13

Sus padres no saben que esta despierta. Creen que ya ha terminado sus deberes —está en cuarto grado y no se preocupan aún mucho de ello— y que se ha metido en la cama. No saben que hace mucho tiempo que le cuesta dormirse. A veces, salta del lecho y permanece de pie ante la ventana. Su habitación se encuentra en una esquina; desde un ángulo oblicuo puede ver hacia el Oeste, desde el río hasta las luces de las Palisades, y hacia el Este, la West End Avenue, por la que pasan cada vez menos coches a medida que avanza la noche. No piensa en nada en particular, pero desea que ya sea viernes para no ir al colegio durante dos días seguidos; confía en que llueva el sábado para poder leer en casa y que su madre no la envíe fuera a tomar el aire fresco; y también espera que no llueva el domingo para que ella y su papá puedan dar su paseo matinal en torno del estanque.

Aquel paseo dominical era algo muy especial. Mamá dormía hasta muy tarde los domingos, así como Maury, a menos que tuviese la intención de ir a patinar o a algún sitio con sus amigos. Papá nunca dormía hasta muy tarde.

—Es un hábito de muchos años —explicaba— levantándome a las cinco. Ahora me levanto sólo a las seis…

A las ocho y media ya estaban en el parque. Al otro lado del estanque se alzaba la desigual hilera de edificios de la Quinta Avenida. Soplaba el viento y se encrespaban las aguas. Les sobrepasaban los corredores con sus sudadas camisetas grises, por lo menos un par de veces, aunque papá e Iris andaban a buen paso.

—Adoro estar con mi niña —decía siempre papá.

Iris también gustaba de estar con él. A veces, ella pensaba lo maravilloso que sería si mamá y Maury desapareciesen. (¿Que muriesen? ¿Era esto lo que quería decir?). Entonces estarían solos ella y papá en el comedor, o papá y ella hablando por la noche al lado del mueble biblioteca. Se sentía culpable ante esos pensamientos. Eran unos pensamientos muy malos.

A lo largo del pasillo brillaba la luz debajo de la puerta de Maury. Estudia hasta muy tarde, pero debe hacerlo; está aprendiendo latín y álgebra, pues tiene que sacar muy buenas notas para poder ir a Yale. Iris tiene también muy buenas calificaciones, pero esto no es muy importante para ella. Una muchacha —una mujer—, explica su papá, no debe hacerlo todo por su educación. Es una buena cosa, claro está, eso de que aprenda y amplíe su mente, dado que le hará ser una esposa y una madre mejor, una mejor persona, en resumen. Pero no debe hacerlo todo del modo como lo hacen los chicos. Una vez, mamá dijo que, algún día, las cosas serían diferentes y que las mujeres trabajarían y harían las mismas cosas que los hombres. Pero papá replicó que eso era completamente ridículo y que no le gustaría ver a su esposa trabajando mientras fuese capaz de mantenerla.

Estaba despierta por completo. Hacía frío. Se colocó la bata y con los pies desnudos —le gustaba la áspera sensación de la alfombra bajo sus talones—, recorrió el pasillo hasta llegar a la esquina donde se encontraba el vestíbulo. Desde donde estaban sus padres en la biblioteca no podían verla. Pero ella sí puede oírlos, y sus voces la consuelan, sobre todo, cuando se encuentra preocupada por algo. (A menudo se inquieta por la profesora de matemáticas, una mujer impaciente y de mal genio. Las matemáticas son la única asignatura en la que Iris no va muy bien y teme ir al colegio a causa de ello).

Algunas veces sus padres no hablan. Mamá está siempre estudiando algo. Lee a Shakespeare o un cursillo acerca del Museo de Arte. Papá, en ocasiones, trabaja encima de rollos de papel azul extendidos en la mesa situada entre los ventanales. Hace alguna observación al respecto. Mamá le dice que se va a suscribir a la Filarmónica para acudir los viernes por la noche en compañía de Mrs. Davison. Papá le contesta que muy bien, que sabe cuánto le gusta esto y que lo siente, pero que no podrá ir.

Otras veces, conversan acerca de cosas interesantes. Mrs. Malone había tenido un aborto, y mamá afirma que era una mala cosa, pero que, después de todo, siete hijos parecen bastante. Se entera de que mamá va a tener un abrigo de visón; papá desea regalárselo y harán una buena compra en el peletero del piso de debajo de la oficina de Solly. Se entera también de que Maury va a tener una nueva bicicleta como regalo de cumpleaños. Maury siempre se sorprende de que Iris lo sepa antes que él.

Está algo temerosa de que la descubran, pero no demasiado. Papá no se enfadaría mucho. Nunca se enfada con ella. Tampoco mamá se enfadaría, pero se levantaría y diría con firmeza:

—Las niñas pequeñas deben estar en la cama a estas horas. Y la gente educada no escucha las conversaciones de los demás. Vamos, Iris.

Y mamá la haría volver a la cama. Aquella era la diferencia entre papá y mamá.

Aquella noche se percató de que estaban hablando de ella. Contuvo al máximo la respiración y procuró oír por encima de los fuertes latidos de su corazón.

—Me gustaría que se fuese de campamentos a Maine. Le sentaría muy bien estar en el bosque con los otros niños.

—Joseph, Iris lo detesta…

—Maury lo aprecia mucho. Se le hace muy largo esperar cada verano para volver.

—Maury es Maury, y todo es fácil para él. Iris sería muy desdichada.

Era verdad. Todo lo que había oído acerca de los campamentos se lo indicaba así. El mero pensamiento de vivir en una cabaña a merced de otras cinco muchachas, tan lejos de su casa, de su habitación, en la que se encontraba a salvo, resultaba terrible…

El año anterior había hecho una amiga. Amy era una chica pequeña y tranquila, muy parecida a ella misma. Solían «dormir juntas», en una u otra de sus casas, los fines de semana. Escribían poesías juntas. Eran las mejores amigas. Luego, en verano, Amy se fue a los campamentos, mientras Iris iba con sus padres a la casa que habían alquilado en Long Beach. El día en que comenzó de nuevo el colegio le alegró mucho ver otra vez a Amy.

—He escrito varias nuevas poesías con el tema del verano —le confió a su amiga.

Y Amy le respondió, muy desdeñosa y en voz alta para que los demás pudiesen oírla:

—¿Y a quién le interesa? Ya soy demasiado mayor para hacer esas cosas…

Iris, conmocionada y herida, comprobó que Amy había cambiado, y que se iba con los «otros». Ahora pasaba ante Iris por los vestíbulos pretendiendo que no la veía. Ahora, ella y Marcy eran las mejores amigas. Marcy llevaba unas trenzas muy largas de las que le tiraban los muchachos. Cuando los chicos estaban cerca, Amy y Marcy siempre se reían muy alto, para que los muchachos se les acercasen y les preguntasen:

—¿Qué es eso tan divertido?

Los muchachos eran tan estúpidos, que no podían ver que aquellas muchachas hacían esas cosas a propósito para llamar la atención ante ellos.

—Es extraño —decía papá—, qué dos hijos más diferentes. El mismo hogar, los mismos padres y qué diferentes…

Sí, era verdad. Maury pertenece al consejo estudiantil y al equipo de baloncesto infantil del colegio. El año que viene estará en la Universidad, que juega con otros equipos de los colegios privados. La gente siempre se sorprendía de que Iris fuese su hermana, aunque las personas mayores eran demasiado educadas para demostrarlo. Pero, en la escuela, los niños no acababan de creérselo.

—¡Tú no eres la hermana de Maury Friedman! —decían.

Y una vez, una muchacha de su clase se acercó a Maury después de un partido de baloncesto y le preguntó:

—¿De verdad eres su hermano? Ella dice que sí…

—Claro que sí —respondió Maury sorprendido—. Claro que lo soy.

—Maury es igual que mis hermanos —declaró mamá—. Especialmente Eli. Me lo recuerda mucho.

Sobre el tocador tenía ampliadas unas instantáneas de su familia de Europa. El tío Dan estaba con su gordinflona esposa y rodeado de sus hijos. El tío Eli y su mujer aparecían con esquíes delante de una casa en las montañas con carámbanos en los aleros. Su hijita también iba en esquíes. Se llamaba Liesel. Tenía la edad de Iris y un largo e irreal cabello rubio. Liesel y sus padres lucían como el sol. La cabeza de Iris estaba llena de esa clase de pensamientos, comparando a la gente con las cosas. Ellen y Margaret tenían orejas de tallos de maíz, altos y delgados, con unos grandes dientes amarillentos.

¿Pensarían los demás cosas así?, se preguntaba. ¿Hay alguien en el mundo igual que yo?

Las voces de sus padres se alejaron. Se inclinó hacia delante para escuchar.

—Se supone que es un pediatra de primera clase. Opino que es muy concienzudo.

—¿Y qué ha dicho?

—Realmente, nada. Que no tiene nada mal. Parece demacrada pero, básicamente, está sana, aparte que es muy nerviosa. Pero ya sabemos todo eso…

—¡Es tan sensible! —explicó papá—. ¿Sabes lo que me preguntó en nuestro último paseo dominical? «Papá, ¿por qué no te miras el brazo y piensas cómo fue hecho de personas que murieron hace cientos de años y te preguntas si les gustarías si pudiesen conocerte?». Imagínate, una niña de nueve años y que diga cosas parecidas…

—Sí, es una chica muy fantasiosa. Una chica fuera de lo corriente.

—Sabes, a veces me acuerdo de cuando sólo tenía unas pocas semanas de vida y solía ir a verla en la cuna. Me tocaba, Anna, de una forma que Maury nunca lo había hecho. Maury era tan gordito, tan hambrón y saludable. Pero ella… Acostumbraba dirigirme a la puerta y volverme para verla de nuevo, y recuerdo que pensaba que la vida no iba a ser muy fácil para ella.

Su madre no respondió o, si lo hizo, Iris no pudo oírla.

Entonces papá continuó:

—Tiene todo mi cariño, Anna. ¡Pero cómo deseo que se parezca a ti! No importa que sea tan tímida. De todos modos, la gente buscará su compañía…

—Ruth dijo el otro día que Iris es la clase de muchacha corriente que mejora con los años, y creo que tiene razón.

—¿Y a qué le llamas corriente, Anna?

—Es muy difícil juzgar a tu propia hija. Pero no podría decir que fuese bonita.

No era bonita. Era como si dijeran: Tienes una terrible enfermedad. No volverás nunca más a andar. Era como si afirmaran: Te queda sólo un mes de vida y luego morirás. Y así es. Así es como opina la gente de mí.

De repente, papá dijo:

—¡Anna! ¡Mrs. Werner ha muerto! Lo pone en el periódico. «Sus afligidos esposo Horace, hijo Paul e hija Evelyn Jonas, de Cleveland».

—No lo sabía.

—Deberías leer las esquelas. Tenía sólo sesenta años. Me gustaría saber qué le ha ocurrido.

—No tengo ni idea —replicó mamá.

Werner. Iris nunca olvidaba los nombres, nunca olvidaba nada. Aquellas eran las personas a las que se encontraron en la parte alta de la ciudad cuando fueron la semana pasada a comprar su abrigo de entretiempo. Y la señora le dijo a mamá que estaba enferma… ¿Por qué estaba diciendo mamá una mentira?

Salían de la tienda de «Best’s» cuando la dama las abordó en la acera.

—Perdón, ¿tú eres Anna, verdad?

—Sí. Soy Anna —respondió mamá—. ¿Cómo está usted, Mrs. Werner?

—Paul ¿te acuerdas de Anna? —preguntó la dama.

El hombre —que era muy alto y que tenía un aspecto parecido a la dama, por lo que se veía que era su hijo—, sólo asintió levemente y respondió:

—Claro que sí.

Pero no dijo ni una palabra a mamá.

La señora era encantadora. Le dijo a mamá:

—Siempre has sido muy bonita pero aún te has vuelto más…

En la cara de mamá aparecieron ronchas rojas. Ciertamente no fue muy educada con aquella gente. Siempre me dice que he de dar las gracias cuando me hagan un cumplido, pero no respondió ni una palabra. Luego, Mrs. Werner preguntó:

—¿Es tu hija?

—Sí, mi hija Iris —respondió mamá.

Por lo tanto, Iris tuvo que darle la mano y musitar:

—¿Cómo está usted?

La señora sonrió, pero el hombre se limitó a mirarla con dureza y no sonrió.

Después la dama dijo con delicadeza:

—Veo que has hecho una gran fortuna, Anna.

Mamá no respondió gran cosa, sino que se limitó a afirmar:

—Sí, es verdad.

Y todo aquello fue desacostumbrado, dado que mamá siempre hablaba largo y tendido cuando encontraba a alguna de sus amigas.

La dama tenía un precioso cabello gris, casi plateado, y un abrigo de pieles parecido al de mamá. Pero sus ojos eran oscuros y su piel también era morena. Aparentaba estar enferma.

—Nos hemos mudado a causa de las escaleras. De repente, mi corazón ha empezado a fallar. ¡Pero tú sí que estás maravillosa! No pareces haber envejecido nada…

—Oh, ya lo creo —respondió mamá—, han pasado muchos años.

—Está bien, pero no lo parece. A ver si vienes a vernos alguna vez, Anna. Estamos entre la calle 68 y la Quinta Avenida. Y mi hijo sólo vive a dos manzanas de distancia, lo cual resulta maravilloso…

Cuando se separaron, mamá comentó, más para ella misma que para Iris:

—¡La Quinta Avenida! Naturalmente, el East Side ya no es un lugar apropiado…

Iris recordaba todo esto a la perfección.

—El funeral es el miércoles a las once —prosiguió papá—. Trataré de ir contigo si puedo. De otra forma, tendrás que ir sola.

—No voy a ir —replicó mamá con calma.

Iris oyó cómo crujía el periódico.

—¿No vas a ir? No puedes hacer eso…

—Claro que sí… Hace años que no he visto a esa mujer. No signifiqué nada en su vida; ¿por qué he de ir a verla ahora que está muerta?

—¿Y por qué la gente acude a los funerales? Porque resulta decente presentar nuestros respetos. Me dejas asombrado…

Mamá no respondió y papá siguió:

—Además, fueron muy atentos con nosotros, si es que lo has olvidado. Hay una cosa que se llama gratitud…

En la voz de mamá hubo un adarme de ira:

—¿Gratitud? ¿Pides un préstamo a un Banco, se lo devuelves con intereses y hay que suponer que debes estarle agradecido al Banco?

—No fue un Banco, Anna, no te comprendo…

—¿Y dónde está escrito que tengas que entenderlo todo?

Aquella no era mamá, que estaba diciendo siempre cosas como: El hombre es el cabeza de familia, recuérdalo cuando estés casada. O: El matrimonio no es algo que vaya al cincuenta y cincuenta por ciento: la mujer debe recorrer la mayor parte del camino si quiere tener paz en su hogar.

La puerta del cuarto de Maury se abrió y este salió como una furia al vestíbulo.

—¡Fisgona! —gritó, al tiempo que propinaba a Iris un puñetazo en la espalda.

Sus padres acudieron al instante.

—¿Qué sucede? ¿Qué estáis haciendo?

—¡Esa fisgona está aquí espiando y escuchándolo todo! Si me hicieras a mí eso, Iris, te dejaba sin respiración a puñetazos, peste, más que peste…

—Maury, esa no es forma de hablar —dijo papá—. Ven aquí, Iris. ¿Qué ha ocurrido? ¿Estabas aquí escuchándonos?

—No escuchaba. Iba a ir a la cocina a por una manzana.

—Con lo demonio que es… —intervino Maury.

—Por favor, Maury, vuelve con tus deberes y déjanos solucionar esto. Quiero saber qué has oído, Iris.

Iris hubiera querido gritar: «He escuchado que decías que no soy bonita y que la prima Ruth decía que estaría mejor cuando fuese mayor. ¡Esto no es de tu incumbencia, y la odio a ella y a ti!».

Pero era demasiado prudente para decirlo.

Su madre tenía expresión preocupada. Iris experimentó placer al pensar lo que iba a hacer.

—Oí que le decías a papá que no habías visto a aquella señora, pero sí la viste…

—¿De qué estás hablando? —preguntó papá.

—De Mrs. Werner —dijo Iris—. La vimos la semana pasada, en la parte alta de la ciudad, junto con su hijo.

—¿Es eso verdad, Anna?

Mamá suspiró.

—Sí, los vimos en la Quinta Avenida. No creí que mereciera la pena mencionarlo…

—Pero sí pensaste que valía la pena ocultarlo ahora. Y no puedo imaginar por qué razón.

—¡Joseph! —exclamó mamá—. Este no es el lugar…

Iris sabía que aquello significaba: No delante de los niños.

—Muy bien, pues —prosiguió papá—. Iris, tu madre te dará un poco de leche caliente en tu habitación, y luego te duermes…

—¡Quiero que tú me la des, papá! —protestó Iris.

Su padre sujetó el vaso mientras ella sorbía la leche.

—¿Te encuentras mejor ahora? Algo te preocupa; ¿me dirás de qué se trata?

Los ojos se le humedecieron. Musitó:

—No tengo amigos. No soy popular…

Su padre contestó, indignado:

—Si todos esos chicos son tan estúpidos para no ver tu valía, ellos se lo pierden… Eres más lista que todos ellos… Eres mi reinecita, y cuando crezcas, les darás sopas con honda, ya verás…

—No soy bonita —dijo Iris.

—¿Quién dice que no lo eres? ¡Me gustaría que alguien lo dijese delante de mí!

—Marcy tiene unas gruesas trenzas con lazos en las puntas.

—¿Y eso qué? A mí no me gustan las trenzas. Tu tipo de pelo es mucho más bonito…

—Papá, no lo es…

—Muñeca, yo creo que sí lo es. —Le tomó el vaso ya vacío—. Mira lo que vamos a hacer para tu Fiesta del Día de Acción de Gracias… ¿No te gustaría ir al cine conmigo? Podemos ir a mi despacho por la mañana, y antes de ir al cine, aún nos quedará tiempo para comprarte un vestido nuevo. Mamá da una cena y me gustaría que todos te contemplaran con tu vestido nuevo. ¡Así verán lo bonita que eres!

—Me gustaría ir a tu oficina y al cine. Pero no quiero asistir a la fiesta.

—Muy bien, pues no hablaremos de ello. —Se inclinó para darle un beso—. ¿Te dormirás ahora? ¿Te dormirás enseguida si apago la luz?

Iris asintió y él apagó las luces. Pero no se durmió. En la oscuridad siguió dando rienda suelta a sus pensamientos.

Durante las vacaciones escolares, su padre les había llevado muchísimas veces a su despacho. Papá estaba muy orgulloso de Maury, con su traje azul marino y su gorro, y de Iris, con su buen abrigo que tenía un cuello de piel de castor, con un pasador en los dientes. Los llevaba a su despacho particular, donde tenía un gran escritorio de madera de caoba, igual que el de Mr. Malone, que se encontraba al otro lado del vestíbulo.

Mr. Malone estaba gordo y contaba chistes. Siempre guardaba una caja de chocolatinas en un cajón. Los Malone eran una familia muy simpática: cuando hicieron la apendicetomía a mamá, Mrs. Malone iba cada día a verla al hospital. Vivían en un apartamento cercano, igual que el suyo, si bien con más habitaciones a causa de que tenían más hijos que ellos. Los niños eran grandotes y de aspecto saludable; Iris se sentía débil y paliducha en su compañía, como si pudiesen verle sus paletillas debajo del vestido, al igual que las frágiles alas de las aves cuando se les despluma. Como todo el mundo, a los Malone les agradaba Maury. Este iba a su apartamento, miraba las colecciones de sellos y cromos de béisbol y comían pasteles en la antecocina. Iris se sentaba con los mayores hasta que Mrs. Malone llamaba a la hija más próxima a la edad de Iris:

—Mavis —le decía con finura—, ¿por qué no llevas a Iris a tu habitación y le enseñas las muñecas?

E Iris iba, sabiendo que Mavis no la quería, sabiendo que debía mantener una conversación animada e incapaz de imaginar, de todos modos, qué debía decir.

Mamá hablaba con Mrs. Malone en la sala de estar. Siempre sabía hablar a las personas, a la hermana de Mrs. Malone que era monja, a Ellen y Margaret en casa, a una maniática vendedora en una tienda. La gente siempre le sonreía. Papá decía que su voz era como una campana; era una de las primeras cosas que papá siempre decía de ella.

—La mayoría de las mujeres ladran y chillan como perritas —afirmaba.

Sí, papá ama a mamá, es algo que salta a la vista. Siempre estaba hablando de lo lista y de lo buena cocinera que era, mucho mejor que Margaret, a la que le pagaban para que lo hiciera. Se hacía lenguas de su precioso cabello rojo y estuvo mal tres días seguidos cuando mamá tuvo que cortárselo.

Sí, papá ama a mamá; habla mucho acerca de ella.

—Escucha a tu madre, Iris —decía—, tu madre lo sabe todo…

Pero esta noche papá estaba enfadado con mamá. Están peleándose. Los oye desde su dormitorio. Eso está bien. Me alegro de que se enfade con ella.

—Es una cosa muy rara —decía papá—. No sé qué tienes en la cabeza: ¿la madre o el hijo? Te pones muy tiesa cuando se menciona a esas personas.

—No es verdad…

Mamá chillaba. Iris nunca la había oído gritar así.

—Sí, es verdad… Eso me hace preguntar a veces qué diablos pasa con esa casa para que reacciones así. No mencionar siquiera un encuentro casual, no querer ir al funeral de la señora. Es un auténtico rompecabezas…

La puerta se cerró con fuerza. Hubo más discusiones en voz alta que Iris no pudo distinguir; luego la puerta se abrió de nuevo e Iris oyó a papá decir:

—Muy bien; supongo que sólo se trata de falso orgullo. Has ido progresando y no te gusta que te lo recuerden…

—¡Déjame sola! —gritó mamá.

Luego se produjo el silencio.

Al cabo de un largo rato se abrió de nuevo la puerta de la habitación de Iris. Se fue extendiendo una rendija de luz. Su madre avanzó y se quedó de pie al lado de la cama.

—¿Iris?

Esta no contestó.

—Iris, estás despierta. Lo sé por tu respiración.

—¿Qué quieres?

Su madre se sentó en la cama y cogió una mano de Iris, que la dejó entre las suyas sin moverse.

—Deseaba venir a tomarte las manos antes de que te durmieras.

Tenía la cara vuelta a un lado, pero Iris pudo ver que sus ojos estaban raros, que parecían hinchados.

—¿Has llorado, mamá?

—No.

—Sí, sí que has llorado. ¿Y ha sido a causa de que yo contara lo de aquella dama y su hijo?

—¿De qué dama y de qué hijo hablas?

¡Otra vez fingiendo!

—¡Ya sabes de quién! —replicó Iris malhumorada—. La señora que murió.

—No —respondió mamá, apartando la mirada.

Entonces algo surgió en Iris, algo que nunca había sentido antes. Una especie de cariño, de pena por mamá.

—Lo hice a propósito —explicó—. Deseaba que papá se enfadase contigo.

—Lo sé.

—¿Estás enfadada conmigo?

—No. A veces sentimos que no estamos unidos con alguna persona, o deseamos lastimarla.

Le hubiera gustado decir: «Lo siento, no te puedo amar tanto como a papá».

Pero en lugar de ello dijo en voz alta:

—Papá quiere comprarme un vestido nuevo para tu fiesta, pero no deseo ir y encontrarme con tanta gente.

Papá siempre la llamaba cuando tenía visitas. Ella estaba sola en el vestíbulo mientras toda aquella gente, las damas con sus perfumes y pulseras, se sentaban formando corro en la estancia, con los rostros vueltos hacia Iris mientras esta estaba allí, de pie, y la miraban.

—No quiero ir —repitió—. ¿Tengo que hacerlo?

—No —respondió mamá—. No tienes.

—¿Me lo prometes? ¿No importará lo que diga papá?

—Te lo prometo.

—¡Es que lo aborrezco! ¡Lo aborrezco!

—Lo comprendo —replicó mamá.

Suspiró aliviada.

—Creo que me voy a dormir —explicó.

—¿De verdad? Eso es bueno.

Su madre salió y cerró con suavidad la puerta.

En aquel momento no podía saber lo que supo mucho después: que su padre en su ciego amor hacia ella, le mintió, aunque tal vez sin percatarse de que lo hacía. Le mintió cuando la llamaba su reina, porque no había sido una reina entonces y nunca lo sería. Le mintió cuando le hablaba de las cosas grandes que haría y cómo la considerarían todos. Le resultaba embarazoso recordar cuán locas habían sido sus palabras de cariño.

Pero mamá no le dio falsas esperanzas. Mamá estaba a menudo a malas con Iris, y la cosa era palpable de ver. Por ello, Iris se sentía muy enfadada, comprendía que, realmente, podría odiar a su madre. Y, al mismo tiempo, sabía que siempre estaban o había estado tan juntas como los dedos de una mano o la mano respecto al brazo. ¿Cómo podía haber entendido aquellas cosas cuando sólo tenía nueve años? Sería sólo después, tras aprender las cosas de la vida, cuando podría entenderlo.

Aunque tal vez de una forma, aunque no se hubiera dado cuenta de ello cuando sólo tenía nueve años, sí, tal vez había un modo en que lo hubiera entendido, incluso entonces.