20

Anduvieron por Riverside Drive y doblaron hacia la Avenida West End, la calle de Iris. Era una tarde abrileña muy suave y la gente estaba fuera, los padres de familia paseando los perros y los más jóvenes cantaban When a Broadway Baby says goodnight, empujándose unos a otros y riendo ruidosamente. Muchos iban camino de alguna fiesta. Iris y Fred regresaban de otra.

—Siento que tengamos que separarnos tan temprano —explicó Fred cuando llegaron al edificio donde vivía Iris—. No debí dejar tantos deberes para el domingo por la noche. Yo he tenido la culpa —terminó en son de disculpa.

—Eso es igual —respondió Iris—. Yo también tengo trabajo —lo cual no era verdad.

Permanecieron un momento allí, de pie. Aquello constituía un problema: ¿pese a todo, debería decirle que subiera un momento? Iris realmente no lo deseaba y sabía, además, que él no querría.

—Gracias por invitarme —le dijo Fred—. Ha sido una fiesta muy animada. No sabía que tú y Enid fueseis amigas.

—No lo somos. Lo que ocurre es que nuestras madres trabajan en el mismo comité de obras de caridad y fue allí donde se conocieron.

Pensó que resultaba extraño emplear la expresión «obras de caridad» cuando resultaba imposible que su madre pudiese realizar caridades, dado que en su casa nunca tenían un dólar sobrante. Pero su madre siempre afirmaba que debían mostrarse agradecidos puesto que había muchas personas que aún estaban peor que ellos.

—Sí, ha sido una gran fiesta —repitió Fred. Empezó a alejarse—. No te olvides de la reunión del periódico después de las clases de mañana.

—No me olvidaré —respondió Iris.

Se metió dentro y se dirigió al ascensor.

Su madre estaba leyendo en la sala de estar. Su expresión fue de sorpresa.

—¿Tan pronto? ¿Dónde está Fred?

—Tuvo que irse temprano. Le quedan aún deberes por hacer.

—Dios santo, son sólo las nueve y media. Podía haber subido a tomarse algo. Había preparado chocolate y pastelillos.

—Ya hemos comido mucho y estamos ahítos…

—Así es que lo has pasado bien —prosiguió su madre—. No molestes a tu padre; está haciendo la declaración de la renta. Me parece que me iré a leer a la cama; estaré más cómoda.

Iris se fue a su cuarto y se quitó el vestido. Este era de un verde esmeralda, el color de las hojas húmedas. Su madre se lo compró cuando Fred empezó a interesarse por ella. Ocurrió al comenzar a trabajar juntos en el periódico de la escuela. Su madre le explicó que debía prestar más atención ahora a sus vestidos que cuando tenía dieciséis años.

Fred era un chico muy serio. Cuando engordara, sería un hombre de aspecto muy agradable, a pesar de sus gafas. En la actualidad, era muy alto y delgado, pero su cara era muy agraciada. Y uno de los muchachos más listos de la escuela.

Se pasaron discutiendo todo el invierno, trabajando en el cuarto de la editorial y algunas veces, regresaban a casa a últimas horas de la tarde. A Fred le interesaba la política y tenían grandes disputas, aunque, en realidad, estaban de acuerdo en muchas cosas.

—Respeto tu inteligencia —le decía a Iris—. Razonas muy bien las cosas. Piensas por ti misma.

Se sentían, aunque no lo dijeran, superiores a la mayoría de los otros jóvenes. Llenaban por completo sus vidas y no perdían lo más mínimo el tiempo. Fred también leía mucho y hablaban de todo cuanto caía en sus manos.

Iris sabía que ella le gustaba a Fred, y que había sido una de las mejores cosas que le había sucedido. Era como tener algo nuevo por lo que esforzarse cada día.

La semana anterior Fred la invitó a asistir a una boda. Uno de sus primos se casaba y le había pedido que llevase a una muchacha. Sería una boda muy formal y todos llevarían traje de etiqueta. Iris nunca había ido a una boda y andaba muy excitada por ello y por lo que había hablado con Fred.

Su madre le explicó:

—Tendremos que buscarte alguna ropa bonita.

Tuvo una idea. Buscó una caja que se encontraba en el estante superior de su armario y sacó un vestido. Era de seda rosa e Iris reconoció al momento el atuendo que llevaba su madre en el retrato, su vestido de París.

—Lo llevaremos a una modista para que te lo ajuste —le explicó su madre—. Mira —desplegó la falda en forma de abanico—. Tiene más de diez metros de tejido y qué tejido… Haremos un magnífico vestido para ti. Buscaremos también unos zapatos que hagan juego. ¿Qué te parece?

Era magnífico de verdad. Iris pensó qué llevarían las otras muchachas y se preguntó cómo podría averiguarlo.

Colgó el vestido de lana verde. Aquella noche, en la fiesta, una chica se quedó mirando el vestido de Iris. Era una de aquellas muchachas a las que sentaba bien cualquier cosa, aunque fuese un suéter viejo colgado de los hombros, la clase de chica que ha nacido de aquella manera y que no se puede inventar. La muchacha echó una atenta mirada al vestido de Iris, por lo que esta se hundió profundamente en su sillón e imaginó que su traje debía de ser horroroso, que algo no funcionaba en él. (Años después se encontró a aquella misma muchacha en casa de alguien y la chica se dirigió a su encuentro. Le explicó que, una vez, la había visto con un vestido de un verde esmeralda, y que resultaba un color tan maravilloso que jamás lo había olvidado. Pero, naturalmente, ahora Iris no podía saber la auténtica opinión de su compañera).

Había sido una fiesta horrenda y aburrida. Estaba arrepentida de haber invitado a Fred, pero Enid le había rogado que acudiese acompañada de un muchacho. Todos los amigos de Enid eran aquella clase de personas que no le agradan a Fred: frívolos, presumidos, hablando con cuchufletas y dando por sentado que se les debía también contestar en la misma jerigonza. Resultó muy aburrido. Fred e Iris no dejaron de intercambiar miradas y ella sabía que Fred pensaba igual. Iris le telegrafió su pesar y Fred le trajo un platito con comida.

—De todos modos, la comida sí es buena —comentó Fred y fue a por más.

Gozaba de un tremendo apetito.

Iris se dedicó a mirar a las chicas. Era como un espectáculo verlas parlotear y hacerles muecas a los chicos y toda clase de monerías. Los chicos eran tan estúpidos que no se percataban de lo afectado que resultaba aquello. Excepto Fred, que sí lo veía y lo comprendía. Era curioso comprobar cómo actuaban al unísono la mente del muchacho y la de Iris.

—Dios santo —exclamó Enid—, tienes aspecto de haber perdido a tu mejor amigo… ¿No lo pasas bien?

Iris se limitó a sonreír, pero su sonrisa fue más bien fría.

Se sintió además, mortificada delante de Fred.

—Claro que sí. Lo estoy pasando muy bien —respondió con poca convicción.

Tal vez debía reírme más. Iris se marchó a su casa y practicó delante del espejo del cuarto de baño. Era verdad. Sus labios se entreabrían de una forma muy suave y aparecían unos dientes brillantes. Cuando su sonrisa se apagaba su rostro volvía a un gesto severo, aunque ella no se sintiera así. Debía acordarse de sonreír, pero no demasiado, pues en tal caso parecería una boba.

Enid y alguno de los chicos quitaron las alfombras del vestíbulo y pusieron en marcha el fonógrafo. Todos se levantaron a bailar. Fred la cogió por el brazo. A Iris le encantaba bailar. En esto debía de haber salido a su madre; su padre bailaba bien, pero no le agradaba demasiado. Recordaba el día en que regresó a casa y se encontró a su madre sola y bailando en la sala de estar. Mamá no la había oído llegar y siguió dando vueltas, bailando un vals, El Danubio azul, que tocaba el fonógrafo. Era un aparato «Edison», de recios discos; había que darle cuerda cuando el disco todavía estaba mediado. Iris se sintió embarazosa por su madre, pero esta no se preocupó. Lo único que hizo fue detenerse y decir:

—Sabes, si pudiese reencarnarme me agradaría ser una condesa o una princesa en Viena, y evolucionar con un maravilloso vestido con un lazo, valsando debajo de unos candelabros de cristal. Pero sólo durante un día o dos. Debe de tratarse de una vida muy aburrida y sin sentido.

—Me gustaría que pusiesen un vals —le comentó a Fred.

—No querrán —le respondió el muchacho, al tiempo que se reía y unía su mejilla con la de la chica.

Iris se sintió muy excitada al permanecer tan cerca de él. A partir de entonces lo pasó bien, pensó ahora Iris.

Fue al cuarto de baño y dejó correr el agua para darse un baño, aunque ya se había bañado antes de vestirse por la tarde y estaba muy limpia. Pero le gustaba tumbarse en el agua caliente y pensar allí. Sentía un gran bienestar dentro del agua caliente.

Si aquella muchacha no se hubiese presentado, todo hubiera salido, pese a todo, muy bien. Pero en el mismo instante en que entró todo cambió. Era una de aquellas chicas vitales que hacía que todos la mirasen. Y eso que incluso no la podían considerar bonita.

—Es Alice —comentó Enid—. Ha venido de Altoona. Hemos ido juntas de campamentos.

—Alice de Altoona —fue la presentación de Alice.

Y todos se echaron a reír, aunque aquello no fuese una cosa divertida. En un instante, todos se interesaron por ella. Todos desearon conocerla.

—¿Cuándo te has mudado? ¿Cuándo irás a la escuela? ¿Es la primera vez que vienes a Nueva York?

Había captado toda la atención, como ya lo esperaba. No cabía ninguna duda de que siempre conseguía lo mismo. Iris la observó. Pensó de nuevo: «Es como un juego y la dama que manda es la que acaba de venir; las demás son sólo figurantas». Iris observó todo lo que hizo, y que se diferenciaba tanto de ella. Vio que Alice no hablaba demasiado. Y cuando decía algo, resultaba una cosa calculada; por lo general, un comentario que hacía reír a la gente. O bien un cumplido no demasiado estúpido, un comentario casi casual, algo que hacía que la otra persona se sintiese importante. Parecía muy fácil la forma en que lo hacía, sin exagerar, pero Iris sabía que no era una cosa sencilla.

A la madre de Enid le comentó que el apartamento resultaba encantador y que le agradaría que su madre lo viera. (Así invitaron a su madre). Hizo saber a todos que su hermano era un estudiante de segundo año en Columbia. (Las muchachas le pedirían que asistiese a todas las fiestas). Les manifestó a cada uno de los muchachos que era un consumado y brillante bailarín.

—No puedo igualarme —afirmaba.

(Inmediatamente todos deseaban bailar con ella).

—¡Eres tan alto! —le dijo a Fred, como si, pensó disgustada Iris, se tratase de un gigante que le hubiese pasado inadvertido.

Pero a Fred le complació el comentario y la invitó a bailar. Probaron el ritmo Peabody. Alice conocía algunas variantes.

—En Altoona tenemos algunos pasos propios —comentó y dio un par de vueltas.

Sus faldas revolotearon y mostró el lazo y sus pantaloncitos. Fred le mostró cómo lo hacían en el ballet, y todo el mundo se echó un paso atrás para formar un corro y contemplar la ejecución de Fred y Alice. Fred parecía contento y radiante.

Iris intentó considerar que constituía algo divertido estar allí de pie admirándolos. Cuando Enid cambió el disco, Fred se apresuró a seguir bailando con Alice. Pronto todos volvieron a la pista menos Iris. Luego un chico se presentó para sacarla a bailar; quedó muy aliviada, hasta que se percató de que se trataba del hermano menor de Enid. Tendría unos trece años. Apoyó sus sudadas manos en la parte posterior de su vestido y no bailó, sino que se limitó a evolucionar alrededor de la pista. Siguió bailando con ella aunque cambiaron de disco; ¿tal vez quería dejarla y no sabía cómo? También Iris quería librarse de él, pero no sabía cómo hacerlo. Al fin, al cabo de un rato, Iris le dijo al muchachito que deseaba sentarse.

Fred la vio sentada y se aproximó. Sin duda, recordó sus deberes como acompañante de la chica. Además, alguien le había birlado ya a Alice.

Entonces Iris le comentó:

—¿No te parece que, puesto que es domingo, deberíamos volver a casa temprano?

Iris quedó muy sorprendida al ver que él se mostraba de acuerdo. Le dijo que aún no había terminado los deberes escolares. Iris había pensado que querría quedarse un rato más. Pero él insistió en marcharse.

Dejó correr más el agua caliente. Su madre siempre le prevenía de que un día se quedaría dormida en la bañera, pero para ella resultaba el lugar más apropiado en donde dejar correr la imaginación. ¿Sabría Maury qué hacía mal? Fred siempre afirmaba que no le gustaba lo que hacía aquella muchacha. Tal vez Maury supiera de qué se trataba. A menudo deseaba preguntarle qué cosas eran más encantadoras. Pero a él le resultaba embarazoso explicarlo. Una vez, cuando ella tenía unos once años, había mirado por el ojo de la cerradura de su cuarto y le había visto sentado delante de la ventana durante muchísimo rato. Finalmente, entró y le preguntó:

—¿Estás disgustado por algo?

Y se había puesto de tan mal humor:

—¡Qué peste de chiquilla! —le gritó.

Pero aquella noche, más tarde, recordó, fue a verla a su habitación y le dijo que lo sentía y le preguntó si quería alguna cosa. Podía ser tan tierno… Maury podía serlo, pero no le gustaba mostrar esa faceta en público.

Siento tanto que se fuese del modo como lo hizo. Supongo que era más fuerte su amor por Agatha. De todos modos, la religión no significaba mucho para él. Solía ver en su rostro que no sentía nada cuando acudía a los actos del culto. O, por lo menos, no del modo que papá o yo. (No puedo decir nada de mi madre; sólo sé que le gusta la música). Pero yo lo adoro todo, amo esas viejas palabras de un pueblo tan antiguo. A veces pienso en una larga caravana de gente. Retrocediendo en el tiempo. Pienso en todas esas hileras de personas como si formasen parte de mí y yo formase parte de ellas. Después, cuando me levanto y salgo, esas gentes se convierten de nuevo en extraños, que no se preocupan ni por un momento de Iris Friedman, pero mientras estamos allí y esa música tan triste y plañidera flota por encima de nosotros, aquello nos une y todos somos uno. Cuando yo era pequeña, solía pensar que Dios era igual que papá, o papá igual que Dios, que lo podía hacer todo, que podía conseguir que nada malo sucediera. Ahora ya sé que esto no le es posible.

No pudo, por ejemplo, hacer nada por Maury. Está tan triste a causa de Maury; sé que lo está porque ya no ha vuelto a hablar de él. Cuando papá no está en casa, mi madre habla acerca de Maury. Cuenta muchas cosas de cuando era un bebé. Mi mamá siempre dice: «Cuando eras un bebé, Iris».

El agua comenzó a enfriarse. Salió de la bañera y se puso su camisón. El teléfono sonó en el vestíbulo. Su madre lo cogió y luego la llamó.

—Es para ti —dijo.

Iris miró el reloj de pared. Eran casi las once. Se puso al teléfono. Era Fred:

—¿Iris? Siento mucho tener que llamarte tan tarde, pero me he enterado de algo y quería contártelo…

—¿Sí? —respondió y aguardó un momento.

—Se trata de la boda —explicó—. Es muy embarazoso para mí. Pero, al parecer, yo o alguien cometió un error y ya no tengo que invitar a ninguna chica. Me siento desolado, pero… Supongo que lo comprenderás.

—Claro que sí —respondió Iris con jovialidad—. Claro que lo comprendo.

Fred habló un minuto o dos más, de cosas del periódico, pero Iris, en realidad, no le escuchaba. Estaba pensando: «¿Por qué no le digo que no se moleste en mentir? Sé perfectamente qué es lo que pretende: llevar a Alice. Probablemente, ha debido de volver a la fiesta después de dejarme a mí. ¿Por qué no se lo digo?».

Cuando colgó, su madre salía del dormitorio.

—Dios mío —dijo sonriendo—, ¿no podía aguardar a decírtelo mañana en la escuela?

—Era algo referente a la boda. Cometió un error. Parece ser que no debía llevar a ninguna chica.

—Oh —dijo su madre con lentitud—, ya veo.

Parecía preocupada por un momento y buscó en el rostro de Iris, que seguía en guardia y altiva. Luego añadió:

—Bueno, en realidad habrá otras bodas. No te preocupes por eso…

Mamá no trataba de parecer indiferente. Era simplemente la forma en que se trataba a sí misma.

Era una catástrofe, pero nunca admitiría que algo había salido mal…

Papá siempre se quejaba y, en realidad, le estaba muy agradecido a su esposa por un plácido optimismo, que a menudo Iris encontraba exasperante. ¿No habría nada que la hiciese salir de sus casillas? Cuando Iris se lo preguntó una vez, su madre no le respondió enseguida, sino que más tarde le dijo:

—Si eso ocurriese, procuraría guardármelo para mí misma. Tu padre ya tiene bastantes cosas de qué preocuparse.

Regresó a su habitación, se limpió los dientes y se metió en la cama. Era chocante, pero no lo sentía tanto como hubiera esperado. Quizás, en cierto sentido, constituía un alivio el no tener que ir. No tener que pensar en la impresión que causaría, o preocuparse por las muchachas del tipo de Alice. De todos modos, Fred era sólo un muchacho. Algún día se convertiría en un hombre, en un hombre auténtico, y tendría sólo ojos para ella.

«Estoy segura de que mi madre piensa ahora que me siento hundida por eso… porque sabe tan bien como yo que Fred ha mentido. Piensa que fui desgraciada cuando estábamos en la playa, hace algunos años, y había una turbamulta de chiquillos jugando mientras yo estaba en una hamaca leyendo. Recuerdo aquel verano en que leí Ivanhoe y Los últimos días de Pompeya, y todos esos libros tan densos y maravillosos, esas historias y tragedias que son tan tristes, pero nunca lo suficientemente reales como para romperte el corazón, sino sólo para que se te humedezcan un poco los ojos. Entonces solía guardar el libro, me levantaba y volvía a sentirme feliz».

«Cuando vaya al instituto quiero estudiar literatura inglesa. Estoy enamorada del sonido y cadencia de las palabras, el encanto y la fragancia de las voces, y esto desde hace tanto tiempo como puedo recordar, probablemente desde que mamá me leyó por primera vez cuentos en voz alta cuando yo sólo tenía tres años. Tal vez incluso mucho más pequeña aún. Se pueden paladear las palabras, al igual que los dedos sienten la suavidad del terciopelo. Una vez confeccioné una lista de palabras que eran especialmente hermosas. Zafiro. Campanilleo. Hierba. Angélica. Me gustaría que mi nombre fuese Angélica. He de imponerme como una obligación aprender cinco nuevas voces cada día».

Le gustaba mucho escribir. El problema radicaba en que no tenía nada acerca de qué escribir. Una vez había redactado una obra acerca de una muchacha solitaria, allá en el campamento, y el profesor le dijo que se trataba de una cosa muy lírica, pero aquella fue la única vez. Suponía que no tenía gran talento en especial, aunque, quizá, después de que hubiera realmente vivido sería capaz de encontrar algo que decir.

En la escuela había una chica de la misma edad de Iris, que se fue para estudiar en un conservatorio: ya había tocado con una orquesta. ¡Qué maravilloso debía de ser poseer un medio de expresión así! A Iris le pareció que algo alentaba dentro de ella y que deseaba salir afuera, pero que no podía. Su pecho albergaba tantas cosas, tan hermosas y perturbadoras, que la gente se detendría a mirarla con caras sorprendidas si hubieran conocido algo de todo esto.

«Es verdad —pensó Iris—, la persona que vive dentro de mí, y la persona que conocen los demás, no son en absoluto las mismas».