En la primera semana de septiembre de 1929, Nueva York despertó de su siesta veraniega. Las fragantes y doradas calles quedaron atestadas con los que volvían a la escuela y por los compradores de regreso a la ciudad. Los escaparates de la Quinta Avenida se encontraban concurridos por damas que querían observar las últimas novedades de París: las cinturas habían subido y las faldas colgaban de un modo definitivo sólo hasta la mitad de la pantorrilla. El color del año era el bois-de-rose y los brocados se habían puesto de moda para acudir al teatro. Los agentes de ventas de entradas para el teatro tenían una gran demanda y las de los espectáculos musicales se vendían con meses de antelación. Se oía el repiqueteo de los remachadores y los rascacielos se alzaban por todas partes, relucientes de cristales, con el nuevo estilo de Le Corbusier. La Bolsa, que era la causa, y también el efecto de todas esas cosas, se mantenía continuamente en alza.
El tres de septiembre, una simple acción de «Montgomery Ward», comprada por ciento treinta y dos dólares el año anterior, se cotizaba a cuatrocientos sesenta y seis dólares. Las de «Radio Corporation of America», adquiridas a noventa y cuatro dólares y medio, se vendían a quinientos cinco. Muchas personas poseían miles de acciones como esas. A fin de cuentas, se las podía comprar por sólo el diez por ciento y dejar a deber el resto al agente de Bolsa.
El cuatro de septiembre se produjo una ligera baja, que no se creyó digna de consideración. El cinco de septiembre, el New York Times detectó, en sus cotizaciones, una baja de diez enteros, a lo que tampoco se concedió mucha importancia, aunque Roger Babson, el periodista financiero, comentó que se habían acabado las alzas y que se encontraba en camino una depresión. Pero era considerado un alarmista y todos sabían que, en las subidas, siempre se producían ligeros descensos; existían siempre pequeñas bajas sin consecuencia, de vez en cuando, antes de que el alza se estabilizase.
Pero a principios de una semana de octubre, el día veintiuno, el descenso llegó demasiado lejos y los agentes de Bolsa empezaron a hacer llamadas. Y cuando el dinero comenzó a no estar disponible —¿y cómo podía estarlo?—, principió el gran desplome. Y el día veinticuatro de octubre, jueves, toda la estructura de la Bolsa se vino abajo como un árbol podrido. Millones de acciones fueron ofrecidas entre un caos de gritos en el piso bajo de la Bolsa, mientras, en el exterior, en aquel Jueves Negro, en la esquina de Broad y Wall, las multitudes se reunían asombradas y curiosas y hablaban en voz baja. No podían acabar de creérselo. ¿Cabría hacer algo para conseguir la recuperación? Lo que fuese…
Durante cinco días las cosas discurrieron así hasta que un pánico total se presentó el día veintinueve de octubre y el bajón tocó fondo como una piedra que se aplasta contra una pared y forma un hoyo. En uno de aquellos días, sólo la «General Electric», una de las compañías más solidas del país, perdió ochenta y ocho enteros. Aún se alcanzarían niveles inferiores, aunque por entonces, la gente no lo sabía. No sabían que, hacia 1932, la «United States Electric» caería hasta veintiuno y la «General Motors» bajaría hasta siete.
Pero, aunque lo hubiesen sabido, aquello no hubiera significado ninguna diferencia. Estaban ya arruinados.
En los meses siguientes, los rascacielos dejaron de elevarse y se hizo evidente que sus piedras tenían colocados sus cimientos en el papel de Wall Street. Se acalló el martilleo, aquel tranquilizador rat-tat-tat, aquella proclamación de futuro. Los niños que nacieron en la ciudad aquel año acabarían sus estudios superiores sin haber oído, en ningún momento, aquel sonido.
Parecía que todos confiaban en Joseph. En sus sueños nocturnos, y en sus visiones del despertar, veía un racimo de rostros blancos vueltos hacia él, preguntando y esperando.
Comenzó con el pobre Malone, aquella semana de octubre del día veintiuno. No sabía que Malone lo había invertido todo en la Bolsa. Él mismo nunca había poseído muchas acciones; creía más en las propiedades. Las acciones que había poseído las había vendido antes de emprender viaje a Europa, siguiendo la teoría de que nadie puede velar por los negocios de un hombre tan bien como este mismo.
Cuando el agente de Bolsa le telefoneó, Malone estaba aún pasando el otoño en Irlanda. El agente le explicó que necesitaba, por lo menos, un centenar de millares de dólares para hacer frente a la situación.
—Deme por lo menos de plazo hasta mañana —rogó Joseph—. Lo encontraré en alguna parte.
Pero se preguntó dónde podría hallar Malone una cantidad contante y sonante de aquella envergadura.
Probó con el teléfono transatlántico, y al cabo de muchas horas, una vocecilla, que se apagaba y elevaba, desde un hotel de Wexgord, le explicó que Mr. y Mrs. Malone habían alquilado un coche para ir a visitar a unos parientes que vivían en el campo.
No, no habían dejado dirección y no regresarían. El barco no zarparía hasta dentro de una semana, y para cuando pudiera localizarlos allí, ya sería demasiado tarde.
Se fue a la cama aterrado por el desastre que iba a abatirse sobre su amigo.
Por la mañana, le despertó el teléfono. Solly le pidió excusas por llamarle tan temprano, pero no había dormido en toda la noche y llamaba a Joseph en calidad de último recurso: ¿podría Joseph prestarle hoy cuarenta y cinco mil dólares?
Aquello era un montón de dinero.
Sí, lo sabía, pero sus acciones se habían derrumbado y debía dar una contestación a su agente de Bolsa antes de las once de la mañana.
Dios santo, qué cosa tan terrible.
Sí, claro que era terrible. Pero era todo cuanto tenía en el mundo, con excepción de su seguro de vida.
Joseph había pensado, por la forma en que vivían, que Solly poseería mucho más que esto, pero hasta que las cosas se muestran en su cruda evidencia, nunca te lo acabas de creer.
Se trataba de algo temporal, le aseguró Solly; tenía el presentimiento de que la Bolsa se reharía en uno o dos meses. Si Joseph le ayudaba a resistir, tan pronto como las acciones subiesen de nuevo, Solly las vendería y le devolvería el dinero.
Era demasiado dinero, le contestó otra vez Joseph, sin saber qué más decir, no sabiendo cómo confesarle que no quería arriesgar su dinero sólo sobre la base de aquel presentimiento de Solly, o que, si debía correr algún riesgo, sólo lo haría para favorecer a Malone.
Solly le aseguró que pagaría con gusto intereses, si eso era lo que Joseph deseaba.
No, aquello no era lo que deseaba; ciertamente no quería ganar dinero con alguien a quien conocía y apreciaba, como era el caso de Solly. Lo que ocurría era que no podía permitirse hacer correr riesgos a su propia familia. Confiaba que Solly lo entendiese así. Realmente le hubiera gustado mucho acudir en su ayuda. ¿Estaba Solly seguro de que lo había intentado todo: los Bancos, los prestamistas profesionales…? La voz de Joseph sonaba cada vez más insegura.
Sí, Solly lo había intentado todo y Joseph era su última esperanza. ¿Era su última palabra?
Sí, la era. Y lo sentía mucho. Solly nunca sabría lo mucho que lo lamentaba.
Fue la última vez que habló con él. A las cinco de la tarde, Solly había muerto.
En el camino de vuelta a casa desde su oficina, Tim pasó por la calle donde vivía Solly y la encontraron bloqueada por coches de Policía y por un inmenso gentío. Joseph preguntó a una curiosa qué había sucedido.
—Un hombre se ha tirado por la ventana —le respondió la mujer.
Y Joseph supo en aquel mismo instante que se trataba de Solly.
Cuando llegó a casa se dirigió enseguida al teléfono. Una voz extraña le respondió desde casa de Solly. Tal vez una vecina.
—¿Va todo bien? —inquirió.
Su pregunta no parecía muy congruente.
—No —le respondió la mujer, que se echó a llorar—. Dios mío, Solly se ha suicidado…
Colgó con suavidad el teléfono y se sentó un momento a solas. Luego llamó a Anna. Durante los siguientes días estuvieron muy ocupados con Ruth. Esta estaba tan calmada como si también se encontrase muerta. La gente no se atrevía a entrar, cavilaba, ponían caras conmovidas. ¿Qué podían decirle? No sabían qué decirle. La rodeaban el hombro con los brazos, le oprimían la cara con la mejilla y luego se colaban en el comedor, donde los vecinos habían situado una cafetera y platitos con comida, fruta, carne fría y pastelillos, puesto que los vivos deben comer y vivir.
Cada pocos minutos, alguien decía:
—No creo que ella se dé cuenta de lo que pasa.
Y otro respondía:
—La semana que viene, o el mes que viene, se percatará de lo que ha sucedido.
Ruth, mientras tanto, se sentaba en la sala de estar, en la butaca de Solly. El grueso velón blanco de luto ardía en un candelabro encima del piano, adornado con el chal español que Joseph y Anna les habían traído de Europa hacía escasas semanas. Era de seda negra con flores y franjas, algo llamativo que Ruth siempre había deseado. Ruth acercó su mano, pequeña y transparente, a la llama de la vela.
—Vacío, vacío —musitó, y la rodeó en silencio.
Comenzó a despertarse. Sabía que había estado soñando, pero, en el mismo instante de despertar, los sueños se evaporaron, y sólo pudo recordar que había estado de pie, o saltando, o de rodillas, en el alféizar del piso decimocuarto; allá abajo, estaban los techos de los coches, que se arrastraban como escarabajos. El viento le daba en la cara. No, no era su cara, era la de Solly. Era Solly o Joseph el que colgaba de allí; en el último instante, frenético y aterrorizado, ¿se habría echado hacia atrás? Demasiado tarde, demasiado tarde, ya había perdido apoyo. ¿Era Solly o Joseph? La calle se precipitaba hacia él, se inclinaba, gritaban. ¿Quién, Solly o Joseph? Luego le pusieron una mano en el hombro, la mano de Anna.
—Calla, calla. Estás soñando, Joseph, Joseph, no ocurre nada…
Y se preocupó por Malone. El hombre estaba abatido. Se sentaba en su despacho con el teléfono descolgado. Debía de haber perdido doce kilos de su alegre gordura; su piel le colgaba en pliegues por el cuello.
Una vez, Joseph vio que había estado llorando y quiso salir de la estancia, pero Malone le atajó:
—¿Por qué no supe lo que iba a suceder? Dímelo, ¿por qué no lo supe?
—Eran demasiadas empresas —fue todo lo que Joseph acertó a decir.
Le preocupaba el edificio que se iba a terminar dentro de poco, pero Malone no se hallaba en condiciones de hablar de ello. Así que telefoneó a su abogado y se enteró de que su Banco no podría realizar el último pago del préstamo de la construcción. Tres Bancos importantes habían quebrado ya y la gente hacía cola para retirar sus depósitos, por lo que incluso un Banco saneado quebraría ante algo así. ¿Qué pasaría si este también iba a la bancarrota? ¿Cómo podrían acabar la obra?
Decidió tener una charla con el director del Banco a primera hora. Hacerlo en persona, no por teléfono, y tratar las cosas con cuidado. Pero no se puede ir y decir a la gente que todo son rumores y que las cosas se superarán.
Cuando llegó al Banco a las diez en punto del día siguiente, había una multitud ya en las aceras. Ancianas, hombres con trajes de negocios, hombres con monos, todos ellos golpeando en las puertas. Las puertas del Banco estaban cerradas.
¿Qué tenía que hacer? Se trataba de un edificio de nueve pisos y ático, dentro del estilo del East Side superior, una auténtica joya, y ya alquilada la mitad. Con cien mil dólares podría terminarlo. No habría otro remedio que emplear sus propios fondos. Después de todo, sería como si se hiciera un préstamo a sí mismo, razonó. Pero de este modo mermaría considerablemente su capital.
Regresó a casa, sombrío y pensativo. Pero sólo para enterarse de otras malas noticias.
—Se trata de Ruth —le dijo Anna—. Pensábamos que, por lo menos, tenía el seguro de Solly. Pero, al parecer, ella firmó algunos documentos, los firmó cuando su marido reunía dinero para mantener sus acciones. Y ahora le han dicho que el seguro de vida ya no le pertenece… Joseph, no tiene un centavo, está en aquel apartamento sin un solo centavo…
Joseph pensó y pensó mientras la cabeza le martilleaba.
—Desearía que la gente me dejase solo…
Pero se acordó de Solly, de cuando le enseñaba a jugar a pelota, y a Ruth yendo a ver a Anna al nacer sus hijos, y cuando no había nadie que la ayudara, y durante el verano anterior, cuando Iris se quedó con ellos y habían cuidado de ella con tanto cariño.
—Averigua lo que necesita —le respondió—. Han sido muy buenos con nosotros, Anna. No puedo olvidarlo.
Aquel invierno hubo fuertes nevadas. El Ayuntamiento puso un anuncio reclamando hombres para apalear la nieve. Antes de que clarease del todo se habían formado largas colas de peticionarios. Algunos de aquellos hombres eran de mediana edad, llevaban trajes hechos por un buen sastre y abrigos con cuellos de piel. En todas partes de la ciudad se formaban colas: colas para el pan, para la sopa. Joseph pasó delante de ellas mientras iba en coche; una vez divisó la cara de un hombre al que conocía, pero volvió rápidamente la cara para que aquella persona no se percatase de que la había reconocido.
La velocidad con que el desastre se extendió resultó increíble. Sentado en su bueno y sólido coche, detrás de Tim, en el viaje de regreso a su casa, donde se estaba caliente y había abundancia de alimentos, se tranquilizó al decirse que no estaba como aquellos pobres diablos que hacían cola. De todos modos, y hablando de demonios, aquel pequeño diablo del miedo aún se encontraba allí, situado dentro de su cabeza, aguardando. ¿Pero aguardando qué?
El nuevo edificio, aquella pequeña joya, no rentaba lo suficiente. Al final tuvo que alquilar el ático por la mitad de lo esperado. La cadena de almacenes que le había alquilado los locales de la Avenida Madison se encontraba en bancarrota. Las galerías del barrio de las pieles estaban en parte vacantes y vacíos los estantes antes repletos de pesadas pieles. Las dos primeras casas de apartamentos de Central Park West se estaba vaciando, pero los intereses, los impuestos y los gastos de mantenimiento aumentaban sin cesar. Había estado empleando sus fondos particulares para mantener la situación. Malone no pudo contribuir con nada. ¿Cuánto duraría esta depresión, o como se llamase? ¿Cuánto tiempo la soportaría él?
Se veían anuncios en que se ofrecía apartamentos en alquiler por cinco años, con un año adelantado de alquiler, ofreciendo gratis la decoración o el remodelado, o lo que se quisiese hacer con el piso. Sólo había que acudir a firmar.
Y no aparecían trabajos nuevos a la vista.
Por la noche se mantenía despierto y sostenía diálogos consigo mismo.
Aire, decía indignado. Dicen que todo son burbujas y aire. Paso ante las casas, de quince pisos de altura, con conserjes de uniforme marrones, de pie debajo de los toldos; conozco el interior de estas casas del mismo modo que un médico conoce el interior de los cuerpos. Me sé de memoria sus kilómetros de conducciones, los suelos de linóleo, las baldosas de importación del vestíbulo. ¿Me dirás que todo eso es aire?
Se han construido encima de promesas, eso es lo que quieren decir.
¿Promesas? Oh, te refieres a hipotecas, promesas de pago. Pero esos edificios han costado millones; ¿qué hombre, o grupo de hombres, habrían sido capaces de construirlos sin pedir préstamos?
Eso es verdad.
Y siempre lo devolvemos, ¿no es cierto? Y, además, nos queda lo suficiente para vivir muy bien.
Pero se devuelven, siempre y cuando alguien te pague a ti.
Los alquileres, ¿lo entiendes?
Claro que sí.
Claro que sí.
Pero ¿y cuando la gente ya no paga alquileres?
Pagarán el alquiler. No encontrarán sitios mejores para vivir.
Pero si pierden sus empleos, ¿qué pueden hacer?
No lo sé. ¿Crees que las cosas están tan mal?
Ya están muy mal.
Silencio.
Hay diez millones de parados.
Silencio.
Desahucia a unos cuantos.
¿Quieres decir que debo ponerles los muebles en la calle?
Eso es lo que significa desahuciar.
No puedo hacer eso. No dormiría si le hiciese eso a la gente.
Pues entonces perderás tus propiedades, lo perderás todo.
¿Y qué ocurrirá si les echo?
De una forma u otra, también lo perderás todo.
Dominó el pánico. Mes tras mes, fue haciendo arreglos y reduciendo gastos. Malone y él se trasladaron de su lujosa oficina y despidieron a la mayoría del personal. Vendió el coche pero conservó a Tim como chico de oficina, a pesar de que no necesitaba ninguno, pero Tim tenía dos niños que criar. Despidieron a las criadas e Iris fue enviada a una escuela pública. Tampoco había sido muy feliz con aquel montón de esnobs, se dijo a sí mismo Joseph, sabiendo que debía racionalizar las cosas. Empeñó el anillo de brillantes de Anna para pagar la hipoteca de un edificio que más tarde perdió. Fue uno de los momentos más amargos de su vida, cuando Anna se sacó el anillo del dedo y se lo entregó. Anna le urgió a que lo vendiera, pero él se negó con terquedad. Se lo devolvería algún día, aunque tuviera que destrozarse para conseguirlo.
Al final, salvó un edificio, una pequeña casa de apartamentos en Washington Heights, donde había empezado. Y fue aquello lo que los alimentó durante los años de hambre.