—Tú debes de ser Anna —dijo el joven.
Estaba de pie delante de Anna, sentada en los escalones y leyendo: Este bosque primitivo. Los pinos murmuradores y las cicutas…
Con desgana, Anna miró la calle, llena en aquella tarde de Sabbath; los ancianos con sus largos abrigos negros paseaban tranquilamente. Aquella voz dijo con suavidad:
—¿Puedo?
—Claro que sí, siéntate.
Anna se hizo a un lado mientras le observaba sin que lo pareciese. Era un tipo medio, de media altura y edad; un traje medio color castaño, igual que sus ojos y el pelo; rasgos medios en una cara agraciada.
—Soy Joseph. Joseph Friedman, el primo de Solly.
También le llamaban el americano, porque había nacido en Nueva York. Era pintor de brocha gorda en la parte alta de la ciudad. Y, como era natural, Ruth había arreglado esto. «¡Lo mismo que tía Rosa! No podían descansar hasta que no encontraban un hombre para ti. Podía ser feo, estúpido, cualquier cosa, con tal de que fuese hombre. Este no es feo, pero sólo deseo leer y no me interesa pensar en los hombres por ahora».
—Ruth me ha pedido que viniese a conocerte. Si he de decirte la verdad, casi no quería venir. Intentan presentarme a cualquier chica que acabe de desembarcar; y esto me llega a cansar. Pero te diré, con franqueza, que esta vez me ha sido agradable acudir.
Anna se lo quedó mirando y sopesó sus asombrosas palabras. Pero su cara no expresaba ningún engreimiento; simplemente, le devolvió la mirada.
—Me siento muy embarazosa —respondió Anna—. No sabía nada al respecto, Ruth debió…
—Por favor… Ya sé que no tienes nada que ver con ello. ¿Podemos dar un paseo?
—Muy bien —respondió la chica.
Le dio el brazo para que se levantara. Tenía unas manos muy limpias, con uñas cuidadas y un cuello recién lavado. Anna respetaba esto sobre todo. No es fácil ser limpio cuando uno es pobre, a pesar de lo que diga la gente.
Empezaron a verse todos los domingos. En las calurosas tardes paseaban por el lado sombreado de la calle. Andaban dos o tres manzanas sin dirigirse la palabra. Joseph era un hombre tranquilo según veía Anna, excepto cuando cambiaba de humor, puesto que entonces era muy difícil detenerlo. Además, era muy interesante, puesto que tenía una forma muy vívida de describir las cosas.
—Aquí, en la calle Ludlow, está la casa donde nací. Vivimos en este sitio mientras mi padre tuvo la sastrería. Después de que le fallase la vista, puesto que no podía ver ni la aguja, nos trasladamos mi madre y yo donde estamos ahora. Oh, donde está mi madre, quiero decir. Dos habitaciones detrás de la tienda de comestibles. Qué vida… Abierta seis días a la semana hasta medianoche… Pan, escabeche, galletas, soda. Mi madre preparaba ensaladas en la parte trasera de la tienda. Es una mujercita con una sonrisa muy paciente. Desde que era niño, recuerdo esa sonrisa. ¿Y para qué diablos esa sonrisa? No le veo ningún sentido.
—Quizás era feliz con sus hijos, a pesar de todo lo demás.
—Su hijo. Sólo yo. Tenía más de cuarenta años cuando nací.
—¿Y tu padre? ¿A quién se parecía?
—Mi padre tenía la presión muy alta. Cualquier cosa lo excitaba. Estaba ya muy agotado cuando vinieron a América. Pero ¿por qué no me paras? No hago más que aturdirte…
—Me gusta oír a la gente. Puedes hablarme de lo que quieras.
—No hay mucho más que contar. Tú vives ahora aquí. Ya sabes lo que es vivir en estas calles, dar paseos alrededor, porque no hay ningún lugar cómodo dentro. Somos pobres y ahí termina la historia.
—¿Incluso más pobres de lo que éramos en Polonia?
—No sé lo pobre que tú eras, pero puedo recordar que muchas veces cenábamos pan y embutido; antes de tener nuestra propia tienda, claro. No todas las veces, como es natural, pero demasiado a menudo.
—Sigo creyendo —respondió pensativa Anna— que esto no te ha lastimado. Creo que eres una persona muy optimista a pesar de todo.
—Lo soy. Y es que tengo fe.
—¿Fe en ti mismo?
—Sí, sobre todo. Pero quiero decir que tengo también fe en Dios.
—¿Eres muy religioso?
Él asintió muy serio.
—Sí, sí, creo. Creo que existe una razón para que sucedan las cosas, aunque no la veamos. Y creo que debemos aceptar todo lo que suceda, sea bueno o malo, pero con plena confianza. Y que nosotros, como individuos, tenemos que hacer las cosas lo mejor posible, que es lo que Dios pretende. No doy un ardite por la filosofía que se escucha en las cafeterías, donde los parroquianos se sientan a resolver los problemas del mundo. Todo esto ya se resolvió hace años en el monte Sinaí. Eso es en lo que creo.
—¿Entonces por qué existen tantos problemas en el mundo?
—Es muy simple. Porque la gente no hace lo que es debido. Es muy sencillo. ¿Eres atea por casualidad, Anna?
—Oh, no, aunque no sé mucho acerca de religión. Realmente no la comprendo.
—Es natural, las mujeres no tenéis que hacerlo. Pero debes hacer lo mismo. Eres buena, amable y honesta. Y muy lista. Te admiro por la educación que te proporcionas a ti misma con todos esos libros.
—¿No lees mucho?
—No tengo tiempo. Me levanto antes de las cinco y cuando estás con una blusa y pintando todo el día, te encuentras muy cansado por la noche para intentar mejorarte. Aunque, para ser sincero, nunca he sido muy buen estudiante, excepto en matemáticas, porque los números se me dan muy bien. En un tiempo, pensé que podría ser tenedor de libros.
—¿Y por qué no lo hiciste entonces?
—Tenía que trabajar —respondió con brevedad—. A propósito, existe un lugar muy bueno en West Broadway donde podríamos cenar. Sopa, cocido y tarta por trece centavos. No es muy malo, y también beberíamos un poco de cerveza. ¿Quieres venir?
—Sí, pero no bebo cerveza. Puedes beberte la mía.
Ruth dijo:
—Una cosa muy buena de este país es que no necesitas tener dinero para casarte. No es igual que en otros sitios. Como es natural, algunas personas necesitan dinero para casarse, pero la gente moderna no lo hace así. Si os gustáis uno a otro, os casáis. Y trabajáis los dos.
Al ver que Anna no respondía, prosiguió:
—Dime cosas de ti y de Joe.
—Joseph. Nadie lo llama Joe.
—¿Y por qué no?
—No lo sé. Pero me parece que lo de Joseph le gusta más. Le hace más digno.
—Muy bien, entonces Joseph. Háblame algo de ti y de él.
—No existe nada de qué hablar.
—Nada…
—Está bien, le gusto. Pero no existe… —Anna trató de buscar una palabra—. Pasión. No existe pasión…
Ruth levantó las manos. Sus ojos y sus cejas se movieron hacia arriba.
—¿Por qué no te casas con él?
—Sólo es un amigo. Se está muy solo sin amigos.
Ruth la contempló pensativa. Era como si hablasen en chino, pensó Anna.
—¿Sabes que mucha gente de aquí no ha estado más al norte de la calle Catorce? —preguntó Joseph a Anna.
—Yo soy una de esos.
—Espera, te voy a enseñar algo.
Los resbaladizos asientos de mimbre estaban fríos y la brisa primaveral corría alrededor mientras el tranvía subía deprisa por la avenida Lexington. La campanilla sonaba con autoridad. Cuando el tranvía se detenía en las esquinas se veían hilera tras hilera de casas pequeñas, todas ellas de piedra oscura con altos escalones y siempreverdes en macetas en la parte delantera. La calle Hester había quedado a miles de kilómetros de allí.
—Nos bajaremos en Murray Hill y nos dirigiremos a la Quinta —explicó Joseph.
Anduvieron a través de las tranquilas calles, del sol a la sombra y de la sombra al sol. De vez en cuando pasaba un carruaje; los caballos tenían el pelo brillante y colas trenzadas.
—Van a dar un paseo por Central Park —explicó Joseph.
Anna quedó sorprendida de lo mucho que él sabía acerca de aquella parte de la ciudad.
Un coche de motor se detuvo delante de una de las casas. La dama que iba en el asiento de atrás llevaba un amplio sombrero del que colgaba un velo. El chófer, con uniforme y botas de cuero, dio la vuelta y la ayudó a bajar del auto. Llevaba dos perrillos de color de cervato, uno debajo de cada brazo. Entonces se abrió la puerta de la casa y salió una joven a los escalones. Llevaba un vestido con rayas azules y blancas; su pequeño delantal se sujetaba con un lazo y tenía una cofia en la cabeza. Cogió a los dos perritos y siguió a la dama escaleras arriba.
—¡Mira! ¿Qué opinas de esto? —preguntó Joseph.
—Oh, qué bonito es —respondió Anna—. Nunca imaginé una cosa igual.
—Pues esto no es nada. Espera a ver la Quinta Avenida. Es algo digno de contemplar…
El sol brillaba. Los árboles del parque, al otro lado de la avenida y en la calle 59, lucían verdes y dorados.
—Esto es el «Plaza Hotel» —explicó Joseph—. Y en el otro lado, se encuentra el famoso «Hotel Netherland».
Un joven que llevaba un sombrero de paja («Le llaman canotié», explicó Joseph) apareció bajo la marquesina. La muchacha que iba con él llevaba un ramillete de violetas prendido en su abrigo, un hermoso abrigo, tan pálido como el interior de un melocotón. Cruzaron la avenida andando, despacio y se dirigieron a alguna parte. Anna y Joseph los siguieron sin dirigirse a ningún lugar en particular. Cuando sonó el pito del policía, el tráfico se puso de nuevo en movimiento y se detuvieron en la isla de cemento donde el general Sherman, de tamaño natural, llevaba las riendas de su caballo.
—Hay hasta estatuas —explicó Joseph.
Anna leyó la inscripción.
—Se trata del general de la Unión que quemó todas las casas cuando atravesó Georgia durante la Guerra Civil.
Joseph quedó asombrado.
—Nunca oí hablar de él. Conozco la Guerra Civil, como es natural, ¿pero cómo sabes tú tanto?
—Historia. Tengo un libro de Historia americana —respondió Anna con orgullo.
Joseph meneó la cabeza.
—Eres algo serio, Anna, algo realmente serio.
Más allá de la estatua del general Sherman apareció una gran casa de ladrillo rojo y piedra blanca, con puertas de hierro.
—Se trata de la mansión Vanderbilt. O de alguno de ellos, quiero decir.
—¡No es un hotel!
—Es una casa. Una familia vive ahí.
Anna pensó que bromeaba.
—¿Una familia? ¡No es posible! Por lo menos debe de haber cien habitaciones…
—Te estoy diciendo la verdad.
—¿Y cómo pueden ser tan ricos?
—Esta familia en particular, hizo la fortuna en ferrocarriles. A todo lo largo de esta avenida te podría mostrar docenas de casas como esta. Las fortunas las hicieron con petróleo, acero, cobre y algunas también vendiendo tierras. ¿Sabes dónde vives, en la parte baja de la ciudad? Pues una gran parte de esos terrenos los poseen personas que viven aquí. Cuando gente como tú paga el alquiler, el dinero va a parar a los que viven aquí.
Anna pensó en la arruinada casa de la calle Hester.
—¿Y crees que eso está bien?
—Probablemente, no. O tal vez sí, no lo sé. Si son lo bastante listos como para conseguirlo, tal vez tengan derecho. De todas formas, así es como funciona el mundo y, hasta que exista un mundo mejor, debemos adaptarnos a este.
Anna quedó en silencio. Joseph prosiguió, mientras su voz se excitaba cada vez más.
—Algún día viviré así, Anna. No en un palacio como esos, pero en la parte alta de la ciudad, en uno de esos bonitos lugares de las calles laterales. Lo conseguiré, toma nota de mis palabras.
—¿Estás seguro? Pero ¿cómo?
—Trabajando. Comprando tierras. La tierra es la clave de la riqueza, ya lo sabes, mientras la tengas libre y sin cargas. Su valor descendió durante algún tiempo, pero siempre vuelve a subir. Este país está creciendo y si tienes tierra, te harás rico.
—¿Y cómo conseguirás el dinero para empezar?
—Ah, eso no es problema. Intento ahorrar lo suficiente para comprar una pequeña casa de pisos, aunque sea algo duro. Pero tengo confianza. Lo haré, pase lo que pase. Viviré en un sitio como este, aunque me rompa la espalda.
El orgullo que vio en él perturbó a Anna. Hasta entonces no se lo había visto. De repente, pareció muy enérgico y muy alto, aunque no era un hombre de gran estatura. Su voz también había subido de tono. Pensó que las ventanas se abrirían y la gente se asomaría a mirar qué pasaba, pero no fue así.
Anna respondió con calma:
—Piensas mucho en el dinero.
—¿Lo crees así? Te diré una cosa, Anna. Sin dinero el mundo te destroza. No eres nada. Te mueres, igual que mi madre, en una tienducha asquerosa. O te pudres como Ruth y Solly. ¿Deseas pudrirte de esa forma?
—No, claro que no.
Se estremeció sólo de pensarlo. Pero las cosas no podían ser como él las expresaba.
—Los grandes escritores, los artistas, no tenían dinero. Y todo el mundo los respetaba. Lo haces todo demasiado cruel, demasiado feo.
Joseph volvió hacia ella la cara. Sus ojos se habían suavizado de repente.
—Hablas como una muchacha de quince años, Anna —le dijo con amabilidad.
La idea le llegó una noche pesada, cuando el olor de las frituras flotaba en las habitaciones sin aire. Tenía el pelo en la nuca humedecido de sudor; hubiera deseado bañarse con agua fría, pero no había sitio, no había intimidad. Muchas mujeres andaban por ahí mientras tú te bañabas y te frotabas con una esponja. Algunas de aquellas mujeres la disgustaban; no eran limpias. Y una criatura lloraba y gemía en su almohada por la noche. La pequeña Ruth de cinco años estaba enferma e inquieta. Era imposible dormir.
Se acordó de la criada que había aparecido en los escalones de la casa donde estaban las macetas de siempreverdes. En el barco que cruzaba el Atlántico, alguna de las chicas campesinas le había hablado de los empleos que les esperaban en Estados Unidos, empleos en casas limpias y ordenadas como las de la parte alta de la ciudad. En una casa así se podía dormir tranquila y tener un lugar con estantes de libros donde colocar los que Miss Thorne le había dado, e incluso ahorrar algún dinero y comprar alguno más de segunda mano. Además, no había que pagar alquiler ni comprar comida. Se podía vivir decentemente, y pasear por aquellas calles tan elegantes. Permaneció despierta, pensando y pensando; al final tomó una determinación.
—Ruth dice que estoy loca por irme a trabajar de criada —le contó a Joseph unos días después.
—¿Y por qué no? Es un trabajo honesto. Complácete a ti misma, Anna, y no a los demás —le aconsejó.