11

El hijo, Maurice, nació en el lecho de latón de sus padres el 29 de julio de 1914. Pesaba tres kilos y tenía bastante pelo rubio en la cabeza.

—¡Tres horas de parto para el primer hijo! —exclamó el doctor Arndt—. ¿Sabe lo afortunada que es? A esta velocidad podría tener seis más…

Afuera, un muchacho vendedor de periódicos gritaba:

—¡Extra! ¡Extra!

—¿De qué se trata? —preguntó Anna.

Joseph salió a verlo. Regresó con el New York Tribune.

—«Austria declara la guerra —leyó—. Mientras un vasto ejército invade Serbia, Rusia traslada ochenta mil hombres a la frontera». Solly tenía razón. Ha estallado la guerra.

El doctor refunfuñó:

—Más locas matanzas… ¿Y para qué?

Anna intervino:

—Eli y Dan se verán implicados…

Como en un destello, le llegaron viejos recuerdos. Mamá en la cama, los gemelos a su lado, una mujer de pie, seguramente una vecina o la partera. Cogió al bebé.

—Nada le sucederá a este niñito. ¡No dejaré que nada le ocurra a mi hijito!

—No, claro que no —le respondió con gentileza el médico.

Los años de la guerra quedaron impresos en la mente de Anna a través del crecimiento de su hijo. Podía recordar que el Lusitania fue hundido el día en que el niño dio su primer paso, sujetándose con uno o dos dedos de ella, y eso que sólo tenía diez meses… Cuando el Ejército ruso rechazó a los austriacos en las heladas montañas de los Cárpatos —tembló y vertió unas lágrimas por Dan y Eli—, también fue el momento en que Maury pronunció sus primeras palabras. Para cuando Estados Unidos entró en la guerra —el cartel de la mano sangrienta, La marca del humo. La sangre se alejará con los Bonos de la libertad—, ya tenía casi tres años y era genial, despierto, delicioso…

Estudió aquella cara que tanto tiempo había anhelado ver, con los rasgos que emergían en un contorno sin forma. La nariz era recta. Los ojos tenían la forma de almendra y de color azul oscuro. Tenía una hendidura en la barbilla. ¿A quién te pareces, hijito? Eres único, nadie en el mundo, en el pasado o en el porvenir, puede ser igual a ti.

Notaba que el niño había originado un gran cambio en ella. Ya no pensaba en sí misma como de una muchacha. Había pasado toda una edad desde el tiempo anterior a su llegada. La había ampliado y tenía nuevos sentimientos por el hombre ciego que pasaba por la calle y por los hombres jóvenes que morían en Europa. Y además, de modo opuesto, lo había hecho todo, menos a sí mismo, tan poco importante, que ella no se preocupaba de lo que ocurría en cualquier parte con tal de que él estuviese a salvo.

Durante la noche oía a menudo a Joseph levantarse de la cama para acercarse a la cuna con barandillas, y sabía que lo hacía para escuchar la respiración del rorro. Ningún niño era más amado que aquel. Ningún niño era más cuidadosamente alimentado y bañado, vestido y distraído que aquel.

—Tal vez sea médico —conjeturaba Joseph.

—Sería mejor abogado…

Eran capaces de reírse de su loco ruego. En realidad, significaban ya lo que querían decir.

Anna leía para Maury mucho antes de que pudiese entender aquellas palabras. Pero, en alguna parte, había oído decir que los bebés pueden absorber el sonido y el sentido de las palabras aunque no las entiendan. Por ello, le leía cosas apacibles, como poemas de Stevenson o de Eugene Field.

—Duerme, cerdito, y cierra tus alas. Cerdito azul con ojos de terciopelo.

Delante de la casa de pisos, las mujeres se sentaban con sus carritos y cochecitos, observando, criticando, aconsejándose unas a otras.

—Necesitas otro niño —le decían a Anna—. Estás mimando demasiado a este. No es bueno ni para él ni para ti.

Claro que deseaba más hijos. Y también Joseph ansiaba poseer una familia numerosa. Pero no llegó ningún otro. Tampoco había necesidad de apresurarse. Aquellos años con Maury, sólo unos cuantos centenares de días en una larga vida, eran demasiado perfectos para desear que acabasen. Durante todo el día, después de que Joseph se fuera a su trabajo al rayar el día, hasta que regresaba a casa ya oscurecido, se tenían el uno al otro, Anna y Maury.

¡Oh, pequeño Maury, muchachito!

Las sombras aún cubrían la tierra y las farolas de las calles alumbraban cerca de la ventana de su dormitorio. Aún no eran las cinco. Dentro de un minuto, Anna se levantaría y le haría a Joseph el desayuno. Era duro levantarse de la cama aquellas mañanas invernales. El agua cesaba de manar en el cuarto de baño; Joseph había terminado su ducha. Ahora colgaría las toallas y secaría la bañera, dejándolo todo limpio.

Su ropa para la mañana ya estaba dispuesta encima de la silla. Lo hacía todo con mucho cuidado y método. Sus libros de citas, las facturas y el dinero necesario estaban en orden, para que todo estuviese preparado con tiempo y no se desperdiciara ni un solo momento.

Ahora había regresado del cuarto de baño y se encontraba de pie ante el espejo de Anna, peinándose, haciéndose con exactitud la raya en el medio. El guardapolvo limpio, que Anna había lavado, se hallaba en su bolsa de papel al lado de la puerta, acompañado de la gorra de pintor. Siempre llevaba un traje en el camino hacia el trabajo. Y no era, y ella bien lo sabía, que se avergonzase de su tarea, puesto que le enorgullecía su trabajo y su destreza. Pero creía que este trabajo era una estación en el camino que llevaba a otra vida. Se consideraba, y ella lo comprendía, un hombre que va al trabajo con cuello y corbata.

Le había parecido a Anna, y ello desde el principio, que era una persona llana y fácil de comprender. Fue después cuando empezó a preocuparse. Estaba demasiado callado. La verdad, no obstante, es que siempre había sido muy silencioso. Pero ahora, prácticamente, no decía nada. En ocasiones, se quedaba dormido en la silla después de cenar, y debía despertarlo para llevarlo a la cama. Claro que permanecía de pie todo el día…

Su silencio no la molestaba, puesto que, por las noches, era su único momento de poder leer en paz. Era la razón, si es que la había, que se escondía tras el silencio, lo que la perturbaba.

A la hora del almuerzo, Joseph comentó:

—He leído anoche las cartas de tus hermanos. Me desperté a eso de la una; por alguna razón, no podía dormir.

—Es estupendo tener de nuevo noticias de ellos…

Desde el final de la guerra sus cartas habían escaseado. Dan había salido indemne tras cuatro años de contienda. Eli había recibido metralla en un brazo y ya no podía doblar bien el codo, pero le habían otorgado una medalla al valor y su empresa lo promocionó, puesto que habían muerto los tres hombres que estaban delante de él.

—Si no te matan, al acabarse la guerra se pueden conseguir muchas cosas —explicó Anna—, por ultrajante que esto pueda llegar a ser.

—Lo parece así —respondió Joseph con amargura—. Sólo tienes en cuenta lo que ha hecho la guerra por Solly.

¿Quién iba a decir que Solly, y otros muchos más, hubieran prosperado tanto? Su jefe había hecho una fortuna dando la vuelta a pantalones de faena para el Ejército y Solly había ido a la nueva fábrica, primero como ayudante y luego como supervisor. Se habían mudado a la parte alta de la ciudad y elegido un piso con cinco bonitas habitaciones, en Broadway, en la calle 98, unas habitaciones mucho mejores que las de Joseph y Anna.

—Me alegro por ellos —respondió Anna de corazón—. Con tantos hijos necesitan tener mucha suerte. Ambos me dijeron, confidencialmente, que Solly y uno de los otros hombres van a emprender negocios por su cuenta. Ya sabes que Solly ha ahorrado varios miles de dólares.

—Necesitamos también tener suerte.

—¿Estás envidioso de Solly?

—Claro que sí. Es un tipo muy decente —ya sabes lo que siempre hemos pensado de él—, pero, Dios santo, no es excesivamente listo, ¿no es verdad? Es más aplicado que inteligente, pero ahora está por delante de mí. ¿No tengo derecho a tener envidia?

—Estamos haciendo bien las cosas, Joseph —intentó engatusarlo Anna.

—¡Vaya…! —Dio un golpe encima de la mesa—. ¡Tengo veintiocho años, treinta antes de que nos demos cuenta, y no soy nadie! ¡Y vivimos en un basurero!

—Esto no es un basurero. Aquí habitan personas muy agradables, gentes muy buenas…

—Claro que sí… Dependientes de comercio, conductores de autobús carteros. Pobres esclavos asalariados que viven con el corazón en la boca. Como yo. —Se levantó y comenzó a pasear por la cocina—. Y cuando me haga más mayor y no pueda trabajar diez o doce horas al día, ¿qué pasará entonces? ¿Y qué sucederá cuando suban los precios y nos tengamos que contentar con mirarlos? Tendremos incluso menos que ahora, eso es lo que ocurrirá.

Aquella parte era verdad. Desde la guerra, todo se había encarecido cada vez más. Y también era verdad que no adelantaban nada.

—Anna, estoy asustado. Miro hacia el futuro y, por primera vez, estoy asustado —concluyó.

Aparecieron unas pequeñas venas en sus sienes. Una de ellas tembló mientras hablaba. Anna no se había dado cuenta de ello hasta ahora. Tenía las manos manchadas de pintura. Parecían las manos con manchas de un viejo. Pensó: «Parece más mayor que sus veintiocho años». Y también ella, de repente, tuvo miedo.

Un día, Joseph llegó a casa y comenzó a hablar con voz muy excitada.

—¿Sabes lo que me ha dicho hoy Malone, el fontanero? Conoce una casa de apartamentos cerca de aquí que se puede comprar por casi nada. El propietario ha perdido un montón de dinero en algunos negocios, y además de todo eso, sus niños tienen asma. Uno de ellos casi se murió este invierno. Se quiere ir al Oeste y desea vender la casa deprisa y corriendo. —Comenzó a pasear por la estancia, como era su hábito cuando se hallaba tenso—. Malone y otro tipo me han dicho que me asocie con ellos. Necesito dos mil dólares en metálico. ¿Podremos conseguir dos mil dólares?

Dejó la comida en el plato. Cogió el periódico y lo dejó caer.

—Tienes el periódico en la mesa —le dijo Anna.

Siempre leía el Saturday Evening Post; era el único que leía, el periódico de la tarde, puesto que no tenía tiempo para mirar el diario de la mañana.

Hojeó el periódico, pero enseguida lo dejó a un lado, Anna vio que estaba por completo poseído por su idea. Pero nada podía hacerse, pensó con amargura Anna, y comenzó a remendar el delantal de Maury. Tenía que romper aquel silencio, pero Anna no sabía cómo hacerlo.

De repente, Joseph habló:

—Anna, he estado pensando en algo.

—¿Sí?

—Cuando estuviste con los Werner, estos te apreciaban mucho. Tal vez, si se lo pides, nos dejasen algún dinero.

—Oh, no, estoy segura de que no…

—¿Y por qué? Les pagaría intereses. Tal vez deseen hacerlo; las personas ricas hacen cosas así. Ya he oído antes algo parecido…

Anna quedó aterrorizada. ¿Qué le estaba pidiendo?

—Nada se pierde por probarlo, ¿no te parece?

—Joseph, por favor. Lo haría todo por ti, pero no me pidas eso…

—Pero si no te estoy pidiendo nada incorrecto… Eres demasiado orgullosa para solicitarles un préstamo, ¿no es así?

—Joseph, estás chillando. Vas a asustar a Maury…

Se fueron a la cama. Anna sintió su disgusto y se aterró. Raramente estaba tan enfadado.

—Joseph, no me obligues —le musitó Anna, y se movió hasta tocarle. Pero Joseph se hizo un lado y fingió estar dormido.

Al día siguiente, su marido comenzó de nuevo.

—¡Al diablo con todo! ¡Podría hacer muchas cosas con ese dinero! Sé que podría… Malone y yo lo arreglaríamos, subiríamos los alquileres y luego venderíamos la casa. ¿No te das cuenta? Ese es el principio que he estado buscando y puede no presentarse esta ocasión nunca más…

Me consume, pensó Anna.

—Lo haría yo mismo, pero no conozco a esa gente. A ti si te escucharían…

Al tercer día, Anna se rindió.

—¡Basta, por amor de Dios…! Mañana telefonearé a Mrs. Werner…

Subió los escalones de la casa de la calle 71 el sábado por la mañana. Era un día cálido para el mes de marzo, pero no lo suficientemente caluroso como para producirle aquel sudor que notaba en el pescuezo. Aquella mujer, pensó Anna… Le diría: «¡Qué buen aspecto tienes, Anna! ¡Qué magnífico, ya tienes un hijo!». Le firmaría el cheque (¿sería así?).

El timbre resonó en la casa. Un momento después, Paul Werner abrió la puerta. Llevaba puesto el sobretodo y tenía un paquete en la mano.

—Eres tú, Anna… —dijo.

—Tengo una cita con su madre…

—Pero si mi madre se ha ido a pasar la semana en Long Branche… Toda la familia está allí…

—Me dijo que acudiese a las diez…

—¿Es cierto? Echaré un vistazo a su escritorio. Habrá dejado un mensaje allí. —Como Anna seguía de pie en los escalones, concluyó—: Pasa, Anna.

La habitación de las mañanas seguía igual. El sillón floreado y la cesta bordada seguían también allí. Había una nueva fotografía encima de la mesa, un retrato profesional ampliado de un bebé. ¿El bebé de Paul?

Revolvió los papeles.

—No veo nada. Espera, aquí está su calendario. Es para el sábado próximo. Te has adelantado en una semana, Anna.

Dios mío, pensó, parezco una loca. Y Joseph necesita el dinero para el miércoles.

—Es una lástima. Están en la granja de la prima Blanche para pasar la semana. Darán una fiesta en la casona y Mrs. Monaghan y Daisy también están allí. Daisy ha ocupado tu puesto, Anna.

Anna había olvidado su rica y grave voz. Era algo parecido a las notas más profundas de un violoncelo.

—¿Puedo hacer algo por ti, Anna? ¿Para qué querías ver a mi madre?

—Quería pedirle que nos dejase dinero…

—¡Oh! ¿Tienes problemas? Siéntate y cuéntamelo todo…

—Pero le hago perder el tiempo. Tiene hasta el abrigo puesto.

—Pues me lo quitaré. He venido a recoger un paquete; tomaré el tren de la tarde para ir a la playa.

En un murmullo, Anna le contó resumido el asunto. La casa estaba silenciosa. Aquella mansión era una fortaleza, del todo a salvo y sólida contra los ataques del mundo, almohadillada con cosas suaves: cortinas de seda, alfombras, cojines…

Ella no lo miró a la cara. Con los ojos bajos, veía sólo sus largas piernas, una cruzada encima de la otra, y la fina y brillante piel de sus zapatos. Aquellas fuertes y recias piernas podían ir a caballo, jugar al tenis, nunca envejecerían. Joseph ya tenía venas varicosas. Eran producto de permanecer mucho tiempo de pie, había manifestado el médico.

—No quería pedírselo —le dijo de repente, casi angustiada—. No veo ninguna razón para que preste dos mil dólares a un hombre al que nunca ha visto…

Paul sonrió. ¿Cómo podían aquellos ojos ser tan brillantes? Nadie tenía esos ojos, tan profundos y tan vívidos.

—Estás en lo cierto. No existe ninguna razón. Excepto que deseo hacerlo.

—¿Va a hacerlo?

—Sí. Tienes mucho espíritu y valor. Quiero hacerlo por ti.

Extrajo un talonario de cheques de un bolsillo y tomó una pluma. Qué poder, regir la vida, la tuya y la de los demás.

—¿Cuál es el nombre de tu esposo?

—Joseph. Joseph Friedman.

—Dos mil dólares. Cuando llegues a casa haz que lo firme. Es un reconocimiento de deuda. Puedes mandármelo por correo. No, envíalo a nombre de mi madre. Estoy seguro de que ella también lo haría por ti.

—No sé qué decir…

—No digas nada.

—Mi marido estará muy agradecido. No sé si, realmente, lo esperaba. Era su última esperanza… No tenemos a nadie más, ya lo ve…

—Comprendo.

—Realmente es un buen hombre. Créame, el hombre más honesto y más bueno. —Por qué tendría que charlotear así—. Es tonto que diga estas cosas, ¿no es verdad? ¿Qué mujer iba a decir que su marido es deshonesto?

Paul se echó a reír.

—No muchas, supongo. Pero, realmente, deseo que se cumplan sus esperanzas.

Anna llevaba desabrochada la chaqueta de su traje. Vio que su mirada se dirigía a la parte delantera de su blusa, a los volantes que había entre sus pechos. Sabía que ahora debía levantarse, dar de nuevo las gracias y dirigirse hacia la puerta. Pero no se movió.

—Anna —le dijo—, cuéntame cosas de tu pequeñín.

—Tiene cuatro años.

—¿Se parece a ti?

—No lo sé.

—¿Es pelirrojo?

—No, rubio. Pero, probablemente, se le oscurecerá el pelo cuando crezca.

—Estás más hermosa que nunca. ¿Lo sabías?

—¿De verdad?

Anna tenía las manos en el regazo. Cuando él se arrodilló en el suelo, junto a su sillón, y volvió la boca hacia él, las fuerzas la abandonaron.

La blusa tenía nueve botones de perlas. Luego estaban las enaguas, con su tafetán, muselina y el añadido azul. Después el corsé y la camisa.

La voz del hombre pareció llegar de lejos, como desde otra habitación. Resonó como un eco, una voz sin voz. Anna cerró los ojos; tenía los brazos demasiado pesados para moverlos. Se deslizó en el butacón floreado.

—Estás fría, querida —le dijo con ternura y alcanzó un cobertor para taparse ambos. Yacieron entre un cálido arrobamiento. Los labios del hombre presionaron contra su cuello; Anna sintió, y oyó, su respiración subir y bajar. Pensó: «Esto es un sueño».

Anna abrió los ojos. La habitación estaba en penumbra, con una perlina luz, tan rosada y pálida, que parecía la luz del atardecer, y que poseía también su calma.

Suave, suave. Anna cerró los ojos. Los dedos de Paul se movían entre su pelo, soltando las peinetas y pasadores. Cuando el cabello, así liberado, cayó sobre sus hombros, lo echó hacia atrás desde las sienes.

—Maravillosa —oyó Anna que le decía—. Oh, qué maravillosa…

Paul se movió despacio, no como un hombre hambriento que sólo desea su propio y súbito relajamiento y luego se durmiese, sino muy despacio, flotando sobre su piel, haciéndola latir la sangre, murmurando cosas en los oídos de la mujer.

Nunca, nunca antes fue nada igual.

Luego llegó una marejada. Se levantó y retrocedió un poco y luego se alzó, cada vez más alta. Por un instante, algo llamó al corazón de Anna. Pensó que había musitado —tal vez realmente había musitado «Por favor»— pero su boca se cerró sobre la de la mujer, apagando la palabra. Regresó la marea, ola tras ola. Y luego, nada, nada en el mundo hubiera sido capaz de detener aquella marea.

Se despertó con un sobresalto. Abajo, en la calle, un organillo gemía la música de Santa Lucía… El corazón de Anna comenzó a palpitar. ¿Cuánto tiempo hacía que se encontraba allí tumbada?

Escuchó pasos en el piso inferior. Él se había levantado y la había dejado dormir. Sus ropas habían sido recogidas del suelo y las había dejado decentemente dobladas en una silla.

Se vistió despacio. La habitación estaba fría. Se estremeció. Recogió los desperdigados pasadores y ganchos del pelo. Sus manos temblaron mientras se peinaba. Un lado de su cara estaba colorado, erosionado por…

Sintió debilidad y se sentó en el filo del butacón; luego se incorporó de un salto ante lo crudo de la situación. No era lo suficientemente buena para un tálamo nupcial, sino sólo para esto. Su mente se iluminó. Parecía todo tan brutal, humillante. Sólo se trataba del sofá de una dama, apropiado para hacer una siestecita, para leer un libro o tomar unos bombones. Y ellos habían…

Pero la falta no había sido suya. Siempre has estado orgullosa de tu honestidad; de ser honesta y honrada. ¿Que se había casado con otra muchacha? Aquello nada tenía que ver con lo de hoy…

Qué desdichada confusión…

Paul se encontraba al pie de la escalera cuando ella bajó. Lo adelantó y corrió hacia la puerta.

—¡Aguarda! —le gritó al ver su rostro—. Anna, ¿estás enfadada conmigo?

—¿Enfadada? No…

Sólo estaba aterrada.

—Anna, quiero decirte que… Eres la mujer más encantadora que he conocido nunca… También quería decirte que si piensas que… Deseo que sepas que te respeto más que a cualquier otra mujer que haya conocido…

—¿Respetarme? ¿Ahora?

—Sí, sí… ¿Crees que es a causa de esto…? Fue algo maravilloso, hasta de saberlo, maravilloso y muy natural… Recuérdalo.

—¿Natural? —sollozó—. Tengo un hijo, un marido.

Paul intentó cogerle las manos, pero ella lo rechazó. Su boca se estremeció; sus contenidas lágrimas la enrojecieron los ojos.

—No debes permitir que esto nos lastime —musitó con gentileza Paul.

—¡Dios santo! —lloró Anna.

—No debes sentirte así. No es nada que deba hacer llorar, Anna. He pensado continuamente en ti desde que te fuiste. Y te deseaba también… Pero, cuando vivías en esta casa, eras una muchacha, una niña, y no podía tocarte lo más mínimo…

Aquello debía de ser irreal. Las cosas que habían sucedido en el piso de arriba, hacía tan poco tiempo, no deberían haber ocurrido.

—Y tú también me deseabas —prosiguió Paul en voz muy baja—. Lo sé, Anna, querida, ¿por qué debemos avergonzarnos de eso?

Vergüenza. Yo, Anna Friedman, esposa de Joseph, madre de Maury. Yo he hecho eso. El día catorce de marzo, al mediodía, he hecho eso…

Las náuseas le ahogaron la garganta.

—¡He de irme! ¡Debo marcharme! —gritó, mientras forcejeaba con el picaporte.

—¡No puedo dejar que te vayas de ese modo! Aguarda, siéntate un momento. Tenemos que hablar. Lo siento, por favor…

Pero Anna estaba ciega, sorda de terror.

—¡No! ¡No! ¡Déjame salir!

Al final cedió el pestillo. La puerta se abrió por completo. La hizo a un lado y se precipitó por los escalones.

La calle no era más que una arteria ordinaria neoyorquina en primavera.

Un corro de niños jugaba a canicas. Se aproximó un carro de un buhonero que voceaba sus mercancías y sus precios: espárragos, ruibarbo, macetas de tulipanes. Pero Anna tenía que echar a correr; algo estaba a su espalda, en el oscurecido vestíbulo de la vacía casa. Debía correr, alejarse a toda costa, ir a alguna parte.

Corrió hacia su casa.

Joseph había salido con Maury. Sin duda, habrían ido al río, a ver los buques de guerra anclados allí. Muchos botecillos iban y venían entre los barcos y la orilla. Se podía ver a los marineros en cubierta.

Se dirigió al cuarto de baño y se quitó toda la ropa. Dejó correr el agua caliente en la vieja bañera. Vergüenza. Deseo sentirme acabada. Es verdad que lo he hecho. No puedo ofenderlo así. Él no querría hacerlo porque no sabría que yo lo detendría.

Su piel empezó a esconderla. Algo inmundo. Agarró un cepillo de baño y se lo pasó por encima con fuerza. La suave piel de sus antebrazos comenzó a sangrar. Podría hacerlo aquí. Puedo meter la cabeza dentro del agua y creería que me había desmayado.

La puerta de la calle se abrió y entro Joseph con Maury.

—Anna… —La llamó desde la puerta del cuarto de baño.

Anna se incorporó y se cubrió con una toalla.

—He conseguido un cheque. Está encima del escritorio. Ya puedes llamar a Mr. Malone.

—Te lo han dado… —replicó Joseph, en tono dubitativo, sin comprender lo que había dicho. Luego pareció como si fuese a llorar y gritó—: ¡Lo has conseguido! ¡Es verdad que lo has hecho! Oh, Anna, esto lo cambiará todo… Ya verás, ya verás…

Después comenzó a preguntarle cosas atropelladamente, excitado por completo:

—¿Cómo se lo pediste a la señora? ¿Qué te dijo? ¿Desea conocer algo acerca de mí?

—La señora no estaba. Me lo dio el hijo…

—¿Fue muy difícil, Anna? Sí, ha debido de ser muy duro para ti el pedirlo. Pero qué gente más amable y simpática… Confían en nosotros… Ahora ya puedes saber la verdad: realmente no creía que te lo diesen… Pero era el único procedimiento que conocía…

—Sí. Son unas personas muy amables…

Joseph se la quedó mirando.

—¿Hay algo más? Pareces muy…

—El estómago. Me tome un bocadillo en el centro. Me parece que la mantequilla me ha sentado mal…

—¡Pobre niña! Ve a echarte, ya me ocuparé yo de Maury…

Una vez Joseph hubo cerrado la puerta del dormitorio, Anna regresó al cuarto de baño y se dio otro baño. Inmunda, estoy inmunda…

—¿Estaré a punto de volverme loca?

Unos días después, durante el desayuno, Joseph se quedó mirando con atención a Anna. Estaba intrigado.

—Creí que estarías contenta o que ya he comprado la casa…

—Claro que estoy contenta. Mucho…

Por debajo de la mesa tomó una de sus manos.

—Lo que ocurre es que he estado pensando; resulta muy difícil de decir… Pero hacía ya dos semanas que no me acercaba a ti de noche… Mira, cuando un hombre está preocupado no sabe hacer ciertas cosas… Lo que intento decir es que esto no tiene nada que ver contigo…

Anna sintió calor. Las palmas de sus manos se humedecieron. Dios mío, Dios mío

—¿Te he conturbado? No debemos sentir vergüenza el uno del otro. Estas cosas son algo natural, ¿no es verdad?

—No parece sentirse muy feliz esta vez —observó el doctor Arndt.

—Es que no me encuentro bien…

—Cada embarazo es diferente. Lleve algunas galletitas en el bolso y no aguarde tanto entre comida y comida. Dentro de unos dos meses todo habrá pasado…

Qué prudente y paternal era aquel doctor Arndt.

Joseph había comprado un coche nuevo, un «Ford» modelo T, que le costó trescientos sesenta dólares.

—Necesito viajar mucho —explicó—. Malone y yo tenemos que organizar lo de la nueva casa lo más aprisa posible. Haremos grandes negocios con bienes raíces, puedes creerme… Tengo una gran confianza en Malone. Es honesto y muy inteligente. Haremos muchas cosas los dos juntos…

—Me alegro mucho.

—¿Sabes que las cosas vienen seguidas? Buenas o malas. Tenemos la casa y vamos también a tener otro niño. La suerte comienza a sonreírnos…

—Claro que sí.

—Podré empezar a devolver el dinero el mes de septiembre. Por lo menos le devolveré a Mr. Werner mil dólares. Debería ir en persona a darle las gracias, ¿no te parece? Lo hizo por un completo extraño…

—La gente como ellos está siempre muy atareada —le respondió Anna en voz baja—. Será mejor mandarle una carta.

—¿Lo crees así? Tal vez tengas razón. ¿Te sientes aún mal, Anna?

—Sí. Estas náuseas son algo espantoso.

—Deberíamos ir a visitar a otro médico.

—No; pasará pronto.

Si tuviese alguien con quien hablar. Si estuviese mi madre. Pero ¿cómo podría decirle una cosa así a mi madre? Dios lo prohíbe. ¿Al rabino, cuya mujer va por la calle, con el resto de las otras mujeres, a hacer la compra diaria? ¿Al doctor Arndt, que traerá al niño al mundo mientras Joseph aguardará en otra habitación? Imposible.

Ruth vino a verla un día. Pasearon en dirección al río, andando detrás de Maury montado en su pequeño triciclo. Ruth desgranó la lista de sus hijos. Harry había adelantado un curso, siempre el primero de la clase. Irving era muy apto para los negocios; no había ninguna duda de que congeniaría con su padre. Las muchachas eran una delicia; y qué diferencia vivir e ir a la escuela en la parte alta de la ciudad. Pero Cecile estaba muy gorda: tenía tal apetito por los dulces…

El aire estaba pesado. Anna apenas podía respirar.

—¿Qué te pasa? Apenas puedes andar —exclamó Ruth al darse cuenta.

—Estoy bien, Ruth, tú has vivido muchas cosas, pero quisiera contarte algo terriblemente triste. Aquí arriba hay una chica; las mujeres hablan mucho de ella; tiene un lío, ya entiendes… Lo siento mucho por ella; verás, está casada y cree… más bien sabe que su marido no es el padre de su hijo. ¿Puedes imaginar una cosa más terrible?

—¿Y lo sientes por ella? ¡Yo más bien diría que es una auténtica puta!

—Sí, claro que sí, es algo horrible… Pero hasta por personas así se puede sentir piedad… Pobre muchacha, cometió un error, un error y ahora… No sé qué decirle…

—¿Que no sabes qué decirle? Mi consejo es que te apartes de ella… No necesitas amistades así…

—Sí, es verdad. ¿Pero qué será de ella?

—¿Y por qué te preocupas por una persona así? Quien mala cama hace, en ella se yace, ¿no te parece?

—Sí, creo que tienes razón —respondió Anna.

La nueva vida que había en ella empezó a hacerse notar. Anna pensó que debía amarlo. Necesitaba aguardar a ver cómo era su cara. Pero no hacía nada. Pobre cosita, pobre cosita. Una criatura que crecía en ella, que no era deseada. Por la noche, permanecía tendida y despierta. La mano de Joseph sujetaba las suyas; le gustaba agarrarle las manos mientras dormían juntos. Si pudiera volverse hacia él y pedirle ayuda.

Si pudiera decirle la verdad… A veces la verdad asomaba a sus labios y ella tenía que apretarlos con fuerza para que no se le escapara… Las palabras tenían sabor. Y hasta fuerza y color: un rojo de sangre en la oscuridad. Podía también oír su sonido mientras caían en la silenciosa estancia.

El terror se aferraba a su piel como algo vivo, y corría por su cuerpo poniéndole de punta el vello de los brazos.

Joseph comentó:

—Me pregunto cómo se lo tomará Maury. ¿Qué le gustaría más a Maury: tener un hermanito o una hermanita?

Hizo planes en voz alta:

—He oído que en la esquina va a quedar un piso vacío: cinco habitaciones y es un segundo piso. Para el tiempo que nos quede de vivir en este basurero. Dentro de un par de años —continuó—, tal vez podamos mudarnos a la West End Avenue… Hay que apuntar lo más alto posible, ¿no es cierto?

Dio unos golpecitos en los hombros de Maury.

—¿Hijo, te gustaría vivir en la West End Avenue? ¿Crees que te agradaría?

Dios santo, no se da cuenta de que me estoy ahogando.

Se levantó a buscar un libro de poesía. Su contenido versaba sobre consuelo, valor, sufrimiento. Leyó desde el Invicto de Henley (qué título más pomposo y sin sentido) hasta fragmentos de Kipling y Shakespeare. Pero no existía el consuelo. Hay que encontrar el valor por uno mismo. Dejó el libro.

Un sábado por la tarde, Anna comentó:

—Voy a ver si encuentro un sombrero. ¿Podrás llevarte a Maury un rato, por favor?

—Claro que sí. Pero está a punto de llover.

—Cogeré el paraguas…

Tenía que salir. La noche anterior había estado soñando en un cuchillo, largo, curvado, diabólico. Alguien se precipitaba hacia ella con el cuchillo en la mano. Pero ¿quién querría matarla? Debía hacerlo ella misma.

El tráfico se desenvolvía por Broadway en medio de la lluvia. «Si voy andando junto a la vía del tranvía mientras baja por la colina y me pongo delante, todo habrá terminado. ¿Pero y Maury? Pobre niñito. Oh, mi pobre niño…».

Luchó contra el viento. El corazón empezó a latirle con fuerza. Aquel peso de siete meses comenzó a oprimirle su enorme cintura. No tenía fuerzas, pese a todo. Si caigo, gritaré aquí en la calle y todo el mundo lo sabrá. Estoy volviéndome loca.

El viento empujo hacia su rostro las pesadas gotas de lluvia y se las introdujo por el cuello. El viento creció de nuevo y la lluvia la azotó. El día era plomizo. La gente corría para refugiarse en cualquier sitio. Se veían unos escalones. ¿Sería una oficina de Correos o una escuela? Había gente que se apresuraba por los escalones. Anna la siguió también en busca de un lugar seco y tranquilo.

Era una iglesia. Por primera vez en su vida había entrado en una iglesia.

En tres fachadas aparecían estatuas y pinturas. Aquel enérgico hombre joven con un brillante cabello rubio, con el cuerpo retorcido sobre la cruz. Una mujer de yeso azulado: debía de tratarse de María, aquella a la que llamaban madre de Dios. Anna cerró los ojos. No he comprado un sombrero y Joseph se preguntará por qué he perdido una tarde entera caminando bajo la lluvia.

Alguien comenzó a tocar el órgano, practicando, iniciando un acorde, deteniéndose y empezando otra vez. La música subía igual que el humo, dando vueltas en torno del dorado altar de la esquina. Anna se sentó, reposó la cabeza en la parte posterior del asiento y lloró.

Dios mío, óyeme, si el templo estuviese abierto estaría allí. No, no estaría. Temería que alguien pudiese verme. Dios mío, nunca he sabido si creo en Ti. Me gustaría ser como Joseph, pues él cree, realmente cree. Pero, de todos modos, escúchame y dime qué debo hacer. Tengo veinticuatro años, muchos años ante mí. ¿Cómo voy a vivirlos?

—¿Le ocurre algo, hija? —le preguntó alguien.

Levantó la vista hacia el joven sacerdote, con su sotana negra y una cadena metálica en torno de la cintura. Nunca había visto tan de cerca a un cura. En su patria, cuando veían a uno por la calle, cruzaban a la otra acera.

—No soy católica —respondió—. Sólo me he refugiado de la lluvia…

—No se preocupe. Si desea sentarse aquí es usted bienvenida. ¿Quiere, de todos modos, hablarme?

Un ser humano, un rostro beatifico. Y nunca lo volvería a ver.

—Tengo un problema tan grande que quisiera morirme —respondió Anna.

—Cualquiera siente una cosa así alguna vez en su vida.

El sacerdote se había sentado.

¿Cómo empezar?

—Mi esposo confía en mí —musitó. Era una forma muy estúpida de empezar—. Dice que soy la única persona en el mundo en la que puede confiar por completo.

El cura aguardó.

—Dice que sabe que nunca le mentiría… Nunca…

—¿Y le ha mentido?

—Más que eso. Oh, mucho más que eso…

No podía mirarlo. Ni tampoco a la estatua o a los cuadros. Miró hacia el suelo, hacia sus manos enlazadas en el regazo.

—¿Cómo podría decírselo? Puede usted creer que yo soy… Y no querrá oírlo, nunca lo habrá oído…

—Lo he oído todo…

Esto no. No puedo decírselo. No puedo. Pero no puedo llevarlo dentro por más tiempo.

—¿Tiene algo que ver con el niño que está esperando? ¿Es eso lo que intenta decir?

Anna no respondió.

—¿Que el niño no es suyo? ¿Se trata de eso?

—No —musitó Anna—. Dios mío, me gustaría estar muerta…

—No debe decir eso. Sólo Dios sabe cuándo se irá usted, puede estar segura.

—Pero ¿merezco seguir viviendo?

—Todos los que viven merecen vivir. Y, ciertamente, este niño lo merece.

—Tal vez me sintiera mejo si pudiese pagar por ello, si fuese castigada.

—¿Y cree que no lo será? Lo será cada día de su vida…

El órgano, que había enmudecido durante algún tiempo, comenzó a sonar de nuevo. La suave música se retorció como humo, como niebla.

—He tratado de hallar el valor para decirle la verdad a Joseph. He orado para alcanzar ese valor, pero no acaba de llegar.

—¿Y por qué debe decírselo?

—Para ser honesta, para sentirme limpia otra vez.

—¿Al precio que él pierda su paz?

—¿Cree que será así?

—Piense acerca de ello por un instante…

Pero no le llegó ningún pensamiento, nada coherente, excepción hecha de la cara de su niñito. Estaba sentado en el suelo de la cocina y comía una manzana.

—¿Tal vez se trata de que ama a otro hombre?

—No. No, es a mi marido a quien amo.

Una respuesta muy fácil. Verdadera, pero sin embargo… La paz, la vida, la felicidad. Maury, hijo de mi corazón; todo aquello en comparación con una breve excitación, con aquel rapto de los sentidos.

Casi gritó:

—¡No puedo seguir así!

—Si usted fuera ciega o tullida lo haría. La gente lo hace. —El clérigo suspiró—. El ser humano tiene mucho coraje; a veces me maravillo al pensarlo…

—He perdido el valor.

—Lo encontrará de nuevo. Y deberá darle gracias a Dios cuando lo recupere.

Su voz era monótona, sin reproches ni simpatía.

—Así lo espero…

—Al cabo de un tiempo las cosas serán más fáciles para usted.

—Así lo espero…

Tal vez él no supiera nada. Sólo oye y ve muchas cosas. ¿Le habría sucedido a alguien todo aquello?

El sacerdote se levantó.

—¿Se siente mejor?

—Un poco —respondió Anna tratando de ser veraz.

Algo de aquel peso se le había aliviado, como si se lo hubiera descargado de sí misma y transmitídosele a él.

—¿Podrá irse ahora a casa?

—Creo que sí. Lo intentaré. Quisiera darle las gracias —musitó.

Él alzó la mano. Su pesada sotana se arrastró luego por la nave lateral.

El parto fue difícil. Una vecina se ocupó de Maury y también vino Ruth a ayudar.

—Es extraño que este niño tarde tanto en llegar —comentó—. El segundo suele ser más fácil.

Joseph estudió a la niñita que estaba en la cama al lado de Anna.

—¡Pobre cosita! Parece tan consumida…

Anna se incorporó, alarmada.

—¿Es que tiene alguna cosa mal?

—No, no. El doctor Arndt dice que es perfecta. Sólo quiero decir que es muy pequeña y que parece muy frágil.

No era tan bonita como lo había sido Maury. Tenía un ralo cabello negro y cara de mono. Parecía angustiada. Pero aquello resultaba absurdo.

—Parece como si ninguno de los dos hubiese pensado en un nombre para ella —intervino Ruth.

—Se lo he dejado a Anna —explicó Joseph—. A Maury le pusimos el nombre de mi padre; así pues, ahora le toca el turno a ella.

—Mi madre se llamaba Ida —replicó Anna.

—Pues algo que empiece con «I» —bromeó Ruth—. ¿No os gusta Ida, verdad? Parece algo muy anticuado.

«Estoy muy cansada —pensó Anna—. ¿Qué diferencia hay entre un nombre u otro?».

—Isabel —sugirió Ruth—. O, ya sé, Iris… Es un nombre muy bonito. He leído un folletín en el periódico de una condesa inglesa que se llamaba Lady Iris Ashburton.

—Iris —musitó Anna—. Ahora, si la depositáis en la canastilla, me gustaría dormir un rato.

Poco después de Año Nuevo, Anna conducía el cochecito al salir de la tienda de comestibles, mientras Maury marchaba a su lado agarrado a su mano libre. Mediada la calle, un hombre con traje talar se interpuso entre ellos y preguntó:

—¿Niño o niña?

A Anna se le coloreó el rostro. La había visto en un sitio oscuro, pero la recordaba.

—Una niña. Se llama Iris.

—Dios te bendiga, Iris —musitó, alejándose a continuación con rapidez.

Dios nos bendiga a todos. Los labios del recién nacido se movieron hambrientos.

—Quiero comer —dijo también Maury.

—Estamos casi en casa. Pronto te pondré la comida.

Os cuidaré con todas mis fuerzas. ¿De dónde le había llegado aquel nuevo vigor? Como agua en un río hasta hacía poco seco. Aquel vigor le hormigueó los brazos y las piernas mientras subían la colina.

Rechinó los dientes. Debo dejar de rechinar los dientes. De todos modos me encuentro mejor.

Dios nos bendice a todos.