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La ciudad se extendió y se amplió. Sus largos brazos alcanzaron los rebordes de Brooklyn y Queens y saltaron los puentes más allá del Bronx, hasta llegar a las fronteras de Westchester. La ciudad también tendió sus largos brazos hacia el cielo. A lo largo de la Quinta Avenida, abriéndose paso con nuevos rascacielos, aplastó las casas tipo Renacimiento de los millonarios. Las que no fueron derruidas se convirtieron en museos o despachos de agencias filantrópicas.

Sonaron los martillos, acero sobre acero. Imponentes grúas, delicadas como cabezas de dinosaurio, avanzaron por la calle. Se hacían diez mil vigas de acero en aquel bosque de hierro. Los trabajadores saltaban entre aquellos grandes esqueletos, cuarenta pisos por encima de la superficie del suelo hasta alcanzar los sesenta, los ochenta pisos. Arriba y más arriba. Todo fue al alza, la Bolsa y las fortunas de los hombres.

Fueron los años de Harding y de la «normalidad», aunque no fueron demasiado normales: tales tiempos no se habían visto nunca antes y no volverían a verse de nuevo hasta terminar la siguiente gran guerra, un cuarto de siglo después.

Los que, en 1918, habían contado sus ingresos en cientos de dólares pudieron, en poco tiempo, trabajando duramente y con suerte, contar esos ingresos por decenas de millares de dólares, o más. El negocio de la construcción estalló como si se tratara de un cohete. Las casas se vendían antes de terminarlas. El valor del suelo se dobló y triplicó, y se dobló de nuevo. Si se era lo suficientemente listo para prever el próximo movimiento, se podían convertir varias hectáreas vacías de Long Island en una serie de casas bifamiliares o en una serie de edificios de apartamentos de seis pisos, con unos ingresos o con un espléndido beneficio total.

No todo era tan sencillo. El hablar de las cosas es mucho más fácil que hacerlas. Si se empezaba de la nada, se tenía que trabajar dieciocho horas diarias para conseguir dar el primer paso. Y se tenía que conservar ese ritmo de dieciocho horas de trabajo diario si no se quería perder el primer asidero, dado que una vez se perdía, ¿cómo había que ingeniárselas para conseguir otro?

Un pintor de brocha gorda y un fontanero comenzaron juntos con un pequeño y fuertemente hipotecado, edificio de apartamentos situado en Washington Heights. Todo lo volcaron allí, ellos mismos, su fuerza y cada dólar que tuviesen, menos lo que necesitaban para comprar la comida de la mesa de sus familias. Adquirieron nuevas estufas e instalaciones de baño; rascaron los suelos, y lo repararon y renovaron todo de arriba abajo. Pintaron cada apartamento y el vestíbulo. Pulieron los metales y enmasillaron las ventanas. Incluso colocaron dos maceteros de siempreverdes al lado de la puerta de entrada.

No hubo ningún edificio en la manzana, o en muchas manzanas de casas, que se pareciese al suyo cuando hubieron terminado.

Los inquilinos estaban asombrados; hacía dos años que aquel lugar no estaba tan limpio. Pusieron un letrero en la fachada: No hay pisos por alquilar.

A continuación, subieron los alquileres.

Una mañana llamó un agente de Bolsa. Tenía un inversor interesado en propiedades de buena renta y que no necesitasen de reparaciones. Así que vendieron la casa, que sólo habían poseído durante un año. Su beneficio ascendió al veinte por ciento.

Se dirigieron al Banco que poseía la hipoteca, al departamento de bienes raíces.

—Miren lo que vamos a hacer —explicaron—. Dennos otra hipoteca sobre otro edificio y haremos lo mismo.

A fines del año 1920, poseían dos casas en Washington Heights. Ninguno de los dos se había comprado un par de zapatos nuevos o había salido una noche desde que comenzaron. Empleaban en sus propiedades hasta el último centavo que conseguían. Compraron tres solares en Brooklyn. Luego se introdujo en todo este marco la suerte, la pura suerte puesto que el sindicato que poseía las propiedades contiguas necesitó sus parcelas para construir un hotel. Dijeron su precio y el sindicato pagó, puesto que no tenían elección posible.

A continuación se pusieron en contacto con un contratista electricista y con una empresa de albañilería, padre e hijos. ¿Podrían unir sus fuerzas y construir edificios por cuenta propia? El albañil conocía a un abogado que tenía clientes con dinero contante y sonante para invertir. Compraron más terrenos y construyeron una hilera de casas bifamiliares; era prudente empezar por cosas pequeñas. Tenían que levantarse a las cuatro de la madrugada para llegar a tiempo a su trabajo en Brooklyn.

Las casas fueron vendidas antes de terminar de edificarlas. Un dentista que vivía unas manzanas más allá les hizo una proposición: ¿estarían interesados por una pieza de tierra en Long Island? Le gustaría participar en ese negocio. Podrían comprar la tierra por una nadería. Bueno, no una nadería exactamente, pero sí por un precio muy ajustado. Más confiados ya, construyeron una gran extensión de casas bifamiliares, exactamente sesenta y cinco casas y una serie de tiendas.

Un plan tenaz, laborioso, cauto y paciente. Ladrillo a ladrillo, piedra a piedra. Comprar, construir, vender, asentarse, acumular y crecer. Lenta, muy lentamente, al principio. Luego más deprisa e intrépidamente. Una galería en el distrito de tiendas de vestir. Un garaje en la Segunda Avenida. Grandes sociedades, grandes hipotecas. Y, mientras, iban creciendo los beneficios y la reputación. Así fue como hicieron las cosas.

Pero, además, los tiempos eran muy buenos.

Era una época propicia para los abogados o los agentes de Bolsa, para los fabricantes de productos textiles, para los confeccionadores de peletería o para los joyeros de venta al por mayor. Los inmigrantes y los hijos de los inmigrantes se desplazaron hacia el Norte, desde las simples y respetables hileras de casas de alquiler de Bronx y de Washington Heights. Muchos no fueron más allá de la mera respetabilidad. Pero otros, más inteligentes y afortunados, incrementaron sus grandes fortunas. Mientras las grandes fortalezas de casas de apartamentos se alzaban a lo largo de la West End Avenue, con sus ascensores y porteros de uniforme, esas familias regresaron al Bronx y a Washington Heights y lo ocuparon todo. Llegaron con sus flamantes alfombras y platería orientales, adquisiciones debidas a una asombrosa y rápida prosperidad; también aportaron su vigor y aquella ambición que todo lo impulsaba.

El edificio de la West End Avenue tenía dieciséis pisos de altura, con dos apartamentos en cada rellano. Joseph y Anna alquilaron el que tenía la vista al río, con nueve espaciosas habitaciones y un gran vestíbulo, en el undécimo piso. De pie, en el vestíbulo, se podía ver la sala de estar en la que entraba la luz a través de unas altas ventanas, hasta la biblioteca de madera, donde aún estaban guardados en cajas los libros de Anna y el espléndido comedor con su larga mesa, diez sillas tapizadas y una pantalla china que tapaba la puerta de la cocina.

—Muy bonito —comentó admirada Ruth—. ¡Y pensar lo deprisa que lo habéis reunido todo! ¿Cómo lo habéis hecho?

—Me hubiera gustado tomarme más tiempo —respondió Anna—. No estoy segura de que me guste todo como es debido. No obstante, ya está hecho.

—¡Que no te gusta todo! Anna, es magnífico…

—Joseph deseaba que estuviese terminado enseguida… Ya sabes lo ordenado que es… No le es posible vivir en medio de un revoltijo… Dice que ya ha vivido bastante en medio de uno… Por eso le pidió a Mrs. Marks —la esposa del abogado— que me mostrase dónde comprar las cosas, y aquí está…

—Es magnífico —repitió Ruth con firmeza—. Incluso un piano de media cola…

—Ha sido una sorpresa por parte de Joseph.

—Una casa debe tener un piano, aunque nadie toque. Hace muy simpático, ¿no te parece?

—Iris aprenderá a tocar. Y Maury también, si lo desea, pero ya sabes cómo es Maury. No le gusta hacer nada a menos que lo desee. Iris aprenderá, aunque sea sólo por complacer a su padre.

—Es toda una damita —respondió Ruth—. Toda una dama de cuatro años…

—Deja que te enseñe su habitación.

La habitación de Iris estaba decorada en rosa y blanco. Tenía estantes para libros, una camita blanca con dosel y una casa de muñecas encima de una mesa situada en un rincón.

—Oh, la casa de muñecas —exclamó Ruth.

—Sí, fue el regalo de Joseph para su cumpleaños. Aún es muy pequeña para eso, pero él compra todo lo que ve…

—Los hombres son siempre así con sus hijas. June se ha echado a perder igual que sus amigas. Yo no se lo permito, pero Solly es incapaz de prohibirle nada…

—Y aquí está la habitación de Maury. Le he permitido que me ayudase. A fin de cuentas, ya es un hombrecito y estaba muy entusiasmado con el traslado —explicó Anna, mientras inspeccionaba de nuevo la manta escocesa, los trenes de juguete esparcidos por el suelo y la bandera situada entre las dos ventanas: Por Dios, por mi Patria y por Yale.

—¿Qué significa eso? —preguntó Ruth.

—Oh, pensé que era algo muy bonito. Además, me gustaría que fuese a Yale.

—Mis hijos están en la Universidad de Nueva York y me parece que ya es bastante bueno…

—Claro que sí, claro que sí —respondió rápidamente Anna—. ¿Y qué diferencia hay?

Preguntándose cómo podía evitar el hacer alarde de sus éxitos, añadió con timidez:

—El abogado de Joseph, Mr. Marks, nos ha sugerido que le busquemos a Maury un buen colegio. Se trata de la escuela a la que asisten sus hijos.

—¿Un colegio privado?

—Verás, yo nunca hubiera pensado en eso, pero Joseph se relaciona con toda esa gente, constructores y arquitectos, y viene a casa con esas ideas… ¿Y qué puedo hacer yo? Después de todo, se trata de su dinero y puede gastarlo como mejor desee.

—Un colegio privado —repitió Ruth.

—Sí, e Iris empezará en el kindergarten en otoño. Es más conveniente tenerlos a ambos en el mismo sitio, como es natural…

Anna se oyó disculpándose, y se enojó consigo misma. ¿Y de qué tenía que disculparse? Si Ruth estaba un poco envidiosa, aquello era muy natural.

—¡Y tenéis una radio! Nosotros aún no tenemos ninguna. ¿Qué opinas de eso?

—Aún no he tenido muchas oportunidades; es cosa de Joseph y Maury. La escuchan con auriculares. Pero, realmente, se trata de un milagro.

—He leído que el año que viene saldrá un modelo que no necesitará auriculares, por lo que toda la familia podrá oírla a la vez. Estoy segura que tendrás una, puesto que Joseph parece comprar todo lo que ve…

—Ruth, ¿no has pensado nunca en cómo vivimos en el centro y no te has preguntado cómo puede haber sucedido? A veces me parece que no me merezco todo esto.

—¿Qué ha sucedido? Que hemos trabajado como negros, Solly y yo, y que nos merecemos todo lo que hemos conseguido. No —añadió Ruth—, lo que tenemos está muy lejos de lo tuyo, pero hemos hecho lo correcto. Solly ha conseguido un socio muy inteligente y tiene un futuro…

—A veces no me parece real todo esto —concluyó Anna en voz baja.

—Sí, es lo suficiente real. Te percatarás de ello cuando debas mantener limpio un sitio tan grande. Te lo garantizo… Incluso opino que necesitarás una mujer de la limpieza para que te ayude una vez a la semana, por lo menos.

—Ya tenemos dos muchachas. Joseph las ha pedido a una agencia. Empezarán mañana.

—¿Dos muchachas? ¿Y cuántos días?

—Verás, hay dos habitaciones al lado de la cocina. Vivirán allí. Son unas muchachas muy agradables —terminó Anna a toda prisa ante el silencio de Ruth—. Son dos hermanas irlandesas. Ellen y Margaret.

—¡Y pensar que en un tiempo tú misma fuiste criada! —observó Ruth.

«Si quiere que me enfade, no va a conseguirlo», pensó Anna.

—Sí, pensar —respondió con toda la calma— que llegué a este país con un hatito de ropa y dos candelabros… Esto me recuerda que tengo que desembalarlos antes de que alguien lo haga.

Y cogiendo una caja, que ya estaba abierta, que se hallaba al lado de la puerta del comedor, sacó aquellos candelabros de pesada plata labrada, realmente muy antiguos. Les quitó un poco el polvo y los colocó con cuidado encima de la mesa.

¡Cuántos sitios habían visto aquellos objetos! Se quedó allí de pie, estudiándolos; luego echó una mirada a la estancia, a la porcelana inglesa y a la cristalería francesa, a todas aquellas cosas tan caras y tan frágiles que ahora le pertenecían. En alguna parte, bajo su excitación, se albergaba algo parecido a la congoja, a la culpabilidad y al miedo. Una tranquila certidumbre de que aquello no podía ser, que no debía ser.