21

En el otoño de 1935 parecía no haber lugar para un graduado de Yale, de buena dicción y apariencia, que se había especializado en filosofía y que estaba dispuesto a hacer lo que fuese. No existía sitio tampoco para una atractiva muchacha de «Wellesley», de excelente familia, que había estudiado Bellas Artes en Europa y que hablaba francés mejor que los propios nativos de Francia. Ni siquiera pudo conseguir un trabajo de camarera para servir comidas en un restaurante pequeño, porque había cincuenta aspirantes para dicho empleo y todas ellas con experiencia. Él tampoco pudo conseguir una ocupación de mozo porque, en el primer lugar en que se presentó, no tenía la menor apariencia de portero, y en el segundo, ya no contrataban a nadie más. Aquello carecía de sentido.

Cada noche, a primeras horas de la madrugada, Maury se dirigía a comprar las primeras ediciones de los periódicos, leía las páginas de demandas de empleo, luego cogía el Metro a las cinco de la madrugada y pasaba por las fábricas o las tiendas, desde el Bronx a Brooklyn y volvía a casa con las manos vacías.

En octubre tuvieron que hacerse a la idea de que no existía ninguna clase de empleo. Sólo les quedaban setenta dólares. Y un día, Maury ya no se preocupó más de comprar el periódico, puesto que aquello equivalía a malgastar cinco centavos. Fue el día en que, por primera vez, conocieron lo que era el pánico.

Agatha preguntó con timidez:

—¿No sabes de algo? Quiero decir que como siempre has vivido en Nueva York…

¿Cómo explicárselo? Había perdido el contacto con sus amigos de la infancia. No podía presentarse ahora y pedirles un favor. Además, los padres de sus amigos eran médicos o abogados, que no podían hacer nada por él, o se dedicaban a los negocios y tenían sus propios problemas.

La única posibilidad radicaba en Eddy Holtz. En realidad, se habían mantenido fríamente apartados. Pero había algo en Eddy que podía lograr que Maury dejase a un lado su orgullo, y tuvo que reconocerlo como un tributo, que aquello constituía una de las muchas cualidades de Eddy. Eddy estaba en la Facultad de Medicina de Columbia. Su denodado esfuerzo había obtenido su recompensa y Maury pensó que ahora se encontraba donde había deseado estar. Su padre poseía tres o cuatro zapaterías, una pequeña cadena, en Brooklyn. Tal vez él pudiese…

—Se lo pediré a mi padre —respondió Eddy—. Él verá qué puede hacerse. ¿Eres feliz, Maury?

—Sí, sí, si exceptuamos lo que se refiere al empleo. ¿Te has enterado de que me he casado?

—Con la prima de Chris Guthrie, ¿no es cierto?

—Sí, y nuestras familias no… Bueno, no tenemos tratos con ellas. Por eso pensé en ti. No siempre he estado de acuerdo contigo, Eddy, pero sé que no te habrás olvidado de la época en que éramos amigos…

—Aún no te he ayudado. Pero lo intentaré.

La tienda estaba a dos manzanas de distancia de la estación del Metro, lo cual era una buena cosa. No tendría que andar demasiado. Era una alargada y estrecha tienda situada entre dos establecimientos, respectivamente, de artículos de punto y de ropa para niños. Un escaparate completo estaba dedicado a zapatos para niños. Contaba con otros dos vendedores, Resnick y Santorello, hombres que llevaban aquí quince años. Ganaban cuarenta dólares a la semana. Maury sólo ganaría veinte, al tomar la plaza de un anciano que había muerto la semana anterior.

—El jefe ahorrará dinero o que ha fallecido Blinder —le comentaron los vendedores—. Cuando comenzamos a trabajar ya estaba aquí y ganaba cuarenta y cinco dólares semanales.

Lo que preocupaba a Maury era que, en realidad, no había suficiente trabajo para tres hombres. A veces, y en las horas precedentes a las tres de la tarde, sólo acudían media docena de personas: Madres con niños pequeños, algún hombre que compraba zapatos para el trabajo, jovencitas que adquirían zapatillas de baile de piel baratas o ancianas, con zapatos rajados, que contaban el dinero para su nuevo par en billetes de dólar y el último dólar en monedas que sacaban de su monedero. Después de las tres, cuando terminaba la escuela, acudía una manada de chiquillos que gritaban y se peleaban por el caballito para probar los zapatos. Había aprendido a tratarlos con habilidad y paciencia, por lo que, cuando volvían otro día con el resto de la familia, siempre preguntaban por él y esperaba que los atendiese. Le entristecía que aquellas pobres gentes pudiesen vestir y calzar a sus hijos a costa de sacrificarse ellos.

Durante las largas mañanas, permanecía de pie junto al escaparate y se percató de que había adquirido el irritante hábito de Resnick y Santorello, de hacer tintinear el cambio que llevaba en los bolsillos, para hacer pasar el aburrimiento en los ratos que no tenían trabajo. Observaba el escaso tráfico y a los pocos que paseaban, el autobús que descargaba a sus pasajeros en la esquina y a dos o tres personas que salían al mediodía de la estación del Metro: ¿Adónde irían? Una ambulancia llegó a buscar a alguien en la tienda que estaba al cruzar la calle; aquello resultaba un acontecimiento fuera de lo corriente. Le hubiera gustado sacar algún libro de la biblioteca. Por lo menos, hubiera podido aprovechar el tiempo y no tener que mirar aquella aburrida calle, alejarse de aquel año 1935 hacia lugares más brillantes y vitales de la historia del hombre. Pero hacer esto hubiera equivalido a volverles la espalda a los otros dos hombres, y sabía que no sólo sería imprudente incurrir en sus iras haciéndoles ver que él era diferente, sino que también constituiría una falta de educación. No participaba abiertamente en sus discusiones, excepto cuando hablaban de béisbol, cosa que hacían a menudo. La mayor parte del tiempo hablaban de dinero y de la familia, a lo que convertían en una sola cosa, teniendo siempre en la boca la palabra dinero-familia. Cómo pagar la histerectomía de su esposa o qué hacer con su suegro que estaba en el paro… Probablemente, tendrían que hacerse cargo de él y de su esposa, lo cual significaría que su hijo mayor tendría que dormir en el sofá, y en tal caso, ¿dónde pelarían la pava su hija y su novio? Tenía relaciones con un fulano que poseía un empleo en la «Consolidated Edison», y sería un desastre si su hija perdía a su amiguito por culpa del bastardo del suegro, que nunca les había dado nada cuando estaba en buena posición… Pero, pese a todo, afirmaba Santorello, es el padre de mi mujer y esta no hace más que llorar y la oirá todo el mundo por la noche. Y Resnick asentía, comprensivo y prudente; sus oscuros ojos, sombríos, cínicos y resignados, le recordaban mucho a Maury los de su padre, y muchas veces, no se atrevía a mirar a la cara a Resnick. Resnick asentía y suspiraba: familia, familia, mi hermano me debe ciento cincuenta dólares; sé que debo obligarlo a pagar, que consiga un préstamo en cualquier sitio, pero su hermano todo lo devolvía en promesas, a pesar, decía, acompañándolo gráficamente, que siempre habían sido uña y carne; odiaba las discusiones familiares, pero, caramba, ciento cincuenta dólares tampoco eran moco de pavo…

Por lo menos, pensaba Maury, sintiendo piedad por aquellos hombres, lo mío es temporal… Aquellos tiempos no podían durar mucho. Y él, por lo menos, tenía algo más. Pero, para aquellos dos que, después de todo, no se diferenciaban tanto de él, excepto en que él había leído algunos libros más que ellos, ¿todo radicaba en esto? ¿Estar inclinados delante de los pies de los clientes y buscar cajas de zapatos hasta que se muriesen?

Demasiado tiempo para pensar. Aquella melancolía debía cesar. Tenía a Aggie en casa y no a aquellas regañonas y miserables esposas. Saldrían adelante. Con dos semanales pagarían el alquiler. Aquello les dejaría más o menos cuarenta dólares para el resto del mes. Ocho a la semana para comida, que hacían treinta y dos dólares, y los ocho restantes para el transporte, el gas y la electricidad. Se arreglarían, mientras les aguantase la ropa y no tuviesen que acudir al médico. De todos modos, George Andreapoulis les había dicho que necesitaba pasar a máquina algunas cosas. No podía permitirse el lujo de tener una secretaria en su pequeña oficina. Aggie se lo podría hacer; escribía muy bien a máquina. Lo que pasaba era que George les debería proporcionar la máquina de escribir, puesto que Maury le había dado la suya a Iris y Aggie se la había dejado en casa, lo que significaba que se les escaparía aquel trabajo. A menos que —la cabeza le zumbaba y casi nunca prestaba atención a los pequeños detalles— Iris convenciese a sus padres para que le comprasen otra y le devolviese la suya…

Hacía más o menos un mes había vuelto por la tarde a su casa y se había encontrado a su hermana sentada a la mesa con Aggie. Su hermana venía directamente de la escuela, llevando una falda escocesa, un suéter y un collar de perlas, probablemente el que le habían regalado cuando aún era un bebé, y aquel tipo de zapatos que llevaban todas las muchachas. Tenía los libros formando un montón, al lado de su silla. Se levantó para darle un beso.

—¿Te he sorprendido, Maury?

—¡Ya lo creo! ¡Caramba, estoy contento! ¿Ya os habéis presentado, chicas?

—Sólo hace un momento que estoy aquí —respondió Iris—. Me he perdido. No había estado nunca en Queens…

—¿Cómo has sabido dar con nosotros?

—Por la estafeta de Correos. Me figuré que habrías arreglado el que os llegasen las cartas que fuesen a la otra dirección…

—Debí recordar lo lista que eres…

Iris se puso encarnada; aquel color hacía que su austera cara se volviera tierna.

—¿Has dicho a alguien… que venías aquí?

—Se lo dije a mamá, y ha llorado un poco. No me ha dicho nada, pero sé que esto le ha puesto contenta.

—Eso es lo que dijiste…

No le salían las palabras para referirse a su padre.

—No he querido hacer las cosas furtivamente, y por ello esta mañana he contado que volvería tarde porque vendría aquí. Y lo he dicho lo bastante fuerte para que papá lo oyese desde el vestíbulo. Ya os he confesado que no me gusta hacer las cosas a escondidas —repitió con orgullo.

En aquel momento algo afloró en Maury. Iris era una persona. Habían cambiado ella o él. Realmente, hasta entonces no la había considerado, sólo sabía que se encontraba allí lo mismo que un sofá o una silla que ha estado en una estancia desde que uno puede recordar, y que es algo con lo que se puede tropezar cuando se anda a oscuras. Pero Iris era una persona.

—Te quiero mucho, Iris —declaró entonces con toda sencillez.

Aggie, que con el tacto que formaba parte de su encanto se había atareado con el té hasta aquel momento, comentó:

—Iris está ahora donde nos encontrábamos nosotros hace cinco años. Hojeando prospectos de institutos…

—Realmente no —respondió Iris—, yo no tengo elección. Iré a «Hunter». Pero no me inquieta, porque sólo me preocupa lo que viene después.

—¿Qué es eso de «Hunter»? —deseó saber Aggie.

Maury lo explicó, sintiendo una oleada de culpabilidad, aunque no era culpa suya que lo hubiesen mandado a un colegio privado y luego a Yale.

—«Hunter» es un instituto gratuito de la ciudad de Nueva York. Hay que tener muy buenas notas para poder ir allí…

—Oh… ¿Y después, Iris? ¿Has pensado en lo que quieres hacer? Espero que lo consigas para que no te encuentres en la posición en la que yo estoy.

—Me gustaría dedicarme a la enseñanza —respondió Iris—. Bueno, si puedo encontrar trabajo. Por lo menos, estaré preparada.

Su hermana se sirvió el té. Había como una calma silenciosa en la forma en que estaba sentada. Ya ha salido de la infancia, pensó Maury. Mientras miraba su morena e inclinada cabeza, de repente, la levantó y preguntó:

—¿No quieres saber cómo van las cosas por casa? ¿No es precisamente eso lo que querías preguntarme?

Quedó asombrado de su perspicacia.

—Sí, es cierto, cuéntamelas —le respondió.

Se enteró de que papá y Malone habían vuelto a las actividades de la construcción. Con apuros, pero salían adelante. Mamá seguía tan atareada como siempre. Ruth y dos de sus hijas habían estado con ellos durante unas cuantas semanas. June se había casado y las otras, aunque con empleos temporales, trabajaban para el suegro de June.

—Pero la mayor parte de su ayuda procede de papá —terminó Iris su relato.

Pero Maury pudo completar lo que había dicho: Intenta recordar lo bueno que es papá, trata de comprenderlo y no lo odies demasiado…

Pero Iris había sido siempre la que había querido más a su padre.

Luego Maury la acompañó a la boca de la estación del Metro porque se estaba haciendo oscuro. Mientras la miraba bajar los escalones, Iris se dio la vuelta y lo llamó:

—Volveré otro día…

Dio unos cuantos pasos más y se volvió otra vez…

—Me gusta tu mujer, Maury. Me gusta mucho…

Y, tras esto, bajó aprisa las escaleras, con los libros debajo del brazo. Maury se quedó allí de pie hasta que la perdió de vista, con un nudo en la garganta, no sabía si debido a un sentimiento de piedad o Dios sabría qué. Pero, mientras le brillaban los ojos, estuvo seguro de que la quería. Luego regresó a casa.

Bueno, las cosas eran como eran y no cabía esperar que la vida resultase sencilla y sin complicaciones, aunque para algunas personas, en algún lugar del mundo, pudiera serlo de vez en cuando. Pero no para nosotros en este condenado lugar, en esta maldita época. Deseo lo mejo para Agatha, pensó: merece estar rodeada de flores. Contó los autobuses que doblaban la esquina. Habían pasado dos en los últimos cinco minutos, cuando, a veces, se debía esperar más de media hora para que viniese el siguiente. Es ridículo, pensó. Seguía dándole vueltas a esto cuando se abrió la puerta e irrumpieron en la tienda tres muchachos alborotadores acompañados de su seria madre.

—¡Señor! Necesitamos tres pares de zapatos de goma…

Un día, algunos meses después, recibieron una invitación para la boda de una muchacha que había ido al instituto con Aggie. Maury la vio abierta encima de la mesa del escritorio de su mujer: Iglesia presbiteriana de la Quinta Avenida. Acto seguido, recepción en el «River Club».

—Oye —le comentó—, esto será muy divertido. Podrás ver a todas tus amistades…

Su mujer cortaba rebanadas de pan y no levantó la vista.

—¿Ocurre algo?

—No. Pero no iremos a esa boda.

Pensó instantáneamente: No tiene vestido. Esa es la razón.

—Aggie, conseguiremos un vestido —le dijo cariñoso.

—No podemos permitírnoslo…

—Puedes encontrar un bonito vestido por unos quince dólares. Tal vez incluso por doce.

—Te digo que no…

Notó una especie de tono de protesta en su voz. Nervios… ¿Por qué no? Esto fue lo que pensó y Maury no añadió nada más.

Al día siguiente, Maury comentó con jovialidad:

—He visto un vestido en los escaparates de «Siegel» que te gustará. Es blanco con florecillas azules y lleva una especie de esclavina. Iremos mañana y le echas un vistazo.

—No quiero ir a esa boda —siguió porfiando ella.

—¿Y por qué no quieres ir?

—No lo sé.

Estaba haciendo calceta. Las agujas se retorcían de un sitio a otro. Su mujer no levantó la vista.

Maury sintió como un rechazo y se encolerizó.

—¡No me excluyas! ¿A qué viene ese misterio? ¿Te avergüenzas de mí?

Ahora sí que levantó la vista.

—Qué cosas más desagradables dices… Me debes una disculpa por esto…

—Está bien, te pido disculpas. Pero explícamelo, tienes que darme una razón…

—No lo comprenderías. Será algo muy artificial. Vernos una tarde y luego asunto olvidado. Nunca coincidiremos, vivimos en mundos diferentes. ¿Por qué vamos a empezar una cosa que no podremos continuar?

—Así que confiesas que te he apartado de esa vida…

—Oh —se puso a llorar. Se levantó de un brinco y le echó los brazos al cuello—. Maury, no he querido decir esto. ¿Crees, realmente, que me preocupan Louise y Foster? Es algo demasiado complicado. Cuando estemos instalados en un lugar más permanente, estaré de mejor humor y tendré montones de amigos…

Aunque la abrazaba allí en medio, fue la primera vez que Maury no la sintió suya por completo.

El día de la boda, Maury llegó a casa sintiéndose especialmente tierno; pensó que su mujer debía acordarse de su amiga y de los encajes y flores que ella no había tenido. Nada más abrir la puerta se percató, con gran disgusto por su parte, de que su esposa estaba borracha.

—Estoy celebrando la boda de Louise —le anunció—, y también la mía.

Maury quedó por completo aturdido, encolerizado y herido. Tenía muy poca experiencia de lo que debía hacer en un caso así, pero acordándose de que le sentaría bien un café muy cargado, se dirigió a la cocina para prepararlo.

También se dio cuenta, a pesar de los intentos de su mujer por echarlo a broma, de que estaba avergonzada.

—Lo siento —le dijo—. He bebido demasiado y con el estómago vacío; debí prever lo que iba a suceder…

Maury le respondió con dulzura:

—Lo que más me desconcierta es por qué has hecho una cosa así a solas…

—Precisamente se trata de eso —respondió—. Por eso lo he hecho. La inmovilidad me aturde. Estar aquí todo el día en este miserable agujero…

—Puedes leer, ir a dar un paseo. ¿No imaginas ninguna cosa que hacer?

—Maury, sé razonable. No puedo leer hasta quedarme ciega… ¿Te has parado alguna vez a pensar cómo es mi vida? Mecanografío cosas para George, quito el polvo de estos trastos, y aquí se resume mi jornada…

—Lo siento, Aggie. No había pensado que fuese tan desagradable.

—Pues piensa en ello… Si doy un paseo, no conozco a nadie, sólo veo mujeres que empujan carritos de bebé y con las que no tengo nada en común. Ah, lo olvidaba, sí que conozco a alguien, a Elena. Siempre la llevo al mercado para darle su lección de inglés… Esto es un rá-ba-no, eso es un pe-pi-no…

—¿Y por qué la tomas con Elena? Está a miles de kilómetros de los suyos y no puede ni siquiera hablar…

—Vamos, Maury… Esa Elena tiene una familia muy agradable aquí, una familia auténtica, con docenas de amigos en la iglesia ortodoxa… Sus padres adoran a George. Es amada y mimada como nadie más puede serlo…

Maury comprendió lo que quería decir Aggie, y se quedó silencioso. De un modo u otro, debían encontrar una vida más completa que la que llevaban. Pero no tenía la menor idea de cómo conseguirlo. Tenso y silencioso en la cama, se revolvió de un lado para otro hasta que, de improviso, sintió cómo ella se volvía hacia él, sintió sus brazos y su boca, y todo, la tensión, el miedo, la preocupación, desaparecieron como por ensalmo.

Se deslizaba hacia un dulce sueño cuando, de repente, la oyó musitar:

—Maury, Maury, me olvidé de ponerme aquello… ¿Crees que…?

—Oh, Dios santo —respondió Maury, por completo despierto y alarmado—. Oh, Dios mío, eso sería precisamente lo que necesitaríamos…

—Lo siento. Ha sido una estupidez por mi parte. Procuraré que no vuelva a suceder.

Pero, a partir de entonces, se mostró cauto. A la noche siguiente, de pronto, se retiró de ella.

—¿Te lo has puesto?

Ella se incorporó.

—¿Pero qué forma de hablarme es esa? Qué romántico, qué amante más ardiente eres…

—¿Qué diablos quieres decir? ¿No tengo derecho a preguntártelo?

Su mujer se echó a llorar. Maury encendió la luz.

—¡Apaga esa luz! ¿Por qué siempre tienes que encenderla?

—¿No puedo hacer nada bien? No soy un amante. Si enciendo la luz… Diablos, me voy a la cocina a leer el periódico…

—¡No lo hagas, Maury! Vuelve a la cama. Lo siento. Sé que estoy terriblemente susceptible…

Al instante se calmó. No era más que una chiquilla sentada allí en la cama, con su hermosa mata de pelo, su camisón de algodón, sus ojos húmedos.

—Oh, Aggie, yo también estoy muy susceptible. Pero no es culpa mía. Lo único que quiero decir es que no puedo permitirme tener un hijo. Y estoy dolido. Tal vez no debí decirte eso. Una mujer debe ser capaz de apoyar a su marido.

—Cuéntame, querido…

—Lo siento mucho, pero me parece que voy a perder el empleo. Santorello dijo hoy que había oído que iban a cerrar la tienda. Que no resulta negocio…

—Tal vez el padre de Eddy pueda encontrarte trabajo en otra tienda.

—No, ni siquiera se lo pediré. Tiene hombres que han estado con él más de diez años… No puede despedir a uno de ellos y quedarse conmigo.

Hacia el amanecer, se despertó con la sensación de encontrarse solo en la cama. Se levantó. Había luz en la cocina. Agatha estaba sentada allí, junto a la mesa de la cocina, mirando al vacío, con el rostro tremendamente entristecido. Encima de la mesa había una botella de vino y un vaso.

—Aggie, son las cinco de la madrugada… ¿Qué demonios estás haciendo?

—No podía dormir. Temí que de tanto moverme podría despertarte; por eso me he levantado.

—Me refiero al vino.

—Ya te he dicho que me relaja. Pensé que me haría dormir. No te portes como si estuviese borracha o algo parecido.

—Es un mal hábito, Aggie. No me gusta. No puedes depender de una cosa así para resolver tus problemas. Además, es muy caro.

—He empleado los quince dólares que deseabas que me gastara en un vestido, y me he comprado un par de botellas. No te enfades, Maury.

El empleo aún duró otro mes. El viernes, cobró su última paga y volvió lentamente a casa. Subió las escaleras en silencio, confiando en que George Andreapoulis no le oyera y saliera a darle las buenas noches. No estaba de humor para cortesías mundanas.

Abrió la puerta. Ahora debía decírselo y sentarse juntos a discutir lo que podían hacer. Pluguiese al cielo que Andreapoulis tuviese un montón de trabajo de mecanografiado para las siguientes semanas…

Agatha estaba sentada en el sofá, con las manos encima del regazo. Parecía una muchachita en la clase de danza, esperando a que la hiciesen bailar.

—Maury, estoy embarazada —fue todo lo que dijo.

Todo les sucedió con un telón de fondo de calor. «Cuando sea viejo —pensó Maury— y recuerde Nueva York y todos nuestros problemas, recordaré el Metro rechinando y el agridulce olor a metal quemado. Recordaré los carteles en que se leía No hay empleo y hojas húmedas, y Agatha encima de ellas mientras aumentaba su cintura. Y también la biblioteca pública donde pasaba el día a partir de las doce, en vez de regresar a casa: si no se encontraba una colocación a primeras horas de la mañana ya no se podía conseguir nada aquel mismo día; entonces lo mejor era quedarse en la biblioteca».

—El verano es el momento peor para buscar trabajo —comentó George Andreapoulis, tratando de ser simpático.

—El invierno será peor. Este año necesitaré un abrigo y unos chanclos nuevos. Y este año, para mi desgracia, la nieve va a llegar a las rodillas…

—Tal vez —prosiguió George en tono dubitativo— uno de mis clientes tenga un empleo disponible. Estaré al tanto… Tengo negocios con la persona que lleva la tienda de comestibles de la avenida. Las cosas le van bastante bien y tal vez tenga que contratar a alguien este otoño.

Una mañana de septiembre, Agatha manifestó con cierta vacilación:

—No sé cómo te tomarás esto. ¿Me prometes que no vas a enfadarte?

—No me enfadaré.

—Pues verás lo que he pensado; ya sabes que mi padre tiene un primo. Me parece que te he mencionado que siempre le llamo tío Jed. En realidad, es el marido de la prima de mi padre, aunque esta ha muerto hace poco; no obstante, estoy segura de que no me ha olvidado. Nunca ha tenido hijos y estaba muy orgulloso de mí. Recuerdo que siempre me regalaba las muñecas más preciosas por Navidad, y cuando cumplí dieciséis años, me obsequió con mis primeras perlas.

—Sí, sí. —Reprimió la impaciencia que le producía su cháchara.

Ahora debían ser muy felices, rehuir las preocupaciones. Lástima que el mundo estropease lo que debía ser maravilloso. Su hijo, el hijo de Agatha, aquel niño que crecía en ella, con sus uñitas y pestañas. Tan hermoso…

—… es vicepresidente y encargado de los fideicomisos del «Barlow Manhattan Bank». No quise molestarlo pero no deseaba que mi padre se enterase, pero ahora ya no me preocupa este falso orgullo. ¿Querrías ir a verlo?

Maury se quedó silencioso. ¿Arrastrarse ante aquella gente? ¿Pedirles limosnas?

—Naturalmente, lo llamaré primero. ¿Qué te parece, Maury?

Por ella. Por el niño, aquella cosa tan suave que crecía en ella. Cuando saliese sería sonrosado, desnudo, tierno. Tendré que darle calor, alimentarle, luchar por él.

—Llámalo por la mañana. Iré —contestó—. ¿Me lustrarás mis zapatos negros?

La puerta daba, desde la Avenida Madison, a un vestíbulo con murales de Peter Stuyvesant, con indios rastreando el Tesoro, George Washington prestando juramento de su cargo, simones por la Quinta Avenida, niños jugando al aro en Central Park. No había carretillas de mano ni casas de vecinos.

Anduvo erguido y con paso ágil por la alfombra de color verde. Era un graduado de Yale, una persona bien educada y con excelente apariencia y valía lo mismo que el que más; ¿de qué tenía que preocuparse?

Jedediah Spencer rezaba el título de la puerta. ¡Qué divertido! Aquel antiguo nombre hebreo tenía dignidad, sobre todo cuando se lo veía en un letrero de latón sobre una puerta de caoba. No conocía a nadie en la actualidad que pensase poner a su hijo un nombre así.

Todo era de color castaño oscuro: los muebles, el cuero y el traje de Mr. Spencer.

—Así que eres el marido de Agatha… ¿Cómo estás?

—Muy bien, ¿y usted, señor?

—Agatha me ha telefoneado para decirme que estabas de camino. Siento que no llamases antes. Te hubiera evitado el viaje.

—¿Sí?

—No tenemos vacantes en el Banco.

—Señor, no habíamos pensado en eso. Hemos creído —es decir, Agatha— que, en su posición, conociendo a tanta gente a través de los negocios, tal vez me pudiese recomendar a alguien…

—Mantengo la política de no solicitar favores personales a nuestros clientes…

Mr. Spencer abrió un cajón del escritorio y sacó una pluma. Su mano quedó oculta por una gran fotografía enmarcada en plata, y Maury no pudo ver lo que escribía hasta que le tendió un papel. Se trataba de un cheque por valor de mil dólares.

—Puedes cobrarlo en una ventanilla de abajo —le dijo Mr. Spencer. Se miró el reloj—. Naturalmente, no deseo que Agatha pase apuros. Tal vez te sirva hasta que te abras camino por ti mismo.

Maury lo miró. En el rostro frío y correcto de aquel hombre se leía un intenso desagrado.

—Mantente fuerte.

No necesito mantenerme fuerte, pensó. Es el mundo. Dejó de nuevo el cheque encima del escritorio.

—Se lo agradezco mucho, pero no lo quiero —replicó, se dio la vuelta y salió.

Le sudaban las manos y le latía el corazón. Sintió una terrible vergüenza. Parecía uno de aquellos sueños en que uno se ve andando por una gran avenida cuando, de repente, se mira hacia abajo y se da cuenta de que se ha salido en ropa interior. Tras la vergüenza le acometieron las náuseas.

Había un bar en la esquina. Sólo había tomado café para desayunar y sabía que las náuseas eran debidas al hambre. Se preguntó si podría permitirse comprar un bocadillo y un helado de soda con crema por encima.

Se sentó a una mesa, demasiado débil para apoyarse en la barra, aun a sabiendas de que estar allí sentado le costaría diez centavos más. Qué repugnante bastardo, pensó. No había tenido la amabilidad o la decencia de decir que intentaría ayudarme, aunque no pensase hacerlo. Debe de despreciarme mucho para haberse atrevido a…

Entró un hombre que se sentó en la silla de al lado. Maury se percató de que aquella persona le miraba con atención. El recién llegado dijo:

—Creo que te conozco. Te vi en una boda, en Brooklyn, hace un par de años.

—¿De veras?

Maury se mostró cauteloso.

—Sí. Solly Levinson, en paz descanse, casó a su hijo Harry. Tú eres el hijo de Joe Friedman, ¿no es verdad?

—Sí. Pero no veo…

—Me llamo Lobo Harris. Conozco a tu viejo desde que era un chiquillo. Ahora no creo que pertenezca a su misma clase social…

Maury no replicó. Qué encuentro tan extraño… Y, dado que el hombre había estado mirándolo con tanto descaro, también se permitió contemplarlo. Tenía un rostro afilado e inmaculado, tal vez de unos cincuenta años, una cara parecida a los miles de personas que paseaban por las calles de la ciudad, excepto con aquellos ojos tan orgullosos e inteligentes. Sus ropas eran oscuras y caras; su reloj y cadena eran de oro; los zapatos estaban hechos a mano.

—No hubiera hecho nada por tu padre de haber sabido que te iba a echar a patadas.

En otros tiempos, cuando Maury era más joven y no estaba tan baqueteado, cuando tenía más orgullo o más falso orgullo —si se quiere llamarlo así—, no hubiera permitido aquel tipo de intromisión. Pero como este no era el caso, se limitó a contestar:

—Sólo sé dos cosas de usted. Que tiene una memoria muy notable y un buen servicio de información.

El hombre se echó a reír.

—Información, no. Sólo ha sido una casualidad. Me encontré en la calle con la hija de Solly. ¿Conoces a esa chica gorda que habla tanto?

—Sí. Es Cecile.

—Me contó cosas de ti. No me interesó mucho escucharla. Pero me sirvió para recordarlas. Con la memoria que tengo nunca olvido un hecho. Nunca. Pero no me estás atendiendo. ¿Qué es eso tan divertido?

—Estaba pensando. No creo que nadie desee apartarse de usted…

Lobo lo contempló fijamente durante un segundo y volvió a echarse a reír.

—Tienes mucha razón… Eres espabilado. Tampoco tú eres ningún tonto…

—Gracias.

Se les acercó la camarera, provista de un bloc y papel para tomar el encargo.

—Tráeme una hamburguesa con queso doble, patatas fritas, unas cebollitas, una leche malteada y un pastelillo de nueces.

Luego hizo su encargo Maury:

—Yo me tomaré un bocadillo de atún.

—¿Y para beber?

La muchacha estaba impaciente.

—Nada. Sólo el bocadillo.

—Vamos… No puedes alimentarte como un canario. Señorita, tráigale lo mismo que a mí. Vamos, adelante.

Maury enrojeció. ¿Así pues, tan visible era su hambre? No, era más bien el traje. El cuello de su camisa estaba desgastado y tal vez al entrar hubiese visto los zapatos de Maury.

—Este lugar es un basurero. Pero sirven deprisa y tengo que ir a visitar a una persona a la una entre la Calle 45 y Madison.

Se produjo un silencio. Maury no tenía nada que decir. Luego, Mr. Harris se inclinó hacia delante.

—¿Qué hay de nuevo? ¿A qué te dedicas en la actualidad?

Se sintió como un chiquillo, tímido y obediente. ¿Por qué no le podía responder: «No estoy de humor para hablar de mis asuntos?». ¿Por qué? Porque no tenía nada y era un donnadie. ¿Y qué es lo que sucede cuando no posees nada y eres un donnadie?

—La noticia del día es que mi mujer está esperando un bebé. Y, desgraciadamente, no tengo nada a qué dedicarme.

—¿Estás sin empleo, eh?

—Tenía colocación en una zapatería, pero han cerrado la tienda.

—¿Y qué más sabes hacer, aparte de vender zapatos?

Maury comenzó a sentir amargura. Sentía hasta su regusto en la boca.

—Si quiere que le diga la verdad, nada. Cuatro años en Yale y este es el resultado: nada…

—Yo dejé el colegio en el séptimo grado —respondió Lobo con jovial diversión.

—¿Y?

Maury alzó los ojos para encontrarse con aquella mirada tan enérgica y brillante.

—Y estoy en posición de poder ofrecerte un empleo, si es que quieres tomarlo.

—Lo acepto —respondió Maury.

—Aún no sabes de qué se trata.

—¿Y de qué sirve que lo sepa o no? Sea lo que sea, ya aprenderé.

—¿Sabes conducir un coche?

—Claro que sí. Pero nunca he tenido un auto.

—Ese no es problema. Te compraré uno.

—¿Y qué debo hacer con él?

—Dar vueltas por ahí, hacer algunos recados e ir a unas direcciones que te proporcionaré, recoger algunos documentos cada mañana y llevarlos a un apartamento.

—¿Eso es todo?

—Eso es todo. No me has preguntado por la paga…

—Sea lo que fuere, siempre será más de lo que gano ahora…

—Eres un chico muy agradable, ¿no es verdad? —Su tono fue sorprendentemente gentil—. Vamos, anímate. Te ofrezco sesenta y cinco dólares a la semana.

—¿Sólo por ir en coche y entregar documentos?

—Y por tener la boca cerrada. ¿Entiendes eso?

—Creo que sí. Ya le preguntaré el resto cuando estemos en la acera.

—Has tenido una buena idea. Come. Y si aún estás hambriento cuando termines, no tienes más que decirlo. Me gusta la gente que dice cosas. A su debido tiempo, claro está…

Estaba muerto de hambre. Y no precisamente por aquella mañana, sino por el hambre atrasada de muchas semanas. Nunca comía auténticos alimentos, sino galletitas, sopa de lata, tenía que prescindir de la leche, de las naranjas o de las chuletas de cordero, para que no le faltara nada a Aggie. Ahora sentía por dentro un calorcillo muy agradable; aquella carne, aquel queso, aquella rica leche malteada. Lotería. Aquello debía ser. Números. Bueno, eso no hacía daño a nadie, ¿verdad? Nadie sufría o moría por ello. Los ricos juegan en millares de casinos y resultaba algo muy correcto ¿Por qué los pobres no podían probar suerte arriesgando unos centavos? Sé que estoy racionalizando las cosas. Pero el refrigerador podrá estar lleno; compraré cosas para el bebé y ropas de invierno para Aggie. Y no tendré que preocuparme de Andreapoulis cuando llegue el momento de pagarle el alquiler.

Salieron a la calle. La Avenida Madison resultaba acogedora. Pasaron dos jóvenes y vivaces oficinistas riendo y echaron una mirada a Maury. Un hombre entró en una camisería. El escaparate estaba lleno de buenas camisas y bonitas corbatas. El mundo resultaba maravilloso.

—Qué suerte he tenido al sentarme a la misma mesa que usted, Mr. Harris —comentó Maury.

—Llámame Lobo. Aquí tienes mi número; telefonéame mañana por la mañana. Lo tendré todo preparado. No conviene que hablemos más. Ya sabes de qué va todo.

—Lo sé —respondió Maury—. Y puede confiar por completo en mí. Quiero que sepa eso.

—Si no lo hubiese sabido, en primer lugar ya no te hubiera dicho nada. Calibro a los hombres en un par de segundos. ¿Qué le vas a contar a tu mujer?

—Que me dedicaré a cobrar alquileres. Ella no lo comprendería…

—Ya me lo figuraba. ¿También pertenece a la alta sociedad?

—Algo así.

—Bien. Entonces, llámame mañana. A las diez y media. Antes, no. Y después, tampoco. Aquí tienes veinte dólares para gastos. Toma otro de veinte. Cómprate unos zapatos…

—No necesito veinte dólares para zapatos. Conseguiré un par por seis dólares.

—Veinte. No me gustan los zapatos baratos.

El aire era ya de un frío otoñal y Maury metió dentro al bebé. Subió los escalones con el cochecito de niño y lo aparcó en el vestíbulo al lado de la escalera: los Andreapoulis eran muy amables con aquellas cosas. De todos modos, aquel cochecito constituía incluso un adorno. Era un cochecito de niño de tipo inglés, con cuero azul y mucho cromado, de la clase que se puede ver en Park Avenue empujados por una niñera con abrigo azul y velo. Se lo enviaron de la oficina cuando nació Eric. No cabía duda de que se trataba de una atención de Lobo Harris. Y lo había hecho de aquella forma tan meticulosa y ordenada con que lo hacía todo: las flores de funeral y un cestito de frutas cuando murió la madre de Scorzio; regalos de bodas, primeras comuniones y fiestas de Bar Mitzvá. En verdad, tenía una memoria asombrosa.

Maury sacó al dormido bebé. Apoyó en su hombro aquella cabecita tan fragante y cálida. Lo llevó al piso de arriba y lo depositó aún dormido, en su cuna. Miró el reloj. Faltaba media hora para el próximo biberón. Metió un dedo debajo de los pañales. Mojados. Bueno, sería mejor no perturbar su sueño por aquello; estaría de nuevo húmedo antes de quince minutos. Sonrió, al sentirse tan experto y competente. Por las tardes, cuando llegaba temprano a casa, y sucedía con mucha frecuencia porque su horario era muy cómodo, le ponía contento el permitir que Aggie saliese un rato. Todo aquel verano, desde que Eric había nacido, se sentaba con un libro en los escalones de la entrada mientras Eric dormía. Algunas de las mujeres del vecindario, especialmente las nacidas en el extranjero, se hacían señas unas a otras cuando pasaban. Les resultaba divertido ver a un hombre haciendo una cosa así. Al diablo con ellas.

Aggie volvería pronto. La había dado un cachetito en la mejilla cuando le dijo que podía salir a comprarse ropa. Ya se había comprado un conjunto de color de arándano que le sentaba de una forma deliciosa, tan esbelta como lo fuera antes de tener al bebé. No había nada como aquello, sentirse un hombre que mandaba. Sal y cómprate algo, cómprate lo que desees. Un hombre debía sentirse así y él se sentía como ese hombre.

Le habían concedido un aumento. Ganaba ya noventa dólares a la semana más los gastos del coche.

—Tienes que conseguir un cupé negro —le había instruido Lobo Harris la primera mañana—. No llames la atención. Sé cuidadoso con las multas, con los tiquets de aparcamiento, con todo. Y, cuando estés fuera, mira por el espejo retrovisor. Ten fijos todo el tiempo los ojos en él. Si tienes la menor sospecha de que te siguen, conduce despacio, no levantes sospechas. Párate en el primer bar que encuentres y sal del coche despacio; luego dirígete al lavabo de caballeros y vacía los bolsillos en la taza del inodoro. Luego, cuando salgas, despacio, ya sabes, dirígete a la barra y pide una cerveza, como un tipo que sólo se ocupa de sus asuntos. Y luego regresas al coche, pero limpio. ¿Está todo claro?

Muy claro. Había comprado un «Graham-Paige» negro y no tuvo ninguna clase de problemas. Resultaba muy agradable. Incluso llevaron al bebé en el coche a Jones Beach. No se sentía un conspirador. Ni incluso le parecía que estuviese haciendo algo realmente malo, aunque fuese contra la ley, cosa que él odiaba. Pero aquello de ahora no le parecía tan terrible. No dañaban a nadie. Era la ley la que lo consideraba fraudulento.

Tenían las «oficinas» en varias casas de apartamentos que se cambiaban cada pocos meses; estaban ahora en el segundo desde que comenzó a trabajar. Llevaban allí los libros y tomaban las llamadas telefónicas en la cocina de un apartamento muy modesto. La mujer parecía incluso más joven que Agatha, si aquello resultaba posible. Tenía dos niñas. Parecía todo tan inocente, estar allí sentados, haciendo cuentas en los libros mientras las niñitas tomaban su comida…

Y los hombres que trabajaban con él no tenían, como Maury, ninguna pinta de criminal. Scorzio y Feldman eran como los tipos con los que había trabajado en la zapatería, hombres con familia como aquellos, excepto que no estaban inmersos en la obsesión enfermiza por el dinero. Enviaban a sus hijos a campamentos de verano y hablaban de sus lecciones de piano. Ventoso, llamado así por algunas indelicadas razones, aunque tosco de modales, era muy decente y generoso. El día en que Maury agarró la gripe, le llevaron en coche a casa y no pudieron haber sido más considerados. Bruchman, el contable, era un verdadero cerebro… Era rápido como una máquina de calcular; si no hubiera sido por la Depresión, no se hubiera dedicado a lo que hacía, aquello era seguro. Tom Spalding, el detective que se presentaba cada semana a buscar su billete de cien, también tenía un rostro muy agradable, parecido al de Thomas Jefferson. No había nada malo en él, sino sólo la necesidad de ganar dinero. Tenía cuatro hijos, uno de ellos en la escuela de odontología. ¿Cómo se las hubiera arreglado de otra forma?

Y hablar de dinero… Las cantidades que pasaban por sus manos eran escalofriantes. Y sólo se trataba de un pequeño grupo. Se debían de ganar millones a la semana… Y esta era una más entre las empresas de Harris, y tampoco la principal. Decían que permitía que las llevasen otras manos, que ya no las necesitaba. Desde la derogación, sus asuntos marchaban de un modo legal. Poseía destilerías en Canadá, una red de empresas importadoras de licor y, con tanto dinero contante y sonante como ganaba, podía invertir en bienes raíces a través de todo el país. Era fascinante estudiar todo aquello, con sus ramificaciones, tanto financieras como humanas, y todo eso… El hombre que estaba detrás de todo, un jefazo más gordo que Harris, lo cual le confió un día Scorzio en un bisbiseo, era en la actualidad, Jim Lanahan, padre de un senador. Él y Harris habían actuado juntos durante la Prohibición y ahora Lanahan tenía una fortuna de muchas decenas de millones. Harris, en comparación, no poseía nada; sólo contaba sus ganancias en millones. Ese había sido el comentario jocoso de Scorzio.

—Pero Harris es un príncipe, nunca olvides esto. Le gustas y hace las cosas por tu bien. Nada resulta demasiado.

Maury deseaba saber cuándo verían a Harris. Él mismo, no lo había vuelto a ver desde el día en que lo contrató.

—Sólo una vez al año. Por Navidad, suele dar una fiesta. Vive en Island, en un lugar muy bonito con un muro de piedra todo alrededor, como en Central Park. La próxima vez te invitarán.

Naturalmente, Aggie deseaba saber para quién trabajaba y qué era lo que hacía. Le dijo que se dedicaba a cobrar alquileres para una gran empresa administradora de inmuebles. Y luego, no deseando mentir por completo, sintiéndose algo más limpio si introducía algo de verdad en su historia, dio el nombre de Lobo Harris, que no significaba nada para ella, como era natural. De vez en cuando mencionaba los nombres de algunos de los hombres de la oficina, nombres que tampoco significaban absolutamente nada para su mujer.

Ella le presionaba para que hiciesen amistad con algunas de las personas con quienes trabajaba.

—No sé por qué no puedes invitar a alguno de ellos y a sus esposas alguna noche —insistía—. No veo un alma, si exceptúo a George y a Elena. Y es muy difícil hacer amigos en este barrio. No tenemos otros posibles contactos, a no ser los de tu despacho…

—No son de tu tipo —le explicó sin convicción Maury.

—¿Y no puedo verlos, por lo menos, para juzgar por mí misma? Podría hablar con sus esposas de los niños, ¿no te parece?

Como es natural, su esposa no estaba satisfecha. Hubiera sido irreal por parte de él creer que el bebé era suficiente para ella. Una mujer necesita más que eso, especialmente una mujer en lo mejor de la vida, como era el caso de Aggie, aquella alegría de vivir de su esposa que tanto le había atraído desde la primera vez que la vio. Lo que necesitaban, y él lo sabía, era pertenecer a algún sitio, formar parte de algo, tener raíces. Durante mucho tiempo no había empleado aquella palabra, desde el mismo momento en que había desarraigado a Aggie de su hogar y de su ciudad. Un lugar donde puedas andar por la calle y la gente te llame por tu nombre… Que los amigos te telefoneen y llamen a la puerta. Algún día, seguramente lo tendrían; por lo menos, era aquello por lo que luchaba. Sufría por el dolor que ella debía experimentar ante la pérdida de aquellas cosas. Tampoco habían constituido una ayuda las cartas de la madre de su mujer. ¡Hijo de perra!

Aparentemente, Aggie había escrito a sus padres cuando nació Eric, aunque no se lo dijese entonces a su marido. Pero repasando facturas en el escritorio, Maury vio la carta de respuesta y la leyó: «Tú y tu hijito siempre seréis bien recibidos», o algo parecido. «Pero tu padre no quiere ver a tu marido. A mí me gustaría reconsiderar las cosas, pero no puedo presionarle por miedo a que empeore su estado de salud. Tiene el corazón destrozado y parece un hombre muy enfermo. Todo lo que había forjado ha desaparecido, desde el momento en que perdió a su única hija». Y luego algo acerca de que las cosas no siempre serían igual, y que si se había cometido un error era mejor corregirlo, en vez de vivir continuamente con él, y que si Aggie cambiaba de idea acerca de lo que había hecho… y luego venía la conclusión: «Puedes estar segura de que aún te queremos, y te repetimos que si vienes a casa, tú y el niño seréis bien acogidos».

Aquello le exasperó. «Puedes estar segura…».

—Perdóname —le dijo a Agatha— por leer la carta. No ha sido muy honrado por mi parte, pero no he podido evitarlo.

—Eso no me preocupa —le respondió Aggie—. De todos modos, debí habértelo dicho —y se echó a llorar.

Si hubiera estado en aquella habitación la estúpida madre de su esposa y el bastardo de su padre, los hubiera asesinado con la mayor sangre fría…

El rorro se removió y comenzó a llorar, con un balido semejante a un corderito. ¡Qué almita! Con su redonda boca abierta, se frotó la cara con los puñitos y dio unas patadas en la sábana. ¿Estás furioso porque tienes hambre, verdad? Con delicadeza y complacido por sus suaves ademanes, retiró el pañal. Qué maravilloso cuerpecito, qué muslos más firmes, que medían ya casi veinte centímetros de longitud y que terminaban en su rosada masculinidad… Hombrecito. Homúnculo. Acabó de ponerle el pañal, colocó al niño en el recodo de su brazo izquierdo y le dio el biberón, no demasiado caliente, en su punto exacto.

El bebé succionó, e hizo gorgoritos. No sabía nada, pero percibía el calor de las manos, lo cálido de las voces. Ojalá no conociera nunca nada más… No, aquello resultaba imposible. Con sus ojos grises, que brillaban como ópalos, estudió a su padre. Alzó una mano y agarró un dedo de Maury con fuerza sorprendente. Hijo mío. Me prometo a mí mismo recordar esto, no importa lo que suceda, ni lo lejos que puedas estar de mí… Quiero prometer recordar este día de octubre, con el sol reflejado en el suelo y esa mano que me sujetaba el dedo.

Oyó a Agatha en la puerta, pero no se movió, confiando que a ella le gustase verlos así.

—Quiero hablarte —le dijo su esposa.

Al oír su duro tono, se dio la vuelta. Estaba de pie en el umbral, llevando el vestido de color frambuesa y sosteniendo una sombrerera, una caja de zapatos y un periódico.

—Me has mentido —le dijo—. No cobras alquileres. Eres un estafador. Recoges décimos de lotería. Lo pone aquí, en el periódico.

—¿Qué pone el periódico? ¿De qué estás hablando?

Le tendió la primera página para que la viera. La Policía había efectuado una redada en el apartamento alquilado por Mrs. Marie Schuetz y había arrestado a un hombre llamado Peter Scorzio. Había sido descubierta una operación de gran envergadura, que se estimaba que producía ciento cincuenta mil dólares por semana.

—Dudo que pueda haber dos hombres que se llamen Peter Scorzio —concluyó Aggie.

El bebé había terminado. Maury se lo apoyó contra el hombro para que eructara. No respondió.

—Así que los alimentos que comemos, las ropas que poseo, todo lo que toca Eric procede de esa basura… —Su furia era fría y dominada—. ¿Por qué me has mentido, Maury? ¿Por qué has hecho una cosa así?

Maury comenzó a temblar, no a causa de ella, sino porque si hoy se hubiese quedado hasta más tarde también lo habrían detenido. Algo debía de haber sucedido, tal vez un policía nuevo en el distrito…

—Estoy avergonzado. Sé lo que piensas. Tomé el camino más fácil, el de mentirte…

—¿Qué vas a hacer ahora?

—¿Qué puedo hacer?

—Tienes que ir allí mañana por la mañana y decirles que no volverás más. O mejor, debes llamar ahora mismo al jefazo de esa banda —le explicó decidida— y decirle que no quieres volver. ¡Eso es lo que debes hacer!

—¿Y entonces qué? ¿No has pensado que ya he estado buscando otra cosa? Sí, encontré un empleo, un trabajo en «A and P» por veintidós dólares a la semana…

—Pues tómalo…

—¿Y cómo vamos a vivir con eso? Leche para el bebé, el pediatra… No podemos… Ahora nos hemos acostumbrado a vivir mejor…

—¿Y crees que vale la pena? Oh, debí suponer que todo esto era demasiado raro. Un jefe que enviaba regalos, como cuando nació Eric, y un reloj de pulsera para mí en Navidades… ¿Cómo he podido ser tan ingenua? ¿Sabes qué? Me siento sucia con estas ropas, cogeré el reloj y lo tiraré al cubo de la basura.

Maury la dejo hablar, puesto que no podía pensar en qué responderla. Su mujer empezó a llorar.

—Pero lo peor de todo, Maury, es lo que hubiera podido pasarte a ti. Imagina que hubieras estado tú en vez de Scorzio… Pasar varios años de tu vida en la cárcel, un hombre como tú, una gente como nosotros, quedaríamos arruinados para siempre…

—No va a pasar años de su vida en la cárcel, ni siquiera una noche. Lo sacarán con fianza, tal vez a estas horas y esté libre. Y, en pocas semanas retirarán la acusación por falta de pruebas.

Ella se lo quedó mirando.

—Quieres decir que alguien lo arreglará todo, un juez o algo parecido…

—Exactamente. Así es como funcionan las cosas…

—¿Y crees que eso está bien?

—Claro que no creo que esté bien. Si pudiera cambiarlo lo haría, y tan pronto como me sea posible quiero retirarme de esto. Pero mientras tanto…

—¿Volverás?

—Mientras tanto, seguiré…

Sonó el teléfono. Maury le pasó a su mujer el niño.

—Debe de ser para mí. Me comunicarán la nueva dirección para mañana…

Nunca hubiera imaginado lo que encontraría al llegar a casa. Agatha debía de haber estado en el suelo con Eric y un montón de cubitos de construcción. Ahora que Eric ya andaba, el suelo estaba siempre lleno de sus juguetes esparcidos, en un desorden que complacía a Maury, un desorden natural y alegre. El sonido de sus voces, la de su madre y la del niño, llegarían al vestíbulo antes de que él pudiese abrir la puerta. Y luego olería la fragancia de la cocina, algún plato picante y exótico; pensó divertido que Aggie se estaba convirtiendo en una bonita y hábil cocinera griega. Al abrir la puerta vería todo aquello.

Pero lo que encontró fue una cocina a oscuras, el salón mal iluminado y a Eric llorando en el parque con los pañales empapados. Agatha dormía echada encima de la colcha de la cama. Nunca lo hubiera podido imaginar.

Compró un libro acerca del alcoholismo. Le llevó cuatro días el revestirse de valor suficiente para comprarlo. Cuando hubo desempaquetado el libro y lo colocó en el asiento del coche, supo que, al final, había llegado a admitir lo que sucedía.

Como la cosa más importante, el libro aconsejaba no perder los nervios; aquello no conduciría a nada. Era más fácil de decir que de hacer… Pensó que ya había sido bastante paciente. Y no es que su mujer se mostrase ofensiva, llorona o sucia. No sabía mucho de aquello, pero tenía entendido que la gente empleaba el alcohol para aliviar sus estados de ansiedad. Aparentemente, la ansiedad de su mujer se había convertido para ella en algo insoportable.

—Elena me ha preguntado qué clase de empleo tienes —le informó su esposa en una ocasión—. Estoy segura de que sospecha algo. Si hubiera mujeres por aquí con las que hiciese amistad, esto me preocuparía y avergonzaría.

Maury sentía una gran culpa, al recordar el lugar donde Aggie había nacido, las casas blancas, aquella dignidad de las cosas antiguas. Y ahora esto. Y todo por culpa suya.

Una noche, mientras metía la llave en la cerradura, escuchó el delicioso sonido de unos canturreos, y supo que era el niño que estaba en su silla alta y tomaba, con el babero puesto, un puré de zanahorias o de espinacas. Tiró la chaqueta encima de una silla y corrió a la cocina. Su hermana Iris estaba dando de comer a Eric.

Se la quedó mirando.

—¿Dónde está Aggie?

—No pasa nada… Estaba tumbada cuando llegué. Tenía un poco de dolor de cabeza, eso es todo. Me dijo que me quedara aquí y que diera de comer a Eric.

—No me mientas, Iris… No trates de encubrirla… Ha estado bebiendo otra vez y tú lo sabes…

—Vamos —dijo Iris—, tómalo todo. Luego, tu tía Iris te limpiará la boquita y buscaremos unos melocotones…

—Maldita sea —siguió Maury. Se golpeó los muslos con los puños—. Maldita sea, lo ha hecho de nuevo…

—No digas eso. Ya hablaremos luego. Estás asustando a Eric.

El niño había retirado la cabecita de la cuchara y miraba a Maury. Este salió de la habitación. Se dirigió al cuarto de baño. Maury acabó en la ventana de la sala de estar con la mirada perdida en el vacío. Abrió la puerta del dormitorio; estaba muy oscuro y no pudo ver la cara de Aggie. Se encontraba acurrucada encima de la cama, dormida con las rodillas casi tocándole la barbilla. Posición fetal, pensó disgustado, y se acercó más. Tenía la mano donde llevaba el anillo abierta encima de la almohada. Algo le hizo tocarla para ver si se movía, pero no se rebulló. Su estado era de ira, de piedad y de dolor. Desearía hallar un sentido a todas las cosas que sentía.

Regresó a la cocina. Iris metió al niño en el parque donde, ahora que tenía la barriguita llena, estaría, por lo menos, una hora tranquilo.

—En el refrigerador no hay nada excepto un pollo asado. Supongo que Aggie lo guardaría para cenar. Y sólo son las cinco y media.

—Haz unos huevos revueltos. No tengo hambre. Espero que tú tampoco.

—Haré una tortilla —dijo Iris.

—Cualquier cosa.

Comieron en silencio. De repente, Maury se percató de que sólo se había preocupado de sus problemas.

—Has hecho hace poco unos exámenes parciales, ¿no es verdad? ¿Qué tal te ha ido? —inquirió.

—Los he hecho bien —respondió Iris en voz baja—. Pero no tienes que hacerte el sociable, Maury. Ya sé que estás ante un montón de problemas.

No respondió.

—Aggie me contó a qué te dedicas.

—No tenía derecho a decírtelo…

—No te enfades con ella. Me lo contó hace varios meses. Las personas tienen que hablar con alguien, ya lo sabes…

—¿Y bien? ¿Estoy haciendo algo tan terrible? —estalló.

—Ella no está acostumbrada a cosas así…

—¿Y acaso yo sí estoy acostumbrado?

—Claro que no. Excepto que tú eres capaz de resistirlo. Crees que debes hacerlo. Pero ella está hecha de otra forma y no puede afrontar estas cosas. Por eso bebe, ¿no lo comprendes?

—No se ayudará a sí misma de esa manera. Ni tampoco nos ayuda a nosotros.

—Estoy segura de que lo sabe y eso aún la hace sentirse peor.

—¿Siempre comprendes tan bien a las personas?

Iris levantó la cabeza con rapidez.

—¿Tratas de ser sarcástico?

—¡Iris! Por el amor de Dios… Lo que quiero decir es que lo comprendes todo, y eso que sólo tienes diecisiete años.

—Qué divertido. La mayor parte del tiempo creo que no sé de qué va nada.

Maury se cogió la cabeza con las manos.

—Me gustaría encontrar un trabajo decente, pero no encuentro nada. Lo he intentado, puedes creerme.

—Te creo.

—Dime, ¿saben en casa a qué me dedico?

—Ya se han enterado. Pero no a través de mí… Por medio de la prima Ruth. Ya sabes que tiene parientes que se relacionan con Lobo Harris. Parece que lo único que saben hacer esas personas es hablar acerca de los demás.

—¿Han dicho algo al respecto? Dime la verdad.

—Mamá no. Aguarda a que papá haga algo, de la forma en que siempre actúa ella. Tu padre ha dicho que constituye una ignominia, un escándalo…

—Pero ¿me conseguirá algo mejor?

—Nunca se lo has pedido.

—¿Lo harías tú si estuvieses en mi lugar?

—No me hagas tomar partido…

—¿Por qué no me ha llamado nunca? Respóndeme a eso…

—Ya se está haciendo mayor, Maury. Y después de todo, es tu padre —concluyó en voz baja Iris.

Agatha seguía durmiendo cuando Iris se fue. Fue a preparar el agua para el baño de Eric y se preguntó cómo se comportaría su mujer con el chiquillo cuando él se encontraba fuera. Podía ser tan deliciosa… Le gustaba cantar y, a menudo, la había oído canturrear mientras se bañaba o trabajaba en la cocina. Confió en que no permaneciera silenciosa todo el día. Desde que nació Eric, había estado leyendo artículos en el periódico que trataban de cómo cuidar a los niños. Se había enterado de que los bebés sienten el humor de los demás y leen sus expresiones. Deseaba que su hijo tuviese un buen comienzo.

Eric se quedó dormido después del baño y Maury lo sostuvo en brazos. Aquel niño era un consuelo para él: ¿no resultaba extraño? ¿Aquella cosita dormida le consolaba? Su mente no dejaba de darle vueltas y vueltas a todo. Dejó a Eric y regresó a la puerta cerrada del dormitorio. Eran las siete. Su mujer debía comer algo. Su mano aún estaba en el pomo de la puerta, pero permaneció indeciso de si abrirla o no. Le sobrevino un fogonazo de recuerdos. Mucho antes de que se casasen habían mantenido una conversación acerca de estar juntos tras una puerta cerrada, y pensó cuán extraño resultaba que, en un tiempo, hubieran casi muerto como precio a permanecer una hora juntos a solas detrás de una puerta cerrada.

Aggie acababa de despertarse.

—¿Qué hora es?

Se incorporó con frío y como pidiendo disculpas. Maury se sentó en el borde de la cama y cogió una mano de su mujer.

—Aggie, creo que, al fin, intentaré encontrar otra clase de trabajo —le dijo.

Le dieron un nuevo punto de reunión. La casa de Timmy, le dijeron. Que estuviese allí alrededor de las once para efectuar la recogida. Era un día de verano, uno de esos días en que el firmamento es de un azul tan intenso que parece de porcelana, y en todas partes se huele la hierba.

Condujo por New Lots Avenue y dobló la esquina. El paisaje le resultaba familiar: era el harapiento y descuidado extremo de la ciudad, con escasas hileras de casas, entre las cuales había solares y edificios en construcción de una sola planta con pequeñas tiendas. Les llamaban «contribuyentes» porque sólo servían para pagar los impuestos y para nada más; se mantenía allí a los arrendatarios hasta que los tiempos fuesen mejores; luego se derribaba la casa y se construía algo que diese auténticos beneficios. Hasta que los tiempos fuesen peores.

Se detuvo enfrente de casa de Timmy. Se trataba de una bombonería situada en una calle muy descuidada. Aquí no se puede hacer mucho negocio, a menos que haya una escuela en el barrio, pensó un tanto bobamente. Habría mucha bulla a partir de las tres y en las noches cálidas en que se reuniesen los chiquillos. Entró. Un par de tipos, uno bajo y otro alto, se hallaban en el quiosco de las revistas. No parecían polis, pero los observó bien para asegurarse; frunció las cejas para darle la señal a Timmy.

—Adelante —dijo Timmy.

Los hombres retrocedieron, lo cual significaba que todo marchaba bien, que no eran piesplanos. Como era natural, Timmy le aguardaba.

—Soy Maury. Espero que nos veremos más veces —le dijo con voz afable y recogió lo que le tendía Timmy, y que se metió en el bolsillo.

Al salir, para asegurarse, pero también en un gesto amistoso, compró un paquete de «Luckies». Luego salió a la calle y miró hacia la manzana de casas de más allá donde, prudentemente, había aparcado un coche.

Había otro coche detrás del suyo. Si son polis, pensó, tendré que caminar tranquilo. Oyó ruido de pasos detrás de él, y al volverse, vio a los dos hombres de la bombonería. Se hizo a un lado, pero se le echaron encima y lo derribaron al suelo. Alguien en el coche abrió la puerta y le arrastraron hacia dentro, mientras gritaba y pataleaba. No había nadie en la calle, estaba vacía como si se tratase de un cementerio. No son polis, pensó; ¿pero quiénes son? Luego se encontró tumbado en el piso del coche, mientras los hombres lo sujetaban. El auto arrancó.

—¿Qué estáis haciendo conmigo? Por favor, soltadme. ¿Qué queréis? Os lo daré…

—Nos lo va a dar, Bajito, ¿has oído eso? —comentó el hombre corpulento.

El coche retumbó con las risotadas y no pudo ver si había uno o dos hombres en los asientos delanteros. Bajito le arreó a Maury un puñetazo en la nariz. El dolor fue intensísimo.

—¿Quiénes sois? —gritó—. ¿Qué queréis? Decídmelo. Por favor. Haré lo que queráis, pero no…

El hombre más alto se enderezó en su asiento y hundió su rodilla en las costillas de Maury.

—Tienes que decírnoslo —siguió el grandón—. Tienes que contarnos qué hacías en la casa de Timmy. Sabemos qué hacías, pero queremos oír cómo nos lo dices tú…

—Si lo sabéis, sabéis también que sustituyo a Scorzio… ¡Dios mío! —gritó Maury.

Bajito volvió a lanzar su puño, y cuando Maury se retorció para evitar que le aplastara el oído, le dio de lleno en la mejilla y en un lado de su lastimada nariz.

—Preguntad a Scorzio. Llamadlo. Os lo dirá…

—¿Tienes un amigo que se llama Scorzio? ¿No es divertido?

—¡Llamadlo, preguntádselo!

Alguien de los asientos delanteros se volvió para hablar:

—¡Dios santo, es un marica! ¿De dónde diablos han sacado un tipo así?

Toro, díselo tú —Bajito desmenuzó las palabras—. Este es mi amigo Toro, un caballero. Él te lo contará todo…

La rodilla de Toro se disparó de nuevo. Estoy a punto de desmayarme, pensó Maury, de desmayarme o de morirme.

—Mira, querido —prosiguió Toro— te has metido en un lío morrocotudo y Scorzio no podrá ayudarte a salir de él. Tú y Scorzio acabáis de cruzar la línea de demarcación de nuestro territorio. Scorzio cree que está en su territorio, pero está equivocado porque no lo es, es nuestro, y tú, maldito hijo de perra, será mejor que salgas inmediatamente de él.

—No lo sabía —lloriqueó Maury, gritando—. Que Dios me ayude. Yo no lo sabía, ayudadme, yo no quería…

—Haced callar a ese bastardo —dijo alguien—. Habrá que echarlo fuera…

El coche disminuyó la marcha. Abrieron la portezuela y sintió el vacío. Le agarraban, tiraban de él, le daban patadas, se oyó a sí mismo gritar de terror y sujetarse alocadamente, ciegamente a la puerta que tenía tras él; luego a los rebordes del coche y, finalmente, al aire.

Estaba oscuro y se oía un distante zumbido de abejas o del tráfico en una carretera. Luchó por discernirlo, levantó la cabeza y sintió un dolor tan intenso que pensó que tenía hundido un cuchillo en los oídos. Gritó y de repente, todo pareció destellar de luz; estaba en una habitación en la que había una lámpara fluorescente en el techo y alguien se encontraba inclinado encima de él; también se oían voces apagadas. Entonces, una a una las cosas volvieron a la realidad. Habían sido sus voces las que zumbaban.

—Mr. Friedman —dijo uno—, parece que ya se encuentra mejor…

La otra voz interrogó:

—¿Sabe dónde está?

Frunció el ceño sin entender, luego se produjo un destello blanco de claridad y comprendió que trataban de comprobar si tenía la mente afectada. Le hubiera gustado reír, pero su herida boca no se lo permitió. Sólo pudo musitar:

—¿En un hospital?

—Sí, en efecto, se encuentra en el «St. Mary’s Hospital». Lleva aquí dos días. Se cayó de un coche. ¿Lo recuerda?

—Sí…

Recordar. Pánico, algo carmesí que le cegaba los ojos. Me están matando. Sus pantalones se humedecieron. Le estrujaban. Gritos de voces de brujos. Gritos de brujos. ¿De ellos? ¿De él? Y la portezuela abierta, el aire de la velocidad, aire. Recordar.

Se movió, respiró con fuerza.

Intervino una enfermera.

—Ahora dormirá. No hable. Sé que me entiende. Quiero decirle, antes de que se duerma, que todo marcha bien. Tiene conmoción cerebral y un corte en la frente, que se cicatrizará bien. Rotura de clavícula y de dos dedos. Tiene suerte de haber salido sólo con esto. Ha estado aquí su esposa con unos vecinos. La hemos mandado a casa y ella también está bien. No se preocupe por nada.

Era una voz que rezumaba autoridad. Una voz maternal. Se deslizó hacia el sueño.

Más tarde, oyó la voz de un hombre. Suave, fría, también autoritaria.

—Soy el detective Collier. El doctor ha dicho que puedo estar diez minutos con usted. ¿Me puede contar qué ha sucedido?

Ahora ya estaba en guardia, y con los pensamientos claros. Había desaparecido la gasa de los medicamentos. Sólo era intenso el dolor. Tengo la cara inflamada. ¿Qué aspecto tendré? Debo ser cuidadoso con mis respuestas.

—Me empujaron fuera de un coche.

Tengo que aparentar indolencia. Él no sabe que se ha ido el adormilamiento de las drogas.

—Ya sabemos eso. ¿Quiénes eran?

—Dos hombres. Me agarraron. Me hicieron entrar en el coche. Y luego me arrojaron del auto en marcha.

—Sí. —Era muy paciente—. ¿Conocía a aquellos hombres, les había visto antes?

—Nunca.

—Ahora piénselo. ¿Hay algo que recuerde acerca de ellos, su apariencia, si tenían acento extranjero o alguna cosa de ese tipo? ¿Les oyó llamarse uno a otro por cualquier clase de nombres? Piense con cuidado.

¿Algo que recuerde? Nunca lo olvidaré. Unos tipos que nunca olvidaré, un sujeto musculoso, como en una película del Oeste, con una corbata verde, una corbata que me miraba, cuando se inclinó encima de mí, cuando me golpeó la cara. Se llamaba Toro. Bajito le llamó así, riéndose.

—Tómese todo el tiempo que quiera. Sé que es muy duro para usted…

Oh, me gustaría verlos colgados, y estaría allí riéndome. Pero saben quién soy y Agatha está sola en casa. Se estremeció.

—No puedo pensar. Lo siento. Deseo hacerlo, pero…

—¿Oyó pronunciar el nombre de Toro? ¿Lo había oído antes?

¿Toro? ¿Toro? No, no.

Aquella voz ya no resultaba tan paciente.

—Confío en que no intentará ocultar nada, Mr. Friedman. Resulta difícil de creer que no recuerde nada, ni una palabra, cualquier cosa que dijesen mientras usted permaneció en el coche. ¿Qué hacía usted cuando le introdujeron en el automóvil?

—Iba por la acera.

—Sí, sí, claro. ¿Qué hacía usted en aquel barrio, qué negocios tiene por allí?

—Compré un periódico en la bombonería.

—Sí. Muy bien, ¿a qué se dedica? ¿Por qué no estaba trabajando a aquellas horas de la mañana?

—No tengo empleo. Lo perdí.

—¿Está desempleado?

—Sí, parado.

—Hemos ido a su casa a visitar a su esposa. Y usted vive bastante bien. Tiene un coche magnífico…

¿Qué les habría dicho Agatha? Sintió como unas cuerdas, una red que le atenazasen y no fue capaz de pensar con claridad.

Luego se oyó otra voz.

—Lo siento, agente. Pero ya han transcurrido más de cinco minutos. Este hombre está muy mal herido y usted mismo puede ver que no es capaz de responder a más preguntas.

—Terminaría en un minuto, doctor, si quisiese cooperar.

—¿Cooperar? Agente, échele una mirada, por favor. Ni siquiera comprende lo que ha sucedido. Tiene que irse, lo siento.

Firme. Firme.

—Pruebe otra vez mañana. Tal vez entonces se presente una mejoría. Eso espero, por lo menos.

—No le forzaré. Deme un minuto más.

—No, ahora. Tiene que irse ahora.

Mucho después aún oyó la voz del médico, con su fuerte acento de Brooklyn.

—No me gustan los polis.

—¿Por qué me ayudó esta mañana? Usted sabía que yo lo entendía todo.

—Sí. Lo sabía. Échese hacia atrás. He de mirar esos vendajes.

Unos dedos hábiles, casi incorpóreos.

—¿Le hago daño? Trato de no hacerlo. No queremos que aquí debajo se incube una infección. No deseamos echar a perder su bien parecido rostro.

Unas punzadas dolorosas, una comezón en torno de la cintura.

—Lo siento, pero tenía que hacerlo.

—Todo va bien.

Acucló los ojos para mirarlo. Tiene unas cejas muy negras, como orugas. Es un interno, de mi edad, no, unos tres años mayor.

—¿Por qué me ayudó esta mañana?

—Siempre ayudo a los desvalidos. Y usted hoy lo está. Según mi experiencia, los polis siempre abusan de los desvalidos.

Está mezclando las cosas. Muchísimas veces son los polis los desvalidos. Se equivoca, pero eso no importa, este no es lugar para filosofar o para hacer sociología.

—Dígame la verdad, doctor. ¿Quedaré bien?

—Esto llevará un par de semanas. Tómeselo con calma, hay que esperar a que se suelde la clavícula y a que desaparezca la conmoción.

—¿Sólo un par de semanas, está usted seguro? Tengo una familia que mantener, debo encontrar un trabajo.

De nuevo le entró el pánico al pensar en todo aquello. Sintió su responsabilidad. Como si le pesase una tonelada.

—¿Cuántos hijos tiene?

—Un chico. Dios santo, no lo podré soportar…

El doctor estaba detrás de la cama, y lo suficientemente alejado como para que Maury no pudiera verlo en conjunto. El estetoscopio le colgaba de un bolsillo de su bata blanca. Los internos son muy engreídos y les gusta mostrar su primer estetoscopio. Se ve el orgullo reflejado en ellos. Y también la fatiga. Y la inteligencia, su mucha, mucha inteligencia.

—¿Y su esposa? ¿Cómo se encuentra?

—Está muy bien. La enfermera me ha dicho que volverá hoy.

—Una muchacha encantadora. Y muy delicada.

—¿Algo marcha mal? ¿Qué quiere decir?

—No se alarme. No he querido decir literalmente eso. Sólo deseo dar a entender que he comprobado que es muy frágil, que no resiste demasiadas cosas. Ahora comprendo la responsabilidad de que me hablaba. ¿Tengo razón?

Maury suspiró:

—Es usted muy perspicaz, doctor.

—Eso suelen decirme…

Su cabeza le retumbaba a cada paso. Hacía tres días que ya se encontraba en casa y el doctor le había explicado que debía andar un poco. Se dirigió hasta el extremo de la manzana. Había un espacio herboso entre las casas y se sentó encima de una piedra. Su frente había comenzado a picarle por debajo del vendaje y eso significaba que empezaba a cicatrizar. Tenía una profunda hendidura, le habían dicho, pero cicatrizará pronto porque es usted joven. Gracias a Dios, había salvado los ojos de manos de aquellos sádicos animales. ¿Animales? Los animales no se hacen aquellas cosas los unos a los otros. Era un día muy cálido, pero sentía frío. Incluso se había puesto un suéter delgado. Choque nervioso. Costará tiempo superarlo. Estaba sorprendido al ver lo bien que hacía Agatha las cosas. Se preocupaba tanto por él que ni siquiera le había preguntado qué haría ahora.

Cuando Bruchman fue a su casa, ella se metió en el dormitorio con Eric, pero escuchaba la conversación. Bruchman empezó a explicar que alguien —no dijo quién— había cometido un tremendo error, no había aclarado bien cuáles eran los nuevos distritos, y por ello Maury había sido enviado equivocadamente a una zona que no era de ellos. Pero ya habían corregido aquello. También se habían preocupado del detective que había interrogado a Maury en el hospital y ya nadie le haría más preguntas. De paso, quería decirle que había llevado muy bien aquella situación. Podía afirmar que, tan pronto como se sostuviera otra vez de pie, se lo llevarían a la oficina y ya no tendría que corretear con el coche como había venido haciendo hasta entonces.

—No, gracias —respondió Maury.

Si era problema de dinero, él ya sabía que el dinero no constituía nunca un problema. Ganaría el doble que hasta ahora. ¿No le habían costeado una habitación particular en el hospital y no se habían preocupado porque no le faltase nada a su mujer mientras estuvo fuera? No, no era problema de dinero, e incluso Maury lo calibraba todo muy bien; simplemente, no deseaba continuar. No era una cuestión de sentimientos; pero no deseaba pasar otra vez por aquello. Mintió para hacer las cosas más sencillas. Incluso tal vez debiera irse de Nueva York.

Bruchman lo intentó un poco más, incluso se mostró algo insistente, pero luego, al final, viendo que no había nada que hacer, se fue después de estrecharle la mano y desearle buena suerte.

Agatha abrió la puerta del dormitorio y salió llorosa. Las lágrimas le resbalaban por la cara, pero el rostro le brillaba. Lo abrazó.

—Oh, si algo te hubiese pasado, no sé lo que habría hecho, cómo lo hubiera soportado…

—Yo me ocuparé de ti —le respondió Maury—. Te juro que lo haré.

Ella replicó:

—Sé que lo harás, Maury, lo sé…

Pero no tenía la menor idea de lo que haría. ¿Cómo? ¿Dónde? Se levantó y anduvo despacio de regreso a casa, recordando las demandas de los periódicos y las pacientes colas que se formaban a las cinco de la mañana, un centenar de hombres para un solo empleo, las colas desde el Bronx a Brooklyn, y hasta Queens, y más allá.

¿Cómo? ¿Dónde?

Dobló la esquina, con la cabeza aún zumbándole y subió las escaleras. Agatha le oyó y le abrió la puerta. Luego, detrás de ella, en la habitación, vio a su madre, y sentado en el sofá sosteniendo al pequeño, divisó a su padre.

—¿Mamá? —dijo, como formulando una pregunta.

—¿Quién iba a ser?

Su voz temblaba un poco.

—No hables. Lo sabemos todo. Gracias sean dadas a Dios porque sigues vivo…