—Hoy te ha llamado un hombre por teléfono —le informó Iris a Anna mientras cenaban—. Me olvidé de decírtelo.
—¿Y quién era?
—No me dijo su nombre. Creí que se trataba del tintorero al que querías hablarle del traje de papá. Pero no era él.
—¡Iris! —dijo Anna—. Haz el favor de ir al grano.
—Ya lo hago… Era Mr. Werner; me dijo que llamaba en relación al cuadro que había enviado.
—Creía que decías que no te había dado su nombre —intervino Maury.
—Eso fue la primera vez que llamó. La segunda, sí dijo quién era…
—Vamos, vamos. Esta cría aprenderá un día de estos a recoger los recados —siguió Maury.
Anna dejó caer el tenedor, pero luego volvió a cogerlo y tomó un bocado de zanahoria.
—¿Werner? ¿Cuadro? —repitió Joseph.
—Sí, dijo que había mandado a mamá un cuadro y que no sabía nada de ella, por lo que se preguntaba si se habría perdido o algo parecido.
—Oh —contestó Anna—, me olvidé de contarlo. Me mandó un cuadro cuando murió su padre. Me escribió que habían dejado el apartamento y que él, Paul Werner, y su hermana, al recoger las cosas que había allí, él, ellos, encontraron un cuadro y creyeron que me gustaría; pero no es así, se trata de una cosa de apariencia estúpida, pero ellos, él, me lo enviaron y yo me olvidé de este asunto, por eso no lo he mencionado…
Se levantó y comenzó a retirar los platos.
—Joseph, ¿esta noche quieres café o té?
—Déjame ver el cuadro, mamá —le gritó Maury en dirección a la cocina.
—Sí, déjanoslo ver, Anna —añadió Joseph cuando su esposa regresó.
—¿Realmente lo deseáis? Lo he guardado en algún sitio. Tendré que trastear por ahí…
—Me gustaría verlo —repitió Joseph.
«Mamá está actuando de una forma muy rara», pensó Iris.
Anna depositó el cuadro encima de la mesa de la sala de estar. Era un dibujo al pastel de una mujer. Se veía una inscripción en el marco dorado. Iris se inclinó y la leyó. Mujer con el pelo rojo, y el nombre del artista figuraba debajo.
La mujer estaba sentada. Su cuerpo tenía agradables curvas; la inclinada cabeza presentaba una mata de pelo de un rojizo apagado, el cuello era esbelto, los hombros estaban desnudos, se insinuaba el arranque de los pechos, el brazo reposaba sobre el regazo y la mano se difuminaba en las sombras. Iris se inclinó para observarlo mejor. En el regazo había una labor de punto y un ovillo aparecía caído en el suelo.
Iris quedó conmovida. Se fijó de nuevo en el nombre del artista.
—Mallard. He visto cosas suyas. Estaban en el museo cuando fuimos lo de la clase con nuestro profesor de arte. Debe de ser muy famoso…
—No te excites —replicó Anna con frialdad—. Sólo es un bosquejo al pastel. No valdrá una fortuna, puedes estar segura…
¡Qué cosas más raras decía mamá! Aquella no era su forma de ser. ¡Y aquel tono tan duro!
Joseph inclinó la cabeza. Parecía dubitativo.
—Debe de ser muy valioso. De otra forma, no hubieran puesto una moldura tan costosa, ¿no es así?
Anna retorció la boca. Iris lo vio.
—Intento buscarle el parecido —prosiguió Joseph—. No tiene nada que ver con el que encargamos para ti en París…
—Claro que no. Esto es arte —comentó Maury.
Aquello enojó a Joseph.
—¿Y qué sabes tú de arte?
Iris pareció divertida. Colocó un brazo encima de los hombros de su padre.
—Querido papaíto eres tú el que no sabe nada de arte.
—Tal vez no —gruñó Joseph—, pero sé cuándo algo me gusta. No tiene el menor parecido con tu madre. No comprendo cómo alguien puede verlo…
—Una pintura no es una fotografía —explicó orgullosa Iris—. Un buen cuadro sólo sugiere. Eso es lo que nos dijo nuestro profesor de arte. Muestra el carácter, te hace sentir a la persona.
—¡Tonterías! —le cortó Joseph—. O se parece a una persona o no se parece…
—De todos modos —declaró Maury—, hay que convenir que se parece mucho a mamá.
—¿Qué? —gritó de repente Anna—. ¿Con esa nariz aguzada y ese cuello largo como el de un ganso?
—Tiene tu espíritu —la refutó Maury—. Me sorprendes, mamá. ¿Eres la que más sabe de arte de la familia y no comprendes lo que queremos decir?
—¡Oh, no me molestéis más con esas cosas! —gritó Anna, con una voz que no era natural en ella.
De repente, Iris sintió piedad de su madre. No sabía por qué y confió en que Maury no la respondiera.
Su padre la reconvino.
—No sé por qué te pones así, Anna… Ya sé que aborreces recordar a los Werner, pero…
Anna lo contempló fijamente.
—No es nada de eso. ¿Te refieres siempre al hecho de que porque trabajé para ellos se supone que debo avergonzarme? Eso es una tontería. Nunca me avergonzaré por haber trabajado con mis manos…
Joseph la miró con severidad.
—Entonces, ¿de qué se trata? ¿Por qué estás tan enfadada?
—No estoy enfadada. No me gusta. ¿Tiene que gustarme? Yo no lo he pedido, pero aquí está, originando disensiones en esta casa. Es ridículo. ¡Es absurdo!
Joseph alzó las manos.
—Está bien… Nadie te pide que te agrade. Me lo llevaré a la oficina. No es tan malo como todo eso. Así no tendrás que verlo.
—Quedará magnífico colgado entre el mapa de Manhattan y tu título del Colegio de corredores de fincas. Es precisamente lo que necesitas…
Qué cosas más raras, siguió pensando Iris. Qué cambios en papá. Primero no le gusta y ahora se ofrece a colgarlo en su despacho.
Joseph suspiró.
—Está bien. Haz con esa cosa lo que quieras. Realmente carece de importancia, ¿no es verdad?
—Eso es lo que he querido decir durante todo el tiempo —repuso Anna—. No es nada importante…
Aquella noche, Iris se estaba cepillando los dientes cuando su madre entró en el cuarto de baño.
—Dime, Iris, ¿qué te dijo Mr. Werner?
—Ya te lo he contado.
—¿Eso fue todo lo que dijo?
—Pues bien, después de que le expliqué que no te encontrabas en casa, me preguntó si yo era la chica de los ojos grandes. Me dijo que me recordaba de una vez que se encontró con nosotras en la Quinta Avenida.
—¿Y nada más?
—Supongo que no. Oh, me dijo algo más acerca de mis ojos. Me dijo que no se había olvidado de mí. Que mi cara era todo ojos. Pensé que decir eso de mí era una cosa muy tonta, ¿verdad?
—Sí, muy tonta —convino Anna.
Cuando Iris se encontró a solas pensó que había sucedido algo diferente. Pero estaba contenta de que no se peleasen. Permaneció despierta, tratando de oír indicios de enfado en el cuarto de sus padres, pero no sucedió nada. Por lo menos, nada parecido a aquella noche de la que aún se acordaba aunque habían pasado ya cinco años, después de que se encontraron con Mr. Werner y su madre, y papá se había enojado de aquel modo tan terrible.
Desde entonces habían cambiado mucho las cosas. Habían sido ricos y ahora eran pobres. Iris lo sabía; había oído murmullos acerca de facturas y sabía que sus padres nunca hablaban de esto delante de ella y de Maury. Les había oído decir que sería una vergüenza el preocupar a los chicos.
Sí, ya había demasiados problemas de que preocuparse, y se alegró de que esta noche reinase el silencio. Y tampoco cabía afirmar que sus padres se peleasen con mucha frecuencia. Alguna de las muchachas de la escuela hablaba acerca de sus padres y madres que se peleaban continuamente. Los padres de una chica incluso se habían divorciado, lo cual debía de ser espantoso. Dolía pensar en una cosa así.
Tuvo un pensamiento repentino antes de quedarse dormida: deseó que Mr. Werner se mantuviese apartado, que no llamase de nuevo.
El cuadro desapareció. Iris vio un paquete plano, envuelto en papel pardo, en la parte trasera de un estante del armario del vestíbulo, y supuso que probablemente se trataba del cuadro.
Unos cuantos días después, apareció una carta en una mesita del salón, y con el sobre abierto, como si mamá hubiese deseado que la leyesen. Iris así lo hizo. El texto era muy breve:
«Apreciado Mr. Werner —leyó—: Mi marido y yo le damos las gracias por el retrato. Nos ha apenado mucho enterarnos del fallecimiento de su padre. Atentamente, Anna Friedman».
¡Vaya una nota más rara y fría! Estaba escrita en un papel blanco barato, con garabatos e incluso con un borrón en la página… No se parecía en nada a las bellas esquelas que mamá escribía a sus amigas, con tinta negra y en un papel de tono amarillo con su escritura picuda europea, igual que las huellas de las patitas de los pájaros.
¡Qué raro!
Casi tardó una semana en sentirse otra vez tranquila. Dios santo, pensó Anna, ha debido de perder la cabeza para llamarnos a casa… Y eso de hablar con Iris… Aquella noche, en la cena, cuando la chiquilla contó lo de la llamada, imaginó que estaba a punto de desmayarse del susto…
También cabía preguntarse cómo Joseph se había tomado las cosas con tanta tranquilidad. Aquella disputa por el funeral de Mrs. Werner… Nunca olvidaría la cólera y los celos de su marido. Porque eso había sido, aunque él nunca lo hubiera admitido así. Esta vez sólo hizo unas cuantas preguntas y luego aceptó, o hizo ver que lo aceptaba, su explicación de que aquel regalo había sido una amabilidad por parte de Paul Werner y de su hermana.
Pero Joseph había cambiado mucho en aquellos cinco años. Había perdido la firmeza con que regia la casa cuando las cosas marchaban bien. Tenía una apariencia triste. Le recordaba extraordinariamente aquel hombre joven, triste y pobre, que era su marido cuando lo conoció.
Pensaba en todo esto en su camino de regreso a casa tras hacer unas compras en el barrio, y pensaba también que el piso tenía una apariencia cada vez más pobre y que no tardaría en hacerse plenamente visible su infortunio. De repente, y sólo a una manzana de distancia de su casa, alguien la llamó por su nombre. Se dio media vuelta y vio a Paul Werner, que se llevaba una mano al sombrero.
—Recibí tu nota —explicó.
Anna apenas podía hablar. Por un instante, su corazón pareció que iba a detenerse y luego comenzó a martillearla en el pecho.
—¿Qué hace? —casi gritó—. ¿Por qué me envió aquel cuadro? Y ahora se presenta aquí y si alguien lo ve…
—No te asustes, Anna… Telefoneé de una forma abierta y dejé mi nombre. No existen subterfugios ni razones de ninguna clase para que nadie sospeche.
Anna echó a andar y él se colocó a su lado. Anna dobló por una calle lateral, en dirección al río, alejándose lo máximo posible del edificio donde se encontraba el apartamento. Iris llegaría de la escuela de un momento a otro, y la había mirado de una forma tan extraña la otra noche…
—¡Por favor, vete! —le rogó—. ¡Vete, Paul!
Pero él insistió.
—Tu carta es tan distinta a ti, Anna… No quise ofenderte cuando te envié el Mallard. Simplemente, era que no lo había visto desde hacía muchos años, pues mi padre lo escondió en alguna parte, y cuando lo hallé, quedé aturdido ante el parecido. Deseaba que lo tuvieras tú.
Llegaron a Riverside Drive. Los coches pululaban por allí, brillando entre luces de color limón. Hacía un poco de aire, que aún aturdió más los ojos de Anna. Estaba allí de pie, al lado de aquella riada de coches, sujetando la bolsa de la compra, helada como si el bordillo de la acera fuese un precipicio y la avenida un abismo.
Paul la sujetó del brazo.
—Tenemos que hablar. Crucemos. Encontraremos un banco debajo de los árboles.
Sus piernas se movieron. Parecía imposible que aquello hubiera ocurrido. Hacía un minuto volvía a casa del mercado, en un atardecer brillante y ventoso de comienzos de primavera, y al minuto siguiente se encontraba sentada en un banco con aquel hombre que nunca había pensado volver a ver… ¿Cómo podía haber sucedido algo así?
—Anna, no he podido dejar de venir —explicó—. Nunca te has ido de mi pensamiento. ¿Lo comprendes?
Anna temía mirarlo.
—Sí —musitó.
—Pienso en ti, a veces, en mitad de una conferencia, o cuando voy en coche o leo un periódico; de repente te haces visible. Me despierto y me acuerdo de ti, aunque haya estado soñando una cosa que nada tenga que ver contigo. Pero… allí estás. Y cuando vi la pintura, el recuerdo de ti se hizo tan vívido que tuve que hacer algo…
La respiración de Anna comenzó a sosegarse. Volvió el rostro hacia él.
—Es algo hermoso y me siento emocionada. Pero es una locura por tu parte encontrarte aquí, se mire como se mire. ¿No lo ves así, Paul?
—Anna, tenía que hacerlo. Sólo quería decírtelo.
Le cogió la mano y entrelazó los dedos con los de Anna. A pesar del grosor de sus guantes de piel, Anna sintió la fuerza, el calor, la vida de la carne de Paul.
—Por favor —murmuró.
Pero ninguno de los dos retiró sus enlazadas manos, que siguieron apoyadas en el banco, en medio de ambos. La vida seguía su curso: los niños corrían con sus patines y bicicletas; los perros tiraban de sus correas; algunas mujeres jóvenes empujaban cochecitos de bebé. Pero todo aquello parecía no existir para el hombre y la mujer sentados en el banco.
Al cabo de un rato, Paul dijo:
—Dime cómo estáis.
Anna sintió un gran peso y quedó hechizada.
—No. Me cuesta mucho hablar. Cuéntame tus cosas.
—Está bien —comenzó obediente Paul—. Acabo de regresar de Europa por cuenta de la empresa. He estado en Alemania. Las cosas van muy mal allí y aún les irán peor con ese hombre, con Hitler. He intentado salvar algunas inversiones de nuestros clientes antes de que sea demasiado tarde.
Su voz tenía una entonación que Anna hubiera reconocido aunque la hubiese oído junto a la de otros extraños, en el otro extremo del mundo. Desde su habitación, en lo más alto de la casa, la música de su voz hubiera subido por las escaleras y la habría alcanzado aunque hubiera estado en la cama, escuchando.
Al ver que Anna era incapaz de hablar, Paul buscó otro tema de conversación.
—Aparte eso… Colecciono obras de arte y voy a clases de esculpir. No soy muy bueno, pero para mí constituye un desafío. Y he continuado las caridades de mi padre. Era un gran benefactor, un dirigente muy eficiente y me cuesta emularlo. Pero lo intento.
Anna sintió que su voz sonreía y volvió la cara, pues había estado mirando sin ver el río. Aquellos ojos grandes, sedosos, bajo unos párpados pesados y redondos, brillantes como joyas; su madre los había tenido igual, así como también la misma nariz tan bien arqueada. E Iris también los tenía.
—No dejas de mirarme, Anna…
—¿De verdad? No me daba cuenta.
—No me preocupa que lo hagas. Mírame un poco más…
Anna enrojeció y miró de nuevo hacia el río. Su corazón comenzó de nuevo a palpitarle con fuerza y apenas podía respirar.
—¿Tal vez quieres saber más cosas de mí? No tengo hijos. Nunca los tendré, a Marian le hicieron una operación hace un par de años.
—Lo siento —respondió Anna de forma automática.
—Así soy yo. Y así es ella. No hemos adoptado a nadie. Y mi mujer también está muy atareada con sus obras de caridad. Es muy generosa con sus fuerzas y su tiempo, no sólo con su dinero. —Se detuvo de nuevo y luego añadió—: Así es mi vida. ¿Me contarás ahora tú algo de los tuyos?
Anna respiró con fuerza y comenzó:
—Una vida corriente. Como la de muchas mujeres. Me cuido de la casa y de los hijos. Hacemos lo que podemos en estos tiempos tan difíciles.
—¿Te han ido mal las cosas?
—Lo hemos perdido casi todo —respondió Anna con sencillez.
—¿Necesitas dinero? ¿Puedo ayudarte?
Anna movió la cabeza.
—No, no, nos las arreglamos. Y, de todos modos, no creerás que lo iba a aceptar de ti, ¿verdad?
De repente, sobrecogida por una real sensación de frío, Anna retiró la mano y hundió ambas manos en su regazo.
—Supongo que no podrías —respondió Paul con crudeza.
Se produjo entonces un largo silencio. Luego prosiguió:
—¡Debí haberme casado contigo, Anna! ¿Te hubieras tú casado conmigo?
—Oh —replicó Anna—, ya sabes que sí lo hubiera hecho, por lo que entonces sentía… ¿Pero de qué sirve hablar de estas cosas ahora?
Un barquito navegaba por el río. Una nube oscureció el verdor primaveral de las Palisades. Anna vio todo aquello a través de una cortina de lágrimas. ¡Cuán diferente hubiera sido todo! Tomas un sendero y te conduce aquí y a esta clase de mujer; tomas otro sendero y te lleva allí y te conviertes en otro tipo de mujer. Pensó que había olvidado —o casi olvidado— cómo habían sucedido las cosas. Dios sabía que había tratado de olvidar.
Se encaró de nuevo con él, casi furiosa:
—¿Por qué no te casaste conmigo? Ya ves que no soy orgullosa. Ya no deseo ser orgullosa. Respóndeme. ¿Por qué no lo hiciste?
Los ojos de Paul miraron directamente a los ojos de Anna, y a través de ellos.
—Entonces era un muchacho —respondió al fin—, aún no era un hombre. Pero tú tenías ya el espíritu de una mujer. No tuve el valor suficiente para casarme con alguien… con quien no se esperaba que lo hiciese. —Su voz enroqueció—. ¿Puedes comprenderlo y no despreciarme por ello? ¿Podrás?
Algo viviente alcanzó a Anna, como un cántico, un florecimiento, una ternura de dicha y vindicación.
—Tuve un dolor tan grande que deseé morirme… Y qué amargo fue todo… Pero, a pesar de ello, nunca te he despreciado, nunca…
Y luego pensó: «Después de esto… ¿deberé decírselo ahora? ¿No tiene el derecho, y el deber, de saber que mi hija le pertenece a él?».
De repente, Paul prosiguió:
—No te lo he dicho todo. Hay algo más…
—¿Qué es?
—¿Recuerdas cuando nos encontramos en la Quinta Avenida hace unos años? Siempre he recordado la forma en que estabas de pie, con el brazo echado por los hombros de la chiquilla. No sé, me conmovió. Y la cara de la niña me obsesiona. Creerás que me he vuelto loco, pero he tenido la revelación de que es mía. Mi niña. Y no me lo puedo quitar de la cabeza…
A Anna no le sorprendió que hubiese descubierto la verdad. Aquella mente tan rara y discernidora, aquellos ojos que veían a lo lejos, y a través de sus ojos, no había podido eludirlos. No, no la había sorprendido.
Sus labios se abrieron para hablar, pero él la interrumpió:
—¿Es verdad, no es así?
—Es cierto…
—No me asombra. No me siento sorprendido en este momento. Es como si siempre lo hubiera sabido. —Encendió un cigarrillo en un esfuerzo por calmarse y dominarse; pero ella vio que le temblaban las manos—. ¿Y Joseph? —terminó al cabo de un momento.
Anna movió la cabeza.
—Sólo yo lo sé…
Se produjo entonces un largo silencio, mientras se alejaba el acre humo. Paul había cerrado los ojos y no se movía. Al cabo de un rato, los abrió y siguió:
—¡Cuánto debes de haber sufrido, Anna!
—Me sentí tan culpable que creí que no tenía derecho a vivir —replicó ella muy despacio—. Pero luego, gracias a Dios, recuperé las fuerzas. Estoy convencida de que los seres humanos pueden soportar mucho más de lo que se creen…
—¡Has debido de hacer frente a tantas cosas! A perder a tus padres, a la pobreza en un país extraño y luego eso…, ¿por qué no me lo dijiste, Anna?
Ella lo contempló con tristeza.
—Está bien, no he debido preguntártelo. Ya sé que no podías. Pero, de todos modos, ¿me dejarás hacer algo por ella? Le puedo establecer un fideicomiso para que nunca pase necesidades.
—¡No, no! ¡Eso no es posible! ¡Ya sabes que no! Lo mejor que puedes hacer es apartarte de ella… ¿No lo ves así?
Paul suspiró.
—Dime, por favor, cómo es…
Anna consideró la mejor forma de resumir el modo de ser de aquella compleja, reservada y sensible chiquilla.
—Iris es muy inteligente, muy perceptiva. Sabe música y lee muchos libros; creo que posee tendencias artísticas.
Él sonrió débilmente.
—Sigue, por favor.
A partir de entonces le resultó más fácil hablar. Sus palabras, vacilantes al principio, comenzaron a hacerse fluidas. A fin de cuentas, ea una madre que hablaba de su hija. Y aquel oyente deseaba escuchar. Así que le contó lo que comía, las cosas de la escuela, y algunas observaciones divertidas, buscando en su mente aquellas palabras que pudieran hacer vivir a Iris en la imaginación de Paul.
—¿Y te quiere mucho? Así lo espero. No todas las hijas tienen una madre como tú.
—Ella y yo no tenemos grandes problemas. Pero está mucho por Joseph. Él la adora, puesto que es su corazoncito. Pero, de todos modos, esto es lo que suele suceder entre padres e hijas —concluyó Anna, aunque, inmediatamente, se arrepintió del poco tacto empleado en sus últimas palabras.
Pero Paul se mostró conforme y dijo en voz baja:
—Es verdad.
—Realmente no me porto bien con ella —exclamó Anna de repente—. Por lo menos no como debiera, Paul… La amo tanto como a Maury. Pero con ella las cosas no son fáciles. Es diferente —terminó titubeando.
—Claro, así debe ser…
—Cuando la miro, trato de pensar en ella como si hubiese nacido —estuvo a punto de decir «de mí y de Joseph», pero en lugar de ello prosiguió— de una forma diferente. Y la mayor parte del tiempo lo logro. Ya ves que te he situado aparte, en el pasado. Pero hoy el pasado está aquí, siempre que mire a Iris pensaré… —fue incapaz de terminar.
Paul volvió a cogerle la mano y le dio unos golpecitos cariñosos.
Luego Anna prosiguió:
—Me pregunto qué debe sentir de todo esto, pobre Iris. Estoy segura de que nota algo…
Ninguno de los dos supo qué más añadir al respecto.
Pero Paul prosiguió con otras cosas.
—No he sido muy equitativo. No te he preguntado nada acerca de Maury.
—Sólo tratas de ser amable. Realmente no te puede interesar nada de Maury.
—Claro que sí. Te pertenece a ti, es parte de ti. Cuéntame cosas.
—Maury es el hijo que cualquiera ambiciona, el niño en que has pensado antes de tener un hijo. Todos lo quieren. —Anna se detuvo—. No puedo, Paul. Estoy que reboso. Han sido demasiadas emociones para esta tarde.
—Lo sé. Yo también siento igual, Anna querida.
Y tomando su mano entre las suyas le quitó el guante, le alzó la mano y le besó la palma, los dedos y el pulso que latía tan acelerado en su muñeca.
Se percataron de que en el parque se producía cierta agitación y movimiento. Las madres empezaron a llamar a sus hijos y a reunir los esparcidos juguetes. La tarde se acababa.
Paul abandonó la mano de Anna, se levantó y se apartó de ella. Anduvo unos pasos dándole la espalda, de cara al río. Parecía muy solitario con su abrigo de cuello de piel, un extraño entre las palomas y los niños que jugaban en el paseo. Aquel hombre alto y poderoso que podía conseguir casi todo lo que quisiera, pero que era tan vulnerable a través de ella. Estaba separado de Anna, pero muy unido a ella también, mientras viviera alguno de los dos, o mientras viviera Iris o cualquier hijo que Iris tuviera o…
Regresó a su lado y se sentó.
—Óyeme, Anna. La vida es breve. Ayer, como quien dice, teníamos veinte años, ¿y dónde está el tiempo que se ha ido? Hemos de hablar de lo que debemos hacer tú y yo.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero casarme contigo ahora. Quiero hacerme cargo de nuestra niñita y daros cuanto os merecéis. Deseo dejar de despertarme por la noche y preguntarme cómo estás. Quiero despertarme y tenerte junto a mí.
—¿Así de sencillo? —Había un deje de amargura en su tono y se dio cuenta de ello—. ¿Y qué me dices de Maury? ¿Y de Joseph? ¿Y qué del hecho de que tú ya tengas esposa?
—El solicitar el divorcio no destruiría a Marian. Créeme, Anna. No soy ningún destructor. No lastimo a la gente si puedo evitarlo.
—¿Lastimar? ¿No te das cuenta de lo que sentiría Joseph si supiera que estoy ahora aquí sentada contigo? Es muy devoto, creyente, un hombre muy gazmoño. Un puritano, Paul… Esto quedaría más allá de su perdón. ¿Un divorcio? ¡Lo arruinaría! —La voz de Anna se elevó—. Por las noches, sentada con él, miró a través de la habitación a ese hombre que se casó conmigo cuando…, cuando tú no quisiste hacerlo, que ha cuidado de mí, que me ha dado todo el bienestar material que ha estado en sus manos, que me ama con ternura ahora que no tiene nada que ofrecerme. A veces, incluso no puedo sufrir el pensar en lo que ya le he hecho.
—Hay que pagar por todo —le respondió con gentileza Paul—. Comprendo lo que dices y comprendo que, de muchas formas, puede llegar a ser muy duro. Pero debes sopesarlo todo contra tu propia vida, lo que deseas que sea tu propia vida. Y sé, lo sé, Anna, que deseas vivirla conmigo.
Las mejillas de Anna se colorearon.
—Sí, claro que sí… No puedo negarlo.
—¿Entonces por qué no lo haces?
—Pero también hemos pasado por muchas cosas Joseph y yo.
Parecía reflexionar, reunir, como si se encontrase sola, todos sus pensamientos.
—Hemos luchado para subir y luego nos hemos deslizado de nuevo casi hasta el punto de partida. Y trabaja tan duro… A veces creo que esto lo matará. Y nunca desea nada, nunca toma nada para sí mismo. Todo es para nosotros, para mí y los hijos.
—Para mi hija —le interrumpió Paul.
Anna suspiró, en una respiración entrecortada que era casi un sollozo.
—¿Qué puedo hacer, Paul? ¿He de colocar un cuchillo en el pecho a un hombre así? Y además, le amo… ¿Sabes qué quiero decir cuando digo que le amo?
Paul no respondió.
—¿Es este el camino, Paul?
Paul alzó la voz.
—Me duele por nosotros… Oh, Dios mío, cuán afligido me encuentro…
Anna comenzó a llorar.
—No, por favor —le musitó Paul, al tiempo que sacaba un pañuelo. No debes volver a casa con los ojos enrojecidos. Tendrías que dar demasiadas explicaciones.
Le secó los ojos.
—Anna, Anna, ¿qué debemos hacer?
—No lo sé. Sólo sé que no puedo casarme contigo.
—Piensas eso ahora. Pero las cosas cambiarán. Esperaré. Tal vez pronto veas las cosas de otro modo.
Anna sacudió la cabeza.
—No debemos vernos más. Tú lo sabes…
—Y tú sabes que eso es imposible. Ninguno de los dos podrá resistirlo.
—Ya te he dicho antes que la gente puede soportar mucho más de lo que imaginas.
—Tal vez sí. Pero ¿por qué hemos de torturarnos para probarnos que sí podemos? Quiero verte otra vez, Anna, y lo haré. ¿No tengo tal vez derecho, de vez en cuando, a enterarme de cómo sigue Iris?
—Está bien —replicó Anna con suavidad—. Ya imaginaremos cómo. Ahora no me es posible pensar en ello. Pero también yo lo deseo.
Anna sacó un espejito de su bolsa, y preocupada, se examinó el rostro.
—Estás muy bien. No se te puede echar nada en cara. Excepto que eres una mujer encantadora, incluso con ese abrigo.
Paul enrojeció.
—No he querido decir que haya nada malo en tu abrigo. Sólo que…, en fin, que no te sienta tan bien como un abrigo negro de piel y unos pendientes de brillantes.
Anna se echó a reír y él prosiguió:
—Así está mejor. Me encanta oírte reír. Hace mucho tiempo que oí tu risa por primera vez.
—Será mejor que me vaya, Paul. Es tardísimo.
—Adelante, Anna querida. Pero te telefonearé mañana por la mañana alrededor de las diez, ¿está bien?
—Sí. A las diez.
—Tendrás tiempo de aquí a entonces para decidir cuándo podremos vernos de nuevo.
—Has guardado el cuadro —le comentó Joseph por la noche cuando estaban en la cama.
—Sí. A ninguno de los dos nos gusta.
—¿Me pregunto por qué te lo ha enviado?
—La gente rica acostumbra a hacer esas cosas, eso es todo. Les hace sentirse poderosos.
—Pero si apenas te conoce. No es como si tú pertenecieras a su círculo.
Anna no respondió y Joseph tampoco la presionó. ¡Pobre Joseph! No hacía más que dar vueltas al tema, deseando preguntar más cosas, pero temiendo hacerlo. Aquellos últimos años habían representado mucho para él; habían derrumbado la mayor parte de su anterior seguridad. Desde que la Depresión había comenzado sólo trataba de vaciar el océano con un cubito y se encontraba ya cansado. Una cálida piedad movió a Anna, y le habló con jovialidad, intentando elevarle el ánimo.
—Lo que sucede es, simplemente, que yo era una bonita criadita de aquella casa y la gente es muy amable con las criaditas bonitas. ¿Seguro que no estás celoso?
—Podría estarlo, pero ya que pones así las cosas, no lo estaré.
—Por favor. No tengamos una repetición de este asunto, como cuando los encontré por la calle aquella vez.
—Fui muy desagradable, ¿no es verdad?
—Lo fuiste. Y sin ninguna razón.
Joseph no contestó.
—¿Joseph? Por favor. No te pongas de mal humor. No puedo soportarlo.
—¿Por qué? ¿Tan fiero soy?
—Puedes serlo.
—No lo seré. Anna, querida, olvídate de todo. Olvida ese condenado cuadro. No vale la pena seguir hablando de él. Durmámonos.
Suspiró y atrayéndola hacia sí, descansó la cabeza en sus hombros.
Suspiró de nuevo.
—¡Ah, qué paz! No importa el frío y lo desagradable que resulte afuera. Tengo este refugio durante unas horas, por la noche, me olvido de las deudas, de los nuevos negocios y del alquiler de la oficina. Sólo pienso en cosas básicas, en ti y en mí. Eso es lo más importante, Anna, la forma en que todo comenzó. Solos tú y yo y ese niñito y esa niñita que hemos hecho juntos.
Anna tragó saliva. Tenía una especie de nudo en la garganta, un nudo de miedo.
—Y tengo que luchar por todos vosotros, por los míos. Tal vez con ese nuevo hombre, con ese Roosevelt, las cosas comenzarán a ir mejor. Así lo espero —murmuró Joseph.
Cuando Joseph se hubo dormido, Anna se dio la vuelta. Tanta confianza, tanta lealtad y confianza… Era como una armadura que llevaba sin saberlo. No se puede decir a un hombre que lleva una armadura así. Recordó unos versos que a veces Maury memorizaba de su clase de latín, algo como «la virtud lo defiende». Las lágrimas se deslizaron por sus sienes, hacia los oídos. Estoy sola, completamente sola. ¿Por qué he de tenerlo todo en la mente, en el corazón y sentir lo que siento? ¿Toda esa confianza, tensión, terror? Estoy ante un grande y negro futuro y no sé qué me deparará.
Sintió frío. Un frío provocado por el miedo. Se apoyó en la sólida espalda de su marido, sintiendo la comodidad que le daba su calor. Luego le llegó el recuerdo de las palabras de Paul: «Deseo despertarme y sentirte a mi lado». Una febril ola de calor desterró el frío; tembló de deseo, de vergüenza, de miedo y entonces sintió frío otra vez.
Las manecillas del reloj de la mesilla de noche brillaban. Anna siguió tumbada, con los ojos abiertos, observando, durante toda la noche, cómo avanzaban las manecillas.
El teléfono sonó a las diez. Sólo tocó una vez, puesto que Anna había estado aguardando al lado.
—No he podido dormir esta noche, Paul —le dijo.
—Tampoco yo. ¿Ya has decidido cuándo y dónde?
—Paul, no puedo verte ahora. No te digo nunca, sino sólo ahora.
—Lo siento mucho.
—Soy yo la que lo siente. Lo deploro y me siento culpable. No tengo la fuerza suficiente para enfrentarme con ello. Compréndelo, por favor, y no te enfades.
—No creo que nunca me pueda enfadar contigo. Pero estoy miserablemente decepcionado.
—Sí, es muy duro. Sumamente duro…
—¿Estás segura de que no eres tú la que lo está haciendo aún más duro?
—Creo que no. Traté de explicarte ayer cómo están las cosas.
—Sí, lo hiciste. Y yo lo comprendí. Pero no voy a permitir que cortes el lazo que nos une, Anna. Nunca lo permitiré.
—Tampoco yo te lo pido. Si me haces saber dónde te encuentras, te mandaré, de vez en cuando, una postal, una postal inofensiva que cualquiera podrá leer. Sólo tú sabrás que es de Iris y mía.
—Dímelo de nuevo. Creo que has dicho hace un momento que no has pretendido decir «nunca», sino sólo «ahora no». ¿Eso es lo que has dicho?
—Sí, sí…
—Entonces seré paciente. Y te haré saber siempre dónde estoy. También con una postal. ¿Tienes amigas que viajen con frecuencia?
—Oh, sí. Pon cualquier nombre. Eso carece de importancia.
—Lo haré.
—¿Paul? ¿Colgarás ahora?
—Aguarda un momento. Sólo te pido que recuerdes esto: cuando hayas cambiado de pensamiento respecto de vernos de nuevo o de que nos casemos, o si me necesitas para algo, mándame unas líneas y acudiré a tu lado. Y cambiarás de idea, ya lo verás.
—Voy a colgar —le dijo Anna con suavidad.
—Muy bien. Cuelga. Pero no digas la palabra «adiós».