15

El Berengaria zarpó para Southampton a mediodía, con gallardetes ondeando y música que se llevaba el viento de la ribera. Las máquinas zumbaron y el buque comenzó a alejarse hacia el Hudson, viró y avanzó sobrepasando la Estatua de la Libertad y el lugar donde había estado Castle Garden, el primer lugar que había pisado Anna al desembarcar en Estados Unidos. No se había encontrado tan excitada entonces como lo estaba ahora. ¿No era extraño?

Abajo, en el camarote, las botellas vacías de champaña de su fiesta de partida aún no habían sido retiradas. Los aparadores estaban atestados de regalos: tres pirámides de frutas, suficientes para diez personas, cajas de bombones y pastelillos; un montón de novelas y flores, además de un paquete atado con cintas obsequio de Solly y Ruth.

Anna lo abrió y sacó de él un Diario de piel con cantos dorados: «Mi viaje a Europa», ponía en la tapa.

Joseph sonrió.

—Ruth sabe que te gusta escribir, ¿no es verdad?

—Escribiré cada día —respondió Anna con firmeza—. No quiero olvidar ni un solo momento.

4 de junio

¡Ir tan lejos, al otro extremo del mundo! Aún no acabo de creerme que haya sucedido…

Todo ocurrió una noche, a fines de marzo, cuando Joseph dijo:

—Quiero hacer algo realmente grande para nuestro aniversario de este año. Quiero que vayamos a Europa. Nos lo podemos permitir…

Me sorprendió que, cuando éramos pobres e Europa, sólo pensásemos en ir a Estados Unidos, y que ahora que somos suficientemente ricos volvamos a Europa.

—Pero no a París —bromeó Joseph—. Ya sabes que tú no has venido de París…

Ya me imagino ver París, con las Tullerías, el Cours de la Reine, donde María Antonieta iba a caballo desde Versalles… Me represento a la ciudad como un enorme candelabro de cristal, lleno de fuentes, de luces y de vida.

Pero, sobre todo, estaré agradecida por ver a mis hermanos en Viena. Me pregunto si aún podré distinguirlos al uno del otro…

Ha venido una enorme cantidad de gente a vernos partir, amigos y conocidos de los negocios y naturalmente, los Malone. Malone y Mary irán a Irlanda a pasar seis semanas cuando nosotros regresemos a casa el mes de septiembre. Desean visitar el lugar de procedencia de sus antepasados. Joseph afirma que, seguramente, él no volverá a Rusia para visitar su lugar de origen.

Malone es muy campechano, creo que está es la mujer manera de describirlo. Da la impresión de no estar nunca preocupado. Le pregunté a Mary si era verdad, y ella me respondió que creía que sí. Debe de ser muy fácil y tranquilo vivir con un hombre como él. Le saca la punta humorística a cada situación. Por ejemplo, estábamos observando cómo llegaba la gente a la plancha del barco y Malone empezó a bromear: «Aquí llega Lord Gaznatealto…». (Se trataba de un hombre muy alto, como una vaina de habichuelas, con unos mostachos al estilo de hace treinta años). «Y aquí está Lady Comprabocas…». No sólo es amable, sino divertido.

Tras el grito de «¡Los visitantes vuelvan a tierra!» hemos subido a cubierta. Maury e Iris parecen muy pequeños, allá abajo, al lado de Ruth y Solly. Hubiera querido llevar a los niños con nosotros a Europa, pero Joseph desea unas vacaciones sin niños. Y nosotros que no hemos dejado de verlos ni siquiera un día… No puedo privar a Joseph de que se tome esas vacaciones, puesto que ha trabajado seis días por semana, e incluso a veces los siete, desde que lo conozco. Pero echaré de menos a mis hijos.

Ruth tiene un brazo encima de los hombros de Iris y sé que quiere decirme que no me preocupe. Pero sí me preocupo algo: Iris sólo tiene diez años y es tan tímida y tan triste… Se me rompe el corazón pensando en ella, aunque sé que Ruth la cuidará bien.

¡Querida Ruth! Fuiste la primera persona que encontré cuando llegué a Estados Unidos. Recuerdo cómo te levantaste de la máquina de coser en aquella habitacioncita tan horriblemente sombría. ¡Cuán lejos estamos de entonces, tú, yo y todos los demás…!

Nuestro camarote está en la parte alta del barco, en la Cubierta Veranda. Acabo de salir de ella hace un momento; aún es de día, aunque el océano está oscuro. Ya no hay tierra a la vista. Realmente, estamos en el mar. No existe nada, nada, excepto el cielo y el agua.

5 de junio

Joseph está realmente enfadado conmigo esta mañana. No acostumbramos a enfadarnos, salvo raramente y por cosas triviales. Leíamos en cubierta cuando de repente casi me gritó:

—¿Dónde está tu anillo?

Se refería al diamante que me regaló el mes pasado por nuestro aniversario.

Cuando le dije que estaba abajo, en mi armario, junto con mis ropas, se puso furioso. Me dijo que tenía que llevar siempre aquel anillo en cualquier circunstancia. Le respondí que no me parecía apropiado llevar un diamante tan grande con un suéter y una falda, pero me respondió que le importaba un rábano, que el anillo era muy valioso y que no podía entender cómo iba a estar guardado la mayor parte de las veces. Me mandó abajo a buscarlo y por el camino, me quedé aterrada ante la idea de que alguien pudiera haberlo robado. ¡Debía de costar una fortuna! Pero, gracias a Dios, estaba allí, a salvo entre mis medias.

La verdad es que, realmente, nunca lo he deseado. Las cosas así no significan mucho para mí, aunque Joseph no pueda entenderlo. Opina que todas las mujeres están locas por los diamantes. Supongo que la mayoría de ellas sí lo estarán. Sé que todas mis amigas se quedaron muy impresionadas cuando lo vieron. Opino que esta es la auténtica razón de que Joseph quiera que lo lleve todo el tiempo y también de que haya querido hacer este viaje en primera clase.

7 de junio

En la mesa me he enterado de que existe un auténtico mundo de los buques y de que este viaje, que es una aventura para nosotros, constituye el medio de vida de otras personas. Esa gente cruza el Atlántico con la misma tranquilidad que nosotros cogemos el autobús en la Primera Avenida. Una pareja de Filadelfia, de nuestra misma edad, viajan con tres hijos y una criada que les lleva la comida a su suite. Van a Europa cada año, alquilando casas en Inglaterra, Suiza o Francia. Joseph quedó muy sorprendido, pues no creía que pareciesen tan ricos, pero no se da cuenta de que su sencillez es muy cara. No hablan demasiado, y cuando lo hacen, se dirigen más a la anciana dama que a nosotros. La anciana dama es la viuda de un banquero de Nueva York; viaja por todo el mundo, al parecer con su hija. La hija tiene cerca de treinta años. Parece muy sola y aburrida. Siento pena por ella.

Escucho las conversaciones de esta fraternidad de los viajes. Conocen el nombre de los capitanes y sobrecargos de los grandes navíos. Hablan de con quiénes se encontraron en este o en aquel viaje y de las fiestas a las que los invitaron. Una noche todas aquellas personas fueron invitadas a la mesa del capitán y Joseph y yo tuvimos la mesa para nosotros solos. ¡La jerarquía de los buques! Supongo que nos colocaron aquí porque sobraban dos sillas; la verdad es que nunca pertenecemos a un sitio así. Joseph está más silencioso que nunca y sé que se siente fuera de lugar. Naturalmente, yo también estoy fuera de lugar, pero eso no me preocupa, lo encuentro interesante. Observo el espectáculo, la procesión de los que bajan la escalerilla para ir a cenar: mujeres fofas con vestidos de brocado y diamantes, hombres de apariencia cansada, parejas en luna de miel. Vuelven las cabezas, sonríen con energía y gorjean salutaciones.

—¿Cómo está? ¡Hace siglos que no nos vemos!

Observo la comida, los grandes peces rodeados de hielo, las verduras, los palitos de azúcar de algodón, los pastelillos helados presentados en ramillete. ¡Cuánto trabajo y cuánto arte para cocinar todo esto! Me gustan las caras frescas y agradables de los boys que les aguardan. Parecen muy amables y respetuosos, mientras les ayudan a sentarse:

—Buenas noches, señora; ¿ha pasado una tarde agradable?

Me pregunto qué piensan realmente de nosotros.

Anoche, tras la cena, fuimos al baile y le conté todo esto a Joseph. Estaba un poco enojado.

—¿No puedes divertirte, simplemente, sin tener todos esos pensamientos tan serios? —me preguntó.

Le contesté que sí, que me divertía, pero que no podía regir mis pensamientos.

—¿No deseas decirme nada más? —acabé.

—Oh, vamos, puedes decirme lo que quieras, ya lo sabes…

Así que se puso de muy buen humor y bailamos hasta después de medianoche. La música fue esplendida y Joseph baila muy bien. ¡Realmente deberíamos hacerlo más a menudo! Aclara la cabeza. Uno se siente liviano y ágil, y no se piensa absolutamente en nada. Tiene razón. Pondero demasiado las cosas.

8 de junio

Hoy llueve y el viento nos inclina y doblega cuando se da la vuelta a las esquinas de cubierta. Todo el mundo está adentro. Joseph ha encontrado a un par de almas gemelas y juegan a las cartas. Otros se han ido a ver el cine. Pero yo no quiero perder ni un sólo minuto del mar. He ido sola a la cubierta y permanezco de pie, a pesar del agua pulverizada. ¡Cuán terrible es el Atlántico Norte, incluso en verano! Se tiene el sentido del peligro, algo elemental, aunque, como es natural, en este moderno navío de línea sólo deba preocuparme por los peligros más elementales…

Pasado mañana, cuando nos despertemos, nos han dicho que estaremos a la vista de Irlanda. ¿Qué sentirán los Malone cuando la vean por primera vez?

11 de junio

Creo que conozco ya todas las calles de Londres. La primera mañana salimos a dar un paseo. Nuestro hotel está en Park Lane. Habíamos planeado contemplar el cambio de la guardia en el palacio de Buckingham, y Joseph deseaba ver Hyde Park Corner, donde los radicales van a hacer inflamados discursos. Cuando le dije que doblase a la izquierda, me miró asombrado y me dijo:

—¿Estás segura de que no has estado aquí antes?

Yo le dije que sí, que había estado… en docenas de libros de Dickens, Thackeray, así como en todas las obras de la lista que me confeccionara en un tiempo Miss Thorne. Aquello había sucedido hacía dieciocho años, y hasta el año pasado no terminé la lista. Como es natural, entretanto había leído otras cosas, además de los cursos que había hecho de historia del arte y de la música.

Me pregunté por Miss Mary Thorne. Supongo que debe de estar ya jubilada, probablemente en Boston, tomando té en una habitacioncita con estantes y estantes de libros. ¿Cómo podía ella, o yo, haber conjeturado todas las cosas que han sucedido durante esos años?

13 de junio

Joseph tiene una reunión de negocios con unos inversores británicos que están interesados en bienes raíces en Nueva York. Siento que los negocios tengan que interferir con esta visita a lugares de interés, pero a él no le preocupa. Creo que, realmente, ha dado por bien venida esta intromisión. Así, he hecho sola el viaje en barco hasta Kew Gardens. ¿Has visto Kew en el tiempo de las lilas?

Me he sentado en el barco al lado de un hombre muy agradable, un estadounidense de New Hampshire. Enseña Historia en alguna escuela famosa. He olvidado el nombre. Su esposa murió hace seis meses. Me dijo que habían planeado este viaje al extranjero durante mucho tiempo y le hizo prometer que, pese a todo, haría el viaje después de su muerte. Le explicó que sería muy bueno para él, que no debía sentarse meditabundo en casa. ¡Qué mujer más maravillosa, altruista y abierta de mente!

Me preguntó que de dónde era. Había pensado, a causa de mi acento, supongo, que debía de ser francesa y quedó muy sorprendido cuando le expliqué la verdad.

Hablamos acerca de Inglaterra. Había estado haciendo excursiones por el Distrito de los Lagos, en el país de Wordsworth, y le dije que sentía que no hubiéramos ido allí. Conjeturo que me gustarían unas vacaciones así, andando por los pueblos, viendo cómo vive realmente la gente, en vez de alojarnos en grandes hoteles donde sólo se ve a otros turistas. Convino conmigo. Tuvimos una conversación muy agradable y, para cuando llegamos a Kew, fue algo natural caminar por allí juntos. ¡Es un lugar maravilloso! ¡Es una lástima que Joseph se lo haya perdido! Tal vez hubiese disfrutado a pesar de todo, a pesar de que afirmaba que no era así.

Aquel hombre se llamaba Jeffers. No habían tenido hijos, por lo cual era muy desgraciado, pues no le quedaba nada de su esposa. Le conté cosas de mis hijos, cuando me lo preguntó, sobre todo acerca de Maury, de cómo planeaba ir a Yale y lo interesado que estaba en literatura. Mencionó a algunos profesores que eran muy buenos y muy famosos. Por encima de todo, fue un tiempo muy agradable y nos encontramos a nosotros mismos, hablando como si nos hubiéramos conocido de toda la vida. Yo raramente, o tal vez nunca, he conocido a hombres a quienes les guste hablar con las mujeres. Estoy pensando cuán cálido era, cuán reconfortante, aunque tal vez no sea esta la palabra adecuada; quizá sería más exacto decir que era alegre.

En el camino de regreso, cuando ya casi habíamos acabado el viaje, Mr. Jeffers me dijo que había pasado una tarde maravillosa e inesperada.

—Lamento mucho no volverla a ver —me confesó.

Parecía sincero hacia mí al decirme esto, y pude ver mucha seriedad y pesadumbre en su rostro. No era un «sabelotodo»; Dios sabe que he visto lo suficiente para poder reconocerlo. Realmente quería decir lo que decía, y por ello le respondí:

—Yo también lo siento y espero que algún día vuelva a ser feliz de nuevo.

Y también sentía lo que decía. Sentía que sólo habíamos empezado a hablar. Que hubiéramos podido contarnos muchas cosas el uno al otro… Un centenar de sies…

Joseph me estaba aguardando en el embarcadero. Me preguntó en primer lugar si había disfrutado de la excursión y luego quiso saber quién era aquel hombre.

—Parecéis haber tenido una larga conversación —manifestó— os he estado observando mientras el barco se aproximaba…

—Oh, sí —le contesté—; es un maestro norteamericano. Me ha dado muy buenos consejos respecto a Maury.

—¿Habéis hablado de Maury todo el rato?

—No he pasado todo el tiempo hablando con ese hombre, Joseph…

—¿No sabes que soy muy celoso? —me preguntó.

Pero no tenía razones para estarlo y nunca las tendría. Soy completamente de confianza. Y he decidido que toda mi vida sea así.

26 de junio

Estamos en el tren, cruzando la frontera de Austria. En asunto de horas veré a Dan y a Eli… Joseph está casi tan excitado como yo. Siente preocupación por mí y por nuestra larga separación.

—Las familias no deberían ser apartadas de esta manera —me comentó.

Y tenía razón. Pero ¿qué se podía hacer?

El paisaje me recuerda El príncipe estudiante, que había visto hacía un par de años. En primer lugar, la fortaleza en el pico del Salzburgo. Luego, una hora o más de lagos, como grandes lágrimas azules desparramadas por la tierra. Y un monasterio, lúgubre, poderoso y callado. La guía decía que se llamaba Melk. A continuación, bosques, sin duda el Wienerwald, los bosques de Viena. Y en unos minutos más, la estación donde nos estarían aguardando.

Joseph se me quedó mirando.

—¿No estás cansada de escribir tanto? —me preguntó, al tiempo que cogía mi mano y me sonreía.

Sabe que, por dentro, estoy como jalea y que aquello me impide calmarme. Por ello, dejo el Diario.

26 de junio, horas más tarde

Mi hermano Eli se llama ahora Eduard. Nos encontramos en el andén a él y a Tessa. ¡Confieso que no lo reconocí! A fin de cuentas, han pasado diecinueve años… Pero su cabello es aún rojo. Lloramos los dos y Joseph quedó muy conmovido al vernos, pero creo que Tessa estaba cohibida delante del chófer. No obstante fue muy dulce, me besó y nos dio la bienvenida. No es una mujer precisamente guapa, pero sí esbelta y grácil. Uno desea verla, aunque Joseph no se muestre de acuerdo. Creo que no le gustó desde el primer momento, lo cual es inusual en Joseph, ya que raramente se fija mucho en la gente.

Eli-Eduard deseaba que nos quedásemos en su casa y se mostró muy desilusionado cuando le dijimos que teníamos unas reservas en hotel «Sacher». Pero Joseph respondió que no, que íbamos a permanecer aquí dos semanas, y que eso era demasiado tiempo para quedarse en ninguna casa. Los podemos ver cada día, sin por ello estorbar el desenvolvimiento de la vida familiar. Así es Joseph muy considerado. ¿O muy independiente?

26 de junio, más tarde

Hemos regresado al hotel para vestirnos para la cena. Eduard quería mandarnos el coche. Pero hemos salido primero hacia su casa, situada en el distrito octavo. Está muy lejos del centro de la ciudad, es casi un suburbio, con grandes casas y jardines. Las llaman villas, pero, según los cánones americanos, son, más bien, palacios en miniatura… Eduard hasta tiene querubines de eso en los techos… Traté de no alzar demasiado la cabeza mientras Tessa nos servía café y pastelillos. Nos sentamos un rato en el jardín, un lugar maravilloso, con muchos altos árboles alrededor como si se tratase de una habitación privada al aire libre, muy alegre con flores malvas y escarlatas. Debo aprenderme los nombres de estas flores… Soy completamente ignorante en estas cosas y sólo reconozco las rosas y las margaritas… Oh, he olvidado decir que todas las estancias están caldeadas en invierno por medio de unas grandes estufas que parecen grandes cajas hechas con baldosas de porcelana, con preciosos dibujos en ellas. Joseph quedó asombrado. En el viaje de regreso comentó:

—¡Pensar que aún se calientan con estufas en el siglo veinte! ¡Qué atrasada está Europa en relación con nosotros!

Vinieron a vernos los niños, un muchachito muy bien parecido y dos niñas rubias. Liesel tiene la misma edad que Iris. Toca el piano muy bien, pensé, aunque no puedo ser buen juez al respecto. ¡Y qué modales más encantadores tienen estos niños!

27 de junio

Ahora que he pasado un día completo con Eduard he podido ver con claridad la forma de ser de aquel muchacho que se apartó de mí: la misma sonrisa encantadora, las prominentes mandíbulas, los ojos entornados. De todos modos, tiene la apariencia de todo un caballero austriaco. He comprobado que cuida mucho de su ropa, o bien será Tessa la que se preocupe de ella.

Pero me ha entristecido mucho Dan. Ya no se parece a su hermano, y eso que eran dos gemelos idénticos. Está muy cargado de hombros y su sonrisa es casi de disculpa. Su mujer, Dena, es más bien guapa, aunque muy gorda. No se preocupa por su figura; se tomó dos raciones de crema batida. De todos modos es muy agradable y me gustó al instante. Me siento muy satisfecha con ella, mientras no me ocurre lo mismo con Tessa.

He podido ver que Tessa no está muy interesada por Dena o Dan; resulta obvio que viven en mundos diferentes. Dena ayuda a Dan en la tienda de peletería, aunque resulte muy duro para ella. Tienen seis hijos y después de la cena, me musitó que está esperando el séptimo…

Me hubiera gustado tener más hijos. Aún los podría tener; ¿tal vez aún no es demasiado tarde? Sólo tengo treinta y cinco años. Joseph está terriblemente disgustado con que sólo tengamos dos, ya lo sé, aunque nunca dice una palabra al respecto. Supongo que cree que puede constituir un reproche, o que tal vez no se deban discutir ciertas cosas por las que nada cabe hacer. Es tremendamente práctico y no pierde el tiempo con palabras, como yo debo haber aprendido a estas alturas.

Fue, más bien, una velada desagradable. Me pareció notar que ambos hermanos no se veían muy a menudo, aunque nadie lo dejó ver. Pero lo que realmente más me sorprendió fue que existía hasta un problema de lenguaje entre ellos… Y, en realidad, se trata de algo artificial. Dan y Dena hablan yiddish en casa. Dena es una pobre muchacha carente de educación, y que ha vivido entre gente como ella antes de su llegada a Viena. Tessa, naturalmente, no habla yiddish, sino sólo alemán y francés, y se esfuerza por hacérnoslo notar. No obstante, el yiddish y el alemán están tan íntimamente relacionados que, con un pequeño esfuerzo, podrían perfectamente entenderse entre sí. Joseph afirma que sí se comprenden, aunque Tessa pretenda que no. Que él mismo tiene sólo pequeñas dificultades para entender el alemán de Tessa. Creo que se trata de una mujer inflexible. Me pregunto cómo Eduard puede ser feliz con ella…

1 de julio

He estado tan atareada viendo lugares que no he tenido tiempo de escribir. Hemos visitado todos los museos y el Hofburg, el gran palacio donde vivía el último emperador hace pocos años. También la Escuela Española de Equitación, con un patio relumbrante. Qué ceremonia cortesana, qué maravillosos caballos blancos, un verdadero espectáculo… Joseph ha disfrutado mucho, estoy segura, pero me ha hecho después la observación de que todo esto es algo pueril y equivocado porque representa perpetuar una desacostumbrada forma de vida, alimentando a una gente que no trabaja. Naturalmente, para Joseph esto es el peor castigo de todos, el no trabajar. No creí que quisiera ir al Coro infantil en la capilla, pero, ante mi sorpresa, sí fue, y tuvo que admitir que la capilla es magnífica en el sentido originario de la palabra, algo brillante.

Oh, y vimos el Burgtheatre y el hermoso Burggarten. Eduard estaba impaciente por enseñárnoslo todo, pues, desde que tienen negocios propios, se toma todo el tiempo libre que desea. Fuimos a Schönbrunn y quedé cautivada al pensar que fue allí donde vivió María Teresa, y en Francia, en Versalles, veremos dónde vivió y murió su hija. Quiero volver a leer la María Antonieta de Stefan Zweig, cuando regrese a casa. Ahora que he visto todo esto, me parecerá mucho más viva. Estoy tomando grandes resoluciones…

2 de julio

Eduard ha sido maravilloso. Le he dicho que casi siento haber pasado todo este tiempo con él porque ahora me será muy difícil partir. Es asombroso lo diferente que es cuando Tessa no está con nosotros. Sin embargo, estoy segura de que la ama, puesto que la mira con gran orgullo.

Esta tarde hemos sido invitados a casa de Dan, y Eduard nos ha dicho que le gustaría llevarnos allí. (Es domingo y están tocando todas las campanas de las iglesias; debe de haber millares de ellas. Esto es otra cosa que recordaré de Europa, ese dulce clamor que provoca una vibración en la espina dorsal. A Joseph no le gusta el ruido, afirma, pero yo creo que es que, simplemente, no le agradan las iglesias).

De todos modos, hemos ido en coche a casa de Dan. Vive en una calle pobre donde están abiertas todas las tiendas, a pesar de que es domingo. Se parece al bajo East Side neoyorquino. Venden vestidos de calidad, trajes de hombre y otras mercancías, al por mayor y al detalle. Los hombres están sentados a la puerta y os invitan a entrar a comprar. Sí, es muy parecido al bajo East Side, excepto que es más tranquilo y ordenado, sin carretillas de mano. Pero la gente vive en los pisos superiores de las casas, de igual manera.

El piso de Dan es oscuro y está atestado. Los muebles parecen demasiado grandes para las habitaciones. Deber de ser toda una lucha para Dena cuidar de la casa, con tantos niños y a su padre, que también vive con ellos. Es un viejecito, que lleva un largo abrigo negro y tirabuzones. Se parecía mucho al abuelo.

Eduard permaneció allí más de una hora. Dena sacó café y pasteles. Parece que, en Viena, no hay otra cosa más que café y pastelillos, pero debo decir que es muy delicioso y está muy rico… Eduard nos llevó ayer a «Demel» a comprar pasteles, y eran soberbios. Estuvimos hablando, nosotros tres, de las cosas que recordábamos de nuestra casa. Fue una cosa muy cálida y buena y no tan triste como yo esperaba que fuese. Joseph y Dena permanecieron sentados escuchándonos y parecían muy felices de vernos a nosotros. Joseph dijo que le había gustado observar las buenas relaciones que manteníamos los hermanos, dado que él había sido hijo único. Dena tiene tres hermanas, pero viven en Alemania y hace años que tampoco las ha visto.

—¡Pero no están tan lejos! —exclamé.

Pero luego me arrepentí de haber dicho algo tan estúpido, puesto que dan me explicó:

—Es muy caro el viaje, Anna.

Y Dena añadió:

—Las cosas no nos van muy bien aquí, pero en Alemania, aún están peor. Mucha gente pasa hambre.

—En Estados Unidos los negocios están en alza —intervino Joseph—. Allí todo el mundo puede salir adelante. ¿Has pensado alguna vez en trasladarte allí, Dan?

Dan respondió que no había pensado en ello; que hacía todo lo que podía y que aquel era ahora su hogar. No quería cambiar otra vez de sitio. Luego añadió, casi maquiavélicamente:

—Me doy cuenta de que no invitas a mi hermano.

Joseph enrojeció un instante, pero Eduard dijo, con gran sencillez:

—No, yo tengo una situación acomodada.

Eduard se portaba de una forma muy diferente en aquella casa, hablando en yiddish al padre de Dena y contando chistes. Finalmente, cuando dijo que lo sentía pero que debía irse, nos percatamos de que era verdad.

Dan también era muy diferente en su propia casa. Cenamos muy bien, una sopa muy apetitosa, y pollo con bolas de masa hervida, en una fuente que dejaron en el centro de la mesa.

—Aquí se puede hablar y ser uno mismo, sin todas esas estatuas de madera que se encuentran por todas partes en casa de Eduard —observó Dan.

No se reflejó ninguna envidia en su forma de decirlo, pero no le conté que nosotros también teníamos criadas en nuestra casa, aunque tanto Ellen como Margaret no eran tan estiradas y formales como el personal de Eduard.

Le pregunté a Dan cómo hacia conocido Eduard a su mujer.

¿Die Grüfin, la condesa? —preguntó a su vez.

Pero Dena le reprendió:

—¡No está bien que digas esas cosas…!

—Vaya —repuso Dan—. Puedo llamarla como quiera. No es que sea mala; sólo es diferente. ¿Cómo la conoció? Se convirtió en un héroe durante la guerra, ya lo sabes, y dieron una fiesta en alguna mansión —la gente rica se pasa la vida dando fiestas— y así fue como se conocieron. Me consta que, al principio, el padre de ella no estaba muy complacido, pero, al cabo de algún tiempo, empezó a comprender la forma de ser de Eduard y lo introdujo en los negocios de la familia. Tienen muchas conexiones, en el campo textil, con los Bancos y el Gobernador. Esa es toda la historia…

Después de cenar aún era de día y ayudé a Dena a recoger mientras Dan y Joseph se iban a dar un paseo. Dan comentó que, desde que Joseph se había dedicado al negocio de la construcción, quería enseñarle algo. Estuvieron fuera más de una hora y parecían encontrarse de muy buen humor cuando regresaron. Habían visitado una escuela del siglo XVII, con muros de un metro de grosor, que aún se utilizaba.

Lo pasamos muy bien juntos. Realmente, es una pena que debamos vivir como extraños… Cuando nos fuimos, Dena me abrazó y me dijo esas mismas palabras:

—Es una pena que tengamos que vivir como extraños, tan lejos los unos de los otros…

4 de julio

Hoy es el cuatro de julio. Parece extraño no estar en la playa o en el porche viendo cómo los fuegos artificiales estallan encima del agua. Iris los estará viendo este año con Ruth. Siempre la excita mucho. Recuerdo los primeros fuegos de artificio que vi cuando fuimos a Coney Island poco antes de que naciese Maury. Me siento muy lejos de América, muy lejos de mi hogar.

6 de julio

Debo decir que Tessa ha estado muy amable conmigo. Esta tarde me ha llevado de compras y hemos visto todas y cada una de las tiendas del Graben y de Kärhnerestrasse. Compré para mí un bolso de punto de tapicería, algunos regalos y un maravilloso juego de té de porcelana. Le comenté a Tessa que, considerando lo que costaba, tendría que lavarlo yo misma, pues no me podría fiar de nadie.

—Claro —replicó—. Lo comprendo muy bien. Aunque yo no debo preocuparme por cosas así, puesto que tengo a Trudi, que vino conmigo desde casa de mis padres al casarme. Cuida de las cosas como propias.

Es agradable estar tan segura de sí misma como Tessa. No creo que sea arrogante, sino que, simplemente, la interpretan mal. ¿Tendremos tal vez envidia de su arrogancia? De todos modos, estoy contenta de haberme comprado los buenos vestidos que Joseph quería brindarme. Aquí las mujeres son en verdad elegantes.

Le compré a Joseph un reloj de pulsera de oro. Me costó mucho menos de lo que habría costado en Estados Unidos, pero aún así resultó caro. Había ahorrado un buen pico del presupuesto doméstico, pues esta es la única forma de comprarle algo de valor a Joseph, puesto que él nunca se compra nada para sí mismo. No se lo enseñaré hasta que estemos en el barco, pues de lo contrario, a lo mejor me lo haría devolver.

Tessa me llevó a tomar café en «Sacher». Joseph estaba aguardando cuando llegamos con los paquetes. Parecía complacido de que hubiera comprado todas esas cosas.

—Espera a que llegue a París —le comentó a Tessa.

Tessa explicó que, dado que no habíamos estado allí antes, indudablemente nos gustaría, pero, en lo que a ella se refería, lo aborrecía. Sus padres solían llevarla allí cada año de compras y, también cada año, su madre le decía que sería la última vez, porque los vestidos confeccionados en Viena eran superiores.

Joseph se mostró divertido, pude percatarme de ello, pero no hizo ningún comentario, lo cual le agradecí.

9 de julio

Eduard y Tessa nos dieron una gran fiesta por la noche. Fue esplendida y comprendí entonces por qué Dena y Dan declinaron acudir. Estoy segura de que Dena no hubiera tenido nada que ponerse. Hubo muchas clases de personas, músicos y gente del Gobierno e incluso un par cuyos nombres comenzaban con «Von» lo que significaba, según explicó Joseph que no debían trabajar porque alguien había trabajado por ellos, robado para ellos desde hacía doscientos años… De todos modos, resultó muy excitante para mí. ¿Cuándo había tenido, o tendría, una noche así?

Después de cenar fuimos a un salón donde estaban instaladas hileras de sillas doradas. También había un cuarteto de cuerda y un piano. Casi todas las piezas que tocaban eran de Mozart. No conozco mucho al respecto, pero he tratado de estudiarlo. Es divertido, pero la primera vez que se oye a Mozart parece muy seco y estirado. Ha de haberse crecido acostumbrada a él. Al cabo de algún tiempo resulta muy hermoso, claro y enérgico. No obstante, puedo afirmar que a Joseph no le gusta. La única música que le agrada un poco es la de Tchaikovski, al cual uno de los profesores de mi cursillo de música consideraba como un baño de impresión. Pero ¿qué importa el tomarse un baño de impresión si eso nos satisface?

Tras el concierto, todos salimos al jardín y Eduard —¡cuánto me recuerda a Maury!— me presentó a un caballero que se inclinó ante mí y me besó la mano. Cuando Eduard se alejó y nos dejó con aquel caballero, un hombre muy bien parecido y que habla muy bien el inglés, este me preguntó qué había visto de Viena. Le contesté que aquella tarde habíamos ido en coche por los bosques de Viena.

—¿Conoce, pues, la historia de María Vetsera y del príncipe heredero?

Sabía vagamente que habían tenido un asunto amoroso, pero no sabía que él estaba casado, ella embarazada y que el príncipe la había matado a tiros y se había suicidado después.

—¿Qué opina de esta romántica historia? —me preguntó cuando terminó su relato.

Le respondí que no era tan romántico como había creído, sino que más bien me parecía sórdido.

—Ustedes los norteamericanos son tan inocentes, tan moralistas —prosiguió—. Sería divertido elegir a una mujer inocente como usted y enseñarla unas cuantas cosas…

Ya he tenido que hacer frente antes a este tipo de cosas… Las palabras y el acento pueden ser diferentes, pero básicamente, la pregunta siempre es la misma: «¿Querrías… desearías?». Y ahora ya sé poner una cara inexpresiva y contestar: «Ni lo hago ni lo quiero». Gracias a Dios, he aprendido.

No sé si, en esas ocasiones, he de sentirme lisonjeada o insultada; tal vez un poco de cada cosa.

12 de julio

Esta noche ha sido nuestra última noche. Invitamos a todos a cenar en el hotel. Joseph encargó una cena a lo grande con la famosa «Sacher torte» como postre. También le pidió al sumiller que trajese los mejores vinos, según su propio criterio:

—Mire, yo soy norteamericano y no sé una palabra en asunto de vinos…

Esto es algo que yo siempre admiro de Joseph, su profunda honestidad y que nunca disimule nada.

La cena fue alegre y triste a un tiempo. Mi corazón rebosaba. Mañana temprano partíamos hacia París y les pedimos que no acudiesen a despedirnos al tren, sino que nos despidiésemos aquí mismo. Así será más fácil para todos. Hicimos muchas promesas de volver, pero dudo que se realicen. Pequeño Dan…, pequeño Eli… Cuando se fueron y subimos las escaleras me dejé caer en la cama. Joseph se echó a mi lado y me tomó la mano. Al cabo de un rato me contó que había preguntado a Dan si podía hacer algo por él y Dan le había respondido que no. Pero, de todos modos, Joseph depositó algún dinero a su nombre en un Banco, aunque él no se enteraría de ello hasta que nos hubiésemos ido. Lloré de gratitud ante esta muestra de gentileza hacia mi hermano, gentileza tan propia de mi marido.

22 de julio

Llevamos en París casi una semana y he estado tan cansada, tan atareada y demasiado enfervorizada como para poder escribir una sola línea hasta hoy. Hemos visto los sitios más pintorescos de la ciudad, mi «candelabro de cristal». Hoy hemos ido a la Torre Eiffel, pues la habíamos dejado para lo último.

Desde arriba se ven bloques de edificios de piedra blanca, y amplias calles y plazas con árboles caducifolios. Los toldos que se veían eran todos de color naranja oscuro. Le dije a Joseph que deseaba quedarme allí y mirarlo todo para recordarlo para siempre.

—Tenemos una cita a las tres —me contestó, mostrándose muy misterioso.

Cuando le presioné al respecto resultó que no se trataba de una cita, sino que me quería llevar a un modista para comprarme vestidos. Le dije que serían muy caros y que, realmente, no necesitaba nada. Ninguna de las personas que conozco lleva vestidos de París. Pero insistió así que fuimos. Creo que se había enterado de aquel lugar por medio de una revista de modas que alguien había abandonado en el vestíbulo.

De manera que ahora tengo un vestido azul marino y un vestido de noche rosa pálido que es la cosa más preciosa que nunca haya tenido. Cuando me muevo flota a mi alrededor, y cuando permanezco inmóvil, forma unos pliegues parecidos a los de las estatuas de piedra.

Joseph comentó que pensaba que las mujeres pelirrojas no debían nunca comprarse cosas de color rosa. La vendedora, una persona un tanto altanera y vestida de negro, respondió:

—Oh, todo lo contrario, se trata de un color muy sutil para ella. La señora es muy llamativa. Pero, vous permettez, madame? No hay que llevar tantas pulseras… y nunca, nunca, se debe mezclar la bisutería con las joyas auténticas…

Ya lo sé, pero Joseph siempre insiste en que lleve muchas joyas.

—El ponerse muchas joyas —dijo la dependienta— es como una estancia con demasiados muebles…

Hablando de muebles, tendré que eliminar muchos de los que tengo de fantasía cuando regrese a casa. Tras haber visto auténticos muebles franceses me he percatado de que los nuestros son una imitación marchita y demasiado costosa. Me pregunto si Joseph me permitirá hacer todos estos cambios.

En el camino de regreso al hotel di a Joseph las gracias por los vestidos, que realmente han costado muchísimo, pero me respondió:

—Podrás ponerte el vestido rosa cuando el chico de Solly se case el próximo invierno. Y tendrás que quitarles a todos los demás las orlas y abalorios…

La boda se celebrará en Brooklyn. La novia es una muchacha encantadora. La conocí en casa de Ruth. El vestido quedará allí por completo fuera de lugar, pero sé que Joseph desea que lo muestre.

23 de julio

De pie, oía a la gente hablar francés en las tiendas y en la calle. Es un idioma fresco y resuelto, elegante como un crujiente tafetán. Deseo poder hablarlo. Es otro de mis innúmeros deseos…

4 de agosto

Estamos de vuelta de nuestra excursión al país de los castillos. No tengo ni tiempo ni palabras para describirlo; no obstante, debo decir que es como un sueño encantado. Me han entregado mis vestidos durante estas dos semanas pasadas y Joseph ha conseguido una cita para que me hagan un retrato. Consiguió el nombre del artista a través de un americano al que conocimos en uno de los hoteles. Parece ser que «todos» han logrado poseer un retrato de ese artista tan particular. Me pondré el vestido color rosa. Me parece ridículo, pero Joseph está tan entusiasmado con la idea que no puedo llevarle la contraria. El retrato será enmarcado y completado tras nuestra partida y nos lo enviarán.

11 de agosto

El artista ha terminado los preliminares del retrato. El rostro ya está acabado y el resto sólo bosquejado, aunque lo suficiente para ver que quedará muy agradable. Cualquiera distingue que soy yo; tiene un gran parecido. Pero la idea de verme a mí misma pintada para la posteridad con aquel vestido me parece tan ridícula… Mi pensamiento vuelve al pasado, y me veo haciendo pantalones con Ruth, plegando telas y quitando el polvo de los mostradores de tío Meyer, o yendo a buscar agua al otro lado del río, a casa de Leah…, aunque no quiero recordar todo eso.

12 de agosto

Mañana cogeremos el tren para ir a embarcarnos. ¡Adiós Europa!

14 de agosto

El viaje de vuelta es muy diferente. Me acomete la tristeza. Sé que pasará mucho tiempo antes de que podamos regresar a Europa, si es que llegamos a hacerlo. Estoy deseando ya llegar a casa. Maury ha crecido muy deprisa desde el año pasado; me pregunto si estará más alto. Y, aunque Ruth me ha escrito que Iris está muy bien, realmente me pregunto cómo habrá ido todo. Tal vez Ruth no haya querido preocuparnos o estropearnos las vacaciones. O quizás Iris sólo aparenta estar bien y feliz; tiene mucha maña para ocultarlo todo, aunque por dentro se sienta de lo más miserable. A veces creo que conozco a mi hija muy bien, pero, en otras ocasiones no sé cómo es realmente. Maury es mucho más fácil de comprender; por lo menos así lo creo. ¿Intento tal vez engañarme a mí misma? Joseph dice que me preocupo demasiado por mis dos hijos.

15 de agosto

En nuestro viaje de regreso tenemos mejor gente en nuestra mesa. ¿O sería mejor decir que son unas personas más parecidas a nosotros y más fáciles de tratar? Una de las mujeres, una tal Mrs. Quinn, me recuerda a Mary Malone. Tiene la misma piel blanca y suave y esos encantadores ojos redondos irlandeses. Su marido se dedica al negocio de recambios de automóviles. Más tarde, como siempre hago, le comenté a Joseph:

—¿No puedes olvidarte de los negocios? Dentro de casi nada estaremos de nuevo en casa…

16 de agosto

En la mesa contigua a la nuestra se sienta una pareja muy extraña. Las mujeres de nuestra mesa no dejan de mirarlos. Él es un hombre ya muy viejo, delgado y muy bien vestido, con un cabello blanco muy cuidado. Pero su piel es seca como el papel; debe tener, por lo menos, ochenta años. Y le acompaña una muchacha joven, que aparenta unos diecinueve años, aunque probablemente será mayor. Sus huesos son tan finos como los de una golondrina. Se pensaría que se trata de un abuelo que viaja con su nieta. Pero no, ¡están casados!

Después de la cena los vimos de nuevo en el espectáculo. Estaban escuchando al cantante, un hombre joven que entonaba una canción romántica en español, o tal vez en italiano. Se trataba de una música hermosa y apasionada, probablemente tomada de Schubert. No he podido evitar el quedarme mirando a la muchacha y me he preguntado qué debe de sentir mientras canta ese joven.

Se lo he mencionado a Joseph y me ha respondido:

—No te creas, debe de tratarse de una prostituta… Algunas mujeres hacen esas cosas por dinero…

Pero yo creo que debe de haber algo más. Se necesita conocer las circunstancias que hacen obrar a la gente de un modo u otro. Joseph me dice siempre que soy muy muy blanda y que, en todas las ocasiones, encuentro excusas a la gente. Pero yo creo que mi marido simplifica excesivamente las cosas.

18 de agosto

Un día más y estaremos en Nueva York. He permanecido de pie en la proa, con la cara al viento. Es frío y puro contra la piel. Luego me he dirigido a popa y he contemplado la estela, en forma de V y con ondas plateadas y verdes. Mañana ya sé que, en cuanto nos encontremos cerca de tierra, las gaviotas comenzarán a seguir al barco como hicieron en el viaje de ida. Me han contado que están al acecho de la basura que arrojamos. Hubiera preferido la idea más poética de que acuden a darnos la bienvenida. Vaya, sigo siendo una incurable romántica…

Me he despertado esta mañana con el pensamiento de que sólo estamos a un día de distancia de nuestros hijos. No puedo aguardar. Me gustaría empujar el barco. Entonces algo se me ha hecho presente. Me he percatado de que todo el tiempo que he permanecido fuera había olvidado o no pensado —¿cómo puede ser eso posible?— en esa cosa que, de otro modo, está cada día conmigo. Incluso cuando no me doy cuenta de ser consciente de ello, sé que está allí. Como algo que se encuentra detrás de una cortina, aguardando. Ahora ha vuelto y se encuentra otra vez detrás de la cortina. Esa presencia está ya al acecho.

El Día de la Expiación, le pedimos a Dios que nos perdone nuestros pecados hacia Él. Los pecados contra el hombre sólo pueden ser perdonados por aquella persona contra la que hemos pecado. Pero aquí está mi dilema: ¿cómo puede una persona perdonar a otra por un pecado cometido contra ella, pero que nunca ha llegado a conocer? Y el explicárselo puede constituir un nuevo pecado porque le acarreará un sufrimiento innecesario. Y, de todos modos, si esa persona en particular no lo conoce, nunca podrá perdonarnos. Nunca, nunca, nunca.

Me duele la cabeza. Aquel hombre, aquel sacerdote de otra religión, tuvo razón cuando me dijo:

—¿Cree que no lo expiará cada día de su vida?

19 de agosto

Estamos llegando por los Estrechos. Nuestro equipaje se encuentra en la cubierta principal y he tenido que apresurarme y regresar al camarote para cerciorarme de que no nos dejamos nada. Joseph se encuentra de pie en la barandilla porque no quiere perderse la vista de la Estatua de la Libertad. Cuando he regresado allí, apenas hace un instante, me ha rodeado con sus brazos y me ha preguntado si estaba contenta de encontrarme ya en casa y si las cosas habían ido tan bien como yo había esperado. La respuesta a ambas preguntas ha sido que sí. Él ha añadido:

—La vida ha sido muy buena con nosotros…

Y es cierto. Pero no me merezco las bondades que se me han brindado.