Cada vez que Anna contaba o pensaba en la historia de la Bella Leah, se deslizaba en la cadencia y el lenguaje de la chiquilla de doce años que era cuando aquello había sucedido.
—Mamá me había enviado a la granja a comprar algunos huevos. La Bella Leah y yo nos encontrábamos en el patio contando huevos. Quise dirigirme al granjero para echar un vistazo al ternero recién nacido. Me encontraba allí cuando llegaron los hombres, tres de ellos montados en los caballos que empleaban para arar y que entraron al galope en el patio.
»Creí que La Bella Leah pensaba que deseaban comprar algunos huevos, dado que vi su sonrisa y cómo se les quedaba mirando. Los hombres descabalgaron y uno de ellos la tomó por los hombros. Reían, pero me pareció también que estaban enfadados; no sabía realmente quiénes eran, pero La Bella Leah gritó y yo corrí escaleras arriba hacia el desván y me escondí allí.
»La arrastraron dentro y cerraron la puerta del granero. ¡Qué gritos daba, qué gritos! Estaban bebidos y decían palabrotas en polaco; sus ojos se entrecerraban en sus chupadas mejillas. Le subieron la falda por encima de la cara. Oh, pensé, van a ahogarla; no debo mirar, pero tampoco debía mirarlos por las cosas que estaban haciendo.
»Igual que el toro y la vaca, aquella vez en que yo caminaba con mamá y ella me dijo: “No mires”, y yo pregunté: “¿Y por qué no?”. Y ella me respondió: “Porque eres demasiado joven para entenderlo. Te asustarías”.
»Pero, de todas formas, el toro y la vaca no me habían asustado. Aquello que hacían parecía una cosa muy simple. No era algo tan espantoso como esto. La Bella Leah se retorcía y daba patadas; sus gritos, bajo la falda, se habían convertido en un gimoteo, suave, muy suave, como un animal pequeñito. Dos de los hombres la agarraban por los brazos y el tercero estaba encima de ella. Luego se cambiaron de sitio hasta que los tres hubieron estado sobre ella. Al cabo de un rato, la mujer cesó de moverse y de llorar. Pensé: “¡Dios mío, la han matado!”.
»Cuando los hombres se fueron, dejaron abierta de par en par la puerta del granero. Pude oír cómo las gallinas cacareaban en el patio. Entró la luz y cayó sobre La Bella Leah, permitiendo verla con la falda encima del rostro, las piernas desnudas y abiertas, mientras la sangre se deslizaba por sus muslos. Al cabo de un tiempo, bajé por la escalera. Temí tocarla, pero hice un esfuerzo y le bajé la falda. Respiraba, pero se había desmayado. Tenía un corte en el mentón y su negro cabello estaba completamente despeinado. Cuando vuelva en sí, pensé, deseará haberse muerto.
»Me dirigí afuera y vomité en la hierba. Recogí el cesto de huevos y regresé a casa.
De esta forma recordaba, durante todos los años de su vida, la forma en que un hombre estaría con una mujer, aunque no deseaba que las cosas fueran así.
Por la noche, después de haber retirado los platos, mamá dijo:
—Ven, Anna, iremos afuera, a los escalones, y hablaremos un rato.
En el crepúsculo, el cielo estaba de un color azul oscuro. Había sombras y movimiento de cosas más allá de los árboles, y alguien andaba a lo lejos, golpeando en la carretera, a la par que unos rápidos pasos se dejaban oír cada vez más cercanos.
—No quiero salir fuera —respondió Anna.
—Muy bien, entonces, le diré a papá y a los niños que vayan al patio y podremos hablar.
La madre se sentó en la cama al lado de la hija y la cogió de la mano; su mano era áspera y caliente.
—Óyeme —le dijo en voz baja—. Hubiera dado cualquier cosa porque no hubieras visto lo de hoy. ¡Una cosa tan espantosa! —temblaba. Los estremecimientos sacudían su cuerpo y su voz—. El mundo puede ser muy espantoso y los seres humanos peor que las bestias. De todos modos, debes recordar, Anna, que la mayoría de las personas son buenas. Debes tratar de alejar de tu mente todo esto lo más deprisa posible.
—¡Nadie castigará a esos hombres!
—En primer lugar, nadie podrá probar que lo hicieron. Nadie lo vio.
—Yo lo vi. Y recuerdo las caras. Especialmente al más bajo. Llevaba una camisa roja, y a veces, toma una copa en la taberna de Krohn.
La madre se levantó.
—Óyeme, Anna, por favor; nunca, nunca, debes mencionarlo a nadie, absolutamente a nadie. ¿Lo entiendes? ¡Te podrían pasar cosas terribles! Y a papá, a mí, ¡a todos nosotros! Nunca debes, nunca…
La chiquilla estaba aterrada.
—Lo comprendo. Pero entonces, ¿no se puede hacer nada con una gente así?
—Nada.
—¿Hay que pensar, pues, que sucederá otra vez? ¿Incluso a ti, mamá?
La madre quedó silenciosa. Anna la acosó de nuevo.
—¿Podemos estar seguros?
—Supongo que no.
—Entonces pueden hacer lo que quieran. Incluso matarnos.
—También eso. Ya eres lo suficiente mayor para que lo sepas.
La chiquilla comenzó a llorar. La madre la abrazó. Al cabo de un rato, el padre entró en la casa. Se quedó de pie en la puerta. Tenía el rostro lleno de arrugas.
—Año tras año lo hemos ido retrasando. Pero este año, en primavera, trataremos de hacerlo. Venderemos los muebles, tus pendientes, los candelabros de plata de tu madre. ¡Hemos de conseguir marcharnos a Estados Unidos!
—Somos siete…
—Pues aunque fuésemos diecisiete, deberíamos intentarlo. ¡Este no es un sitio para vivir! Antes de morir quiero levantar la cabeza sin miedo.
Así, en casa de los suyos, tenían miedo. Mamá tan calmada y hábil arreglando cosas, papá canturreando y sonriendo mientras sus fuertes brazos martilleaban y cortaban. La chiquilla pensó: No lo sabía, nunca lo supe.
El invierno de 1906 fue extremadamente cálido. Cayó poca nieve y se derritió formando charcos. Sopló un viento húmedo; la gente sudaba en sus pesados abrigos, estornudaba, tenía escalofríos y cogía fiebres. A finales de febrero, comenzó a caer la lluvia en largas e interminables líneas desde un cielo oscuro. La calle de la aldea volvió a rezumar barro; el riachuelo rebosó sus márgenes y se desbordó varios metros en toda su longitud.
La enfermedad apareció en el río. A mediados de marzo, un rorro y un abuelo murieron en una casa. Al otro lado del río, donde vivían los campesinos, falleció toda una familia. Cada día se presentaban nuevas enfermedades y algunas muertes. La epidemia recorrió el norte y el sur; la gente de las granjas situadas a más de diez kilómetros trajeron a sus muertos para que los enterrasen en el camposanto. Fue algo parecido a la podredumbre que se había extendido algunos años antes por los patatales, arruinando las plantas. Y no existía sitio a dónde ir, ni tampoco se podía hacer otra cosa que esperar.
Alguien dijo que aquello se debía a que las inundaciones habían arrastrado inmundicias en el agua potable. El cura de la aldea afirmó que cabía achacarlo a los pecados del pueblo. Hora tras hora, las campanas de la iglesia doblaron para los funerales y las misas de intercesión, produciendo un clamor grave y de bronce en medio de la lluvia. En cuanto cesaba de llover, se formaban las procesiones: el cura, los monaguillos con velas, con banderas, con la reliquia de un hueso en una caja de cristal. Los hombres llevaban una imagen de la Virgen sobre una bamboleante plataforma. Las mujeres lloraban.
En casa de Anna estaban cerradas las contraventanas.
—Si la epidemia no se detiene pronto —dijo el padre—, empezarán a echarnos la culpa.
La madre respondió con tristeza:
—No sé qué es peor: si el miedo al cólera o el miedo a ellos…
—En Estados Unidos —intervino Anna—, no existe cólera ni nadie teme a nadie.
—En el verano estaremos allá —respondió papá.
Tal vez, realmente, podrían irse aquel año. ¿Quién lo sabía?
El padre y la madre murieron a finales de marzo tras una enfermedad que duró dos días. Celia y Rachel murieron con ellos. Anna y los gemelos no enfermaron.
Sobrevivieron y la desgarbada muchacha de pelo rojo y los dos muchachos de diez años, siguieron a los cuatro féretros de pino hasta el cementerio, vacilando en medio del viento mientras se coreaban oraciones y tiraban la primera paletada de tierra en el ataúd.
Deprisa, deprisa, hace mucho frío, pensaba Anna. Y también pensaba que debía olvidarlos. Cerrad vuestros ojos: Pensar en sus rostros, recordar el sonido de sus voces llamándola.
Estaban de pie en la cocina de lo que había sido su casa. Alguien la había aireado y desinfectado. Alguien les había traído también sopa. La pequeña habitación estaba atestada de vecinos con batas y chales negros.
—¿Qué haremos ahora con esos niños?
—¡No tienen familia!
—La gente que no tiene parientes no puede casarse entre sí…
—Es verdad.
—En ese caso, la comunidad tendrá que hacerse cargo de ellos…
¿Y quién era esa «comunidad»? Los hombres más ricos, naturalmente, aquellos de quienes se esperaba toda clase de caridades y a los que se debía todo el respeto. Se adelantó Meyer Krohn, el dueño de la taberna, comerciante y prestamista. Era un hombre alto, picado de viruelas y que llevaba botas de campesino y gorro. Tenía una áspera barba gris, una voz gruesa y hablaba con autoridad.
—¿Quién se hará cargo de los niños? ¿Tú, Avrom? ¿Tú, Yossel? Tenéis habitaciones bastantes…
—Meyer, ya sabes que doy lo que puedo. Me gustará quedarme con uno de ellos, pero no con los tres.
Meyer Krohn frunció el ceño; las arrugas de su frente eran lo suficientemente profundas como para introducir en ellas una uña. Rugió:
—¡No separéis a las familias! ¿Quién se va a hacer cargo de esos tres huérfanos? Os lo pregunto, ¿quién?
Nadie respondió. A Anna le temblaban las piernas y le crujían los huesos.
—Ah —prosiguió Meyer—. ¡Ya sé lo que estáis pensando! Estáis pensando: ¡Que se haga cargo de ellos el rico Meyer! —Dio unos molinetes con sus enormes brazos—. ¿Acaso soy un Rothschild para tener que ayudar a la mitad de la comunidad? «Meyer, la escuela necesita una nueva estufa. Se ha roto una pierna y la familia se muere de hambre…». ¿Acaso no tiene fin lo que esperáis de mí?
Se oyeron murmullos y suspiros. Le dijeron a Eli que ahora debía comportarse como un hombre. Sin embargo, trataba de no llorar.
—Muy bien —prosiguió Meyer Krohn. Suspiró—. Mis hijos se han hecho mayores y se han ido. La casa es bastante grande, gracias a Dios. Hay una habitación para los chicos y Anna podrá compartir una cama con la sirvienta. —Su voz bajó el tono—. ¿Qué dices tú, Anna? ¿Y tú, Eli? Porque uno de vosotros es Eli, ¿pero cuál es el nombre del otro? Siempre me olvido. —Colocó los brazos en torno a los hombros de los muchachos—. Vamos a casa —concluyó.
Qué decente era, qué amable… Pero Anna andaba como desnuda; todo el mundo miraba sus nacientes pechos, los secretos de su cuerpo. Sus ropas se habían roto. Había sido ofendida, ultrajada. Como La Bella Leah.
Los Krohn vivían en la prosperidad. Su casa tenía dos pisos y suelos de madera. También había alfombra en la habitación delantera. Tía Rosa tenía una capa de piel. Una criada hacía la limpieza mientras tía Rosa medía telas y aguardaba a los clientes en la tienda. Otras veces ayudaba en la taberna, y en ocasiones, el tío Meyer echaba una mano en la tienda.
Anna trabajaba si la necesitaban pero siempre la necesitaban en todas partes. A menudo estaba muy cansada. Pero había crecido hasta ser tan alta otro su madre, con un pelo brillante y sano. Los Krohn la alimentaban muy bien.
—¿Qué edad tienes? —le preguntó un día tío Meyer.
Estaban enrollando telas y metiéndolas en los estantes.
—Dieciséis.
—¡Cómo vuelan los años! Te has desenvuelto muy bien en mi casa. Te has hecho una muchacha hermosa y laboriosa. Ya es tiempo de que te busques un marido.
Anna no respondió, pero esto no hizo inmutarse al tío Meyer. Tenía una forma de hablar en la cual no se percataba de si le contestaban o no.
—Realmente, hace mucho tiempo que debía haber hecho algo. Pero nunca he tenido tiempo. La gente piensa: Ese Meyer Krohn es un hombre rico. ¿Por qué se va a preocupar de nada? Dios mío, cuando me acuesto por las noches no puedo dormir; mi cabeza no hace más que rodar cientos de veces…
Siempre se estaba quejando, siempre se sobrentendía un resentimiento incluso en sus momentos de mejor humor. Pero Anna sabía que esto era debido a sus preocupaciones. Cuando uno crece en una casa extraña, se aprende a observar el humor, a anticipar y a analizar, ver la parte de fuera y comprender qué hay dentro. Sí, tío Meyer está preocupado, incluso más de lo que lo estaba papá, porque es la persona más importante de la aldea. Cuando enviaban al distrito a un nuevo comisario de policía, era Meyer quien tenía que pedirle favores para hacer posible que la comunidad quedase a salvo. También realizaba sobornos personales, regalos a los campesinos para que la hacienda no fuera asaltada y destruida durante los días de fiesta. El mismo compañero amistoso que llegaba con una sonrisa halagadora para solicitar un crédito —y que, naturalmente, lo recibía—, podía volver fácilmente a echarte a patadas escaleras abajo o arrojarte a los perros.
—Sí, y también debemos pensar en tus hermanos. ¿Qué ha sido de ellos? Veamos, ¿qué edad tienen?
—Catorce años.
—Vaya, catorce años ya. ¿Qué vamos a hacer con ellos? ¿Cómo se mantendrán a sí mismos? —pensaba en voz alta—. Rosa tiene un tío en Viena. Se marchó hace algunos años, ¿te lo he mencionado alguna vez? Vende pieles. A propósito, su hijo llegará aquí en primavera para comprar pieles de zorro. Sería una idea…
Parece un auténtico zorro, pensó Anna. El joven de Viena era delgado y bullicioso; sus rojizos ojos eran enérgicos; su traje de ciudad parecía de piel y hablaba tanto y tan deprisa que incluso el tío Meyer quedó cautivado. Eli y Dan se mostraron fascinados.
—… Y la Ópera tiene escaleras de mármol y dorados en las paredes. Es tan enorme que cabrían allí treinta casas, como las de tu pueblo, una al lado de otra.
—Bah —no pudo resistirse a contestar el tío Meyer—. ¿Quién no ha visto unas casas así de grandes? Las hay en Varsovia; en mi tiempo, también vi esos edificios.
—¡Varsovia! ¿Y vas a compararla con Viena? ¡Estoy hablando de un país culto donde los judíos escriben obras y estudian en la Universidad, donde no se producen pogroms ni los campesinos borrachos se permiten la menor broma!
—¿Quieres decir —comentó Dan— que los judíos de Viena son exactamente iguales a los demás?
—Bueno, en realidad no van a los bailes del palacio de Francisco José, pero eso tampoco lo hacen otras personas. Tienen casas grandes, recias, y carruajes, y también poseen grandes tiendas con porcelanas y otros objetos orientales y todas esas cosas de moda. Podrías ver dónde trabajo, puesto que recientemente lo hemos ampliado. Si se trabaja duro y se emplea bien el cerebro, veríais a vuestras familias progresando durante generaciones y generaciones…
Aquel joven zorruno había plantado pensamientos que luego crecerían como semillas.
—Tal vez vaya a París esta primavera —dijo con cuidado—. ¿Os lo he dicho?
—No, todavía no —respondió Dan.
—Vendemos pieles a algunas empresas de allí y el jefe desea discutir cosas. Y, como es natural, también pueden verse nuevas modas en París, nuevas ideas para vender al por menor. El jefe ha prometido llevarme con él.
El gato empezó a rascarse vigorosamente y el agua del té burbujeó, por lo que las preguntas quedaron en el aire.
—No me mandarán otra vez aquí. Estamos haciendo nuevos contactos en el comercio de las pieles. En Lituania.
—En otras palabras —contestó tío Meyer—, que si tienes que llevarte a estos chicos tendrá que ser precisamente ahora.
—Así es.
Dan se volvió hacia Anna y esta vio impaciencia en su ruego. Pensó: «Es verdad, aquí no hay nada que hacer. El tío Meyer no puede hacer nada por ellos. ¿En qué se convertirán? ¿En faquines con cuerdas alrededor de la cintura arrastrando bultos por las calles de Lublin? ¿O aprender el comercio en Viena y tener el aspecto de personas prósperas y acomodadas?».
Adiós, Eli. Adiós, Dan. Chatitos de caras sucias. Soy la única persona que os puede distinguir, Eli tiene un lunar en la nariz; Dan, un diente delantero astillado.
—Mandaré a buscaros desde América —les dijo Anna—. Iré allí y ganaré el suficiente dinero para reclamaros. Estados Unidos será lo mejor para nosotros.
—No, nosotros ganaremos y enviaremos por ti. Somos dos, y además, hombres. Regresarás de América. Si es que vas…
Pero la gente no regresa de América.
Se habían ido hacía ya unas semanas, cuando tía Rosa dijo:
—Anna, tengo algo que contarte. El tío Meyer ha encontrado un joven muy agradable.
—Pero si me tengo que ir a Estados Unidos…
—Eso es sólo un propósito. ¿Vas a dar casi la vuelta al mundo a los dieciséis años?
—No tengo miedo —respondió bastante insegura Anna.
Claro que, después de todo… Por lo menos la aldea era su hogar. Por lo menos, sus amenazas eran conocidas. ¿Y en América? Por alguna razón, siempre se la imaginaba al final del viaje como una isla tropical que se alzase del mar, como un señuelo plateado. Como era natural, sabía que no era así, pero ese era el modo como lo veía.
—Te perderé —contestó tía Rosa con sequedad—. Te has convertido en una hija para mí. A mi propia hija no la he vuelto a ver desde que se casó y se mudó —trató de engatusarla—. Puedes ver a ese joven por lo menos una vez. Tal vez cambies de idea.
Vino a cenar el viernes y resultó una persona mucho más gentil que cualquier otra de la aldea, que se ganaba la vida vendiendo por las granjas tabaco, hilos y artículos diversos. Tenía granos, olía a ajos y su sonrisa era amable y triste al mismo tiempo. Era repugnante. Anna se avergonzó de sí misma por darle asco un ser humano decente y honesto.
Sus pensamientos volvieron a La Bella Leah, a aquellos hombres y a lo que habían hecho. Pero este joven no era un borrachín ni un bruto. ¡No era nada de eso! Pero, de todos modos, seguía resultando repulsivo.
—En verdad, Anna —le dijo tía Rosa—, tienes que mirar los hechos: ¡Eres una muchacha pobre, sin dinero ni familia! ¿Qué es lo que esperas, un estudioso? ¿O un príncipe negociante? Ah —suspiró—, esos locos matrimonios no planeados… ¡Es la generación siguiente la que sufre y paga! Tu padre era un hombre bien parecido, tenía un negocio; si se hubiera casado con una muchacha con familia de posibles hubiera hecho prosperar su negocio y dejado algo a sus hijos…
—Mis padres se amaban… ¡No sabes lo felices que llegaron a ser!
—Sí, claro, es natural, no estoy hablando contra ellos… Tu madre era una mujer encantadora, una mujer muy religiosa; la conocí muy bien. Sólo que… Bien, estás aquí, eso sí puedes verlo… No obstante, podía haber sido peor. Gracias a Dios eres guapa, de otro modo te hubieras casado con un viejo viudo para cuidarle sus hijos. Por lo menos, este hombre es joven y será muy amable contigo. ¿Crees que no lo hemos indagado? Nunca entregaríamos una muchacha a un hombre que pudiese tratarla mal.
—Tía Rosa, no puedo…
Tía Rosa dio una palmada. Su cara se llenó de arrugas.
—Oh, tío Meyer se pondrá furioso. Después de todo lo que ha hecho por ti… Anna, Anna, ¿qué es lo que quieres?
¿Qué es lo que deseaba? Ver el mundo que había más allá de aquella aldea, ser libre, oír música, llevar un vestido nuevo rosa. Tener un lugar para ella y no tener que dar las gracias por todo. Gracias por este rincón bajo tu techo para poder estar seco. Gracias por la comida; me gustaría una segunda ración, pero me da vergüenza pedirla. Gracias por este chal tan grueso, cálido, feo y pardo que ya no llevas y que me has regalado. Muchas gracias. Poseía cuatro candelabros de plata, un par de cada abuela. Guardó dos, los que habían cuidado las manos de su madre. Vendió los otros por el precio de un pasaje para América. Y se fue.
Al final de la cuesta, el carruaje se detuvo para dejar descansar a los caballos. Abajo yacía la aldea, agazapada en el recodo del río. También se veía la pequeña cúpula de madera de la sinagoga. Allí se encontraba el mercado; relinchos y movimientos en los establos; agitación de las gallinas enjauladas. Por todas partes la gente se atareaba en su vida ordinaria.
—Bien, adelante —exclamó el cochero—. Tenemos ante nosotros un largo viaje.
El carruaje traqueteó por la carretera que bordeaba el río. Allí, se encontraba el último grupo de casas, con las vallas de tablas y un vislumbre de lilas. Dentro de un mes florecían las rosas amarillas de mamá como si se tratase de una celebración.
A continuación, la carretera dio una revuelta y se dirigió colina abajo hacia los campos de la llanura. La tierra oscura y húmeda, presentaba un color verde que brillaba ante la luz primaveral. La villa había desaparecido, borrada tras el recodo. La colina bloqueaba el pasado. La carretera llevaba al futuro.
Polvo, moscas y posadas sucias. La frontera. Guardias, documentos, preguntas hirientes. ¿No nos dejarían pasar? Luego Alemania: Estaciones de ferrocarril limpias en las que vendían azúcar y frutas; había que ser cuidadoso, para no gastar demasiado del pequeño tesoro anudado en el paño que guardaba los candelabros de plata.
La gente que ayudaba a los inmigrantes preparó el viaje hasta Hamburgo. Eran judíos alemanes que llevaban trajes finos, corbatas y camisas blancas. Les brindaron comida, les firmaban documentos, les prepararon bolsas y lechos de plumas. Eran muy generosos y amables. También estaban impacientes por llevar a los extranjeros al barco para que partiesen de Alemania.
El Atlántico fue una barrera de diez días entre dos mundos. Se oía el solitario son de las sirenas entre la niebla gris. El viento en el mar, el crepitar y crujir del barco. Esfuerzos por vomitar con un estómago vacío, tendida en una alta litera con las manos demasiado débiles para agarrarse. Ruidosa turbulencia de voces: risas, disputas, quejas en yiddish, alemán, polaco, lituano, húngaro. Y ladrones, los pobres robando a los pobres. (Una mujer perdió su crucifijo de oro. No se podía perder de vista el hatito con los candelabros). Había nacido un niño; la madre se quejaba. Murió un viejo; también la viuda se dolía.
De repente, todo terminó. Estaba en un río amplio y calmado. Desde la cubierta se veían casas y árboles. Los árboles estaban muy cercanos; el viento daba la vuelta al envés plateado de las hojas. El aire era acre y vigoroso, como un avellano silvestre. Las gaviotas volaban encima del navío, en círculo, precipitándose y remontándose en el espacio.
Aquello era Estados Unidos.