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Su nombre era Miss Mary Thorne. Era ordenada y meticulosa, con una falda oscura de sarga y una blusa almidonada. Estaba de pie, delante del aula, con el mapa de Estados Unidos a un lado y los retratos de Washington y Lincoln en el otro. Se parece a ellos, su cara es americana, pensó Anna. Los americanos eran siempre altos y delgados, con caras alargadas.

La escuela nocturna se daba en una estancia que debía albergar por el día a alumnos de diez años. No se podían meter las rodillas debajo de los pupitres; había que ponerse de lado. La lámpara del techo iluminaba a duras penas y el calor desprendido de los chisporroteantes radiadores hacía bostezar a la gente. Los alumnos permanecían desasosegados, pero Anna apenas se movía. Observaba. Oía. Miss Mary Thorne vertía conocimientos al igual que una buena bebida saliendo de un cántaro.

Hacia el final del invierno fue llamada a la tarima después de clase.

—Lo está haciendo estupendamente bien, Anna. Es difícil creer que no hubiera usted estudiado antes inglés. La promoveré al grupo inmediato.

—Gracias, señorita —respondió Anna.

Orgullosa y embarazosa, permanecía de pie mirando a Miss Thorne, sin saber cómo salir airosa del aula.

La maestra la contempló. La gente se veía, a menudo, intimidada por Miss Thorne; tenía una cara severa la mayor parte del tiempo, pero no ahora. Sus ojos, ampliados detrás de los lentes sin aros que cabalgaban en el puente de la nariz, eran dulces.

—¿Qué opina de lo que debe hacer en la vida, Anna? Lo pregunto porque me parece usted muy diferente a los demás. He visto a muchos… De cuando en cuando, tengo en la clase alguien que se diferencia del resto.

—No sé qué puedo hacer —respondió Anna despacio—. Supongo que únicamente deseo aprender cosas. Me parece que no sé nada y que deseo saberlo todo.

Miss Thorne sonrió.

—¿Todo? Esto es una cosa muy ambigua.

—Como es natural, no quiero decir eso. Pero, en ocasiones, siento que existe una pantalla que me separa del mundo. Deseo retirarla y ver con mayor claridad. No sé nada acerca del pasado o de la forma actual del mundo, excepto estas pocas calles y la aldea de donde procedo.

—¿No estudió nada en su pueblo?

—Había una mujer que hacía de maestra y que visitaba a las chicas en sus casas. Aprendimos cálculo y a leer y a escribir. En yiddish.

—¿En hebreo, no? O no, eso es sólo para los muchachos, ¿no es verdad? El lenguaje sagrado.

—Sí, sólo para los chicos.

—Bueno, las cosas aquí, como usted sabe, no son igual. Una muchacha puede estudiar lo mismo que los chicos.

—Lo sé. Eso es una gran cosa.

—Sí. Muy bien. —Miss Thorne se levantó y se dirigió con agilidad a la estantería de libros que tenía detrás del escritorio—. El secreto de todo, Anna, consiste en leer. No hay nada más. Y le diré algo: Si usted leyese y leyese no tendría que ir a la escuela, se educaría a sí misma. Pero no se lo dirían todo. En primer lugar, debe leer cada día el periódico, el Times o el Herald. El Journal no, es demasiado chapucero y sensacionalista. Le voy a hacer una lista de libros para usted, los suficientes para que le duren varios años. Los seguirá leyendo después de que ya no nos veamos. Esta noche, empezaremos con este: Debe aprender las cosas de su nuevo país desde el principio. Se trata de un libro acerca de los indios, un maravilloso poema llamado Hiawatha, por uno de nuestros mejores poetas, Mr. Henry Wadsworth Longfellow. Cuando lo haya acabado, me lo devuelve y me dirá lo que opina al respecto. Entonces le daré otro libro.

Encima de la chimenea había un espejo redondo con marco dorado. Todo el mundo se veía raro en él: ella se miraba al llevar la taza floreada de té con la servilleta bordada, veía la mesita con la tetera y la bandeja de pasteles y a Miss Thorne al otro lado de la mesa. Todo se contemplaba achaparrado, condensado y aplanado. Incluso Miss Thorne aparecía ancha y gorda.

—Se trata de un espejo de ojo de buey —explicó Miss Thorne al seguir la mirada de Anna—. No veo la utilidad que puede tener. Pero, de todas formas, no se trata de mi casa.

—¿No?

—No. Es de mi sobrino. Él y su mujer sólo tienen un hijo, y para ellos, es una casa muy grande, por lo que, cuando voy a Boston, me invitan a vivir aquí con ellos y, entonces, constituye para mí también una cosa agradable.

—¿Y usted también es maestra cuando vive en Boston? —preguntó Anna con timidez.

—Sí, he sido maestra desde que abandoné la escuela. Vine a Nueva York con el cargo de ayudante de la directora de un colegio privado para muchachas. Y eso es lo que hago de día. De noche, enseño inglés a los recién llegados como usted.

—¿Y qué enseña a las muchachas durante el día, dado que estas ya hablan inglés?

—Les enseño latín y griego antiguo.

—¡Oh! Pero…, excúseme, le pregunto demasiadas cosas.

—De ninguna manera. ¿Cómo iba a averiguarlo si no lo preguntase? Pregúnteme todo lo que desee saber.

—Está bien, está bien. Deseo saber lo que es el latín. Y el griego antiguo.

—Hace mucho tiempo, más de dos mil años, existían unos países muy poderosos en Europa donde se hablaban esas lenguas. Esos idiomas ya no se hablan: los llamamos «muertos», pero las leyes y las ideas que esos pueblos nos dejaron siguen vivas. Y también esto es verdad respecto a esos idiomas que son los parientes antiguos del inglés. ¿Entiende lo que le digo?

Anna asintió.

—Lo entiendo. Esas muchachas de su escuela son muy afortunadas al aprender todas esas cosas. Por lo menos, así lo creo.

—Desearía que también pensasen así. O que tuviesen las ganas de aprender que usted tiene, Anna. Por eso me agrada enseñar en su escuela, por la noche, porque muchos de ustedes desean aprender… Me parece de este modo que hago algo realmente importante.

Ahora que la había invitado a tomar el té, Anna se sentía más decidida. Era algo distinto a la clase, con aquel estrado elevado donde la maestra se sentaba en situación más alta que todos los demás.

—¿Esa gente habla diferente, y por ello habla usted diferente porque es de Boston?

—¿Qué quiere decir al hablar de diferente?

—Me percato de que algunas palabras son diferentes. La forma en que usted dice algunas voces. Las pronuncia de una forma distinta a los otros americanos.

—Tiene usted un oído extraordinario… Sí, es verdad, allí poseemos un acento diferente. En el Sur o en el Oeste Medio, también existen otros tipos de acentos.

—Comprendo. ¿Me podría contestar a algo más, por favor?

—Sí, si me es posible…

—Por favor, nunca había visto tomar el té en una taza como esta. ¿Qué debo hacer con la cucharilla después de remover el té?

—Puede dejar la cucharilla en el platillo, Anna.

—Esto, probablemente, es una pregunta tonta. Debí habérmelo figurado yo sola. Lo que pasa es que deseo hacer las cosas bien, como los americanos.

—No se trata de una pregunta tonta. Sólo que me gustaría decirle una cosa. Pase lo que pase, y confío que llegue lo más lejos posible, no debe preocuparse por los modales. Los modales, por lo general, se basan en el sentido común, en hacer las cosas lo más pulcramente posible y mostrarse considerado respecto a los demás. No creo que tenga el menor problema con esas cosas, Anna.

—Entonces, ¿me puede dar otro trozo de pastel, por favor? Es un pastel muy bueno.

—Claro que sí. Y cuando haya terminado le daré la lista de lecturas que he confeccionado para usted. Ya la he preparado. Es una de las razones por las que la he invitado a venir hoy, porque podemos hablar con más tranquilidad que en la escuela.

La lista tenía varias páginas, escritas en una letra muy clara que reflejaba el carácter de Miss Thorne. Anna le echó un vistazo:

Hawthorne: La casa de los siete altillos.

Hardy: Retorno al país natal.

Dickens: David Copperfield; Casa desolada.

Thackeray: La feria de las vanidades.

Henry James: Los bostonianos, Washington Square.

—¿Washington Square? ¿Es la misma plaza donde estamos ahora? —preguntó Anna.

—Es la misma. Henry James vivió no lejos de aquí antes de irse a vivir a Inglaterra. Mi familia, la de mi padre, lo conocía muy bien. La familia de mi madre procede de Boston.

—Realmente, no es americano —murmuró Anna.

—No más que usted. Lo único que pasa es que llegaron primero. Usted se convertirá en americana igual que los demás, no piense de otra forma. Esta es la principal característica de este país, Anna.

Anna preguntó, turbada de repente:

—Lo único que deseo es tener suficiente tiempo para leer todos estos libros. Me llevará mucho.

—Ya encontrará el tiempo. De esta forma podrá pasar los domingos.

—Los domingos trabajo.

Miss Thorne parecía extrañada mientras ella se explicaba:

—Hoy me he tomado esta tarde porque usted me ha invitado y para mí era un gran honor, por lo mucho que deseaba venir. Pero, realmente, se supone que estoy trabajando.

—Lo comprendo. Cose usted en casa…

Anna asintió.

—Entonces, dígame, ¿tiene algún lugar en donde pueda leer? Supongo que no.

—¿Sola? ¡Oh, no! Únicamente en los escalones de mi casa, cuando el tiempo es cálido y no hay demasiado ruido. Pero, en época invernal, no tengo sitio. Me es muy difícil incluso escribir a mis hermanos. Mientras que todo el mundo no hace más que hablar, no puedo pensar en lo que quiero decir.

—Una lástima, una lástima… y con la de habitaciones vacías que hay en esta casa. Si uno pudiese hacer lo que quisiera… Quiero decirle una cosa: Mi sobrina es más o menos de su talla y le preguntaré si tiene algún abrigo que le sobre. Sería lo mejor. Más americano, ¿no?, es decir, más que su chal. Al mismo tiempo, tengo ejemplares repetidos de algunos de estos libros de la lista y se los daré para que los guarde, y de esta forma podrá empezar una biblioteca propia. Le proporcionaré todas esas cosas, ya que le es difícil venir aquí.

Anna se arregló el chal en torno de los hombros y se dirigieron al vestíbulo. Al otro lado, había una puerta entreabierta; se veía una estancia llena de libros desde el techo hasta el suelo; un muchachito practicaba en un gran piano oscuro.

—¿Le preocupa que le haya ofrecido ese abrigo, Anna?

—¿Preocuparme? Oh, no, estoy contenta, deseaba un abrigo…

—Algún día será usted una persona que pueda dar, estoy segura de ello.

—Yo también estaré muy contenta cuando llegue ese día, Miss Thorne.

—Así será. Y cuando eso suceda, confío en que nos veremos. Entonces le recordaré lo que le he dicho.

—No creo que sigamos viéndonos; lo más probable es que no. Pero de una forma u otra, lo seguro es que la recordaré, Miss Thorne. Sí, lo haré siempre…