La viña crece, imperceptiblemente, por la noche. Por la mañana parece la misma que la víspera. Y luego llega una mañana en la que se observa que haya crecido la mitad de un día a otro: ¿cómo ha podido suceder? Porque ha estado creciendo todo el tiempo y aquí está, robusta y fuerte, trepando de una forma tan tenaz que apenas se puede ya apartar.
¡Es tan ridículo, tan vergonzoso, estar pensando todo el rato en Paul Werner! ¿Cómo había sucedido? ¡No sabía nada acerca de él y tampoco era asunto suyo! Avanzó en un día; un extraño que casi no sabe que existes, y ha tomado ya posesión de tu mente. ¡Absurdo!
Por la mañana, poniendo en orden su habitación, después de que él y su padre se fuesen al despacho, con sus trajes oscuros y sombreros hongos, colgó su batín en el armario y arregló sus cepillos encima de la cómoda. Sus manos temblaban. Le turbaba tocar aquellas cosas, olerlas (¿tónico capilar, loción de afeitar, tabaco de pipa?). A veces oía su voz en el piso de abajo. Tras llamar a la puerta del despacho del piso de arriba, decía: «¿Padre, padre?». Luego, en su pensamiento solía repetirse las voces, exactamente con el mismo tono y timbre: «¿Padre, padre?». Y lo oía a lo largo de todo el día, mientras limpiaba las porcelanas, incluso cuando hablaba con Mrs. Monaghan a la hora del almuerzo.
A Mrs. Monaghan le gustaba cotillear acerca de la familia. A fin de cuentas, constituían su mundo desde siempre. Hablaba de los primos de París que venían a visitarles. Contaba cosas de la boda de la hija, en el «Plaza».
—Tendrías que haber visto los regalos… Tuvieron que usar una camioneta para llevárselos a Cleveland. Dieron aquí, en casa, una cena con las damas de honor; doce muchachas, y cada una de ellas llevaba una pulsera de oro de la novia. El helado lo trajeron de «Sherry’s», con forma de campanillas nupciales y corazones. ¡Oh, fue algo maravilloso!
A Mrs. Monaghan le hubiera complacido mucho hablar de Paul Werner. Anna habría podido con facilidad encauzar por ahí la conversación, pero le daba vergüenza, no a causa de aquella anciana, sino por sí misma.
Cuando se miraba la cara en el espejo se sonrojaba. La casa estaba llena de espejos. Diez veces al día se veía con delantal y cogía; un gorrito muy favorecedor realmente, con encaje en su pelo rojo, que ahora llevaba peinado alto porque ya no quería nunca usar trenzas… En ocasiones, a Anna le parecía que era una muchacha muy bonita y, otras veces, pensaba que parecía una estúpida con aquel gorro y el delantal. Tan estúpida como un patético monillo con gorra que llevaba el esmerilador. Sentía rabia en su interior. ¿Cómo iba a mirar a alguien como ella? ¿Por qué? Apenas la miraba, excepto en el almuerzo y en la cena, y a menudo comía fuera. Se preguntaba acerca de los lugares que frecuentaría y las muchachas que habría allí, muchachas con tafetán y sombreros de plumas, como las que venían aquí por la tarde, ocasionalmente, con sus madres. En el almuerzo sólo le sonreía y le decía «Buenos días», igual que hubiese hecho con Mrs. Monaghan. ¿Y bien, qué esperabas, Anna, alocada Anna? Mr. Werner casi siempre hacía alguna observación adicional, alguna galantería acerca del tiempo, de aquel viento helado, de un invierno nevoso y gris.
—Será mejor que te pongas orejeras al salir, Anna, si no quieres que se te hielen las orejas…
Pero el hijo nunca comentaba nada.
De todos modos, cuando debía hablarle, parecía que el joven leyese sus pensamientos, hasta tal punto eran visibles en su rostro. El intercambiar unas cuantas palabras (que había llamado el señor Zutano y que le volvería a llamar a las nueve), se le aparecían como mucho más importantes de lo que realmente podían ser. Luego, le resonaba en la cabeza su respuesta: «¿El señor Zutano, dices? ¿Y llamará otra vez a las nueve?».
¿Por qué un ser humano podía verse atraído por otro de aquella forma? ¿Por qué?
—No eres tú misma —observó Joseph al cabo de unos minutos de silencio.
Habían cenado en la cocina tras la salida dominical de Mrs. Monaghan. Mrs. Werner, que había encontrado una vez a Joseph en el vestíbulo del sótano, hizo la observación de que era «un joven muy agradable» y que Anna podía invitarlo a comer.
Joseph añadió:
—¿Qué te preocupa? ¿No eres feliz aquí?
—Si quieres que te diga la verdad, no me gusta demasiado…
—¡Pero si me dijiste que las tareas eran muy llevaderas!
—Oh, sí, son muy sencillas…
—Entonces, ¿qué te pasa?
—No lo sé con exactitud.
—Te muestras terriblemente reservada, Anna.
Los ojos de Joseph parecían turbados.
Anna experimentó una oleada de culpabilidad a causa de sus pensamientos. Joseph no podía saber en qué estaba pensando: se mostró sombrío, sin ninguna clase de animación.
—Eres muy bueno —prosiguió Anna—. Muy bueno. No debes preocuparte por mí; me encuentro bien.
—Creo saber de qué se trata —siguió Joseph, regocijado—. Te preocupan tus hermanos. Los has perdido de vista, ¿no es verdad?
—Sí, claro que los he perdido de vista. Pero están muy bien. Dan me ha escrito que él y Eli irán a París con su jefe la próxima vez que este lo haga.
Joseph se encogió de hombros.
—Muy bien, pero no puedo entender cómo desean seguir en Europa cuando podrían venirse aquí…
Anna replicó:
—Oí decir a Mr. Paul, a alguien por teléfono, que si pudiese nacer de nuevo, elegiría para hacerlo Francia o el norte de Italia. Afirma que el lago de cómo es el lugar más maravilloso del mundo…
—¡Tonterías! ¿Por qué no se va allí entonces? Estados Unidos puede funcionar sin él: estoy seguro…
—No debes ser grosero…
—No pretendo serlo. Pero hablas de una forma que me pone furioso. La gente debe estar orgullosa de este país y apreciarlo. Especialmente un individuo como él, que vive en una casa como esta.
—Estoy segura de que no quiere decir eso.
La mujer hablaba con rabia; podía casi oír la impaciencia en su voz.
—Pero supongo que, cuando siempre se ha vivido así, lo das por supuesto. No ves lo maravilloso que resulta…
—Sí, después de que tu familia te ha colocado una fortuna en el regazo, puedes atreverte a darlo todo por sentado.
—Joseph, estás envidioso; eso es todo…
—¡Claro que lo estoy! —Se inclinó hacia delante en la silla, tenso y herido—. Te diré algo. Espero que llegue el día en que mis hijos sean capaces de dar estas cosas por sentadas. Pero confío en que no lo hagan así. Espero que les queden sentimientos para su padre y para el país que se lo ha dado todo. Aparte eso, no me preocupará lo que hagan, aunque críen gallinas. —Suspiró—. Ah, cuando tienes dinero puedes hacerlo todo. El dinero es clase y la clase es dinero, incluso en Estados Unidos. Porque la naturaleza humana es la misma en todas partes; esa es la auténtica verdad.
—Supongo que así es —respondió Anna, que no había atendido demasiado su filosofía.
—Anna, ¿realmente estás bien?
—Sí —respondió con cierta impaciencia—. Ya te lo he dicho varias veces.
—¿Me contarás si algo marcha mal? ¿Si te pones enferma o alguna cosa así?
—Te lo diré; te lo prometo.
Se puso de pie, se dirigió a la hornilla y preparó la tetera.
Anoche, en su habitación, mientras leía, se había encontrado con una voz que no conocía. La buscó en un diccionario. Obsesión: sentimiento persistente del que una persona no puede escapar. Pensó en ello de nuevo, mientras servía el té a Joseph, acercaba una bandeja con bollos, retiraba la mesa y se movía como sonámbula por la estancia. Obsesionada, estoy obsesionada.
Anna trabajaba aún en la habitación de él, cuando Paul Werner regresó a casa, inesperadamente, antes del mediodía.
—Lo siento —dijo Anna—. Me daré prisa, no sabía que…
—¡No tiene importancia! No sabías que iba a venir tan temprano —le respondió Paul con gran consideración—. ¡Oh! ¿Te interesan las pinturas?
Anna había dejado abierto encima del escritorio uno de aquellos enormes libros.
—Perdóneme… Yo sólo…
—No, no lo cierres… ¿Qué estabas mirando? ¿Monet?
—Este —titubeó.
Se trataba de un jardín vallado y con frutales. Una mujer con traje veraniego. Una luz solar sin calor: algo frío y fragante.
—Ah, sí, es una maravilla, ¿no es verdad? Es también uno de mis favoritos. Dime: ¿los miras a menudo?
Lo mejor será que digas la verdad. Y Paul es joven. No es severo como su madre; no se enfadará.
—Miro este en especial. Cada día.
—¡Así que lo haces! —respondió Paul—. ¿Y por qué este?
—Me hace feliz sólo mirarlo. Pensar que existe un lugar así.
—Es una buena razón. ¿Querrías que te prestase el libro, Anna? ¿Poderlo tener un tiempo en tu habitación? Cógelo, o cualquier otro que te agrade.
—Oh, muchas gracias —respondió Anna—, muy agradecida.
Sus manos empezaron a temblar. Estaba segura de que él lo vería; las ocultó tras la espalda.
—No me des las gracias. Las bibliotecas están hechas para usarlas. Tómalo…
—Aún no he terminado de barrer el suelo. ¿Me permite que acabe?
—Adelante. No me importa. Tengo que escribir una carta.
Se sentó en el escritorio. Anna alzó la alfombra para barrer debajo. En la cercana puerta del patio unos hombres vareaban las alfombras colgadas de unas cuerdas de tender. Las golpeaban al tiempo que asustaban a los gorriones y levantaban una polvareda en el aire soleado y frío.
—¿Cómo es tu novio?
Anna alzó la vista, asustada.
—Te he preguntado cómo es tu novio.
—¿Mi qué?
—Tu novio. Mi madre me ha contado que tienes uno. ¿Es un prometido secreto? ¿He dicho algo que no debiera?
—¡Oh, no! Sólo que… únicamente es un amigo… Se encuentra una muy sola sin ni siquiera un amigo…
—También pienso lo mismo. —Dejó la pluma encima del escritorio—. ¿Lo ves a menudo?
—Sólo los domingos. En mi día libre, él trabaja.
—¿Y cuál es tu día libre?
Ni siquiera sabía cuando ella no estaba allí.
—Salgo los miércoles.
—¿Y dónde vas cuando sales?
—A veces visito a mi prima en la parte baja de la ciudad. Otras ocasiones, paseo por el parque o voy al museo.
—¡Vaya! ¿Y a qué museo vas?
—Al de Historia Natural. O al Museo de Arte. Este es el que más me gusta.
—¿Y qué es lo que te gusta de allí?
—Es tan grande… Aún no lo he visto todo. Pero me agradan las cosas egipcias… La semana pasada encontré la Aguja de Cleopatra en la parte trasera del edificio. No la había visto hasta entonces.
Paul meneó la cabeza.
—Estoy pensando, Anna, lo extraño que resulta que hayamos vivido bajo el mismo techo durante todos estos meses y no hayamos hablado hasta hoy…
—No es tan extraño si piensa en ello…
—Supongo que te refieres a que se trata de que es la casa de mis padres y a que sólo trabajas en ella…
La chica asintió.
—¿No es una cosa artificial y estúpida? Pero, gracias a Dios, ese tipo de situaciones está cambiando. La gente hace amigos hoy donde los encuentra, y no sólo en el mismo pequeño grupo social formado por sus familias y en el que han crecido. Es mucho mejor así, ¿no es verdad?
—Claro, muchísimo mejor…
—Cuéntame cosas de ti, Anna.
—No sé qué le gustaría escuchar.
—Pues, por ejemplo, qué hacen tus padres, cómo era tu casa y por qué la abandonaste…
—Ahora no puedo… He de ir al piso de abajo. Tengo trabajo…
—Muy bien. Pues entonces el próximo sábado por la mañana. O en cualquier momento en que tengamos tiempo… ¿Qué te parece?
Encontraron tiempo, aunque fuera sólo unos minutos, los sábados por la mañana, en el intervalo entre comidas; él en el umbral de su habitación y ella en el rellano de la escalera, si había subido allí con ocasión de un recado. Anna le contó a Paul cosas de su aldea. Y él le habló a Anna de su campamento en las Adirondacks. Anna le habló de su padre. Paul le contó cosas de Yale. Anna pensaba que sus conversaciones eran como un juego de pelota que iba y venía sin cesar encima de una red. Se quedaba jadeante, como después de haber jugado. Cantaba mientras iba de un lado a otro de la casa y debía reprimirse. Se reía mucho y era consciente de ello.
Un día, mediada la primavera, Paul le dijo:
—Dile a tu amigo que no venga el domingo próximo. Quiero llevarte a tomar el té.
—Pero no veo cómo podremos hacerlo… No creo que…
—¿Qué piensas? Quiero hablar contigo, estar sentados, en fin, tener una auténtica charla…
Ella vaciló y sintió miedo.
—No hace falta que lo sepa nadie, si eso es lo que te preocupa… Además, no tenemos nada que ocultar… No te estoy pidiendo nada de lo que puedas avergonzarte…
Se sentaron en unas sillas doradas con una pantalla de palmeras a sus espaldas. Un camarero les trajo pastelillos en un carrito. Los violines tocaban un vals.
—Estás realmente hermosa, Anna, sobre todo con ese sombrero.
Él había insistido en comprarle aquel sombrero. Cuando Anna protestó, Paul se lo trajo de todos modos: un magnífico sombrerito de paja coronado de una cinta de seda roja con amapolas y espigas.
—No puedo aceptarlo —respondió Anna—. No estaría bien.
—Al diablo con las formalidades. Son una idiotez… Aquí me tienes a mí, un hombre con mucho dinero que gastar, y ahí estás tú, una muchacha que necesita un sombrero primaveral y que no tiene dinero suficiente para adquirir uno que sea bonito… ¿Por qué no puedo contentarme a mí mismo regalándotelo?
—Lo dice de un modo tan simple… —había contestado al fin Anna.
Y ahora estaba sentad, la bisoña Anna, en aquella vasta y perfumada estancia, contemplando a la gente que iba y venía, a toda aquella gente alta, grácil, que pertenecía a ese ambiente.
—He pensado mucho en ti, Anna. Eres muy joven, y sin embargo, ya has hecho tantas cosas en la vida.
—¿Qué he hecho? A mí me parece que nada.
—Claro que sí… Has tomado tu vida en las manos, has cruzado tú sola medio mundo, has aprendido una nueva lengua…
—Nunca había considerado las cosas de ese modo…
—Yo, por el contrario, sólo me he dejado llevar. ¿Comprendes lo que quiero decir? Nací en esta casa donde ahora vivo. Me enviaron a la escuela, y luego fui con mi padre al negocio de mis abuelos. Todo me lo han dado hecho. Realmente no sé cómo son las cosas del mundo.
—¡Eso es lo que pienso de mí misma! —rio Anna.
—Eres encantadora cuando ríes. Ya sabes que voy de aquí para allá por la ciudad, pero ¿sabes una cosa? Nunca veo muchachas tan adorables como tú…
—¿Y cómo es eso, si sólo aquí ya hay esas muchachas maravillosas? Allí, aquella del vestido amarillo, o esa otra que atraviesa en este momento la puerta.
—Pero no son como tú. Eres diferente a todas ellas. Tu cara es una maravilla. Algo vivo. La mayoría de esas personas llevan una máscara… Están cansadas de todo…
¿Cansadas de todo? ¿Y cómo puede ser eso? Necesitarías vivir cien años para ver lo que desearías, y aún no sería suficiente.
La orquesta arrancó con un baile encantador.
—¡Cómo me gusta el sonido de los violines! —comentó Anna.
—¿Nunca has estado en la ópera, Anna?
—No, nunca.
—Mi madre tiene una entrada para la matinal de mañana. Pero debemos ir al funeral de mi tía abuela Julia. Le pediré que te la dé a ti.
La música preguntaba e insistía. Inquiría: ¿Dónde?, y contestaba: ¡Aquí! Preguntaba: ¿Cuándo? Y respondía: ¡Ahora!
Se inclinó hacia delante en su asiento. Dos orondas damas, en la fila de delante, habían comenzado a cuchichear. Dio un golpecito en el hombro de una de ellas, envalentonada.
—¿Querría callarse, señora?
Avergonzadas, dejaron de hablar y Anna volvió a recostarse en su asiento. La música subía y bajaba. La voz angélica de Isolda sobresalía por encima de todo. En aquella radiante canción se personificaba todo el dolor, todos los anhelos, toda la alegría. Tristán replicaba y las trémulas voces se hermanaban y unimismaban.
Todo estaba allí: el sueño de amor de niña-mujer y la pasión de la mujer. Todo estaba allí: la luz de pleno día, las flores, las estrellas, el éxtasis y la muerte.
Lo sé, lo sé, pensaba.
No se movía. Sus manos se entrelazaban.
Acabó. La tormenta se alejó y la tensión se quebró. Los acordes finales sonaron con quietud y se extinguieron.
Los ojos de Anna estaban húmedos; no pudo alcanzar el pañuelo. Las lágrimas cayeron sobre su cuello. El gran telón fue cayendo y los seres maravillosos que habían pretendido ser Tristán e Isolda surgieron, inclinándose y sonriendo. Sonaron los aplausos: la gente se puso en pie para aplaudir. En la parte de atrás los más jóvenes gritaban:
—¡Bravo! ¡Bravo!
El público se enfundó sus abrigos de entretiempo. Anna siguió sentada allí, incapaz de regresar de aquellas costas bretonas y de aquel mar estival, del moribundo Tristán, con los brazos unidos…
La dama del asiento contiguo se mostró curiosa:
—¿Le ha gustado?
—¿Dígame…?
—Le he preguntado si le había gustado…
—Ha sido algo… celestial… Nunca imaginé que pudiese ser así…
—Sí, ha sido una buena interpretación —convino la dama asintiendo complacida al tiempo que se abría paso por el pasillo.
Por la noche, Mr. y Mrs. Werner hicieron una llamada excusándose y Mrs. Monaghan se dirigió al sótano a planchar su blusa de los domingos. Anna subió la escalera para ir a su habitación. Cuando llegó al rellano del piso de abajo del suyo, pareció algo del todo natural que Paul estuviese allí aguardándola.
Ella se colgó de él. La pared que estaba a sus espaldas, que era cuanto tenía para sostenerle sus débiles piernas, era cálida y firme. El hombre era también cálido y firme, pero muy suave; su boca, que exploró su cuello y su rostro, era también muy suave. Al encontrar su boca, se detuvo allí con un prolongado suspiro.
Anna cerró los ojos; las cosas se sumergieron en una luminosa oscuridad.
Él se desprendió.
—¡Qué maravillosa eres, Anna! No puedo decirte lo hermosa que eres…
Anna quedó aturdida al volver a la luz. Gentilmente, Paul la guio durante el último tramo de escalera. Anna pensó, entre un sentimiento de miedo y gloria, que la acompañaba al piso de arriba.
—Debe… bajar la escalera —le dijo con gentileza, y corrió a su habitación.
Anna permaneció largo rato mirándose en el espejo. Se alzó el camisón. Las estatuas del museo tenían pechos iguales a los suyos. En casa de la prima Ruth había visto algunas mujeres desvestidas: algunas los tenían enormes y deformes; otras, caídos y aplastados; otras eran casi pechiplanas. Se quitó los ganchos del pelo y dejó que su cabellera cayese por su frente y hombros. Sintió el pelo tibio sobre sus desnudos hombros. La música seguía resonando en su cabeza con un flujo suave; la canción de Isolda. Él no la hubiera besado de aquella manera si no la amase. Ahora, seguramente se produciría un gran cambio en su vida. Un gran cambio acontecería. Seguramente así sería.
De los patios de abajo, donde se hallaba el tendedero colgado de una valla a otra, llegó un salvaje grito solitario.
Anna dio un respingo. Pero luego pensó que se trataba sólo de un gato. Apagó la luz, sonrió hacia la oscuridad y se quedó dormida.