14

Nada hacía la familia, en aquella casa o fuera de ella, que su padre no supiera. Maury sentía a veces que estaba omnipresente, incluso cuando no se encontraba en casa. A algunos de sus amigos no les gustaban sus padres; uno o dos hasta los odiaban. Algunos de ellos sentían que sus padres no se interesaban por ellos. Pero aquello no era verdad entre Maury y su papá. Su padre se interesaba por todo lo que se refería a Maury: sus amigos, sus dientes o sus modales. Le enseñó a hacerse el nudo de la corbata, así como a estrechar la mano.

—Un hombre debe dar un fuerte apretón de manos, para mostrar cómo es —decía.

Papá llevó a Maury a su peluquero porque no le gustaba la forma en que le cortaban el pelo. Jugaban a las damas, y papá le prometió que le enseñaría a jugar al pinacle, aunque mamá no lo aprobaba. Pero Maury sabía que se lo enseñaría todo. A veces hacían luchas encima del suelo de la sala de estar —su madre no aprobaba tampoco esto—, y, aunque Maury era casi tan alto como papá, papá siempre vencía. Sus músculos eran de hierro.

—Es fruto de muchos años de trabajo —explicaba, aunque ahora también lo renovaba con ejercicios cada mañana.

Una vez, Maury le vio recoger a un hombre que se había caído en la calle y llevarlo él solo hasta la acera.

Pero Maury también deseaba que su padre no estuviese tan interesado por él. A veces hubiera querido que su padre lo dejase solo. Iris, aquella estúpida y gimoteante chiquilla, podía hablarle de cualquier cosa. Pero Maury no. Maury siempre tenía que «dar en el blanco». Aquella era una de sus expresiones. Otra era «estar a la altura», una expresión que Maury odiaba.

Aquella mañana Maury estaba enfadado, rabioso, porque tenía que ir con papá a visitar a la abuela. Esta vivía en un asilo de ancianos.

—¿Por qué tengo que ir? —preguntó—. La pandilla queremos ir a la pista esta mañana.

—Claro que tienes que ir —le respondió su madre—. Hace meses que no has visto a tu abuela y ha preguntado por ti.

Le tendió la corbata, la chaqueta y sacó del armario su estupendo abrigo de pelo de camello. Estaba impetuosa y nerviosa.

—Vamos, corre, tu padre ya se ha puesto el abrigo. Ya sabes que no le gusta estar esperando de pie…

Maury se metió las mangas.

—La fiesta del cumpleaños de Washington, y tener que desperdiciarla así… ¿Cuándo podré ir un día entero a patinar?

Sabía que si la presionaba, y dependiese de ella, le dejaría ir. Durante un momento, su madre pareció mostrarle su simpatía, pero enseguida añadió con desenfado:

—Vete, vete. No será tan malo —y lo empujó hasta la puerta, donde su padre ya estaba preparado para salir.

Anna recordó algo.

—Espera un momento, Joseph. —Puso una coloreada cajita metálica en manos de Maury—. He hecho unos pastelillos para tu abuela. Estoy segura de que no pueden conseguir una cosa tan estupenda en aquel lugar.

Besó a su padre. Anna era alta y su cara estaba al mismo nivel que la de su padre. Por las mañanas llevaba batas holgadas azules, amarillas o verde pálido, como el papel interior de los bombones. Su ropa parecía oler a azúcar cande. Su padre iba todo de oscuros, a veces un azul que casi era negro, en otras ocasiones un gris casi era oscuro, sombrero hongo y zapatos negros.

Hacía frío aquella mañana; lo sintieron ya en el ascensor y cuando salieron a la planta baja; luego el viento los empujó con fuerza al salir a la acera, donde el chófer estaba de pie con la puerta del coche abierta.

—Vamos a la casa, Tim —dijo papá.

—Sí, Mr. Friedman.

Tim se llevó la mano a la gorra y preguntó si le parecía frío el día. A continuación, dio la vuelta al coche por la parte delantera y se introdujo en el asiento del conductor.

La casa donde estaba albergada la abuela de Maury se encontraba al borde del Bronx. En un tiempo habían sido campos, pero ahora había solares, con nuevas casas de ladrillo dispersas y tiendas. Parecía algo inacabado. Maury no conocía a nadie de los que vivían allí y sólo acudía a aquel lugar a visitar a su abuela, lo cual no sucedía muy a menudo. Hacía un año que no la veía, justo antes de Bar Mitzvá, cuando su padre se trastornó tanto porque ella no pudiese venir «a ver aquel día tan señalado».

—El coche marcha de maravilla —comentó papá.

Encendió un cigarro. Siempre tenía una docena de ellos en el bolsillo interior de su chaqueta; él y sus amigos gustaban de intercambiárselos. Encendían uno tras otro sus vegueros, alzando una nube de humo azulgris que, aunque no era desagradable, no dejaba de suscitar las violentas objeciones de algunas mujeres. Pero papá parecía orgulloso de que a su mujer le agradase su fragancia, aunque Maury sabía que incluso su madre no le gustaba, pero que no se atrevía a decirlo.

Su padre encendió otra cerilla, luchando con el esponjoso extremo del puro; se lo sacó de la boca, lo estudió, se lo volvió a colocar y chupó de nuevo.

—Ah —repitió—, el coche marcha de maravilla.

El auto era nuevo. Habían poseído coche durante todo el tiempo que Maury podía recordar, pero este era el primero que merecía que lo llevase un chófer. Tenía unos paneles corredizos de cristal entre la parte delantera y los asientos de los pasajeros. El padre de Maury aún no estaba acostumbrado y se sentía incómodo con el asunto del chófer. Aquello fue motivo de discusión un día a la hora de cenar.

—Conduzco mucho —explicó, aunque sonaba como una disculpa—. Tenemos negocios en todos los lugares de la ciudad y hasta en la Isla. Y, además, es muy duro eso de tener que preocuparse por el aparcamiento. Y también puedo ir leyendo documentos y ahorrar tiempo mientras me llevan de un sitio a otro.

En lo que a él atañía, papá siempre tenía una explicación práctica para cuanto gastaba. Le gustaba comprar las cosas más caras para la familia, ya fueran juguetes, muebles o abrigos de piel para la madre de Maury, pero para él mismo era bastante frugal.

Desplegó el New York Times y tendió la primera sección a Maury.

—Ya la he leído a la hora del desayuno —explicó—. Léela, tal vez te sea de ayuda para tus trabajos en el colegio.

Papá estaba muy preocupado por todo lo que Maury hacía en el colegio. Nunca tenía tiempo para asistir a las conferencias de los profesores, la madre de Maury sí lo hacía, pero por la noche, papá deseaba conocer todo lo que se había dicho. Y leía muy atentamente las notas, que mandaban dos veces al año. Siempre se mostraba complacido.

Le daba unos golpecitos a Maury en el hombro.

—Muy bien, hijo, estupendo —acostumbraba a decir—. Así es cómo deben ir las cosas…

Maury se preguntaba qué sucedería si las calificaciones no fuesen «como debían ser». Sabía que su padre era incapaz de castigarlo o reprenderlo con dureza, de la forma que hacían algunos padres. Pero también sabía lo que aguardaba de él.

La casa era una antigua mansión de piedra, con alas y añadidos, césped y un pórtico encima de la puerta. El interior formaba una red de pasillos y cubículos, con los pasillos ocupados por sillas de ruedas e hileras de platos sucios colocados delante de la puerta de las habitaciones. ¡Y qué olor! Un olor a desinfectante, a grasa de freír y a orina. Maury lo detestaba. Ancianos caminando trabajosamente y jóvenes enfermeras, ágiles y rápidas, saliendo y entrando de las habitaciones donde, a través de las entreabiertas puertas, podían verse más ancianos tendidos en las camas con sus grises cabellos desarreglados encima de las almohadas. Maury lo odiaba.

—Tu abuela tiene setenta y ocho años —explicó papá.

Su habitación se encontraba al final del vestíbulo y vivía sola en ella. La mayoría de las asiladas compartían un cuarto con otra.

—Danay tiene una bisabuela de noventa y dos años.

—Es algo raro. Y ha tenido una vida fácil, no ha trabajado ni un sólo día; no ha estado preocupada ni un minuto siquiera. Hola, mamá, ¿cómo estás?

La abuela estaba sentada junto a otros cuatro ancianos y ancianas en una especie de antesala de la habitación. Si su padre no le hubiese hablado, Maury habría pasado de largo sin reconocerla. Todas las ancianas tenían el mismo aspecto con sus suéteres y vestidos estampados, más alguno de color negro o lavanda. Los que no estaban manchados estaban arrugados. Los de su abuela estaban arrugados.

—¿Qué le ibas a decir a la abuelita?

Maury le dijo hola y la besó. Sabía que esperaban que hiciese esto. No hubiera querido besarla. El estómago le dio un vuelco; presentaba una especie de película lechosa encima de los ojos, que había vuelto hacia él, y se le había formado saliva en las comisuras de los labios. Todo aquello le disgustó.

Papá arrastró dos sillas de madera de respaldo alto.

—Dale a la abuelita los pastelillos —dijo, pero luego se corrigió—: No, ponlos en su habitación, para que se los coma después. —Se inclinó hacia ella—. Vamos, mamá —concluyó.

La anciana se lo quedó mirando y arrugó la frente. Sus ojos estaban vacíos.

—Soy Joseph, mamá —prosiguió—. Joseph, tu hijo. Y he traído a Maury para que te vea.

¿Estaba sorda o qué? ¿No reconocía a su propio hijo? Maury la miró, incómodo.

De repente, la anciana comenzó a hablar. Se inclinó hacia delante y cogió una mano de papá. Lloraba y reía. Papá e contestó en yiddish y Maury no entendió nada.

La anciana gorda que se encontraba al otro lado de Maury le tocó el brazo y le dio unos golpecitos en la cabeza.

—Habla cosas sin sentido —musitó pesadamente—. No le prestes atención —dijo en inglés—. Se le va a veces la cabeza. Dice cosas tontas…

Papá lo oyó y frunció el entrecejo. Pero la anciana no se desalentó.

—Estás muy delgado —le dijo a Maury.

Uno de los ancianos del corro contempló a Maury y exclamó:

—No está tan delgado…

—¿Y tú qué sabes? ¿Has tenido hijos? —arguyó la vieja—. Yo tengo cuatro hijos y tres nietos; ¿y tú qué sabes?

—Tengo sobrinos y sobrinas, de todos modos. ¿Hay que haber tenido hijos? Con tener ojos es suficiente…

—Y yo digo que está muy delgado…

—Maury, ¿por qué no das una vuelta por ahí y miras el edificio? —le sugirió su padre.

—No hay nada que ver —le contestó Maury.

El viejo preguntó:

—¿Es tu abuelita?

Maury asintió.

—¿Y por qué no le hablas entonces?

Maury enrojeció.

—No habla inglés.

Ahora estaba charlando con locuacidad a su padre, riendo o llorando o ambas cosas a la vez quizá. Le contaba una larga historia, formulando quejas o peticiones. ¿Tendría sentido o no? Maury no podía decirlo porque su padre se limitaba a escuchar. De vez en cuando, asentía o movía la cabeza.

Entonces la abuela miró a Maury y dijo algo a lo que su padre contestó. Maury desvió la mirada.

El anciano dijo de repente:

—Tu padre es una persona muy importante. Yo tengo ochenta y ocho años y conozco a las personas importantes cuando las veo. Puedes conseguir lo que quieras —le dijo a Maury—. Me refiero a un muchacho como tú.

Maury miró al suelo. El viejo tenía mojados los pantalones. La mancha se fue extendiendo por sus pantalones a lo largo de las perneras. Empezaba a llegar a los zapatos.

Dios mío, sácame de este manicomio.

Llegó corriendo una enfermera y cogió al anciano por el brazo.

—Vaya, vaya. Caramba, tenemos que ir al cuarto de baño, ¿no es verdad?

—Maury —la voz de papá era aquella vez muy firme—. Maury, aguarda afuera. No tardaré mucho. O da un paseo y echa un vistazo.

—¿Por qué no visitas la sala de recreo que nos ha donado tu padre? —sugirió la enfermera—. Gira a la derecha, al final del pasillo, y la verás enseguida.

Hacía calor alrededor de aquellos ancianos; había oído que siempre estaban fríos. Se quitó el abrigo y se detuvo en el umbral de la nueva sala. Era muy grande y luminosa, con suelo de linóleo azul intenso y sillones de cuero de imitación. Algunos viejos jugaban a las cartas. Había un piano vertical nuevo en un rincón y una mujer tocaba en él, una y otra vez, los mismos acordes de Mi viejo hogar de Kentucky. En una mesa situada en otro rincón se encontraba una radio de color pardo, al lado de la máquina que servía pastelillos y barras de chocolate. Incluso había un estrado con cortina detrás, que se extendía por las paredes y que debía emplearse como escenario. Un anciano se levantó, caminó arrastrando los pies y dio unos pasos de baile. Maury se sintió embarazoso a causa de él. Luego, en el muro, al lado de las dobles puertas de entrada, vio la placa de bronce. Esta sala ha sido una donación de Joseph y Anna Friedman, ponía.

Su padre hacía muchas caridades. El correo siempre estaba repleto de peticiones de ciegos, de hospitales y de judíos pobres. A veces le veía en su escritorio firmar cheques. Una vez, Mr. Malone incluso le envió a unos sacerdotes. Maury había abierto la puerta y se quedó sorprendido al ver a aquellos dos hombres con alzacuellos. Papá se los llevó a su gabinete y, al cabo de un rato, salieron muy sonrientes y dando las gracias.

—Les recordaremos en nuestras misas —le dijeron al irse.

Maury recordó que había sentido un gran orgullo. La gente respetaba a su padre. A cualquier parte que iban, la gente le escuchaba como si quisieran complacerlo. A veces, Maury iba con él a las obras y le seguía a través de una confusión de camiones que descargaban, de grúas, de mezcladoras de cemento y de hombres que llevaban carretillas repletas de ladrillos. Trepaban entre un revoltijo de cañerías, tubos y rollos de alambre, en medio de aquel olor húmedo y malsano que constituyen el olor de las nuevas edificaciones. Su padre hacía preguntas y señalaba algo que habían hecho mal o que aún no habían realizado. Conocía todos los detalles. Luego iban afuera, a un cobertizo de madera con un letrero de «Oficina de alquileres», y allí papá hojeaba libros y hablaba por teléfono. Desenrollaba planos, con tinta blanca sobre papel azulado, y hablaba cortésmente a la gente que venía a informarse. Luego salían a la acera. Se encontraban con hombres tocados con hongo y su papá lo presentaba:

—Mi hijo Maury —decía.

Entonces le daban la mano y le observaban con respeto, como si no tuviese sólo trece años. Y sabía que aquellas consideraciones se las debía a su padre.

Una enfermera apareció a su lado.

—¿Qué te parece la sala? —le preguntó Maury.

—Es muy bonita…

—Tu padre es muy bueno con nosotros. Es un hombre muy generoso y amable —prosiguió.

Papá le hizo una seña desde el extremo del vestíbulo. Maury se sintió aliviado e hizo ver que se sorprendía.

—¿Nos vamos ya?

—Sí, tu abuela no se encuentra bien. No deseo cansarla.

—¿Quieres que vaya a despedirme?

Esperó que no fuera así, pero sabía que, por lo menos, debía preguntarlo.

—No, gracias, no es preciso —le respondió papá—. Se ha ido a su habitación.

Se detuvieron ante un escritorio, al lado del ascensor, donde se sentaba una enfermera delante de varios teléfonos y gráficas.

—Se trata de aquel asunto del que hablamos —empezó papá—. No quiero que vuelva a suceder. No hay excusas para permitir que se caiga de la cama.

—Hacemos todo lo que podemos, Mr. Friedman, como es natural. Pero ya sabe que está muy debilitada y…

—Eso no tiene nada que ver —prosiguió su padre con firmeza—. Deseo que no se repita.

—Sí, Mr. Friedman, está bien. —Sonrió de una forma poco natural—. Es su hijo, ¿no es verdad? ¡Qué muchacho más bien parecido! Parece un auténtico inglés.

—Sí, es un buen chico —replicó su padre, aunque sin sonreír.

La enfermera hizo un mohín con la boca a Maury.

—Tengo una sobrinita muy guapa. Dentro de un par de años te la podré presentar…

Se abrió la puerta del ascensor y se cerró luego dejándola con la palabra en la boca.

—¡Qué mujer más idiota! —musitó su papá.

Pero Maury se encontraba enojado por algo más. Había perdido su día de fiesta a causa de que su abuela quería verlo y luego no le había ni siquiera reconocido… Aquella cosa tan vieja, vieja y arruinada. Era imposible pensar en ella como una parte de sí mismo o de su padre o de cualquier otra persona.

De regreso al coche, papá sacó unas hojas de papel de una cartera.

—Excúsame, Maury. Quiero repasar esto unos minutos. Me he acordado de algo…

Maury sabía que se trataba del nuevo edificio de apartamentos-hotel, la obra más ambiciosa de las que su padre había emprendido. La semana anterior habían terminado la obra de albañilería hasta el tercer piso; por encima, el resto del entramado de vigas de acero formaba una serie de cuadrados, hasta cuarenta y dos pisos que se alzaban hacia el firmamento.

—Lo más nuevo en apartamentos-hotel —explicó ahora su papá, dejando de hojear los papeles—. Lo más nuevo en la ciudad. ¿Sabes que ya hemos alquilado la mitad y que el resto quedará completado antes del otoño?

Hurgó en el bolsillo en busca de un cigarro y cerillas y dio unos resoplidos de alegría.

—Has de saber que, a veces, ni yo mismo me acabo de creer lo que ha sucedido. En ocasiones, me despierto por la mañana, veo la luz penetrar, por las cortinas y por un segundo, no sé dónde me encuentro. ¿No es extraño? No estoy seguro de que todo esto sea real. ¿Puedes comprenderlo? No, cómo podrías… Nunca has conocido otra cosa, gracias a Dios, y procuraré que nunca llegues a conocerlo…

Lo haría también, no había ninguna duda. Haría todo lo que él quisiese que hiciera.

—Sólo en Norteamérica —prosiguió—. ¡Piensa en ello! Los hijos de los inmigrantes. Malone procede de los pantanos de Irlanda. Y en diez años hemos puesto ya nuestra marca en la ciudad. Cuando, en cualquier parte, veo nuestras «M y F» en letras verdes y blancas pienso en ello. Pero damos cosas buenas, actuamos con rectitud en todo lo que hacemos. Puedo decir honradamente que nunca hemos engañado al público, que nuestras construcciones son tan solidas como las pirámides y eso es mucho más de lo que pueden decir muchos hombres de nuestro gremio.

Volvió a enfrascarse en sus documentos y Maury leyó la segunda sección del New York Times, al no tener otra cosa que hacer. No le interesaba demasiado. Miró por la ventanilla. Estaban pasando ante un reloj situado delante de un Banco. Eran las doce y media. Pensó que aún quedaba mucho tiempo.

—Papá —dijo—, ¿me podrías dejar en la pista? Alquilaría unos patines.

Su padre lo miró y Maury supo enseguida que la respuesta sería que no.

—Has dejado durante dos semanas de asistir a la escuela religiosa por culpa de tu constipado —explicó—. Debes proseguirlo.

Qué memoria de elefante. Uno creería que un hombre con tantos edificios en construcción por toda la ciudad no iba a tener tiempo para preocuparse de aquellas nimiedades.

—Puedo hacerlo mañana. Antes de acudir al colegio.

—Sabes que no lo harás. No, te quedarás en casa esta tarde y prepararás tus trabajos.

Si por lo menos le dejase en paz en asuntos de religión. La mayoría de los muchachos del colegio no tenían que preocuparse por estos asuntos de fe. Sus familias no eran tan estrechas de miras y tan poco modernas. La actitud de papá era tan dura, solemne y aburrida… Con su madre no tenía que preocuparse tanto… Lo reducía todo a un bonito ritual, bendiciendo las velas el viernes por la noche, con los candelabros de plata que había traído de Europa. Era incluso casi poético.

Aborrecía levantarse los sábados por la mañana para ir a la sinagoga.

—Déjalo dormir —apremiaba su madre—. Ha estudiado hasta altas horas de la noche. He visto luz debajo de su puerta.

—No —respondió papá—. Hay cosas que están bien hechas y otras mal hechas, Anna.

—No tendrá tiempo ni para desayunar. Déjalo, por lo menos esta vez, Joseph.

—Que se vaya sin desayunar.

Papá siempre hablaba así. Se enfadaba con las personas que se retrasaban y nunca aguardaba más de diez minutos a nadie. Se incomodaba cuando la gente rompía las reglas. Una de las amigas de mamá fue a Reno a divorciarse y estuvieron hablando de ello durante la cena. Papá dijo:

—No existen excusas para ella, Anna. La gente sabe muy bien lo que está bien, por lo que, simplemente, deben hacerlo así y nada más…

—Hablas con tanta dureza, Joseph —replicó mamá—. ¿Hay algún rastro de misericordia en ti?

—Existen buenos y malos caminos, Anna —replicó papá, como siempre hacía los sábados por la mañana—. Maury debe levantarse e ir con nosotros. Sin ninguna clase de excusas.

Siempre iba; sabía que debía ir, y sin duda, hubiera sido más fácil levantarse a tiempo y haber acudido sin protestar. Pero nunca lo hizo. De alguna forma, primero debía tener lugar una batalla. No sabía por qué lo hacía, pero de ese modo se desarrollaban las relaciones entre él y su padre.

Volviendo a casa en coche, Maury pensó: «Gobierna a todos y a todo». Le parecía, de alguna forma vaga, que su padre planearía sobre él durante el resto de su vida. ¿Llegaría el tiempo en que fuese capaz de decir lo que quisiese a su padre? ¿Que se pudiera abrir paso por sí mismo, o tendría que presentar esta batalla siempre con alguien que fuese más poderoso que él?

Quedó malhumorado durante todo el viaje de regreso a casa e incluso después en su habitación. Lo último que oyó antes de cerrar la puerta y sentarse para realizar su trabajo, fue la voz de su padre, sin enfado, pero muy firme y positiva:

—Y, Anna, no quiero que hagan el cordero lo mismo que la última vez. Díselo a Margaret.

Poco antes de comer, su padre lo llamó a su gabinete. En la mesa, delante de él, había una caja de cartón llena de fotos.

—Mira, hijo, quería enseñarte esto. Las he sacado para ponerlas en orden.

Montada encima de una recia cartulina había una foto muy vieja de una muchacha, de pie, apoyada contra una pared. Su falda le cubría los zapatos y su vestido tenía unas mangas muy anchas que le salían de los hombros como globos. Llevaba dos gruesas trenzas, e, incluso con aquellas ropas extrañas, se veía que era muy hermosa. En el borde inferior, a la derecha, aparecía un nombre extranjero, el nombre del fotógrafo, y la palabra «Lublin». Sabía que se trataba de una ciudad polaca.

—¿Quién es? —preguntó.

—Mi madre —respondió papá—. Tu abuela antes de casarse.

Maury la miró de nuevo. Tenía una mano en el regazo, en una pose casi impúdica, y reía, tal vez porque el fotógrafo le había dicho algo divertido.

—Siempre me dijeron que fue muy hermosa de joven —continuó su padre—. Y tú mismo puedes ver que sí lo era.

Aquello —lo que habían visto hoy—, aquello había sido esto.

Tuvo la instantánea de una visión asombrosa, un momento perdido, en que, por primera vez, le pareció ver algo que había que ver y saber cosas que había que conocer. Se trataba de una frase, de un verso de un poema, o algo que había leído en la clase de inglés, algo acerca de «los largos túneles del tiempo». Y pensó: «Eso es lo que ha sucedido».

De repente, y sin pretenderlo, se inclinó y besó a su padre, algo que siempre le había cohibido desde que era sólo un niñito.