En un principio, era una estancia cálida con una mesa, una estufa negra de hierro y unas paredes empapeladas con flores rojas antiguas. La niña estaba echada en una cuna y sentía el calorcillo mientras la madre se movía, pausadamente, desde la mesa a la estufa. Cuando la madre cantaba, su fina voz vibraba en unas palabras arrulladoras carentes de sentido; la canción debía de ser alegre, pero a la chiquilla le parecía triste.
—No cantes —ordenó, y su madre se calló. Aquello la divirtió.
Le comentó a su marido:
—¡Imagínate, a Anna no le gusta mi voz! ¡Me ha mandado callarme!
El padre rio y levantó a Anna en brazos. Tenía la barba roja y unos ojos de un azul claro. Era mesurado y tierno, especialmente cuando tocaba a la madre; la chiquilla se consoló cuando el padre rodeó a la madre con los brazos.
—¡Besa a mamá! —pidió.
Los padres rieron otra vez y la chiquilla comprendió que se reían de ella y que la amaban.
Durante mucho tiempo, los días y los años fueron siempre iguales. En la casa, la madre se movía entre la estufa y la mesa. El padre martillaba botas y cortaba pieles para guarniciones en su tienda de la habitación que daba a la calle. En el amplio lecho, en la estancia de detrás de la cocina, la madre alumbró nuevos hijos; un año tuvo gemelos, con el pelo rojo igual que Anna y que papá.
Los viernes por la noche ponían encima de la mesa un mantel de lino; también había azúcar en el té y pan blanco. Papá traía a casa a unos pobres de la sinagoga; los mendigos estaban sucios de polvo y olían mal. Les dieron la mejor comida que había en la casa, compota de ciruelas y pechuga de gallina. La estancia se encontraba en penumbra y la brillante luz de las velas se extendía entre las manos de mamá mientras las movía en la bendición, y parpadeaba en las perlas de sus orejas. Había como un cariñoso y suave misterio en sus manos y su rostro.
A la chiquilla le parecía que el mundo siempre había sido y sería así. No podía imaginar que la gente viviese de otra manera. La carretera que atravesaba la aldea estaba polvorienta en verano y enfangada y helada en invierno; se extendía hasta el río, donde había un puente, y se prolongaba durante muchos kilómetros, según decían, hasta llegar a otros pueblos como aquel. Las casas se alineaban a lo largo de la carretera o se arracimaban en torno a la sinagoga de madera, el mercado y la escuela. Todas las personas que vivían allí se conocían y se llamaban por sus nombres.
Aquellos que no los conocían —los otros— vivían en el otro lado del pequeño río, donde una iglesia asomaba su campanario por encima de los árboles. Más allá pastaba el ganado y, más lejos aún, se veía cómo el viento abría túneles a través de los crecidos trigales. El lechero acudía cada día desde aquella dirección con los dos pesados cubos de madera balanceándose en su percha. La gente raramente iba allí. No había razón para hacerlo, a menos que uno fuera el buhonero o el lechero, aunque, a veces, se iba con mamá a comprar verduras o algunos huevos de más.
Los días estaban medidos y ordenados, las mañanas y las tardes, por el padre y los rezos de la noche, así como por los hermanos con sus abrigos negros y gorras de visera que iban y venían de la escuela. Las semanas corrían desde el viernes por la noche al otro viernes por la noche. El año discurría de un invierno a otro, cuando caía el silencio. La nieve se convertía en lluvia, aplastando las lilas del patio y sembrando de pétalos el barro. Luego, antes del regreso del frío, se presentaba el corto y ardiente verano.
Anna se sentaba en el escalón durante las jadeantes noches y contemplaba las estrellas. ¿De qué estarían formadas? Algunos decían que eran hogueras. Otros afirmaban que la Tierra era también de fuego como ellas, y que si uno se alejaba lo suficiente, y miraba la Tierra desde allí, esta relumbraría igual que las estrellas. Pero ¿cómo podía ser esto?
Papá no lo sabía, y por otra parte, no se preocupaba por esas cosas. Si no estaba en la Biblia, ya no le interesaba. Mamá suspiraba y afirmaba que ella tampoco lo sabía. Que seguramente sería maravilloso que una mujer pudiese educarse y lo aprendiese todo acerca de aquellas cosas. La mujer de un rabino de un distrito lejano dirigía una escuela para muchachas. Allí era muy probable que se pudiera aprender lo referente a las estrellas y de cómo hablar otras lenguas, y muchas cosas más. Pero sería muy caro concurrir a una escuela así. Y, de todas formas, ¿qué podría hacerse con esa clase de conocimientos en una aldea como aquella, en una vida como esta?
—Aunque, como es natural —añadía mamá—, no todo ha de ser útil. Algunas cosas son hermosas por sí mismas. —Sus ojos miraron a la lejanía y a la oscuridad—. Tal vez todo sea distinto dentro de algún tiempo, ¿quién sabe?
Anna, realmente, tampoco se preocupaba. Las estrellas brillaban y chispeaban. El aire parecía satinado. Las nubes espumeaban en el horizonte y el viento soplaba frío. Al otro lado de la calzada, alguien cerraba las contraventanas para pasar la noche y se oían un clic-clac. Se levanto y penetró en la casa.
En ocasiones, escuchaba retazos de conversación, un murmullo de los padres, por la noche, que se repetía lo suficiente como para formar una pauta. Hablaban de América. Anna había visto un mapa y sabía que, si se viajaba durante muchos días, al cabo de un tiempo se llegaba al extremo de la tierra llamada Europa, que era donde vivían. Y, más allá, había agua, un océano más amplio que la tierra firme de donde uno procedía. Había que navegar durante muchos días en un barco. Era algo a un tiempo excitante y perturbador.
Naturalmente, había muchas personas en la aldea cuyos parientes se habían ido a Estados Unidos. Mamá tenía una prima segunda en Nueva York, la prima Ruth, que había estado aquí hasta poco antes de nacer Anna. El correo traía hermosos cuentos: en Estados Unidos todo era diferente y resultaba maravilloso, porque no había diferencias entre ricos y pobres. Era un lugar donde reinaba la igualdad y la justicia, donde cada hombre era igual a los otros. Además, Estados Unidos era un lugar donde cabía la posibilidad de hacerse muy rico, de llevar pulseras de oro y utilizar cucharas y tenedores de plata.
Papá y mamá hablaron durante mucho tiempo de irse, pero siempre se presentaba algún acontecimiento y no podían marcharse. En primer lugar, pasó lo de la abuela, que sufrió un ataque de apoplejía. La gente de Estados Unidos no la dejaría quedarse allí, y como era natural, la familia no podía irse y abandonarla. Luego la abuela murió, pero nacieron los gemelos Eli y Dan. Y tras ellos, nació Rachel. Y luego Celia. Y papá tenía que ahorrar más dinero. Deberían aguardar un año o dos más.
Anna comprendía que, de aquella forma, no se irían nunca. Estados Unidos sólo era para ellos un tema de conversación, por la noche, en la cama, del mismo modo que hablaban acerca de las cosas de la casa y de sus vecinos, del dinero y de los niños. Se quedarían siempre aquí. Algún día, dentro de mucho, mucho tiempo, Anna crecería y se convertiría en una novia, al igual que la Bella Leah, cuyo padre poseía la granja de pollos al otro lado del puente, y la llevarían bajo el baldaquín al son de los violines, con un blanco velo de gasa encima de la cara. Después se convertiría en madre, y se tendería en la cama, al igual que mamá, con un nuevo recién nacido. Pero seguiría siendo la misma vida; papá y mamá estarían aquí y no tendrían una apariencia muy distinta a la de ahora.
Sí, y aquella cálida casa seguiría estando aquí. Y Rachel se removería en la cama. Y el viejo perro tiraría de su cadena en el patio. Y seguiría la cortina raída, las noches veraniegas con pinos y heno y la mata de rosas amarillas de mamá en la entrada. Con aquel rumor de aves nocturnas y croar de ranas: estoy vivo, estoy aquí, me voy a dormir…