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Por la mañana, Mrs. Monaghan dijo:

—Esta noche tendremos compañía. Vendrá mi sobrina Agnes a ayudarnos. Será una cena familiar, según dice la señora, aunque para mí resulta muy fantasioso. Sopa de tortuga, mousse de langosta, cordero. Desea que vayas ahora para poner la mesa.

El comedor relucía con la cristalería, los encajes y la plata. Fuentes y candelabros de argentería. Boles de plata para los chocolates y las rosas.

—Algunas de esas piezas tienen casi doscientos años de antigüedad —explicó Mrs. Werner—. Esta cafetera pertenecía a mi tatarabuela Mendoza. Mira, aquí está la M.

—¿Las trajeron de Europa?

—No, esta es plata americana. Mi familia llegó aquí desde Portugal cien años antes de que se hiciesen estos objetos.

—Cuánta diferencia respecto a mí…

—Realmente no, Anna. Sólo un avatar de la Historia, eso es todo. La gente es la misma en todas partes.

La rara sonrisa de Mrs. Werner suavizó sus rígidas facciones.

«Hay algo en ella que la hace parecerse a mi mamá —pensó Anna—. Hasta ahora no me había percatado. Algo serio y fuerte. Me gustaría rodearla con mis brazos. Sería muy bueno tener de nuevo a una madre. ¿Sabrá ella algo?».

Mrs. Werner tenía un magnífico aspecto con su vestido de seda rojoscura. Poseía unos maravillosos hombros blancos para una mujer que sobrepasaba los cuarenta años. Los invitados que rodeaban la mesa tenían aspecto familiar: padres, abuela y dos hermanas aproximadamente de la edad de Anna. Poseían cutis blancos y pecosos; sus prominentes y arqueadas narices daban a sus rostros un aspecto orgulloso.

—Me gustaría mucho ir a Europa —afirmó una de las hermanas.

Llevaba un vestido de linón azul y sus largos pendientes de perlas oscilaban cual pequeñas borlas.

—Aún resulta encantador pasar un mes en las White Mountains, ¿no es verdad? —observó la abuela—. Siempre regreso agotada de Europa.

Anna se movía alrededor de la mesa, sirviendo una y otra vez las bandejas de plata, vertiendo agua helada del jarrón de plata. Había que tener cuidado para que no se derramase. Aquel encaje de Valenciennes del cuello de la abuela. Mrs. Monaghan me ha hablado acerca de eso de Valenciennes. Me alegra que no me mire. ¿Podré verla después?

Las conversaciones daban la vuelta a la mesa junto con Anna. Llegaban retazos a sus oídos.

—El Káiser es un loco. No me preocupa que digan…

—He oído que se han vendido su sitio en Rumson…

—Esos impuestos ultrajantes; Wilson es un radical…

—… me trajo el brocado más magnífico de «Milgrim’s».

—¿Me haces el favor, Anna, de decir a Mrs. Monaghan y a Agnes que vengan? —susurró Mr. Werner.

Anna no estaba segura de haberle entendido bien y él se lo repitió.

—Luego trae el champaña —añadió.

Sirvió tres copas adicionales y se las tendió a Agnes, Mrs. Monaghan y a Anna. Luego levantó su propia copa y todo el mundo aguardó.

—No sé cómo deciros lo felices que somos. Sólo puedo pedir que bebáis por el gozo de este día tan maravilloso de nuestras vidas. Por el futuro de nuestro hijo Paul y por Marian, que pronto será nuestra hija.

Las copas de vino retintinearon al chocar. Mr. Werner se levantó y besó las mejillas de la muchacha vestida de azul pálido. La chica respondió algo, con mucha dulzura, calmosa, e hizo reír a todo el mundo. Las risas estallaron como tapones de champaña.

Mrs. Werner intervino:

—Ahora me es dado confesar que esperábamos eso desde que erais niños…

Alguien más añadió:

—¡Qué cosa más hermosa para nuestras familias!

Y Mrs. Monaghan también intervino:

—Dios nos bendiga… Otra boda en la casa…

Sólo él no había dicho nada. No obstante, sí debía de haber comentado algo, aunque ella no lo oyera. Pero sería algo desdibujado, borroso, en voz baja, a lo lejos…

De vuelta a la cocina, Mrs. Monaghan musitó:

—¡Anna! ¡Tenemos que llevar el pastel para que repitan!

Anna se apoyó en la alacena.

—¿El pastel?

—¡El pastel de nueces que está en el aparador! ¿Qué demontres te ocurre?

—No sé. Me estoy poniendo mala.

—Jesús, María y José, estás verdosa… ¡No vomites en la cocina! Agnes, ponte su delantal y vuelve al comedor. ¡Qué muchacha! Y tú, Anna, vete al piso de arriba; ya te echaré una mirada después. ¿Cómo estás tan agotada? ¡Y siempre igual!

—¿Te encuentras mejor esta mañana, Anna? —Mrs. Werner estaba preocupada—. Mrs. Monaghan me ha dicho que quieres marcharte. No puedo creerlo.

Anna se revolvió en la cama.

—Sé que no está bien irme tan de repente. Pero no me siento bien…

—Debes permitir que llamemos al médico.

—No, no, me iré a casa de mi prima, en la parte baja de la ciudad. Ya avisarán allí al doctor.

Mrs. Werner tosió imperceptiblemente. La tos significaba: Esto no tiene sentido, porque todos nosotros sabemos qué te ocurre. O, posiblemente, significaba: No puedo imaginar qué te sucede, pero me veré obligada a averiguarlo.

—¿No quieres decirme nada, Anna?

—No. Me pondré bien. No es nada.

Sin lágrimas. Sin lágrimas. Me besó en la boca. Me dijo que era muy bonita. Y lo soy; soy más guapa que ella

—Está bien, pero no lo comprendo. —Las manos de Mrs. Werner se aferraron al borde de la cama. Sus diamantes tintinearon—. ¿No quieres hablarme, no confías en mí? Después de todo, tengo edad suficiente para ser tu madre…

—Pero no es mi madre —respondió Anna.

Un bandazo en la Historia, ¿no era así? La gente es la misma, ¿no es verdad?

—No puedo detenerte, si es eso lo que has decidido. Cuando estés lista, le diré a Quinn que te lleve al coche. —Ya en la puerta, Mrs. Werner prosiguió—: Si quieres volver, Anna, serás bien recibida. O bien, si hay algo que podamos hacer por ti, no tienes más que decírnoslo…

—Muchas gracias, Mrs. Werner. Pero no regresaré…

Una húmeda noche, algunas semanas después, Joseph y Anna estaban sentados hablando en los escalones de delante de la casa. El sol ya se había puesto. En la menguante luz, los muchachos jugaban su último partido de béisbol callejero. Uno tras otro, sus madres fueron llamándolos con gritos penetrantes y prolongados.

—¡Benn-ie… Loo-ey…!

Los vendedores ambulantes conducían a sus cansados rocines a los establos en la calle Delancey con las peludas cabezas hundidas y los peludos cascos arrastrándose cansinos. La animación de la calle se extinguía.

Hablaban de esto y de aquello, quedaban en silencio y reanudaban el dialogo. Al cabo de una pausa, Joseph le dijo a Anna que la amaba. Le preguntó si querría casarse con él. Ella le respondió afirmativamente.