El «Bar Harbor Express» dejaba sentir un agradable golpeteo mientras rodaba a través de la noche. Estaban a una hora y media de distancia de Nueva York, ya habían sacado las literas y el vagón-observatorio panorámico en que se encontraba Maury se estaba vaciando. El hombre que tenía enfrente, muy pulido y vestido con un traje veraniego, más o menos de la edad de su padre, acabó de leer el periódico y sonrió por encima de este en dirección a Maury.
—¿Vas a reunirte con los tuyos para pasar las vacaciones?
—No, visito a unos amigos que están a unos veinticinco kilómetros de la costa.
—De hombre de Yale a hombre de Yale, te deseo una feliz estancia.
—Gracias. ¿Cómo lo ha notado?
—Por el emblema que llevas en la funda de la raqueta. Te la he visto en «Gran Central». Yo también soy tenista.
—Es un gran juego —respondió con educación Maury.
—Sí que lo es. Yo aún juego todas las semanas que puedo. —Se levantó deseándole que pasase una buena noche—. Disfruta, hijo. Estos serán los mejores años de tu vida.
—Sí, señor —respondió Maury.
Se sentó otro rato, contemplando el centellear de las luces de las pequeñas ciudades de Connecticut. Los mejores años de tu vida. Aquel lenguaje estaba lleno de clisés así, y las personas de mediana edad eran especialmente aptas para emplearlos. Pero seguía existiendo una gran parte de verdad en ellos.
Había ido a Yale con encontrados sentimientos. (Supuso que era propio de la etapa de irse haciendo hombre, aquel descubrimiento de que nada es sencillo). En primer lugar existió una dosis de satisfacción. Sus padres, y especialmente su madre, en su inocencia habían dado por seguro que aquel hijo tan brillante sería aceptado. El director del colegio les aseguró que si algún chico del instituto lo conseguía, sería él. Por ello, le complació realmente el no desilusionar a nadie. Pero también experimentó una sensación de culpabilidad porque, aquello iba a representar una carga económica para la familia, y además, originaria una presión para que hiciera las cosas condenadamente bien.
—Eres un muchacho afortunado, Maury —le decían los amigos de su padre cuando iban a visitarlo—. Yale, en unos tiempos como estos… Tienes un padre muy bueno…
Y luego aquellos hombres, tensos y preocupados, suspiraban y se le quedaban mirando. Sabía que veían en él su desgraciada juventud, como si fuese a vivir en otro mundo.
Y sí que resultó otro mundo. Las estaciones del año avanzaban en una nítida progresión, desde el dorado otoño al comienzo —con su música majestuosa debajo de los viejos árboles—, hasta que volvía otra vez el otoño. Cuatro años enteros así, un regalo de tiempo. Oh, si se pudiera quedar allí… ¿No cabría hacer algo? A veces, avanzada la noche, cuando dejaba los libros, se sentaba ante la ventana y simplemente, se permitía sentir la paz. Qué cosa más encantadora, qué tranquilidad en las blancas noches invernales… Algo sólido y arraigado. Con árboles como aquellos, con edificios como aquellos, no había nada de qué preocuparse. Nadie los derribaría y uno se podía ocultar debajo de ellos como en un subterráneo.
Le cruzó por la mente la idea de que, últimamente sus pensamientos cuadraban con la imagen que la gente tenía de él, o que incluso él tenía de sí mismo. La imagen era la de un muchacho al que todo le resultaba fácil: los deportes, los estudios, la vida misma. Bueno, el aprender era bastante fácil; no, viéndolo más honestamente, se debía a que tenía unas ansias tremendas por saber y a que su memoria resultaba soberbia. Su memoria le servía también para almacenar las bromas que hacían reír a los que formaban un corro ante él, aquella risa que lo convertía en un «gran tipo» o de «radiante personalidad», expresiones que dependían de la edad de la persona que hacía comentarios acerca de él. Aquella nueva discreción de quien era casi, aunque no por completo, melancólico, aquello en lo que no le gustaba pensar. Deseaba que sólo formase una parte de su época de crecimiento.
De todos modos, aquella noche no albergaba ninguna melancolía. Se levantó y se dirigió hacia el coche cama. Al amanecer se encontraría en Maine. Casi podía oler la fragancia de los pinos y del agua salada, recordándolas de sus años en el campo; sentía el entusiasmo de encontrarse de nuevo con Chris.
Era la más insólita amistad que cabía imaginar. Chris estaba aún en la escuela preparatoria, pero tenía un tatarabuelo que había infundido el orgullo de Yale en los huesos de la familia. La familia de su madre, le explicó, siempre iba a Harvard; su abuelo había sido administrador allí. Aquello había creado una extraña situación, prosiguió con fingida gravedad, ante las disputas Harvard-Yale que se originaban cada año.
Pertenecía a todos los clubs distinguidos. Su familia poseía una casa para los veranos. Su padre tripulaba veleros en las carreras de Bermudas. Sí, constituía una amistad fuera de lo corriente. Y no se hubiera producido nunca si Chris no hubiese creado aquellos lazos en una helada noche, retrasando en un día su regreso a casa, y si no hubiera ocurrido que Maury hubiese estado mirando por la ventana.
—Aquella noche no se veía un alma y me hubiese muerto helado si Maury no me hubiese visto —acostumbraba a recordar Chris, relatando una posibilidad que hubiera sido probablemente cierta.
Hablaban con franqueza respecto de sus diferentes extracciones. Chris deseaba saber cosas acerca de la familia de Maury y le hacía preguntas relativas a su religión. Hasta aquel momento no había conocido a ningún judío.
—Como es natural, siempre he tenido condiscípulos judíos en clase —decía—. Pero ya sabes cómo son las cosas; no los tratas demasiado. Es divertido, pero tú y yo hubiéramos hecho la misma trayectoria juntos sin conocernos el uno al otro de no haber ocurrido mi accidente. A veces me pregunto cuál será la razón real de que no nos tratemos unos a otros.
Maury tampoco lo sabía. ¡Aquellas diferencias tan artificiales! ¿Qué diablos importaba lo que hubieran sido tus abuelos o cuál fuese su lugar de procedencia? Pero lo pasaban muy bien; él y Chris se reían por las mismas cosas, luchaban y boxeaban en la habitación de las taquillas después de nadar y eran muy diestros en el tenis, el cual habían descubierto tan pronto como las pistas se abrieron al llegar la primavera. El tenis era algo a lo que ambos amaban más que a nada.
—Somos un par de borrachines del tenis —solían decir de sí mismos.
También les gustaba salir en bicicleta al campo los domingos por la tarde, haciendo un alto para tomarse una cerveza ahora que había terminado la Prohibición. En ocasiones, estudiaban juntos, aunque Chris y sus amigos no fueran muy fuertes en esto. Sólo lograban una buena B o C ocasional. ¿Para qué quebrarse la cabeza? Aquel fácil optimismo calmaba en parte a Maury, aunque nunca se permitió del todo a sí mismo actuar de aquella forma.
Su compañero de cuarto, Eddy Holtz, estaba asombrado. Fruncía el ceño, movía la cabeza y su espeso pelo negro y rizado se bamboleaba como una gorra.
—¿Qué haces con esa pandilla, Maury? No encajas con ella. ¿Qué estás haciendo?
—¿Qué quieres decir al hablarme de que no encajo con ellos? Me agradan y son mis amigos.
—Pero a ellos no les gustas lo bastante como para llevarte a sus clubs.
—Eso no es culpa de Chris. Opina que esa clase de cosas resultan estúpidas. Pero los prejuicios son difíciles de matar, aunque de vez en cuando, todos ellos lo consiguen. Y, de todos modos, tenemos un montón de cosas en común.
—Algo me inquieta. Es como si fueses para ellos en una especie de cachorrillo exótico, un nuevo perrito que no tiene nadie más en el vecindario.
—Pues muchas gracias…
—Lo siento, tal vez he hecho mal en decírtelo. Pero lo que quiero decir es que existe una barrera. Existe una frontera, y tú lo sabes, Maury. Nunca podrás estar seguro de que no dirás algo que les desagrade y entonces…
Eddy le recordaba a su padre, aquella parte de su padre que siempre le había inquietado. Era tan aprensivo, laborioso y pesimista, sin levantar la cabeza de los libros para lograr el ingreso en la Facultad de Medicina… Nunca reía. Y le decía cosas como aquellas…
—Me recuerdas mucho a mi padre.
—Tal vez tu padre y yo sepamos algo que tú desconoces.
Maury se enfurecía con aquella clase de conversaciones impropias en una persona de su misma edad.
—Sois unos paranoicos —le gritó.
Eddy se limitó a suspirar. Siempre aquellos suspiros tan lúgubres. En la personalidad de Chris no había trazas de aquella conducta, ninguna de esas tensiones. Chris era vigoroso, alegre, saludable.
—Me enferma estar tan constreñido —explotó de nuevo Maury—. Enciérrate con tus miedos y con tu estrechez de miras. Existe un mundo amplio y libre fuera de aquí, Eddy… Quédate con tu peso de ser judío, ya que temes librarte de él.
—Cállate —le replicó Eddy—. Tú tienes esa misma carga e idénticos condicionamientos que yo. Y no tienes modo de librarte. Mi consejo es que te vayas acostumbrando a ello.
Tan pronto como les fue posible cambiaron de habitación. Habían sido muy buenos amigos de él y Eddy Holtz, y nunca llegaron a convertirse en auténticos enemigos. Siguieron saludándose al cruzarse, pero ninguno de los dos quiso llegar más allá.
Maury arregló su maleta y colocó en lugar seguro la caja que contenía dos kilos de bombones para la madre de Chris. Su madre se había cuidado de los bombones, de ordenarle la ropa, de limpiarle los zapatos, de mandar al sastre su pantalón blanco de franela para que hiciera una compostura e incluso le había comprado un par de corbatas nuevas.
Sonrió al acordarse de su madre.
—No te llevarás esos pantalones viejos, ¿verdad? Están muy gastados, Maury…
—Lo sé. Pero iremos a pescar. Y, de todos modos, esa gente tampoco va de etiqueta…
—Será mejor que hagas caso a tu madre —le aconsejó su padre—. La gente rica que tiene una casa de verano como esa gusta de vestir bien. No debes tener la apariencia de un mendigo.
Maury intentó explicarse, sintiendo un gran entusiasmo mientras hablaba:
—No son ricos, papá, no por lo menos del modo que imaginas. Chris no se preocupa de lo que se pone. A veces lleva el suéter agujereado. Él y sus amigos son muy sencillos. No se inquietan por esas cosas. Quedarías muy sorprendido.
—Tal vez quedase sorprendido —le replicó su padre. Sus cejas se alzaron—. Dices que no se preocupan por ello. Que se esfuerzan por ser sencillos. Pero si yo acudo al centro de la ciudad con un agujero en mi abrigo, dirán que Friedman está arruinado y no querrán saber nada conmigo. La gente como nosotros tiene que vestir de forma correcta…
Pero, por el momento, cuando al día siguiente, llegó a la estación, le alegró regirse por sus propios juicios. Chris, sus hermanos y su amigo Donald acudieron con una vieja rubia cargada de sacos de comida de perros. Sus ropas eran tan viejas como el coche y sus zapatos estaban muy gastados.
Sin embargo, cuando llegó el momento de cenar se vistieron bien y entonces se alegró de que su madre se hubiese preocupado por sus pantalones de franela blanca y no dejó de acordarse de ella.
La casa era baja, con sus alas y pabellones parduscos por la intemperie. Desde el círculo de sillones de mimbre de la veranda delantera, se veía el césped y el agua hasta las colinas de pinos del otro lado de la ensenada. Tras cenar, todos fueron a contemplar cómo aparecían las estrellas.
—Como podrás ver somos muy famosos aquí por nuestra vida nocturna —le comentó Chris.
—No se deben pedir disculpas en el paraíso —respondió Maury.
—Este es mi quincuagésimo séptimo verano en esta casa —explicó con cierta brusquedad el viejo Mr. Guthrie.
—¿Sí, señor? —le preguntó Chris.
Aquello era algo que Maury nunca había oído. En casa, cuando no se entendía una cosa, simplemente se preguntaba: «¿Qué has dicho?».
—He dicho que «Este es mi quincuagésimo séptimo verano en esta casa» —repitió el abuelo.
—Sí, eso es lo que pensé que había dicho.
El anciano, muy erguido en su sillón de mimbre, dio unos golpecitos en la rodilla de Maury con su bastón.
—Jovencito, ¿te gustaría que te explicase cómo se construyó esta casa?
—Sí, señor, me gustaría mucho.
—Fue en 1875, cuando yo tenía veinticinco años, y acababa de salir de la Facultad de Derecho. Hacía también un año que me había casado y mi esposa esperaba nuestro primer hijo. Su familia estaba arruinada aquí, en la costa, y eran buenos marinos. Mi mujer, aunque le gustaba mucho permanecer en Boston los meses invernales, añoraba su casa en los meses de verano. Por ello, cuando me encontré con un legado inesperado que me había dejado mi abuela, decidí construir una casa cerca de la villa de la familia de mi mujer. Entonces, como sabes, teníamos que venir en barco, desde Boston hasta Bar Harbor; luego había que mandar en calesa el equipaje y acomodarnos nosotros en otros cochecillos. Eso nos llevaba cinco horas a través de un camino de un solo carril, completamente polvoriento. Cumpliré ochenta y dos años el próximo jueves.
—¿Estás contento de cumplir ochenta y dos años, abuelito? —le preguntó Tommy.
Se trataba del más pequeño de los hermanos de Chris.
Todos rieron y el anciano respondió:
—No puede decirse que me encante. Pero, dado que la alternativa hubiera sido morir joven, digamos que sí, me gusta mucho…
A la escasa luz, los ojos de Maury describieron un semicírculo. Qué familia más agradable y variopinta. Primero, el hermano menor del abuelo, Ray, un esforzado jugador de tenis de setenta y un años. Luego, la hija del tío Ray, junto con su marido y sus dos vigorosos hijos, que habían llegado con su tienda de campaña después de hacer un viaje naturalista por los parques nacionales. Y el tío de Chris, Wendell, con su esposa, ambos de unos sesenta años, aventuró, pero, al igual que el resto de la familia, delgados, con poco estómago y con una piel tirante.
—El tío Wendell se aparta de los moldes de la familia —explicó Chris—. No le interesan la Banca, el Foro o los negocios. Enseña lenguas clásicas en «St. Bart», cuando no está haciendo excavaciones en Grecia o en algún otro lugar.
—Me pregunto qué hace James —observó en aquel momento la madre de Chris.
Alguien respondió:
—Como siempre. Ha insistido en que Polly y Agatha vengan de Foruth.
Chris se lo explicó a Maury.
—Mi tío James está lisiado a causa de la poliomelitis y no le sienta bien viajar aunque viene a veces. Pero es un viaje muy largo. Además viven en el Estado de Nueva York, en Brewerstown.
—¡Qué cosa más horrible!
—Sí que lo es. Era un abogado prominente, que representaba a los Bancos norteamericanos en Francia, cuando le sucedió eso hará unos doce años. Así debió regresar a Estados Unidos y lleva algunos casos legales para sentirse ocupado. Pero como puedes imaginar, esa desgracia trastornó por completo sus vidas.
—Te gusta la mayor Aggie —observó ahora Tommy—. Va a Wellesley. El año pasado, cuando acudió para el cumpleaños del abuelo, fuimos a la feria y tomamos el transbordador. También es una gran tenista.
Mr. Guthrie sonrió.
—A Tommy le entusiasman las chicas porque nunca ha tenido una hermana. Una muchacha en nuestra casa es una gran novedad, puedes creerlo. —Se levantó—. Bien, no sé qué harás tú, pero yo me voy adentro. ¿Qué te parece un partido de tenis a primeras horas de mañana, lo más temprano posible?
—¿Maury? —preguntó Chris—. Pensé que mañana tomaríamos el desayuno e iríamos a navegar por la costa. Pero podemos hacer primero un partido de dobles, si es que queréis.
—A la hora que digas.
—A las seis de la mañana. ¿Conforme?
—Conforme.
Estaba tan placenteramente cansado que no se durmió enseguida. Permaneció tumbado en la cama escuchando los ruidos de la noche: el sordo tronar de una tormenta por encima de las colinas y el viento que se había alzado. Estaba encantado. Qué familia más divertida, pacífica y sencilla. Oh, aquí es donde me gustaría estar, donde encajo y donde me corresponde.
En realidad, no se la podía llamar hermosa, pero era difícil apartar la vista de ella. Era más bien pequeña, y muy activa. Le hizo pensar en pajarillos y en cervatillos, en cosas rápidas, despejadas, suaves. Estaba morena; su piel, su pelo e incluso sus ojos eran de un pardo dorado. Tenía ojos de gata. Si hubiera tenido que buscar un nombre para aquella muchacha, pensó que lo más apropiado sería llamarla Septiembre.
Estaban tumbados en el pontón, en el segundo día de estancia de la chica. Todos habían salido a navegar, pero a Agatha no le había apetecido.
—No vayamos en el velero —le había dicho a Maury—; hazme compañía, nademos. Bueno, en realidad no quería decir eso. Haremos lo que tú quieras —terminó la chica.
Pero él le respondió:
—Prefiero quedarme contigo.
Así que se tumbaron mientras el sol quemaba y el aire soplaba frío. Agatha habló en medio de aquel amodorrado silencio.
—Maury, ¿te molestarías si te pregunto algo?
—Pregúntalo de todos modos.
—¿Eres pobre?
Se incorporó sobre un codo.
—¡Vaya pregunta! ¿Qué te hace preguntarme esas cosas?
—Lo siento si ha sonado tan horrible. La mayoría de los amigos de Chris son tremendamente ricos, y yo me preguntaba…, bueno, me preguntaba si la razón de que fueses tan silencioso se debería a que eres pobre. Como nosotros somos los más pobres de la familia, ya sé lo que se siente.
Pobre, pensó Maury, recordando la vivienda de la que sus padres habían salido, y donde la gente vivía aún y se afanaba a duras penas… Pobre, pensó de nuevo lúgubremente.
—No —respondió en voz baja—, realmente no. Mi padre se las arregla bastante bien, teniendo en cuenta los tiempos que corremos.
—Está bien, pues entonces se deberá a que eres judío.
Maury quedó asombrado. No sabía qué quería decir aquella muchacha.
—Chris me contó que eras judío.
—¿Y ese es un tema digno de interés?
—Yo creo que sí. No conozco a muchos judíos, sólo a una o dos chicas en mi dormitorio del internado. Pero papá habla mucho acerca de ellos y esto ha suscitado mi curiosidad.
—No resulta nada curioso. Son una gente igual que los demás. Entre ellos existen santos y pecadores.
—Mi padre los odia. Les achaca todos los problemas que ha habido en este mundo desde los comienzos. Para él, constituye una especie de violín de Ingres, como las excavaciones de tío Wendell en Grecia.
Una especie de violín de Ingres… Tragó saliva y cambió de tema.
—Debe de ser muy interesante la vida de tu tío.
—Oh, sí tienes que hablar alguna vez con él. Cuenta tantas historias… Pertenece a la rama libresca de la familia. No tiene nada que ver con una casa así.
Maury había observado que la casa estaba llena de plantas y labores de costura, y de toda clase de comodidades, pero no había libros. No existía nada que leer, con excepción de una anticuada Enciclopedia Británica y la revista National Geographic.
—Apostaría a que Chris apenas conseguirá una C, ¿no es verdad? —observó Agatha.
—Verás, yo no sé…
La chica se echó a reír.
—No te preocupe ser desleal. No es ningún secreto y sus padres tampoco se preocupan mucho…
—¿No se preocupan? No puedo imaginármelo.
—¿Por qué? ¿Se preocupan mucho tus padres?
—Más bien diría que sí lo hacen.
Se acordó del último semestre en la escuela superior, cuando logró su primer grado por debajo de A minúscula. Había tenido una B minúscula en química; odiaba las ciencias. Y su padre había comentado muy hosco:
—Maury, he visto tu certificado de clasificaciones. ¿Qué significa esa B minúscula?
—Nunca me empujan —explicó—, o por lo menos no de la forma como lo hacen otros padres. Se trata más bien de una especie de presión silenciosa. Tú sabes que ellos quieren que hagas bien las cosas. Esperan que saques ventajas de las buenas oportunidades que te dan, y todo eso; y si no lo haces bien, tienes la sensación de que los lastimas.
—Siempre he oído que a los judíos les gusta mucho la instrucción.
Otra vez con aquello. Apenas se podía tocar ningún tema sin que se topase con ello. La Diferencia.
—¿He dicho algo que te ha molestado?
Maury la replicó a bocajarro:
—Me gustaría saber una cosa: ¿eres como tu padre?
—¿Yo? ¿Qué quieres decir con eso?
—Me refiero al asunto de los judíos.
La chica se echó a reír.
—¡Claro que no! ¿Cómo me puedes preguntar eso? No creo en esas porquerías… En mi familia no hay nadie más así. Por ejemplo, tío Wendell es el hombre más liberal y abierto de miras que…
—¿Y tu madre?
Aggie aguardó un momento. Luego respondió despacio:
—Mi madre es… Bueno, es difícil saber qué sería de mi madre de no ser por mi padre… Pero está muy influida por él desde que se encuentra continuamente en casa. Creo que gran parte de sus opiniones se deben a su enfermedad. Cuando no puedes valerte para ir de acá para allá, no ves a personas nuevas y te conviertes…, bueno, te haces un fanático. Dios sabe —continuó con desgana— que no le gustan ni los católicos, especialmente los irlandeses… Tal vez mi madre se ha contagiado un poco de todo eso. Sí, más bien diría que es así.
—¿Sabe algo acerca de mí?
—Estoy segura de que no se lo han mencionado —Agatha frunció el ceño—. Maury…
—¿Qué?
—Quizá sería mejor no mencionárselo a mi madre.
¡Al diablo con todos! ¡Al diablo con aquella madre glacial y de cara pálida, y todos los que eran como ella!
—¿Maury?
—¿Sí?
—No quiero que pienses, en fin, que creas que mi padre es un mal bicho que sólo se preocupa de él, y todo eso… Realmente, mi padre es maravilloso, y un hombre muy amable a pesar de todo. Ha sufrido de una forma espantosa y yo lo quiero mucho. Tampoco deseo que pienses que procedo de una familia horrible y anormal, en la que todos se odian entre sí…
¿Por qué se preocuparía de lo que él pensase acerca de ella y de su familia?
La chica lo miró con fijeza. Tenía la más llamativa y dulcísima sonrisa. Él también la sonrió. La sonrisa de la muchacha desembocó en una carcajada, no en una risa artificial propia de una chica que desea mostrar lo alegre que puede llegar a ser, sino en una risa abierta, honesta y verdadera.
—Eh, ¿sabéis que la familia hace dos horas que se están cociendo al sol? —les llamó Chris por encima del agua.
Se levantaron a toda prisa y corrieron hacia la orilla.
Aggie le había metido una idea en la cabeza. ¿Se lo habría contado Chris sólo a Agatha pero no a sus padres? No deseaba enterarse, dar la apariencia de que convertía en una montaña un granito de arena. Pero, en otro sentido, confiaba en que Chris se lo hubiese contado a su familia, porque si no lo había hecho y luego se descubría que Maury lo era, se daría el caso de que creyeran que se había presentado bajo una falsa apariencia.
Aquella noche, durante la cena, algo que se comentó le hizo pensar a Maury que sí lo sabían. Al hablar acerca de un banquero que habían conocido en Londres, el padre de Chris mencionó que aquel hombre poseía una famosa colección de pinturas y que era una persona de gran cultura, al igual que muchos judíos. Por ello, Maury pensó que lo sabía; pues, en caso contrario, ¿por qué habría dicho aquello? ¿Sería tal vez una casualidad?
Constituía, realmente, una cosa enojosa. Al mismo tiempo, su apellido debía decirles algo. Sonaba a alemán. ¿O no era así? ¡Qué fastidio! Pero no había en ello nada de qué avergonzarse. Él no debía avergonzarse de su pueblo, que tanto había dado al mundo, y que tan injustamente había sido tratado por el mundo. En realidad no se avergonzaba. ¿Pero qué ocurría entonces? Que se sentía incómodo, preguntándose qué pensarían, dado que indudablemente muchos de ellos tendrían una idea al respecto. ¿O, quizá, no lo pensaban pero lo sentían? Era chocante, pero no había sucedido de esta manera en el campus con Chris y sus otros compañeros. Se había sentido igual y auténticamente a gusto.
Pero, en presencia de aquellas educadas personas mayores, por alguna razón, todo resultaba diferente. Por primera vez desde que llegó aquí, lo sintió de este modo. Aquí las cenas eran muy diferentes a las de su casa. Echó un vistazo a aquella mesa impersonal, escasamente provista, a aquel rosbif cortado en delgadas lonchas en la bandeja. No cabía duda de por qué estaban tan delgados. Hubiera comido mucho más, pero Mr. Guthrie no prestaba atención al plato de nadie. En casa mamá le hubiera urgido, insistido, a que tomase más, y algunas veces, cuando se negaba, se lo servía ella misma en el plato. Aquí sólo importaban los buenos modales. En casa, había discusiones, a menudo de tipo emocional, o sobre negocios, sobre política, acerca del profesor de matemáticas de Iris, que parecía atormentar a la pobre chiquilla…
Sí, era diferente. Sintió ira al pensar que esto fuese así. ¿Ira de quién? ¿De él mismo? ¿O de la vida que le había hecho lo que era?
El Cuatro de Julio, por alguna razón, le devolvió el buen humor. Cuando se despertó por la mañana entre el ruido de los cohetes que retumbaban en las colinas, se sintió bien de nuevo y en estado normal. Jugaron dos partidos de tenis, tomó un opíparo desayuno y luego fueron a nadar. Ahora, al mediodía, se encontraban en la calle Mayor, en realidad en la única calle del pueblo contemplando el desfile debajo de los olmos.
La gente había acudido en camiones y a pie; incluso se veía un par de carros delante de la oficina de Correos. Había grupos de veraneantes parecidos al grupo de Guthrie, escultistas de uniforme y bomberos voluntarios con su equipo. Algunas de las familias de granjeros habían traído consigo la comida y se sentaban en la hierba cerca del quiosco de la música, con sus perros y niños corriendo sueltos. Maury estaba encantado. Era como un viejo grabado, una lámina de Currier e Ives. Se trataba de la auténtica Norteamérica.
Desfilaron por la carretera una banda tras otra: la de bomberos, la banda del instituto, la de la Legión Americana y un grupo de una escuela graduada con su maestro, todos cantando el Yankee Doodle. Al final, en un coche descubierto, que avanzaba muy despacio para que todos pudieran verlo, iban tres hombres ancianos, que alzaban sus gorras azules, los últimos veteranos de la Guerra Civil.
—El de en medio —observó el viejo Guthrie— es Frank Burroughs, un pariente por matrimonio de mi difunta esposa. Nunca he sabido qué parentesco tenían.
—Debe ser condenadamente viejo —musitó Maury.
—No mucho más viejo que yo —replicó Mr. Guthrie.
Ahora pasó la bandera y se destocaron los que aún no lo habían hecho. Una banda tocaba El himno de la batalla de la República y, vacilante, alguien empezó a cantarlo. Luego se le unieron otros y el corazón de Maury se esponjó en medio de aquellas personas, en su hogar, en aquella antigua calle bajo los árboles, con el estruendo de los instrumentos de viento, de los triunfales tambores, de las banderas regimentales y los gritos. Oyó su propia voz, firme, alegre y orgullosa que cantaba: Mis ojos han visto la gloria.
Se detuvo, embarazado, cuando Chris se volvió hacia él y le sonrió.
—Adelante, canta… —decía el abuelo—. Canta fuerte… Me gusta ver a un joven lleno de entusiasmo. Y, además, tienes una bonita voz.
Así que siguió cantando, junto con los demás, hasta que terminó el desfile y este se dispersó a la desbandada en la parte trasera de la escuela. La gente comenzó a regresar a sus casas.
—¿Quién quiere volver dando un paseo conmigo? —preguntó Agatha.
Se produjo un murmullo general de descontento.
—Son más de tres kilómetros, por el amor de Dios…
—Lo sé. Pero es un paseo muy bonito, si se va por el atajo, no por la carretera. ¿Quién viene? —repitió mientras aguardaba.
—Yo —respondió Maury.
Se metieron en un prado y luego por un sendero polvoriento, que se alejaba de la carretera a través de pastos y arbustos. Eran las primeras horas de la tarde y les rodeaba una gran tranquilidad. Incluso el ganado estaba tumbado a la sombra, con sus rostros solemnes rumiando.
De improviso, Agatha le preguntó:
—¿Por qué se te humedecieron los ojos de lágrimas durante el desfile?
Quedó tan humillado que aquello le puso furioso. ¿Cómo era tan cándida aquella chica? Respondió de forma un tanto estúpida:
—¿Eso hice?
—¿Te da vergüenza?
—Haces que me sienta como un imbécil.
—¿Por qué? También yo me emocioné. Y sentí curiosidad por saber por qué reaccionabas así.
—Supongo que, por un momento, me consideré parte de todo ello. Sentí lo que debe ser tener raíces en un lugar como este, decir «este es mi país». Y que, cuando un anciano desfila con los veteranos de la Guerra Civil, en realidad es alguien de tu propia sangre. Me sentí conmovido y me pregunté por qué era así.
—¿Qué por qué era así? ¿No lo sabes?
Maury abrió la boca para explicarse, pero luego la cerró. ¿Cómo podía comprender ella aquel asunto tan complejo, tan triste y confuso?
Pero al poco comenzó a explicarse:
—Verás… Mi familia está fragmentada. Y no sólo en algunos miembros como te pasa a ti. Mi madre, por ejemplo, procede de Polonia. Sus hermanos viven en Austria: lucharon en el otro bando durante la guerra. En la actualidad, no pueden hablarse en el mismo idioma los unos a los otros. Uno de ellos tiene una esposa cuya familia vive en Francia, y mi padre posee parientes en Johannesburgo. ¡Ni siquiera sé en qué idioma hablan! —Luego repitió—: Estamos muy disgregados ¿no lo ves así? Completamente esparcidos.
—Pero yo opino que eso debe ser interesante. Las viejas familias americanas, como la mía, que han permanecido en un sólo lugar durante siglos, son como un pequeño enclave en donde nunca entra nada nuevo ni fresco. A veces pienso, sobre todo cuando voy al colegio, que cabe predecir que acabarán enterrados…
—No —replicó Maury pacientemente—, sois una cosa básica, algo fuerte. —De súbito, se vio compelido a proseguir—: A veces pienso: ¿Quiénes somos nosotros, a dónde pertenecemos? ¿Qué país es el nuestro realmente, el nuestro, donde hayamos estado siempre y donde siempre estaremos? Lo siento con tanta claridad y de forma tan agobiante, que me imagino que yo —que todos nosotros—, mi familia y nuestros amigos, todo el pueblo que conozco, hemos sido arrastrados como hojas, sin que le importase a nadie. Incluso nadie se ha percatado…
—Eso suena tan triste…
—Lo siento. No trataba de ser deprimente.
—Es culpa mía. Yo te he hecho las preguntas. Mira, ven aquí. Atajaremos por la colina. ¡Corre! Desde la cumbre se ve una magnífica panorámica; no habrás visto en tu vida nada igual.
Así fue. La colina caía en curvas y faldas, y se alzaba de nuevo, como un anillo plateado al sol y un verde oscuro en las sombras que proyectaban las nubes. El paisaje parecía cortado por la bahía y sus sinuosas ensenadas. Esparcidas en el agua aparecían también unas islas y, más allá, se alzaban otras colinas, hasta donde alcanzaba la vista.
Agatha comenzó a recitar en tono deliberadamente cálido y amoroso:
Cuanto alcanzaba a ver desde donde me encontraba
fueron tres dilatadas montañas y un bosque…
Maury sonrió y respondió:
Me volví, miré desde otro lugar
y vi tres islas en una bahía…
Se quedaron allí, mirándose el uno al otro. Agatha rompió el silencio:
—La primera vez que te vi pensé que eras igual que Chris y que la mayoría de sus amigos, que no tenías nada en la cabeza…
—Realmente, no sé cómo soy.
Le acometió algo extraño y se alejó. Topó con unas plantas muy altas que formaban un grupo y que le sobrepasaban en altura.
—¿Qué es eso con esas florecillas blancas?
—¿Eso? Es una mala hierba de los prados.
—¿Y esta con ese aroma tan fragante?
—También es una planta común. Es milenrama.
Maury alzó la vista. La chica seguía en el mismo sitio, con una expresión muy rara en el rostro.
—Ya sabes que, realmente, no me importa mucho cómo se llamen.
—Tampoco yo lo creía.
Luego, él la alcanzó, y sus carnes se unieron desde la boca a las rodillas, mientras les latían cien pulsos a través de las capas de sus ropas de algodón.
—¿Cuándo te marchas, Agatha?
—Mañana por la mañana. ¿Y tú?
—Al día siguiente que tú. Comprenderás que hemos de vernos de nuevo.
—Lo sé.
—¿Cuándo? ¿Cómo?
—En septiembre. Puedes venir a Boston o yo ir a Nueva York. Una de las dos cosas.
—Ha sucedido algo que es una locura. Estoy enamorado.
—Sí, es una locura. Porque a mí mismo me sucede lo mismo…
Estaba convencido de que tenía otra apariencia, de que la gente se daría seguramente cuenta de ello. Pero nadie se percató y fue mejor así. Incluso Chris no tuvo ninguna sospecha y Maury, con cierta cautela premonitoria, se alegró de dejar que las cosas se desenvolviesen de este modo.
Su voz le repercutía en la cabeza. A veces, yendo en coche, su rostro aparecía delante del parabrisas, y quedaba deslumbrado. Pensaba en su cuerpo desnudo, trataba de imaginarlo y se sentía débil.
Se encontraron en Boston en septiembre. Otra vez a New Haven y él tomó el tren de regreso con ella. Anduvieron y anduvieron y se demoraron comiendo en los restaurantes. Los pies llegaron a dolerles en los museos. En las aceras, mientras las semanas iban avanzando hacia el invierno, comenzaba a hacer frío y el gélido viento se les metía en los vestidos. Nunca tenían un lugar a donde ir.
Una vez, la chica sacó una llave.
—Es el apartamento de mi amiga Daisy. Está esquiando en Vermont.
—No —respondió él—, no debemos ir…
—¿Por qué? Tengo confianza con Daisy. Y nunca hemos estado a solas. Será como estar sentados juntos en lugar tranquilo y solitario.
Maury temblaba.
—No puedo quedarme a solas contigo en una habitación, ¿no lo comprendes?
—Haré cualquier cosa para que seas feliz. Deseo hacerte feliz…
—Pero no seríamos felices después, querida Aggie. Quiero empezar bien las cosas, hacerlo todo de forma correcta. Ya tenemos demasiadas cosas en contra de nosotros, y no quiero añadir ninguna más.
La chica dejó caer la llave en su bolso y lo cerró.
—Lo que ocurre —comentó con amargura— es que me pregunto si queremos estar a solas en una habitación.
—Claro que lo queremos. No debes tener pensamientos así.
—¿Has dicho algo acerca de mí en tu casa? —le preguntó la muchacha.
—No. ¿Y tú?
—¡Dios santo, claro que no! Ya te he contado cómo es mi padre. Oh —prosiguió—, tuvimos una pelea la última vez que estuve en casa. Me habló de cómo los judíos respaldaban a Roosevelt; opina que Roosevelt es un grandísimo villano y que nuestros descendientes pagarán por cuanto le hace a nuestro país.
Se interrumpió y luego prosiguió:
—Yo le conté lo que tú me dijiste que había comentado tu padre acerca de que Roosevelt había conseguido que la gente volviese a tener unos dólares en el bolsillo y que, probablemente, estaba salvando el sistema americano… Creí que a mi padre le daba un ataque… Me preguntó qué clase de profesores locos y radicales teníamos en el instituto, y mi madre me indicó que no añadiese nada más, puesto que mi padre se excitaba demasiado con este asunto. Así es como están las cosas en mi casa.
—Ya pensaremos en algo, en alguna salida —respondió confiado Maury.
Se supone que un hombre ha de tener confianza en sus poderes. Pero él no sentía demasiada.
El teléfono era como un hilo viviente pero, al mismo tiempo, una completa miseria. Agatha recibía su llamada en un cubículo situado en el extremo del pasillo que daba a su dormitorio. Y entre el ruido de pisadas, abrir y cerrar de puertas y las conversaciones apenas era capaz de oírle. Maury tenía que repetir en una especie de murmullo a voces:
—Te quiero, te echo tanto de menos…
Se sentía enloquecido, frustrado y triste. Y luego se producía el silencio, mientras el tiempo corría, sin nada que decir, o mejor aún, con muchas cosas que explicar y sin encontrar el modo de empezarlas. Y entonces ya habían pasado los tres minutos.
Tuvo que enfrentarse con la fiesta del Día de Acción de Gracias. Fue con sus padres a los apartamentos de Washington Heights a recoger los alquileres y a verificar las reparaciones. Se quedó en la acera y observó los camiones de la mudanza que descargaban los enseres de los refugiados que comenzaban a llegar de Alemania. Siguió de pie viendo unos muebles, con muchas molduras y muy pesados, procedentes seguramente de algún chalet de Berlín-Charlottenburg, muebles demasiado pesados y oscuros para aquellos pisos de encima de las tiendas de comestibles o de las lavanderías. Su padre estaba también allí de pie, hablando con los recién llegados en una mezcla de alemán y yiddish. Su rostro estaba muy serio y suspiraba. Siempre aquellos suspiros. ¿Qué va a suceder? ¿Qué será de nosotros? Era deprimente.
Luego en casa observó a Iris, en el comedor, mientras esta hacía un rápido repaso del New York Times, mientras se echaba hacia atrás de vez en cuando su desordenado cabello.
—No puedes simplificar tanto las cosas, papá. Lo que sucede ahora en Alemania tiene sus raíces en el tratado de Versalles y en el colapso económico…
¡Pobre Iris! ¿Podría algún hombre gustar tanto de ella como él se refocilaba con Agatha?
Le recordó aquella cena en casa de Chris. Todo resultaba tan emotivo aquí. ¿Sería tal vez injusto? ¿O acaso la emoción sólo anidaba en él?
En la cena de Acción de Gracias aparecieron algunos rostros nuevos.
—Mr. y Mrs. Nathanson —explicó papá—. Es nuestro nuevo contable y un sujeto muy brillante. También ha venido su hija —añadió como el que no hacía la cosa.
Y, también por casualidad, sentaron a la hija al lado de Maury. Pero él no podía sospechar de ellos. Le tenían mucho respeto para engañarlo con alguien. La muchacha era agradable, una chica realmente agradable. Había ido a «Radcliffe» y era muy lista, pero no trató de impresionarlo lo más mínimo. Le gustó su vestido de lana de un gris pálido y su recio cabello negro. También le agradaban sus uñas, ovaladas y rojas, perfectamente manicuradas. Las uñas de Aggie eran como las de un muchachito; él sospechaba que se las mordía. Pero podía encerrarse en una habitación con aquella chica, o con cualquier otra, y aquello carecía de importancia.
—¿Qué planeas hacer después de Yale? —le preguntó la muchacha.
Todos los que estaban en la mesa captaron aquella pregunta. No había planeado responderla como lo hizo, ni siquiera estaba seguro de que lo desease. Sólo era una idea que se había ido formando, tal vez a causa de los planes de Chris o de los de su educado abuelo.
—Deseo asistir a la Facultad de Derecho —respondió Maury.
Su padre se quedó boquiabierto. Casi soltó una risita.
—¡Maury! ¡Nunca habías dicho una palabra!
—Sí, pero ahora estoy seguro…
—¡Caramba, eso es una gran noticia! Tenéis que saber —y amplió la confidencia a todos los de la mesa—, que cuando era sólo un bebé su madre y yo solíamos hablar acerca de que, de mayor, sería medico o abogado. Ya sabéis cómo son estas cosas…
Los Nathanson sonrieron. Ya sabían de qué iba…
—¿Y dónde será? ¿En Harvard o en Yale?
Maury respondió con modestia:
—Ya veremos dónde me aceptan…
—Muy bien. Tendré que espabilarme, pero lo haré. Por Maury removeré el cielo y la tierra —afirmó su padre.
—Cuando vuelva a ser próspero el negocio de la construcción —observó Mr. Nathanson—, será una gran cosas que su propio hijo maneje los asuntos legales. Y también para ti, Maury. También será una gran cosa para ti encargarte de ello.
Aquello no era exactamente lo que tenía en la cabeza, pero Maury no dijo nada. Lo que tenía en la mente, y que era una idea que se le materializaba por momentos, consistía en llevar una buena vida americana en alguna antigua ciudad, o en un pueblecito. Se veía a sí mismo, sentado detrás de un escritorio con tapa rodadera y con arces detrás de las ventanas. Se imaginaba dentro de una atmósfera limpia, tranquila y austera. Como Lincoln en Springfield. Sí, así debería ser. Igual que Lincoln en Springfield.
Unos días después, su madre observó:
—Es una chica muy agradable esa Natalie. ¿No te parece?
—Oh, sí, mucho —convino Maury.
Su madre aguardaba que dijese algo más, pero él no abrió la boca.
Luego, al cabo de unas semanas, mientras hablaban por teléfono, su madre explicó:
—He estado hoy con Mrs. Nathanson. Y esta me ha hecho observar, cosa de la que yo no me había dado cuenta, que nunca llamas a Natalie.
—No.
Se produjo una pausa.
—¿No te agrada la chica?
—Sí, me agrada.
—No quisiera interferirme. Un hombre joven debe tener su vida privada. No quiero entrometerme, ¿o sí lo he hecho?
—No, no lo has hecho.
Y aquello era verdad.
—Olvidemos esto… Tienes otra chica, ¿no es así?
—Aún es muy pronto para decirlo. Ya te lo diré, mamá, te prometo que te lo contaré cuando haya algo que explicar.
—Estoy segura de que lo harás. Cualquier cosa que dispongas estará bien hecha para nosotros. Conviene que lo sepas. Siempre que se trate de una muchacha judía. No creo que sea necesario repetírtelo. Confiamos en ti, Maury.
Las vacaciones de Navidad no resultaron mejores. Agatha acudió a Nueva York para una fiesta navideña. Se encontraron en el vestíbulo del «Hotel Comodore». Sintiéndose muy celoso y herido en su virilidad, la oyó darle seguridades de que Peter Tal y Tal y Douglas Tal y Tal no eran nada para ella. Sólo sus acompañantes en la fiesta y que aquello no significaba nada para ella. (Oh, Dios mío, Maury, ¿tengo que decirte todo esto?). Y él sabía que aquello era una verdad como un templo y sus celos desaparecieron en un santiamén. Pero también sabía que aquellas manos la tocarían en el baile, que sus oídos escucharían su voz y sus ojos la verían libre, en público, sin ninguna clase de subterfugios…
En marzo, en las vacaciones de primavera, se encontraba al borde de la desesperación.
—Papá, necesito que me dejes el coche para un día o dos —le dijo—. Debo hacer un viaje y visitar a un compañero que vive cerca de Albany.
Condujo el auto por la Albany Post Road, luego cruzó el puente en West Point. Cada vez hacía más frío. Los pueblecitos estaban aún encerrados en el silencio invernal y se veía nieve en las laderas de las montañas. Se detuvo a comer en un lugar que olía a grasa caliente. Cuando la puerta se abrió, se introdujo el aire frío que se mezcló con los ruidosos hombres que estaban en la barra y que gastaban bromas picantes y de doble sentido a una camarera de mediana edad. Se sintió desolado y desesperanzado. Pensó en dar la vuelta, pero no lo hizo. En vez de ello, llenó el depósito del coche en la próxima estación de servicio y continuó el viaje. Las granjas eran cada vez más grandes y más distanciadas entre sí. Había también muchos kilómetros de bosques. Vio casas sin pintar y el ganado metido en corrales. Hacia la tarde llegó a Brewerstown.
Le pareció haber estado conduciendo a través del siglo XVIII. Sintió nacer en él un manantial de deleite y reconocimiento. ¡Mi tiempo, mi lugar! Pero, naturalmente aquello resultaba absurdo; sólo en fotos había conocido Maury aquel lugar. Sí, lo conocía a la perfección. Conocía aquella calle tan amplia y los olmos que formaban una especie de nave de hojas de un verde oscuro. Conocía aquella iglesia blanca, que tenía el patio a un lado y la casa parroquial al otro. Y todas las vallas blancas. Las paredes de ladrillo, los faroles, la carretera, se alineaban entre rododendros. Por lo menos se necesitaba medio siglo para que los rododendros alcanzasen aquel tamaño.
El pueblo ya había cerrado sus puertas y se preparaba para pasar la noche, excepto una tienda en la calle principal. Maury cogió el listín telefónico y encontró la dirección y el número de teléfono. La tienda estaba vacía, con excepción del hombre que se encontraba detrás de mostrador.
—¿Está muy lejos de aquí Lake Road? —preguntó Maury.
—Depende de adónde quiera ir por Lake Road. Tiene unos diez kilómetros alrededor del lago y luego empalma con la carretera general. ¿A quién busca?
Maury sacudió la cabeza.
—Oh, no tengo previsto visitarle esta noche. Llamaré primero.
Echó un níquel en la ranura y dio el número a la telefonista.
—La línea está ocupada —le respondieron.
Se preguntó si tendría valor para intentarlo de nuevo. El hombre de detrás del mostrador lo miró con curiosidad mientras Maury aguardaba.
—¿Es usted de por aquí?
—No, vivo en la ciudad de Nueva York.
—Ah, he estado una vez en Nueva York. No me gustó.
—No se le puede echar en cara. Esta es una ciudad muy hermosa.
—Sí. Mis antepasados llegaron aquí cuando aún había indios por los contornos.
Maury introdujo de nuevo una moneda de cinco centavos. Aquella vez alguien le respondió.
—¿Está Agatha en casa, por favor?
—¿Miss Agatha? —Quedó aliviado al comprobar que se trataba de una criada—. ¿Quién le digo que le llama?
—Un amigo. Un amigo de Nueva York.
Cuando la chica se puso al teléfono, musitó:
—Aggie, estoy aquí, en la ciudad.
—Oh, Dios santo, ¿por qué…?
—Porque estoy fuera de mí desde que no te veo.
—Pero ¿qué voy a decir? ¿Qué debo hacer?
De repente Maury se mostró decidido.
—Di que necesitas algo de la tienda. Cualquier cosa. Te aguardaré en la misma manzana en un «Maxwell» color café con leche. ¿Cuánto tardarás?
—Quince minutos.
—Eso será todo lo que podré resistir —afirmó.
Condujeron durante unos tres kilómetros, alejándose de la ciudad, y luego detuvieron el coche. Cuando cayeron uno en brazos del otro, aquello fue como sanar a un enfermo.
—Tenía que saber —comenzó Maury— qué va a ser de nosotros.
La chica se echó a llorar.
—No, por favor, no —murmuró Maury—. Desde aquella fiesta navideña en la ciudad he estado pensando que el mundo está lleno de enemigos, de gente que quiere apartarte de mí…
—Nadie podrá conseguirlo —respondió ella con valentía.
—¿Entonces te casarás conmigo? ¿En junio, después de que me gradúe? ¿Querrás, Agatha?
—Sí, sí quiero.
—¿Y no te importa lo que suceda?
—No me importará lo que suceda.
Al fin ya sabía a dónde iban. No tenía la más remota idea de cómo se las iban a apañar, como podría compaginar la Facultad de Derecho con el matrimonio, pero por lo menos, tenía la promesa de Agatha. Aquello le sostendría a través de la temporada primaveral, a través del final, a través de los comienzos…
Su madre tenía la costumbre de tomarse una última taza de café en la cocina antes de irse a la cama. Estaba sentado con ella allí la noche de su graduación. Durante todo el día había sabido que ella quería decirle algo. Maury lo sabía muy bien.
—Maury —empezó al fin—, tienes una muchacha, ¿no es verdad? Y además, no es judía.
Sintió unos deseos absurdos de echarse a reír, pero los reprimió.
—¿Cómo lo has sospechado?
—¿Y qué otra razón podría haber para que te mostrases tan reservado?
Él no respondió.
—Fuiste a verla cuando pediste prestado el coche a tu padre la primavera pasada, ¿no es verdad?
Asintió.
—¿Qué vas a hacer?
—Casarme con ella, mamá.
—¿Sabes los trastornos que va a originar?
—Lo sé. Y lo siento.
Su madre se sirvió el café. La cucharilla emitió su placentero y reconfortante sonido contra la taza. Su madre siguió con suavidad:
—Mi mente a veces está dividida. Considero los dos lados de todo, como si sostuviera una pelota entre las manos. Pienso: Maury tiene razón. Si realmente ama a otro ser humano, —y si es real, y Dios sabe el escaso amor auténtico que existe, y que está compuesto de muchas cosas que, incluso a mi edad no comprendo, aunque supongo que debería emplearse la palabra «deseo» en vez de la palabra amor—, si realmente desea a una persona, ¿por qué no lo va a hacer? La vida es muy breve ¿por qué sufrir y sacrificarse? Se nace con una etiqueta, y difícilmente se nace llevando algo más. ¿Comprendes lo que quiero decir, Maury?
—Sí. ¿Pero cuál es el otro lado?
—El otro lado —siguió en voz baja su madre— es que naciste siendo lo que eres, y nadie lo cambiará y que tu padre tiene razón. Ese es el lado que me dice: Di a Maury que haga caso a su padre.
—¿Sabes lo que me va a decir? ¿Lo has discutido ya con él?
—Claro que no… Y naturalmente que sé lo que te va a decir, lo mismo que lo sabes tú.
¡Qué cara más hermosa!, pensó. Qué cara más encantadora, seria y gentil tiene mi madre…
—Te dirá —prosiguió—, y tendrá razón, te dirá que procedes de un pueblo orgulloso y antiguo. Tal vez no se piense en ello cuando se echa una mirada alrededor de los niños de los ghettos del Este. No somos educados, a menudo resultamos ruidosos; carecemos de buenos modales, ¿dónde los íbamos a aprender? Pero sólo somos una pequeña parte de la historia de nuestro pueblo.
—Lo sé. Lo comprendo.
—A veces me he preguntado —siguió—, me he preguntado si tal vez, desde que te has visto en ese nuevo mundo del instituto, ¿te has avergonzado en alguna ocasión de mí, aunque sólo sea un poco? Una madre nacida en el extranjero y con ese acento… ¿Te ha preocupado todo esto?
—No, mamá, claro que no —respondió.
Sintió una especie de dolor. Se mostraba tan segura, con su buen porte, con sus exquisitos vestidos, o lo que quedaba de ellos, con sus libros y sus cursos… Pensó: ¿Ha estado dentro de sí durante todo este tiempo? En realidad, no sabemos nada acerca de nadie.
Le pareció, sentado en aquella fría y blanca cocina, entre estantes también blancos, con el contorno alto y rectangular del refrigerador y el bulto más pequeño de la estufa, con el frío resplandor de la luz del techo que le daba en los ojos, que se encontraba en un quirófano, y que estaba allí impotente, tendido, sujeto y expuesto como si fuera un paciente encima de una mesa de operaciones.
—Mamá, no puedo, no puedo.
—¿No puedes dejarla?
Maury apenas podía hablar. Un hombre ya tan crecido ponerse a llorar. El nudo de la garganta no era más que la congoja producida por las lágrimas.
—No puedo abandonarla —respondió con voz sofocada, y cerró los ojos.
Su madre se quedó silenciosa. Maury no la miraba, pero sentía un hálito cálido en el aire que tenía tras él, y supo que su madre estaba de pie, muy cerca, sin tocarlo. Entonces su madre lo tocó y con la mano le acarició el cabello.
—Maury, Maury, lo siento. Vivir es algo terrible…
—¿Querías hablarme? —preguntó papá.
Se encontraban en el estudio de su padre entre sus cosas familiares: Humo de cigarro, el humidificador de caoba y toda clase de fotografías de mamá y de los niños, y de los padres de él, su padre con un sombrero con plumas y vestido de los años 1880. Un globo terráqueo estaba situado delante de la ventana. Había sido un regalo de Iris. Siempre hacía regalos como este, un globo terráqueo, o libros o mapas antiguos.
—Supongo que mamá te ha mencionado de qué quiero hablarte —comenzó Maury.
—Así es. Pero has de saber, ante todo, que no hay nada de qué hablar —le respondió su padre con amabilidad—. No es que me niegue a hablar, sino que más bien, prefiero escuchar.
—¿Qué más he de decir aparte de que amo a Agatha? La amo tanto…
—Lo siento. Siento causarte daño.
—No es preciso que esto sea doloroso. Puede ser muy simple.
—Nunca es sencillo.
—Sí lo fue para ti y mamá, ¿no es cierto?
—Te digo que no es tan fácil. Y tu madre era una muchacha judía.
—Mira, papá, tú eres un hombre práctico y razonable. ¿Es tan extraño que me haya enamorado de Agatha? Es una persona encantadora. Realmente te gustará… Es tan inteligente, alegre y bondadosa…
—Te creo. No me imagino que te intereses por alguien que carezca de todas esas cualidades. Pero casarse con ella… Resulta imposible…
—¿Cómo puedes sentir así y ser amigo de Mr. Malone?
—¿Y por qué no? Malone y yo nos comprendemos, y esa es la razón de que seamos amigos. Es un buen católico y confía en que sus hijos se casen con personas también católicas. Y yo lo respeto por eso.
—Pero ¿por qué? ¿Por qué, realmente? Todavía no te has explicado. Te concedo que sea más fácil no casarse, pero…
Joseph se levantó.
—Mira —le dijo, al tiempo que hacía girar el globo terráqueo—. Aquí está Palestina. Aquí es donde comenzó todo. Procedemos de allí. Allí dimos al mundo los Diez Mandamientos, y si todos los obedecieran no existirían problemas. Les hemos dado al mundo cristiano su Dios. Pero allí nos aplastaron y dispersaron y llegamos aquí —su dedo hizo un amplio recorrido a través de África hasta España—. Y desde allí —recorrió con la mano Europa, hacia el Este, hacia Polonia y Rusia—, y desde aquí, a través del Atlántico, hemos llegado a cualquier lugar que puedas imaginar: América, África, Australia…
—Sí, sí —respondió Maury impaciente—. He recibido una buena educación. Conozco nuestra historia.
—La conoces, pero sólo has leído las palabras, no las has sentido, Maury. Toda esa historia, todo ese vagabundeo, se ha escrito con sangre. E incluso aún se escribe así hoy, ahora mismo, mientras tú y yo nos encontramos aquí. Esta noche en Alemania, nuestro pueblo está siendo torturado sin ninguna razón y el mundo no hace nada, no le preocupa. ¡Oh —se había apasionado—, cuánto hemos sufrido, desde el Pueblo del Libro, ese pueblo tan fuerte y orgulloso que ha enriquecido tanto al mundo! Hijo mío, necesitamos todas las almas que podamos retener. Somos muy pocos y nos necesitamos los unos a los otros. ¿Cómo puedes volver la espalda a tu pueblo? ¿Cómo puedes hacerlo?
Estaba agitado y encolerizado. Su padre nunca había sido tan elocuente. No era propio de él, un hombre más bien silencioso que medía sus palabras. Mientras hablaba, sus ojos se habían llenado de lágrimas. «No tiene derecho a hacerme esto —pensó Maury—; sabe que está a punto de perder la batalla, que ya me ha perdido…».
Lo intentó de nuevo.
—Papá, no le volvería la espalda. No quiero cambiar. ¿Crees que me voy a convertir? Seguiré siendo lo que soy, y Agatha seguirá siendo lo que es.
—¿Y tus hijos? ¿Qué serán ellos? Yo te lo diré: nada… ¿Y me pides, vienes aquí y me pides que acepte, como si fuese algo sin importancia, que viva para ver a mi nieto, el hijo de mi hijo, convertido en nada? ¿Por qué no me pides mi brazo derecho? ¿Por qué no lo haces?
—¿Me permitirás, por lo menos, que te presente a Agatha? Déjame que la traiga. Luego hablas con ella y…
—No, no, te digo que no. Eso no tiene ningún sentido…
—Entonces no eres diferente a su familia. Sólo eres un intolerante.
—¿Qué? ¿No existe ninguna diferencia entre los asesinos y los asesinados? Debes de estar loco… Así que su familia está en contra mía, ¿no es verdad?
—Claro… ¿Qué te creías?
—¿Ves, ves lo imposible que resulta? Oh, Maury, escúchame, quiero llegar a tu corazón y a tu mente. Créeme, no existe un ser humano que pueda ser desperdiciado. Tú no lo sientes ahí ahora, pero, por favor, míralo a la luz de la fe. Los padres pierden a sus hijos, y los maridos y las esposas ven cómo se les rompe el corazón, pero deben vivir. Y, a veces, lo roto se compone. Créeme, sufrirás un par de meses, sé que será así. Pero luego lo superarás y encontrarás una magnífica muchacha de tu misma clase y esa Agatha encontrará a otro hombre. Y también resultará mejor para ella…
Algo explotó dentro de Maury.
—No quiero oír eso… No me digas eso…
—Maurice, no me levantes la voz. Intento ayudarte, pero ese tipo de cosas no pueden ser buenas.
Se dirigió a la puerta. Deseaba romper algo, tirar al suelo la lámpara, aplastarlo todo. ¡Dios mío, qué mundo tan condenado! ¡Qué vida más maldita!
—¿Y qué harás si me caso pese a todo? —le preguntó.
El rostro de su padre aparecía demudado.
—Maurice —le dijo en voz baja—, confío en que no lo hagas. Por tu madre, por mí y por todos nosotros, espero que no tomes una decisión así. Te lo suplico y te lo prevengo, para que no ocurra algo impensable…
Agatha estaba llorosa por teléfono.
—Se lo he dicho a mis padres, Maury. O, por lo menos, lo he intentado. Quedaron tan horrorizados, que pensé que mi padre había perdido la cabeza ante las diatribas que llegó a echarme. Me dijo que opinaba que me había vuelto loca. No te puedo repetir todas las cosas que ha llegado a decirme.
—Me las imagino —respondió lúgubremente Maury.
—Habló de nuestra familia, de nuestros antepasados, de aquello por lo que luchaban, y por lo que lucha América, y de la Iglesia y de todos nuestros amigos. Y me dijo que si… que si ocurriese una cosa así dejaría de ser su hija. Primero, mi madre se echó a llorar, pero luego se enfureció porque mi papá se puso blanco como el papel y mi madre pensó que le había dado un ataque al corazón. Me obligó a salir de la habitación. Oh, Maury, qué terrible resulta casarse de esa forma, tener que salir así de tu casa…
Maury pensó un momento.
—¿Crees que si se lo cuento a Chris les hablará?
—Oh, Maury, no lo sé. Inténtalo…
—Vendrá a Nueva York este fin de semana. Iré a verle a su hotel.
Chris estaba diciendo:
—Sí, mis padres han hablado muy bien de ti. «Un joven muy atractivo», ha comentado mi madre. Recuerdo sus palabras.
—Bueno, pues si opinan bien de mí, ¿podrían ellos o tú hablar con los padres de Aggie? Creo que eso nos ayudaría mucho.
—Pues yo no opino igual —respondió con educación Chris.
—¿Y por qué? Aggie cree que sí…
—Aggie se agarra a un clavo ardiendo…
Maury se cogió la cabeza con las manos. Creía haber hablado de la forma más persuasiva posible.
Chris se acercó a la ventana y miró afuera durante un momento, como si tramase algo, luego se volvió y regresó al centro de la estancia.
—Escucha. Tengo una proposición que hacerte. Los nervios están a punto de estallarte, eso se ve a primera vista. ¿Por qué no lo dejas todo y te vienes conmigo en barco a Inglaterra la semana que viene? Si el dinero es un problema para ti, te dejaré el que te haga falta. Recorremos toda Inglaterra y quedarás como nuevo. ¿Qué te parece?
—No me comprendes. Dices que quieres ayudarme. Entonces, ¿por qué no me brindas la ayuda que necesito? Dímelo, Chris. Sé honesto conmigo.
—¿Quieres saberlo?
—Sí…
—Pues porque no apruebo ese matrimonio. Si hubiese sabido lo tuyo y de Aggie, no habría permitido que las cosas llegaran tan lejos.
—¿Por qué, Chris, por qué?
—Vamos, Maury, no eres tan ingenuo… Porque tú eres lo que eres, esa es la razón…
—¿Y en qué me diferencio de ti?
—Supongo que en nada, pero la gente opina de otro modo. Y le estás pidiendo a Aggie que se convierta a tu lado en una víctima del mundo.
—A ella eso no le inquieta.
—Cree que no le importa. Pero tendrá que despedirse de los clubs, de la mayoría de sus amigos; eso es lo que ocurrirá. Y verá cómo rechazan a sus hijos en los sitios donde hasta ahora es tan bien recibida…
—Te digo que eso no le asusta lo más mínimo…
—¡No creo que le importe tan poco la situación con sus padres! Está muy apegada a ellos, especialmente a su padre. Desde que este enfermó de la polio ella se convirtió en su brazo derecho. Recuerdo que, cuando era una chiquilla, de no más de ocho o nueve años, lo ayudaba a aprender de nuevo a andar. Se te hubiera roto el corazón al verlo…
—¿Y todo esto no te conmueve también el corazón?
Chris se lo quedó mirando y no respondió nada. Maury abrió la puerta.
—Mi amigo. Mi buen amigo. ¡Chris, puedes irte al mismísimo infierno!
Se casaron en el Ayuntamiento un caluroso día de julio.
—Hoy se podría freír un huevo en la acera —les comentó el funcionario, al tiempo que les entregaba su certificado de matrimonio.
En la sofocante habitación del hotel, un ventilador procuraba una leve corriente de aire a intervalos de diez minutos. A través de la abierta ventana les llegaba la música de un disco que tocaba Pagliacci una y otra vez. Se dirigieron abajo a tomarse un bistec bien pasado y unas patatas esponjosas. Pero, pese a todo ello, era la habitación más hermosa, la comida más opípara y la música más maravillosa que nunca habían conocido.
Aggie sacó una botella de vino de su maleta.
—He comprado vino para nuestro brindis nupcial. Mira la etiqueta. Es de lo mejorcito…
—No entiendo mucho de vinos. Nunca lo tomábamos en casa.
—Yo me acostumbré cuando viví en Francia. Allí beben vino en vez de agua.
—¿Y la gente no se emborracha?
—Sólo se achispan un poco. ¡A tu salud! —añadió.
—¡A la tuya, Mrs. Friedman!
Brindaron y bebieron, corrieron las cortinas y se metieron en la cama, aunque sólo eran las tres de la tarde.
Por la mañana, en cuanto estuvo seguro de que su padre se habría ido a trabajar, Maury telefoneó a su madre.
—Maury —le dijo Anna—, cuántas ganas tengo de verte… Pero no puedo. Tu padre me lo ha prohibido. —Se echó a llorar—. Querido mío, ¿qué has hecho…? Desde ayer, esto parece un cementerio. Iris y yo apenas podemos respirar. Y tu padre parece haber envejecido diez años.
Maury no estaba enfadado con ella.
—Adiós, mamá —le dijo con suavidad y colgó el receptor.
Entre los dos habían reunido algo más de cuatrocientos dólares.
—Si somos cuidadosos —explicó Maury—, los haremos durar un par de meses. Conseguiré un empleo antes de que se acaben.
Se sentía fuerte y confiado.
—Yo también haré algo. A veces he dado clases de francés.
—Mientras tanto, buscaremos un apartamento decente y lo más barato posible, hasta que decidamos dónde viviremos de modo permanente.
Tras mucho mirar periódicos y coger el Metro, finalmente encontraron un apartamento amueblado en el último piso de una casa bifamiliar en Queens. El propietario era Mr. George Andreapoulis, un educado joven grecoamericano que se había licenciado en la Facultad de Derecho durante la Depresión. En un viaje efectuado a Grecia, volvió casado con Elena, una muchacha de recia complexión, amplia sonrisa y vello en los brazos.
El apartamento tenía muebles nuevos de madera de arce, unas limpias cortinas y una horrenda imitación de alfombra oriental.
—Normalmente, el alquiler es de cincuenta dólares al mes —le explicó Mr. Andreapoulis—, pero los tiempos son tan malos que, francamente, sólo le cobraré cuarenta.
Maury miró por la ventana de la cocina hacia el pequeño patio de cemento y carbonilla, sin árboles y con un césped marchito que se extendía hasta las distantes vallas anunciadoras de la carretera. Resultaba sombrío, incluso con un sol radiante. Si el mundo fuese plano, aquel parecía el lugar en que la gente se precipitaría en el vacío. Sin embargo, el piso estaba muy limpio, su propietario resultaba agradable y amistoso y tampoco permanecerían demasiado tiempo en aquel lugar.
—Mi esposa no habla inglés —explicó Mr. Andreapoulis—. También somos unos recién casados. ¿La ayudará a aprender inglés, Mrs. Friedman? A cambio, ella le enseñará a cocinar, puesto que es una estupenda cocinera.
Pareció de repente aturrullado.
—Perdóneme, qué estúpido soy; sólo he querido decir que muchas damas americanas y jóvenes no han aprendido a cocinar, aunque, probablemente, sea usted ya una buena cocinera…
Agatha se echó a reír.
—No, no sé. Como suele decirse, apenas sé cocinar un huevo duro. Pero estoy dispuesta a aprender. Por lo menos, hasta que consiga un empleo.
Y así quedó cerrado el trato. Hicieron dos viajes en Metro con las maletas, una pesada caja con libros y su nueva adquisición consistente en una radio superheterodino, que le había costado a Maury treinta y cinco dólares. La colocaron encima de una mesita de la sala de estar, junto a la lámpara.
En un principio sintieron un complejo de culpabilidad por esta compra, pero al final, se convirtió en una buena inversión. La gente necesita algunas diversiones e ir al cine costaba ya setenta centavos los dos. Por mucho menos, la radio les traía a casa, los domingos por la tarde, a la Filarmónica, y buena música bailable casi todo el tiempo. Bailaron en la cocina al ritmo de Glen Gray y su «Casa Loma Orchestra» o de Paul Whiteman, en el «Biltmore». Luego aprendieron otras melodías como Beguin the Beguine, Fly down to Rio, o apagaban las luces con Dance in the dark, y se encontraban solos en su mundo privado. Compenetrados como un solo cuerpo que se moviese por la estancia, sin apartarse de ella, Maury apagaba la radio y luego, en medio de aquel súbito silencio, avanzaban de nuevo como un solo cuerpo y se metían en la cama…