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La casa de la calle Hester tenía cinco pisos de altura. La prima Ruth vivía en el último piso con su marido, Solly Levinson, sus cuatro hijos y seis huéspedes. Anna sería el séptimo.

—No tenéis una habitación para mí —comentó Anna desilusionada—. Sois muy amables en ofrecérmela, pero ya estáis lo suficientemente apretados…

Ruth se echó hacia atrás el pelo de su sudada frente.

—¿Dónde crees que encontrarás un sitio en el que no te encuentres junto a otras personas? Es mejor que te quedes aquí donde, por lo menos, eres pariente. Y si tengo que decirte la verdad, no es sólo amabilidad por mi parte, sino que necesitamos el dinero. Pagamos al mes doce dólares por este piso, sin contar el gas para la iluminación y el carbón, en invierno, para la estufa. Te cobraremos cincuenta centavos por semana. ¿Te parece bien?

¡Los olores! Los hedores salían ya por la puerta de la calle procedentes de los cuatro pisos inferiores: Grasa de cocinar, cebollas, el excusado que rebosaba en el vestíbulo, el vapor nauseabundo de las plantas, el olor a tabaco del apartamento de enfrente donde vivían los tabaqueros. El estómago de Anna se contrajo. ¿Cómo podía rehusar? Y si se negaba, ¿dónde podía ir?

Ruth trató de engatusarla. Sus bellos ojos aparecían rodeados de dos círculos de sombras azules.

—Cuando terminamos de coser, por la noche, Solly y yo colocamos el camastro para nosotros en la cocina. Ponemos las máquinas en un rincón y extendemos el colchón. Las mujeres tienen la mejor habitación para ellas, la estancia con más ventanas. Y los hombres duermen en la parte de atrás, con ventilación de aire. Realmente, no están mal. ¿Sabes coser?

—Sólo zurcir. Y hacer faldas sencillas. Nunca tuve tiempo de aprender porque trabajaba en la tienda.

—Bien, eso no importa. Solly te llevará mañana a la fábrica, puesto que tiene que entregar el trabajo terminado.

En un rincón se alineaban un montón de bolsas negras rellenas de abrigos y pantalones. Dos niños, cetrinos y con el pelo corto, dormían encima de la pila.

—Ayudarás a Solly a llevar las bolsas; conoce al jefe, y te enseñarán en poco tiempo cómo coser pantalones. Con un buen trabajo, se pueden ganar treinta centavos al día.

Anna dejó caer los bultos y se soltó el chal. Sus pelirrojas trenzas quedaron también sueltas.

—No me dijeron lo bonita que eres… Una preciosa chiquilla… —Ruth la sujetó con las manos. Sus brazos estaban negros hasta el codo debido al tinte de la fábrica de pantalones—. Anna, velaré por ti, no estarás sola. Tal vez no sea lo que has soñado, pero será un comienzo. Ya te irás acostumbrando…

El ruido era lo peor. Los olores y el amontonamiento constituía algo soportable, pero Anna tenía un oído muy sensible y el ruido la atacaba como si se tratase de violentos puñetazos. En la calle de debajo, los ropavejeros gritaban a voz en cuello:

—Abrigos a cincuenta centavos, abrigos a cincuenta centavos…

El Metro entraba en la estación con gran ruido metálico. Y hasta medianoche, silbaban las máquinas de coser. ¿Cómo podían dormir, aunque disminuyese la tensión?

Algunas noches sofocantes, Anna y Ruth se sentaban en la escalera de entrada. Resultaba imposible dormir dentro y temían unirse a los demás en la salida de incendios, desde que una mujer, al otro lado de la calle, había rodado en sueños y se estrelló contra la calzada. El cielo presentaba un tono rojizo debido al resplandor de las fábricas, que humeaban durante toda la noche; apenas podían verse las estrellas. En su casa, las noches de verano eran tan claras que todo rebrillaba encima de los árboles.

—Estás muy callada —comentó Ruth—. ¿Te preocupa algo? ¿Te inquietan tus hermanos?

—Los he olvidado. Pero están muy bien, no les ocurre nada. Tienen una buena habitación en casa de su jefe y Viena es una ciudad muy bonita, según dicen.

—Aquí no existe ninguna belleza, Dios lo sabe.

—Es verdad…

—Pero existe un futuro. Sigo creyendo en eso.

—Yo también lo creo. No hubiera venido si no fuera así.

—Mira —prosiguió Ruth—, he estado pensando que no existe ningún motivo para que trabajes tan duro como lo estás haciendo. A tu edad, debes tener un poco de vida propia. Conocer hombres. Es culpa mía que al cabo de cuatro meses, no haya hecho nada por ti. Diré a Solly que se preocupe por esto y te busque clases de baile. Hay muchísimas clases de baile.

—Si he de disponer de algún tiempo, me gustaría más ir a una escuela nocturna. Si sigo trabajando así no tendré oportunidades para aprender inglés.

—Eso tampoco es mala idea. Si aprendes lo suficiente como para ser mecanógrafa, encontrarás marido con mayor facilidad, un hombre de mejor clase. Las mecanógrafas no ganan mucho, sólo tres dólares a la semana, pero es un trabajo prestigioso. Lo único —en la voz de Ruth se reflejó la duda—, es que opino que debe ser americano de nacimiento. Entonces aún tiene más valor.

—No estoy interesada por encontrar marido. Sólo deseo aprender.

—Eres igual que tu madre, la recuerdo muy bien. —Ruth suspiró—. A mí también me gustaría mucho aprender. Pero con todos esos niños que alimentar y ahora otro en camino…

Suspiró otra vez y descansó su mano encima del delantal.

Hacía sólo diez años, Ruth tenía la edad de Anna. ¿Sería que el matrimonio le hacía a uno tan cansado, tan resignado? Pero mamá no había sido así. ¿O sí lo había sido? ¿Habría podido Anna, cuando sólo tenía doce años, comprender realmente a su madre?

Ruth prosiguió bajando la voz:

—No deberíamos quejarnos. Pero resulta muy duro seguir adelante. Aunque mucha gente lo hace, no sé cómo lo consiguen. Es todo un arte eso de ganar dinero. Y mi pobre Solly no lo tiene.

Una luz se movió en la ventana. Alguien se había levantado para encender la lamparilla de petróleo y un resplandor amarillento cayó sobre los escalones.

—Aquí hay una muchacha que vino de su casa conmigo, Hannah Vogel, a la que tu madre conocía. Se casó con un individuo que encontró en el barco. No tenía ni un centavo cuando llegó, pero era muy inteligente. De alguna forma hizo algunos conocimientos y se trasladó a Chicago. Allí abrió una mercería. He oído que ahora tiene una cadena de tiendas. —La voz de Ruth se animó—. Mi Solly está en muy buenas relaciones con el director de la fábrica. Nunca se sabe, a veces se producen cambios; tal vez se decida a instalarse por su cuenta y se lleve con él a Solly.

Anna pensó en Solly en su rincón, inclinado encima de su máquina. Era un hombre delgado, con el rostro grave y aguzado de un ratoncillo. Pobre Ruth, tan esperanzada… Pobre Solly, tan cansado… Nunca saldrían de allí.

La gente que había llegado de Europa veinte años antes que ellos aún vivían en aquellas mismas calles. Aquellos hombres, ya viejos, eran delgados, con ojos oscuros y bonitos… Parecían, de algún modo, aún más frágiles que los ancianos que Anna recordaba de su hogar, que llevaban carromatos con prendas de segunda mano, gallinas, sombreros, pescado y gafas; sus ancianas esposas eran gordas, con caras coloradas de patata, con blancas carnes colgantes nunca tocadas por el sol.

¿Dónde estaban los vestidos de color rosa, la libertad y la música?

De todas formas, aquí había muchas maravillas. Las calles estaban casi tan iluminadas de noche como de día, no como en casa cuando había que cruzar la carretera llevando una linterna. En una tienda desocupada de la calle había una máquina en la que por cinco centavos, se veía una película en movimiento: Unos indios atacaban un tren, una hermosa mujer llamada Irene Castle y un hombre alto que pirueteaba en un baile.

Anna paseaba; no solía tomar ninguna dirección determinada, sino que le gustaba andar y mirar cosas. Bajo el elevado de la Segunda Avenida, las mujeres se sentaban junto a las máquinas que servían rábanos calientes, y se enjugaban las lágrimas que les saltaban. Evitaba a los vagabundos que dormían cerca de los hornos de las panaderías. Se dirigía más allá de las sinagogas situadas en las calles próximas a la calle Bayard. Paseaba durante cinco, diez manzanas, o más, hasta que la gente de las calles presentaba un aspecto diferente y hablaba en idiomas que no comprendía. En las calles italianas, los niños abundaban más que en la calle Hester. Un hombre vendía en un carrito helados de color rosa y amarillos. Un afilador llevaba un pañuelo y unos pendientes que producían una melodía melancólica en la brillante mañana; sobre sus hombros se sentaba un hambriento y diminuto mono con chaqueta colorada. Observó y oyó la melodía del habla italiana. Parecía que cantasen.

También llegó hasta las calles irlandesas. Tabernas con arpas y tréboles pintadas encima de las puertas. Hermosas mujeres con trajes harapientos y gran ternura en sus rostros.

Y la calle Mott, donde unos vendedores de ojos extraños ofrecían semillas de sandía y caña de azúcar. A través de las puertas de los sótanos medio abiertas se veía hombres de raza china que jugaban al fan-tan mientras sus coletas les llegaban a las rodillas. Nunca se veía a mujeres chinas o a niños. ¿Cómo era aquello? ¿Por qué era así?

Mundos. En unas pocas manzanas de casas aparecían otros niños. ¿De qué extraños lugares habían llegado gentes tan diferentes? ¿Cómo podían ser tan distintas de las de su casa aquellas gentes de China o de Irlanda? ¿Tenían esas personas iguales temores a los nuestros? ¿Son iguales a mí, pese a todo?