado todo esto, pero escúchame, quédate un momento. De todas formas, tal como están las cosas, no podrías ni conducir; aguarda un instante.
Pero Agatha pasó por la puerta, y oyeron luego a Maury que, en el vestíbulo exterior, discutía con ella delante del ascensor.
—No permitiré que conduzcas. Si insistes en irte, te llevaré yo.
—Si quiero conducir, lo haré —oyeron que decía Aggie.
Entonces las puertas del ascensor se abrieron y se cerraron y escucharon sus voces desde la calle.
Anna sirvió la comida en la mesa. Los tres se sentaron pero apenas la probaron, hablaron muy poco, excepto una vez en que Anna comentó:
—Es la primera vez, en todos los años de esta casa… —pero no pudo terminar.
Iris la ayudó a limpiar los platos y Joseph se sentó en la sala de estar con el periódico de la tarde, aunque no pudo tampoco leerlo. El viento procedente del río hizo vibrar las ventanas. En la desierta calle, se veía caer la lluvia a través de la farola de la esquina.
Más tarde, al cabo de bastante tiempo, fueron capaces de hablar o de recordar algunos sonidos y sentir la textura de aquella noche de febrero. Entonces les pareció que habían sido espectadores de una obra de teatro, con un preludio y un epílogo, pero sin nada en medio.
Eran ya pasadas las ocho cuando sonó la campanilla de la puerta. Cuando vio a los dos policías con sus capas negras mojadas, Iris supo lo que había sucedido.
—¿Mr. Friedman? —preguntó uno de ellos.
Joseph se levantó de su sillón y se acercó a los policías, andando tan despacio que Iris pensó impaciente: ¡Corre, apresúrate!
—Entren, por favor —dijo Joseph.
—Ha sucedido… Tengo que decirle… —empezó uno.
Luego se detuvo. El otro, de más edad, y que había pasado ya antes por aquella clase de cosas, fue el que prosiguió:
—Ha ocurrido un accidente —dijo en voz baja.
—¿Sí? —Joseph aguardó. También pareció esperar aquella respuesta, a la escasa luz del vestíbulo—. ¿Qué ha sucedido?
—Su hijo. En el bulevar de Queens. ¿Podemos sentarnos en alguna parte?
Peleándose, pensó Iris, gritando dentro de aquel cochecillo.
El policía tenía una expresión muy rara. Tragó saliva como si tuviese un nudo en la garganta.
—Ha contado un testigo que el coche iba muy deprisa. Pasaron a gran velocidad en medio de la lluvia y tomaron mal una curva.
—Lo que quiere usted decirme es que ha muerto —dijo Joseph, mitad haciendo una afirmación y mitad una pregunta.
Y pareció que en el aire repetía para sí mismo: Ha muerto, ha muerto.
El policía no respondió enseguida. Cogió a Joseph del brazo y le hizo sentar como si fuese un muñeco en la tallada silla del vestíbulo.
—No sintieron nada —dijo, otra vez con mucha suavidad—. Ninguno de ellos. Todo sucedió muy deprisa.
El hombre más joven siguió de pie, dando vuelta entre las manos a su húmeda gorra.
—No, no sintieron nada —repitió de nuevo, como si esta confirmación, esta seguridad, fuese un regalo y una merced.
—No se puede tener seguridad de cuál de los dos conducía —prosiguió el primero. Se volvió hacia Iris—. Señorita, ¿tienen un poco de whisky en casa? ¿Podemos telefonear? ¿Quieren que llamemos a alguien de la familia, a un médico?
Como telón de fondo, cerca de la puerta de las habitaciones interiores, pero oyéndose desde muy lejos, llegó un sollozo. Una y otra vez atravesó el aire por encima de todos. Era Anna.
—Formaban una pareja muy simpática —comentó Mr. Andreapoulis. Estaba sentado con Joseph y Anna en su saloncito. A través de la puerta abierta que daba a la cocina, veían a su mujer, que amasaba encima de una mesa—. Nunca dijeron nada, pero supimos desde el principio que algo pasaba entre ellos. Nadie llegó a verlo. Solían dar largos paseos. Lo hemos sentido mucho, tanto mi esposa como yo.
Ninguno de ambos habían mencionado a sus familias, por lo menos hasta que nació el bebé. Pero una noche, bajaron con aspecto muy serio y dijeron que habían pensado en hacer un testamento. ¿Querría ayudarles? No es que tuviesen mucho que dejar, pero debían hacer algunos planes para el cuidado del niño en caso de que algo les sucediera. Mr. Andreapoulis les había ayudado. Parecían inseguros e intranquilos, pero, finalmente, decidieron que, en caso de que algo muriesen, el niñito debía ir a vivir a casa de los padres de su mujer, traspasándoles a ellos la patria potestad. Les preguntó si ya lo habían discutido con los padres de su esposa. Ellos respondieron que no, pero que no habría ningún problema, que sus padres vivían en el campo y que tenían muchas habitaciones en su casa. Luego se echaron a reír pero de una forma que demostraba su embarazo y Andreapoulis lo había comprendido. Resultaba muy formal y pomposo para una gente joven redactar aquella clase de documento. La gente de su edad no solía morirse y dejar un niño detrás. Todo era muy académico y hasta un tanto loco, por lo menos eso es lo que opinaban.
Así habían sucedido las cosas. El habían dejado como depositario de su testamento y él había supuesto, dada su actitud, que se habían olvidado de ello. De todas formas, incluso él también se había olvidado hasta la noche del accidente.
—Entonces —preguntó Joseph—, ¿no puede hacerse nada para cambiarlo?
—Como ya le he dicho, nadie tiene derecho a impugnar un testamento. Y tampoco puede usted decir que los influyeran sus padres, ¿no es cierto? Esas personas ni siquiera lo sabían. —Los hundidos ojos de Mr. Andreapoulis parecieron pensativos—. Y ya verá cómo quieren a ese niño… Aunque, de todas formas, ningún tribunal les negará los derechos de visita.
—¿En su casa?
—Tendrá que ser así, ¿no le parece?
—Será como visitar una cárcel —musitó Joseph.
—¿Quiere usted impugnarlo? No creo que haya muchas posibilidades, pero nunca se sabe…
—Tribunales y abogados. Un asunto muy enojoso. Excúseme, no es nada personal, sólo que…
—Ya sé lo que quiere decir.
—Un asunto muy feo —dijo de nuevo Joseph. Sus ojos se habían llenado de lágrimas.
El joven miró hacia otro lado. Aguardó.
Joseph se levantó.
—Ya pensaremos en ello —dijo—, y le diremos algo. Vamos, Anna.
En la pared que se encontraba detrás del escritorio del médico, estaban colgados una hilera de diplomas, que formaban una impresionante franja detrás de su cabeza. Los estantes de libros que había al lado de Joseph y Anna estaban repletos de ejemplares escritos por el propio doctor y muchos otros. La psicología de la adolescencia, leyó Anna, y La psicología del niño de edad preescolar.
—Sí, yo diría que este niño ha sufrido bastantes traumas —comentó el médico—. Como es natural, sé que lo que les he dicho no es lo que esperaban oír.
Anna se enjugó los ojos.
—No, creo que es cierto. Veo que esto tiene sentido. El repartirnos el tiempo no sería bueno para él, ni tampoco lo permitiría el tribunal, así por lo menos nos lo ha dicho nuestro abogado.
—Eso es hablar de una forma sensata. Y también valerosa, Mrs. Friedman.
—Pero no es así —gritó ella con amargura—. Si el testamento hubiese estado redactado de forma contraria, yo no hubiera tratado a esa gente de la forma que nos están tratando a nosotros…
—Por mi parte —dijo Joseph—, yo hubiera hecho exactamente lo que ellos hacen. Esa es la pura verdad.
—Lo cual demuestra —observó el doctor Briggs— por qué al niño se le debe evitar quedar expuesto a una hostilidad de este tipo. Ya tiene bastante confusión en su cabecita. Lo mejor, si realmente le quieren, y ya veo que es así, es ceder y dejarlo solo. Permitir que sus otros abuelos cuiden de él y le proporcionen una estabilidad. El niño no es un premio por el que se deba luchar.
—Ni siquiera visitarlo… —dijo Anna.
—Yo no lo haría, si fuera ustedes, y en las circunstancias que me han descrito. ¿Cómo puede hacer frente a ese odio? ¿Y por qué ha de forzársele a que tome partido? Cuando el niño sea mayor deseará verlos. Los adolescentes están siempre muy preocupados por su identidad. Entonces la situación cambiará por completo.
—Cuando sea adolescente… —gimió Anna.
—Sé que equivale a esperar mucho… —concluyó el doctor.
Ya en casa, Anna se quejó:
—Si no le hubiéramos conocido, no nos dolería tanto. Empezaba a llamarme nana. ¿Ya sabes eso? Me llamó nana la última vez que lo vi.
Nunca supe lo que amaba a Maury cuando estaba aún vivo, pensó Iris. Pero al recordar a Eric, su carita, sus manecitas, me doy cuenta de lo que quería a mi hermano. Y ahora nos han quitado a Eric, lo que representa haber perdido a mi hermano por segunda vez.