Después pudo mirar dentro de esas casas, detrás de las largas ventanas donde las persianas, recatadamente recogidas, eran como un párpado caído en un rostro tranquilo. Alfombras de terciopelo para que los pies no hiciesen ruido. Cuadros con marcos dorados. Rosas frescas, color crema y rosa, aunque fuese septiembre. Y escaleras que doblaban una y otra vez. Anna seguía a Mrs. Werner.
—Somos una pequeña familia. Mi hija está casada y vive en Cleveland. Por eso, aquí sólo quedamos Mr. Werner y yo, y nuestro hijo, Mr. Paul. Esta es la habitación de mi hijo.
La señora abrió la puerta y Anna vio libros en unos atestados estantes, unas botas de montar en un rincón y, encima de la repisa de la chimenea, una gran bandera de color azul con la inscripción: Por Dios, por mi país, y por Yale.
—Todos los varones de mi familia han estudiado en Yale. Mr. Paul no regresará de Europa hasta la semana próxima, pero me gustaría que, de todos modos, limpiase su habitación cada día. En el último piso está situada la habitación de usted.
Siguieron subiendo por la escalera; la barandilla era de color negro, pero no había alfombra en el piso.
—Esta habitación de delante es la que usamos para la costurera. Viene dos o tres semanas cada primavera y me hace todos mis vestidos. Atrás, está la habitación de la cocinera y la suya es la contigua.
Las dos estancias eran idénticas: una cama limpia, una cómoda con un espejo y una silla de madera de respaldo alto. La habitación de la cocinera tenía un enorme crucifijo de madera encima del lecho. Increíble. Habitaciones como estas para una persona sola. Con luz eléctrica. Incluso una bañera para las criadas, una alta bañera blanca, con pies.
—¿Cree que le conviene el empleo?
—Sí, me gusta.
—Muy bien. El salario será de quince dólares al mes. Por lo general, pago veinte, pero usted carece de experiencia y necesitará aprender. ¿Tiene alguna pregunta que hacerme?
—No.
Anna, lo correcto es contestar: «No, Mrs. Werner».
—No, Mrs. Werner.
—¿Desea empezar hoy?
—¡Oh, sí! Sí, Mrs. Werner.
—Entonces debe irse y volver con sus cosas. Ahora son las once de la mañana. Veamos… No necesito el coche hasta las dos… Quinn puede llevarla.
—¿En automóvil?
—Sí. Sería un viaje muy desagradable en el tranvía, llevando paquetes pesados.
—No tengo muchas cosas. Sólo la ropa y mis candelabros.
—¿Sí…?
—Eran de mi madre. Son muy valiosos…
—Bien, pues tráigalos entonces…
Hubo un toque de mofa, aunque sin perder la cortesía, en las comisuras de la boca de la dama.
Lo limpio que está todo. Primero el baño, esa tina llena de agua caliente, caliente. Anna casi podía dormir allí. Luego, el lecho limpio y fresco, todo para ella sola; podía revolverse, alargar los brazos y las piernas hasta el mismo borde.
Recordó el día pasado. El viaje en aquel coche, cerrado por completo; era como una pequeña habitación, forrado con una tela color arena pálido tan suave como la seda. Una manta de viaje de piel gris, que llevaba cosida una gran W. Quinn, el chófer, se sentaba afuera, sin tejadillo. No me habló. Me parece que no le gustó llevarme a la calle Hester, donde toda la gente se quedó mirando el coche. Luego, los chiquillos comenzaron a subirse al automóvil y Quinn se enfadó. Pero me ayudó con los paquetes.
Me hubiera gustado que Joseph estuviese allí para ver el coche. Ruth me dijo otra vez que estaba loca, al perder mi libertad y convertirme en sirvienta, pero no alcanzo a ver qué clase de libertad tenía. Si me quedase allí me parecería a ella. Debo perderla de vista.
—¿Por qué a usted la tratan de Mistress, mientras que a mí sólo me llaman por mi nombre de pila? —preguntó Anna al día siguiente a la cocinera.
—A la cocinera siempre le anteponen el Mistress —explicó Mrs. Monaghan—. Eres la primera criada judía que tenemos aquí, ¿lo sabías? Aunque la familia sea judía…
Anna quedó asombrada.
—¿Los Werner son judíos?
—Claro que lo son, y muy buena gente además. Estoy aquí desde hace siete años. Mi cuñada me dijo que cometía un error al trabajar para unos judíos, pero nunca me he arrepentido de ello. Son una dama y un caballero auténticos, no cabe ninguna duda.
—Me alegra oír eso —respondió Anna con frialdad.
—¿Has dormido bien? La primera noche que se duerme en un sitio resulta difícil.
La cocina de carbón, que había cubierto durante toda la noche, dio una llamarada. Algo de muy buen olor se estaba friendo en una sartén.
—¿Qué es? —preguntó Anna.
—¿Eso? Beicon, claro está. ¿Qué sucede?
—Pero me ha dicho que los amos son judíos… ¿Cómo pueden comer tocino entreverado?
—Pues no lo sé. Pregúntaselo a ellos. El señor toma cada mañana beicon y huevos. Ella sólo una taza de té, tostadas y mermelada, en su habitación. Ya te enseñaré cómo sostener la bandeja, y tienes que recogerla a las ocho y cuarto. Debes espabilarte, puesto que no se puede desperdiciar el tiempo por la mañana.
—No puedo comer tocino —respondió Anna, con una náusea ácida en la boca.
—Muy bien, pues no lo comas… —Luego la cara de Mrs. Monaghan se iluminó—. Oh, claro, es tu religión, ¿no es verdad? No te está permitido.
—No —repuso Anna.
—¿Y por qué es así? —preguntó Mrs. Monaghan, removiendo el beicon.
—No lo sé. No se permite. Es malo.
Mrs. Monaghan asintió con simpatía.
—Ahora llamará el chico del carnicero en la entrada del sótano para tomar el pedido de la cena. Dado que la familia habrá ido a zambullirse, y teniendo en cuenta que es viernes, encargaremos pescado.
—¿Y por qué hemos de comer pescado en viernes?
—Porque, como sabrás, nuestro Señor murió en viernes.
Anna hubiera querido preguntar qué conexión existía entre el pescado y la muerte del Señor. Pero sonó la campanilla en la puerta de la despensa y Mrs. Monaghan se fue a toda prisa.
—Cielos, qué temprano se ha levantado. Vamos, alcánzame una taza y un platillo. El de porcelana china azul y blanco. Y pon el New York Times en la bandeja. Por amor de Dios, está llamando el repartidor del hielo. Atiéndelo, por favor… Pídele veinticinco kilos, sé buena chica…
No resultó muy difícil aprender la vida y costumbres de la casa. Abrir la puerta y recoger el abrigo de la señora y el sombrero y el bastón del señor. Servir los platos por la izquierda y retirarlos por la derecha; no romper la porcelana ni la cristalería. Poner agua en los floreros; no verter líquidos en las mesas, puesto que se blanquea la madera. Llevar el té de las cinco: ¿lo recuerda Miss Thorne? Mrs. Werner y sus amigas volvían de comprar; el frío entraba en sus pieles; sus perfumes olían como azúcar. Aprender a usar el teléfono; se descuelga de la pared, se pide el número a la centralita y se debe poner la boca cerca cuando se habla. Hay que asegurarse de escribir con cuidado todos los mensajes en la agenda.
Y cuando, por la noche, todo ha acabado, una puede subir a su habitación, a tu habitación particular, con hileras de libros en la cómoda. Me puedo tumbar en la cama y acabar de leer El claustro y la chimenea, ¡qué historia tan maravillosa! E incluso comerme una naranja o un racimo de uvas.
—Hay que velar por ellos —decía Mrs. Monaghan—, para que no se pongan malos…
—Sí —dijo Mrs. Monaghan, con los codos encima de la mesa de la cocina—, la gente rica es muy rara. Los parientes del señor han comprado una casa en las montañas Adirondacks, una gran morada sencilla, hecha de troncos, como esos cuadros de la cabaña de Lincoln, sólo que mayor. Miras por las ventanas y todo lo que ves es el lago y árboles, ni un alma viviente en kilómetros y kilómetros a la redonda. Me horripila, no daría un centavo por esa casa. Se pasa una noche entera para ir hasta allá. Se va en coche-cama. Aunque, debo reconocerlo, constituye una auténtica aventura. Y aún fue más espantoso para mi sobrino Jimmy… Después de que se rompiera la pierna, lo trajeron aquí a pasar el verano, junto con su hermana Agnes. Jimmy y Mr. Paul son de la misma edad, ya lo sabes. Lo pasaron muy bien. Me refiero a cuando eran niños. Jimmy trabaja ahora en un garaje y Mr. Paul está en el Banco de la familia. ¿No sabías que poseen un Banco? Quinn dice que es un sitio muy grande. En Wall Street o algún lugar así. Te gustará Mr. Paul; es muy simpático y fácil de contentar. Dicen que es muy listo, pero es tan sencillo que no te lo parece. Aunque se pasa todo el tiempo comprando libros. Pronto, ya no quedará, me parece, ninguna habitación para ellos en toda la casa.
Había un auténtico tesoro en libros. Anna pasaba mucho tiempo arreglando la habitación de Mr. Paul. Había libros antiguos de amarillento papel, con una letra muy menuda. Asimismo tenía libros de arte, con ilustraciones: arcadas con columnas de mármol, palacios, madres y niños; mujeres desnudas con tules colocados al azar; también había cuadros de la cruz y del hombre colgado en ella (¡Con expresión apacible mientras la sangre le manaba de las manos y de los pies!). Anna pasaba con rapidez aquellas páginas…
¿Qué clase de hombre sería el que poseía todas aquellas cosas?
El señorito llegó a casa a principios de septiembre, subiendo los escalones de la entrada de dos en dos, seguido por Quinn con un montón de maletas etiquetadas: Lusitania, primera clase.
Anna, que estaba de pie en el vestíbulo delantero con la familia, sin pensarlo, había esperado que se pareciera a sus padres, que avanzase con cuidado en espacios reducidos como ellos lo hacían, que midiese mejor sus palabras.
En vez de ello, se movía a zancadas y el vestíbulo le quedaba pequeño. Sus brillantes ojos azules (¡ojos sorprendentes en una cara morena!) parecían como si acabase de reírse. Había traído regalos para todos e insistía en entregarlos inmediatamente.
—¿Perfume? —preguntó Mrs. Monaghan—. ¿Y dónde va a llevar perfume una vieja como yo?
—En la iglesia, Mrs. Monaghan —respondió Mr. Paul con firmeza. Sus ojos azules centellearon. Una vieja alma divertida, ¿verdad?—. No es pecado unir el perfume de las flores a sus oraciones. ¿No lleva flores la misma Virgen?
—¡Oh, qué labia!
—Y una botellita para Agnes, puesto que aún no se ha metido en un convento, ¿no es así?
—No, aún no, y no creo que lo desee, aunque romperá el corazón de su padre y de su madre si no lo hace.
—Oh, espero que no, Mrs. Monaghan. —La sonrisa había desaparecido de su rostro. Añadió con seriedad—: Agnes debe hacer con su propia vida lo que mejor le parezca. Ese es su derecho y no debe sentirse culpable por ello.
Anna estaba tumbada en la cama aquella noche y era incapaz de dormirse. Creía oír los latidos de su corazón. Se echase como se echase, de lado o sobre la espalda, seguía sintiendo su corazón. De repente, le pareció que el mundo estaba lleno de excitaciones violentas y agradables, según se presentasen los acontecimientos. Debía perderlo todo, trabajar y morirse, tras haberlo perdido todo.
—Muy bien, ¿qué opinas de Mr. Paul? —le preguntó Mrs. Monaghan.