7. El secreto del Príncipe de la Paz

La elaboración onírica de la civilización occidental no difiere radicalmente de las de otros pueblos. Sólo necesitamos un conocimiento de las circunstancias prácticas para penetrar sus misterios.

En el caso presente, hay en realidad muy pocas opciones prácticas entre las que elegir. Sería más conveniente si la fecha del ministerio de Jesús fuera incorrecta, si se pudiera mostrar que Jesús no había empezado a instar a sus compatriotas judíos a amar a los romanos hasta después de la caída de Jerusalén. Pero es inconcebible un error de 40 años en la cronología convencional de acontecimientos como la rebelión de Judas de Galilea contra los impuestos o el gobierno de Poncio Pilatos.

Aunque no podemos equivocarnos sobre el momento en que habló Jesús, hay muchas razones paras suponer que estamos equivocados en cuanto al contenido de sus enseñanzas. Una sencilla solución práctica a las preguntas planteadas al final del capítulo anterior consiste en que Jesús no era tan pacífico como se suele creer, y que sus verdaderas enseñanzas no representaban una ruptura fundamental con la tradición del mesianismo militar judío. Una fuerte tendencia a favor de los bandidos-zelotes y en contra de los romanos impregno probablemente su ministerio original. Es probable que la ruptura decisiva con la tradición mesiánica judía se produjera sólo después de la caída de Jerusalén, cuando los cristianos judíos que vivían en Roma y en otras ciudades del imperio se desprendieron de los componentes político-militares originales de las doctrinas de Jesús como respuesta adaptativa a la victoria romana. Al menos éste es en síntesis el argumento que emplearé ahora para relacionar las paradojas del mesianismo pacífico con la conducción de los asuntos humanos prácticos.

La continuidad entre las enseñanzas originales de Jesús y la tradición militar-mesiánica viene sugerida por el estrecho vínculo existente entre Jesús y Juan el Bautista. Vestido con pieles de animales y alimentándose sólo de langostas y miel silvestre, Juan el Bautista corresponde claramente a este tipo de hombres santos a los que Josefo describe como errantes por las tierras yermas del Valle del Jordán, incitando a los campesinos y esclavos y creando conflictos a los romanos y a su clientela judía.

Los cuatro evangelios están de acuerdo en que Juan el Bautista fue el precursor inmediato de Jesús. Su misión consistió en realizar la obra de Isaías, ir al desierto —las tierras del interior plagadas de bandidos y repletas de cuevas en las que resonaban los ecos de la alianza de Yahvé— y proclamar a los cuatro vientos: «Aparejad el camino del Señor, enderezad sus sendas» (arrepentíos de vuestros pecados, reconoced vuestra culpa para que podáis ser recompensados con el imperio prometido). Juan «bautizaba» a los judíos que confesaban su culpa y verdaderamente deseaban la penitencia, bañándoles en un río o fuente para purificar simbólicamente sus pecados. Según los evangelios, Jesús fue el penitente más famoso del Bautista. Tras haberse bañado en el río Jordán, Jesús emprendió la fase culminante de su vida, el período de predicación activa que le llevó a su muerte en la cruz.

La carrera del Juan el Bautista reproduce la pauta de los oráculos del desierto descritos en el capítulo anterior. Cuando las multitudes que le rodeaban se hicieron demasiado numerosas, fue detenido por el guardián más cercano de la ley y el orden romanos. Dio la casualidad de que éste era el rey marioneta, Herodes Antipas, gobernador de la parte de Palestina al este del Jordán donde el Bautista había sido más activo.

No hay ningún indicio en los evangelios de que Juan el Bautista pudiera haber sido detenido porque sus actividades fueran consideradas como amenaza a la ley y al orden. Está ausente toda la dimensión político-militar. En cambio, se nos dice que se produjo la detención de Juan el Bautista por sus críticas al matrimonio entre Herodes y Herodías, la mujer divorciada de uno de los hermanos de Herodes. La historia llega a atribuir la ejecución de Juan el Bautista no a motivos políticos, sino al deseo de venganza de Herodías.

Herodías mando a su hija Salomé que danzara para el rey Herodes. El rey quedó tan complacido con la actuación que promete a la bailarina todo lo que desee. Salomé anuncia que quiere la cabeza de Juan el Bautista en una bandeja y Herodes accede. Se dice que Herodes tuvo remordimiento, como más tarde se dijo de Poncio Pilatos en la ejecución de Jesús. Examinando lo que Juan el Bautista hablaba a las multitudes en el desierto antes de ser detenido, la falta de referencias políticas y el remordimiento atribuido a Herodes parecen completamente fuera de lugar. Lo que Juan predicaba era una pura amenaza militar-mesiánica.

Viene el que es más fuerte que yo; él os bautizará en Espíritu Santo y fuego. En su mano tiene su bieldo para limpiar su era y allegar el trigo en su granero; mas la paja la quemará con su fuego inextinguible. ¿Estaba ciego Herodes Antipas a la conexión entre los oráculos del desierto y los bandidos-zelotes? Un rey cuyo reino habría de durar 43 años y que era el hijo de tirano asesino de bandidos Herodes el Grande no podía permanecer indiferente a los peligros que entrañaba el permitir que gente como Juan el Bautista atrajera grandes multitudes al desierto. Y, ¿cómo un oráculo cuyo mesías no estaba relacionado con la causa de los bandidos-zelotes podía atraer multitudes tan numerosas?

El lugar del bautista en la tradición militar-mesiánica se ha esclarecido como consecuencia del descubrimiento de los manuscritos del Mar Muerto. Estos documentos fueron descubiertos en una cueva cerca de las ruinas de una antigua comunidad precristiana llamada Quamran situada en la región donde Juan bautizó a Jesús. El mismo Quamran era una comuna religiosa dedicada, como Juan el Bautista, a «limpiar el sendero en el desierto». Según la rica y anteriormente desconocida literatura sagrada de la comuna, la historia de los judíos se encaminaba a un harmagedón en el que el imperio romano encontraría su ruina. Roma sería sustituida por un nuevo imperio con su capital en Jerusalén, gobernado por un mesías militar descendiente de una rama de la Casa de David, más poderoso que ningún César visto jamás en la tierra. Los judíos, «Hijos de la Luz», dirigidos por el «ungido de Israel», general invencible, comandante en jefe, iban a librar batalla contra los romanos, «Hijos de las Tinieblas». Sería una guerra de aniquilación.

Veintiocho mil guerreros judíos y 6.000 aurigas atacarían a los romanos.

«Emprenderían la persecución para exterminar al enemigo en una aniquilación eterna… hasta destruirlo todo». La victoria estaba garantizada porque «como tú nos has declarado desde antaño: de Jacob saldrá una estrella, de Israel surgirá un cetro» (la profecía en el Libro de los Números que se aplicaría más tarde a Bar Kochva). Israel vencería «porque en el pasado, has devorado mediante tus ungidos el mal como una antorcha encendida en una andana de grano… porque desde antaño has proclamado que el enemigo… caería por una espada no humana, y una espada no humana lo devorará».

Los qumranitas habían elaborado el orden de batalla hasta en sus últimos pormenores. Incluso disponían de un canto de victoria: «Levántate, ¡oh Valiente! Lleva a Tus cautivos, ¡oh Hombre glorioso! Saquea, ¡oh valeroso! ¡Pon Tu mano sobre el cuello de Tus enemigos Y Tus pies sobre el montón de los muertos! ¡Colma la tierra de gloria y a Tu herencia de bendición! ¡Una multitud de ganado en Tus pastos, plata y oro y piedras preciosas en tus palacios! ¡Oh, Sión, regocíjate mucho! ¡Oh, Jerusalén, aparece entre gritos de alegría! ¡Oh, todas las ciudades de Judá, mostraos! Abrid vuestras puertas para siempre. ¡Que entren los ricos de las naciones! ¡Y que sus reyes te sirvan, y que todos tus opresores se dobleguen ante ti, y que muerdan el polvo a tus pies!».

Sabemos que los qumranitas enviaron misioneros para que actuaran como vanguardia del Ungido. Se dice que éstos, al igual que Juan el Bautista, comían langostas y miel silvestre, y se vestían con pieles de animales. Su tarea, como la de éste, era conseguir el arrepentimiento de los hijos de Israel.

No se puede demostrar que practicaran el bautismo, pero los arqueólogos han descubierto en el mismo Quamran extensas instalaciones para baños rituales.

El ritual del bautismo de Juan muy bien pudo haberse introducido como forma abreviada de los ritos de purificación y abluciones más extensas realizados en los baños de la comuna y que de una u otra forma eran parte importante de las ideas judías sobre la purificación espiritual.

Creo que un punto que necesita especial énfasis aquí lo constituye el hecho de que ni siquiera se aluda a la existencia de esta literatura en los escritos de personas tales como Josefo o los autores de los evangelios cristianos. Sin estos manuscritos no sabríamos nada en absoluto sobre lo que hacían estos hombres santos combatientes, pues Quamran fue destruida por los romanos en el año 68 d. C. Los miembros de la comunidad sellaron su librería sagrada en vasijas y las escondieron en cuevas cercanas antes de que los «Hijos de las Tinieblas» atacaran y destruyeran la comuna. Dada la imposibilidad de que fueran falsificados durante los 2000 años en que permaneció olvidada su existencia, los manuscritos constituyen en la actualidad una de las grandes fuentes de información sobre el judaísmo en el período inmediatamente anterior, coetáneo y posterior a la época de Jesús.

Los manuscritos de Quamran hacen sumamente difícil separar las enseñanzas de Juan el Bautista tal como se relatan en los evangelios de la corriente principal de la tradición militar-mesiánica judía. En el ambiente de la guerra de guerrillas prolongada y sangrienta con Roma, la metáfora del Bautista de la «paja quemada con fuego inextinguible» no puede oponerse lógicamente a la predicción de los qumranitas sobre una «antorcha encendida en una andana de grano». No pretendo saber qué es exactamente lo que se proponía Juan el Bautista, pero el contexto terrenal en el que deberíamos juzgar su conducta no puede ser el de una religión que todavía no había nacido. Sólo puedo pensar en sus dichos y hechos relatados en el contexto de una chusma polvorienta y agitada de campesinos, guerrilleros, evasores de impuestos y ladrones, metidos hasta las rodillas en el Jordán, consumidos por un odio insaciable contra los tiranos herodianos, los sacerdotes marionetas, los arrogantes gobernadores romanos y los soldados paganos que se tiraban pedos en los lugares sagrados.

Inmediatamente después de la captura del Bautista —probablemente mientras esperaba juicio en la prisión de Herodes Antipas— Jesús comenzó a predicar precisamente entre el mismo tipo de gentes y bajo las mismas condiciones de riesgo. La semejanza en el estilo de vida era tan grande que al menos dos de los primeros discípulos de Jesús —los hermanos Andrés y Simón Pedro (San Pedro)— fueron antiguos seguidores del Bautista. Herodes antipas encontró después tan poca diferencia entre Jesús y el Bautista que se dice que observó:

«Es Juan a quien decapité; ha resucitado de entre los muertos». Al principio Jesús realizó la mayor parte de su predicación en el interior del país, realizando milagros y atrayendo grandes multitudes. Probablemente siempre se adelantaba a la policía. Al igual que Juan el Bautista y los mensajeros mesiánicos mencionados por Josefo, Jesús emprendió una serie de enfrentamientos que sólo podían acabar con su detención o con una insurrección cataclísmica.

La lógica de su creciente popularidad condujo a Jesús a hazañas cada vez más peligrosas. Muy pronto, él y sus discípulos iniciaron la actividad misionera en Jerusalén, la capital prometida del futuro Sacro Imperio Judío. Invocando deliberadamente el simbolismo mesiánico del Libro de Zacarías, Jesús cruzó las puertas montado en un asno (o posiblemente en una jaca). Los catequistas afirman que hizo esto porque significaba la intención de «hablar de la paz a los paganos». Esto es ignorar el significado tremendamente militar-mesiánico de los vaticinios de Zacarías. Pues tras de aparecer el mesías de Zacarías, humildemente y montado en un asno, los hijos de Sión «devoran y someten…» y «serán en el combate como valientes que pisotean a sus enemigos en el lodo de las calles… porque el Señor está con ellos y serán confundidos quienes cabalgan caballos».

La figura humilde sobre el asno no era un mesías pacífico. Era el mesías de una pequeña nación y su príncipe de la guerra aparentemente inofensivo, un descendiente de David, quien también se alzó de la aparente debilidad para confundir y someter a los jinetes y aurigas enemigos. Los paganos tendrían la paz, pero sería la paz del largamente esperado Sacro Imperio Judío. Así es al menos cómo las muchedumbres que se alineaban en el camino interpretaron lo que estaba sucediendo, ya que gritaban al pasar Jesús: «¡Hossana! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Bendito el reino, que viene de nuestro Padre David!».

No había nada especialmente pacífico en lo que Jesús y sus discípulos realizaron después de haber entrado en la ciudad. Al elegir invadir Jerusalén justo antes del inicio de la Pascua, se aseguraban la protección de los millares de peregrinos que llegaban del campo y de todo el Mediterráneo durante las fiestas. Bandidos-zelotes, campesinos, jornaleros, mendigos y otros grupos potencialmente volubles, todos confluían en masa al mismo tiempo en la ciudad. Durante el día Jesús estaba rodeado en todas partes, por muchedumbres tumultuosas y extáticas. Al atardecer se retiraba a las casas de sus amigos, ocultando su paradero a todos salvo al núcleo íntimo de los discípulos.

Jesús y sus discípulos nada hicieron para diferenciarse de los miembros de un movimiento militar-mesiánico incipiente. Incluso provocaron al menos una confrontación violenta. Asaltaron violentamente el patio del gran templo y atacaron físicamente a los mercaderes autorizados que cambiaban dinero de modo que los peregrinos extranjeros pudieran comprar animales sacrificiales.

El mismo Jesús utilizó un látigo durante este incidente.

Los evangelios relatan cómo Caifás, el Sumo Sacerdote, «acordó» prender a Jesús. Dado que Caifás había sido testigo del ataque violento contra los cambistas, no podía tener duda alguna sobre la legalidad de encarcelar a Jesús. Lo que Caifás tenía que planear era cómo detener a Jesús sin provocar a toda la gente que creía que él era el mesías. Las masas eran sumamente peligrosas en aquellos días antes de la invención de los fusiles y los gases lacrimógenos, especialmente si la gente creía tener un líder invencible. Así, Caifás dio órdenes a la policía para que prendieran a Jesús, pero «no durante la fiesta, no sea que se arme un alboroto en el pueblo».

Ciertamente, la muchedumbre que rodeaba a Jesús no había tenido tiempo de adoptar un estilo de vida no violento. Incluso sus discípulos más íntimos evidentemente no estaban preparados para «poner la otra mejilla». Al menos dos de ellos tenían apodos que sugieren su vinculación con activistas combatientes. Uno era Simón, llamado «El Zelote», y el otro era Judas, llamado «Iscariote». Hay una curiosa semejanza entre Iscariote y sicarii, la palabra que utiliza Josefo para identificar a los homicidas hombres del puñal.

Y en algunos manuscritos del latín clásico Judas se llama en realidad Zelotes.

Otros dos discípulos tenían apodos militares: Santiago y Juan, los hijos del Zebedeo. Se llamaban «Boanerges», que Marcos traduce del arameo como «hijos del Trueno» y que también podía significar «los feroces», «los coléricos». Los hijos de Zebedeo merecían su reputación. En un momento de la narración evangélica quieren destruir una aldea samaritana entera porque la gente no había acogido a Jesús.

Los evangelios también indican que algunos discípulos llevaban espadas y estaban dispuestos a oponer resistencia a la detención. Justo antes de ser detenido, Jesús dijo, «el que no tenga espada, que venda su manto y se compre una». Esto movió a los discípulos a mostrarle dos espadas, lo que indica que al menos dos de ellos no sólo estaban armados habitualmente, sino que habían ocultado sus espadas bajo las ropas… como los hombres del puñal.

Los cuatro evangelios registran el hecho de que los discípulos opusieron resistencia armada en el momento del prendimiento de Jesús. Después de la cena de Pascua, Jesús y su círculo íntimo se retiró a un huerto en Getsemaní donde se dispuso a pasar la noche. El sumo Sacerdote y sus hombres, conducidos por Judas Iscariote se abalanzaron sobre ellos mientras Jesús rezaba y el resto dormía. Los discípulos sacaron sus espadas y se produjo una breve lucha en al que uno de los policías del templo perdió una oreja. Tan pronto como la policía prendió a Jesús, los discípulos dejaron de combatir y huyeron en la noche. Según Mateo, Jesús dijo a uno de sus discípulos que envainara su espada, una orden que el discípulo obedeció pero que evidentemente no estaba preparado para escuchar, puesto que inmediatamente desertó.

En la narración evangélica, el precio dado a Judas se asemeja a la denuncia de Juan el Bautista contra Herodías. Si Judas era de veras Zelotes, un bandido zelote, podía haber traicionado a Jesús por razones tácticas o estratégicas, pero nunca simplemente por dinero. (Una teoría consisten en que Jesús no era bastante combatiente). Al identificar la motivación de Judas como pura codicia, los evangelios pueden haber repetido sencillamente el tipo de distorsión que Josefo y los romanos empleaban automáticamente con respecto a todos los bandidos-zelotes. Pero los bandidos zelotes se mostraban dispuestos a matar sin ser pagados: esto al menos debería desprenderse de los sucesos descritos en el capítulo anterior. ¿Por qué huyeron todos los discípulos, y por qué Simón Pedro negó tres veces a Jesús antes de que amaneciera? Porque como judíos compartían con Caifás la conciencia del estilo de vida de sus antepasados y entendían que el mesías tenía que ser un príncipe militar invencible y capaz de realizar prodigios.

Todo esto lleva a una conclusión: la conciencia de estilo de vida compartida por Jesús y su círculo íntimo de discípulos no era la de un mesías pacífico.

Aunque los evangelios pretenden negar claramente la capacidad de Jesús de realizar actos políticos violentos, conservan lo que parece ser una corriente subyacente de dichos y hechos contradictorios que vinculan a Juan el Bautista y a Jesús con la tradición militar-mesiánica y los implican en la guerra de guerrillas. La razón de esto está en que en el tiempo en que se escribió el primer evangelio, los dichos y hechos no pacíficos que los testigos oculares y las fuentes apostólicas irrecusables habían atribuido a Jesús eran muy conocidos entre los fieles. Los escritores de los evangelios cambiaron el equilibrio de la conciencia de estilo de vida del culto a Jesús en la dirección de un mesías pacífico, pero no podían borrar del todo la tradición militar mesiánica. A este respecto la ambigüedad de los evangelios se demuestra mejor comparando algunos de los enunciados más pacíficos de Jesús con sus negaciones inesperadas:

«Bienaventurados los que hacen obras de paz» (Mateo 5, 9) — — — «No os imaginéis que vine a poner paz sobre la tierra; no vine a poner paz, sino espada» (Mateo 10, 34)

«Si uno te abofetea la mejilla derecha, vuélvele también la otra» (Mateo 5, 39) — — — «¿Pensáis que vine a traer paz a la tierra? No, os lo aseguro, sino más bien la división» (Lucas 12, 51)

«Todos los que empuñan espada, a espada perecerán» (Mateo 26, 52) — — — «Quien no tenga espada, venda su manto y cómprese una» (Lucas 22, 36)

«Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os aborrecen» (Lucas 6, 27) — — — «Y habiendo hecho un azote de cordeles, echoles a todos del templo… y desparramó las monedas de los cambistas y volcó sus mesas» (Juan 2:15)

Debo señalar también en este momento la interpretación evidentemente falsa o dada tradicionalmente a lo que Jesús dijo cuando le preguntaron si los judíos debían pagar impuestos a los romanos: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». Esto sólo podía significar una cosa para los galileos que habían participado en la rebelión de Judas de Galilea contra los impuestos, a saber: «No pagar». Pues Judas de Galilea había dicho que todas las cosas en Palestina pertenecían a Dios. Pero los autores de los evangelios y sus lectores probablemente nada sabían de Judas de Galilea, por lo que conservaron la respuesta sumamente provocativa de Jesús en el supuesto erróneo de que mostraba una actitud genuinamente conciliatoria hacia el gobierno romano.

Después de haberle capturado, los romanos y sus clientes judíos continuaron tratando a Jesús como si fuera el líder de una rebelión militar-mesiánica real o pretendida. El Sanedrín le procesó por haber dicho profecías blasfemas o falsas. Pronto le encontró culpable y le entrego a Poncio Pilatos para un segundo juicio con acusaciones seculares. La razón de esto parece clara.

Como he mostrado en el capítulo sobre el cargo, los mesías populares en contextos coloniales siempre son culpables de un crimen político-religioso, nunca simplemente religioso. A los romanos no les preocupaba en absoluto la violación de los códigos religiosos de los nativos realizada por Jesús pero les inquietaba profundamente su amenaza de destruir el gobierno colonial.

Las predicciones de Caifás sobre cómo la muchedumbre reaccionaría una vez que se mostrara a Jesús indefenso se verificaron totalmente. Pilatos exhibió públicamente al hombre condenado y no se alzó ninguna voz en señal de protesta. Pilatos llegó incluso a ofrecer dejar en libertad a Jesús si la turba lo deseaba. Los evangelios afirman que Jesús era inocente, pero debemos recordar que Pilatos era un militar astuto y de mano dura, que siempre tuvo problemas con la turba de Jerusalén. Según Josefo, Pilatos atrajo una vez a varios miles de personas al estadio de Jerusalén, les rodeó de soldados y amenazó con cortarles la cabeza. En otra ocasión, sus hombres se infiltraron entre la turba poniéndose ropas civiles sobre la armadura y a una señal determinada golpearon a todos los que encontraban a su alcance. Al presentar a Jesús al gentío que hasta ayer mismo le había adorado y protegido, Pilatos se sirvió de la lógica inexorable de la tradición militar-mesiánica para impresionar a los nativos con su propia estupidez. Ahí estaba su libertador presuntamente divino, Rey del Sacro Imperio Judío, totalmente desvalido frente a unos pocos soldados romanos. La multitud pudo muy bien haber respondido exigiendo la muerte de Jesús como impostor religioso, pero Pilatos no estaba interesado en crucificar a charlatanes religiosos. Para los romanos Jesús era sólo otro personaje subversivo que merecía el mismo destino que todos los demás bandidos y revolucionarios agitadores de masas que seguían saliendo del desierto. Ésta es la razón por la que el título sobre la cruz de Jesús rezaba «Rey de los Judíos».

S. G. F. Brandon, antiguo decano de la Escuela de Teología de la Universidad de Manchester, nos recuerda que Jesús no fue crucificado solo; los evangelios relatan que su destino fue compartido por otros dos criminales declarados culpables. ¿Cuál fue el crimen por el que los compañeros de Jesús fueron condenados a muerte? En las versiones en legua inglesa de los evangelios, se dice que eran «ladrones». Pero el término original del manuscrito griego para ellos era lestai, precisamente el mismo término que Josefo utilizó para aludir a los bandidos-zelotes. Brandon cree que incluso podemos especificar todavía más quiénes eran en realidad estos «bandidos». Marcos afirma que en el transcurso del proceso de Jesús, la cárcel de Jerusalén encerraba cierto número de prisioneros que «habían participado en un motín». Si los compañeros de Jesús provenían de estos amotinados, la horrorosa escena del Gólgota cobra una unidad que de lo contrario estaría ausente: el supuesto Rey mesiánico de los judíos en el centro, flanqueado por dos bandidos-zelotes, una escena compatible con todo lo que sabemos de la mentalidad de los oficiales coloniales resueltos a enseñar la ley y el orden a los nativos rebeldes.

Los cuatro evangelios convergen en el espectáculo sombrío del sufrimiento de Jesús en la cruz mientras a los discípulos no se les ve por ninguna parte. Los discípulos no podían creer que un mesías permitiera ser crucificado. Todavía no habían vislumbrado la más pequeña idea de que el culto a Jesús tenía que ser el culto de un salvador pacífico más que vengativo. De hecho, como apunta Brandon, el evangelio de Marcos alcanza fuerza dramática por el fracaso de los discípulos en captar la razón por la que el mesías no destruiría a sus enemigos y no se libraría de la muerte.

Sólo después de la desaparición del cuerpo de Jesús de la tumba se llegó a comprender su aparente falta de poder mesiánico. Algunos discípulos comenzaron a tener visiones, lo que les permitió comprender que la prueba habitual del carácter mesiánico, la victoria, no se aplicaba a Jesús. Inspirados por sus visiones, dieron el paso importante, pero no totalmente sin precedentes, de argüir que la muerte de Jesús no demostraba que era falso mesías; más bien demostraba que Dios había proporcionado a los judíos otra oportunidad crítica de mostrarse dignos de la alianza. Jesús volvería si la gente se arrepentía de sus dudas y pedía el perdón de Dios.

No hay razón alguna para suponer que esta reinterpretación del significado de la muerte de Jesús condujera de golpe a un rechazo del significado militar y político de su condición mesiánica. Hay elementos de juicio que respaldan el punto de vista sostenido de modo convincente por el profesor Brandon: la mayor parte de los judíos que esperaban la vuelta de Jesús en el período entre su crucifixión y la caída de Jerusalén, seguían esperando un mesías que derrocaría a Roma y convertiría a Jerusalén en la capital del Sacro Imperio Judío. Al principio de los «Hechos de los Apóstoles», relato de Lucas sobre lo sucedido tras la muerte de Jesús, el significado político de la vuelta de Jesús predomina en la mente de los apóstoles. La primera cuestión que plantearon al Jesús resucitado es: «Señor, ¿es ahora cuando vas a restablecer el reino a Israel?».

Otra fuente del Nuevo Testamento, el «Libro del Apocalipsis», describe la vuelta de Jesús como un jinete con muchas diademas sobre la cabeza, montando en un caballo blanco, que juzga y hace guerra, cuyos ojos son como «llama de fuego», viste un manto «salpicado de sangre», y rige a las naciones con «vara de hierro», y que vuelve a «pisar el lagar del vino del furor de la cólera del Dios omnipotente».

También encontramos elementos de juicio que coinciden sobre este punto en los Manuscritos del Mar Muerto. He dicho hace un momento que la idea de un mesías que resucita de entre los muertos tenía precedentes. Los Manuscritos del Mar Muerto aluden a un «maestro de la justicia» a quien dan muerte sus enemigos pero que vuelve para cumplir la tarea mesiánica. Como los qumranitas, los primeros cristianos judíos se organizaron en una comuna mientras esperaban la vuelta de su «maestro de la justicia».

En los «Hechos de los Apóstoles» se afirma: «Y todos los que habían abrazado la fe vivían unidos, y tenían todas las cosas en común; y vendían las posesiones y los bienes, y lo repartían entre todos, según que cada cual tenía necesidad… Porque tampoco había entre ellos menesteroso alguno; pues cuantos había propietarios de campos o casas, vendiéndolo, traían el producto de lo vendido y lo ponían a los pies de los apóstoles».

Es de gran interés el hecho de que los Manuscritos del Mar Muerto contengan prescripciones para establecer comunidades de judíos penitentes en las ciudades, que se organizarían siguiendo las mismas directrices comunistas.

Ésta es una prueba adicional de que los combatientes de Quamran y los cristianos judíos respondían de forma similar a condiciones similares o eran en realidad aspectos o ramas de un mismo movimiento militar-mesiánico.

Como he indicado al principio de este capítulo, la imagen de Jesús como el mesías pacifista no se perfeccionó probablemente hasta después de la caída de Jerusalén. Durante el intervalo entre la muerte de Jesús y la redacción del primer evangelio, Pablo sentó las bases para el culto del mesianismo pacífico.

Pero aquellos para los que Jesús era principalmente un redentor militar-mesiánico judío, dominaban el movimiento en el período de la actividad guerrillera en expansión que llevó a la confrontación del año 68 d. C. El entrono práctico en el que se escribieron los evangelios, que describen un mesías puramente pacífico y universal, era la consecuencia de la infructuosa guerra judía contra Roma. Un mesías puramente pacífico era una necesidad práctica cuando los generales que acababan de derrotar a los revolucionarios mesiánicos judíos —Vespasiano y Tito— llegaron a ser los gobernantes del imperio romano. Antes de esta derrota, era una necesidad práctica para los cristianos judíos de Jerusalén permanecer fieles al judaísmo. Después de ella, los cristianos judíos de Jerusalén ya no podían dominar a las comunidades cristianas de otras partes del imperio, mucho menos a todos aquellos cristianos que vivían en Roma bajo la tolerancia de Vespasiano y Tito. Como consecuencia de la desafortunada guerra mesiánica, la negación de que el culto cristiano había nacido de la creencia judía en un mesías que iba a derrocar el imperio romano, pronto se convirtió en un imperativo práctico.

La comuna de Jerusalén era dirigida por un triunvirato, llamado los «pilares» en los «Hechos de los apóstoles» integrado por Santiago, Pedro y Juan. Entre éstos, Santiago, identificado por Pablo como el «hermano del Señor» (se desconoce la conexión genealógica precisa), pronto demostró ser la figura preeminente. Santiago encabezó la lucha contra el intento de Pablo de oscurecer los orígenes militar-mesiánicos judíos del movimiento de Jesús.

Aunque Jerusalén siguió siendo el centro del cristianismo hasta el año 70 d. C., el nuevo culto se difundió pronto fuera de las fronteras de Palestina hasta muchas de las comunidades de comerciantes, artesanos y sabios judíos que residían en todas las ciudades importantes del imperio romano. Los judíos de ultramar conocían a Jesús a través de misioneros que recorrían las sinagogas del extranjero. El nombre de nacimiento de Pablo, el más importante de estos misioneros, era Saulo de Tarso, un judío que hablaba griego, cuyo padre había adquirido la ciudadanía romana para él y su familia.

Pablo insistía en que se había convertido en apóstol de Jesús por la autoridad de la revelación y sin contacto directo con los apóstoles originarios en Jerusalén. En su epístola a los Gálatas, escrita entre los años 49 y 57 d. C., Pablo decía que había realizado su actividad misionera en Arabia y Damasco durante tres años y que nunca había hablado con ninguno de los apóstoles originarios. Esta carta declara que en aquel tiempo hizo una breve visita a Simón Pedro y habló con Santiago, «el hermano del Señor».

En los quince años siguientes, Pablo se puso en camino de nuevo, viajando de ciudad en ciudad. Sus primeros conversos eran casi siempre judíos. Esto tenía que ser así puesto que los judíos estaban más familiarizados con el linaje profético que, según Pablo, se consumaba en Jesús. Aun cuando Pablo no hubiera estudiado con rabinos, no hubiera hablado hebreo y no se hubiera considerado judío, sin embargo, habría descubierto que los judíos dispersos por la parte oriental del imperio romano eran el pueblo más apropiado para responder a la llamada del culto de Jesús. No sólo constituían uno de los grupos más numerosos de personas desplazadas en el imperio, sino que también se encontraban entre los más influyentes y hasta el año 71 d. C., gozaron de muchos privilegios que se negaban a otras etnias. Pablo tenía entre 3 y 7 millones de judíos fuera de Palestina entre los cuales hacer proselitismo, más del doble de los que tenía Santiago en el interior de Palestina; y prácticamente todos los judíos extranjeros vivían en ciudades grandes o pequeñas.

Pablo realizaba un esfuerzo especial para reclutar entre los no judíos cuando era rechazado por alguna comunidad judía de ultramar. Pero esto tampoco constituía novedad alguna. Atraídos por las ventajas sociales económicas de que gozaban los judíos como consecuencia de su larga experiencia en ambientes cosmopolitas, siempre había habido un flujo incesante de conversos al judaísmo. Los conversos varones eran acogidos como judíos siempre que estuvieran dispuestos a cumplir los mandamientos y se circuncidaran. La mayor novedad relacionada con la actividad proselitista de Pablo no era su mensaje mesiánico, sino su voluntad de bautizar a los no judíos como cristianos sin preocuparse de que se circuncidaran o se confirmaran como judíos.

Los «Hechos de los Apóstoles» declaran que Pablo volvió a Jerusalén tras una ausencia prolongada y suplicó a Santiago y a los ancianos de Jerusalén que no obstaculizaran sus esfuerzos por convertir a los no judíos al cristianismo. El veredicto de Santiago consistió en que los no judíos podían convertirse al cristianismo sin someterse a la circuncisión siempre que renunciaran a adorar a otros dioses, la fornicación y la carne estrangulada o manchada de sangre.

Pero Santiago y los miembros de la comuna de Jerusalén insistían en que los cristianos incircuncisos eran inferiores a los cristianos judíos. Pablo relata que cuando Simón Pedro le visitó en Antioquia, todos los cristianos comían juntos. Pero con la llegada de una comisión de investigación enviada por Santiago, Simón Pedro cesó inmediatamente de comer con los cristianos incircuncisos «por temor a que fueran partidarios de la circuncisión», es decir, por temor a que los comisionados cristianos judíos se lo dijeran a Santiago.

Fue una ventaja para Pablo, dada su audiencia de ultramar, el que no recalcase bien el papel privilegiado asignado a los hijos de Israel en el Sacro Imperio Judío. También le supuso una ventaja el ignorar los componentes militares y políticos mundanos en la misión mesiánica de Jesús. Pero las innovaciones ecuménicas de Pablo crearon un problema estratégico que nunca fue capaz de resolver. Inevitablemente, le llevó a un conflicto más profundo con Santiago y los miembros de la comuna de Jerusalén, ya que la supervivencia de los cristianos de Jerusalén, dependía de su capacidad de mantener su reputación como patriotas judíos de buena fe. Para sobrevivir entre las diferentes facciones envueltas en la guerra cada vez más intensa con Roma, era esencial que Santiago continuara rindiendo culto en el templo de Jerusalén y que sus seguidores mantuvieran una imagen de devoción a la ley judía. Su creencia en la pronta reaparición de Jesús había aumentado, no disminuido, su fe en la alianza con Yahvé.

Pablo fue acusado de instar a los judíos de las ciudades extranjeras a hacer caso omiso de las leyes del judaísmo y de tratar a judíos y no judíos como si no existiera diferencia alguna entre ellos, como si judíos y gentiles tuvieran el mismo derecho a las bendiciones de la redención mesiánica venidera. Si esta interpretación del culto de Jesús se hubiera difundido a Jerusalén, hubiera supuesto la ruina de Santiago y sus seguidores. Como señala Brandon: «Desde el punto de vista judío, semejante interpretación no sólo era teológicamente escandalosa, sino que equivalía a una de las apostasías más vergonzosas, una apostasía que afectaba tanto a la raza como a la religión».

Los testimonios conservados de los dichos y hechos de Jesús no proporcionan ningún apoyo al intento de Pablo de desechar la distinción entre judíos y no judíos en las comunas de ultramar. En el Evangelio según Marcos, por ejemplo, una mujer griega siria cae a los pies de Jesús y le pide que expulse los demonios de su hija. Jesús rehúsa: «Deja que primero se sacien los hijos; que no está bien tomar el pan de los hijos y arrojarlo a los perrillos». La mujer griega le responde, diciendo: «También los perrillos, debajo de la mesa, comen las migajas de los niños», con lo que Jesús se ablanda y cura a la hija de la mujer. Aquí «hijos» sólo puede significar «hijos de Israel» y «perrillos» «no judíos», especialmente, enemigos como los griegos sirios. Este tipo de incidentes y dichos se conservaron en Marcos y los otros evangelios por la misma razón por la que no se pudieron expurgar totalmente los restantes dichos y hechos de carácter vengativo y etnocéntrico. Había tradiciones orales vivas en las que se basaban los evangelios. Muchos testigos oculares como Santiago, Pedro y Juan todavía estaban en activo, testigos oculares que insistían en la autenticidad de los temas militar-mesiánicos y etnocéntricos.

Además, Marcos era judío de nacimiento y por lo tanto es probable que nunca estuviera del todo libre de cierto grado de ambivalencia sobre las distinciones étnicas en las que habían insistido antes los fundadores de la «iglesia» madre de Jerusalén.

Para proteger la comuna de Jerusalén, Santiago envió mensajeros rivales con la orden de preservar el significado judaico del cristianismo; y éstos estaban dispuestos a poner en peligro la labor proselitista de Pablo impugnando sus credenciales. Pablo era vulnerable a estos ataques puesto que admitía no haber visto nunca a Jesús salvo en una visión. Además, continuaba necesitando el apoyo de las sinagogas del extranjero. Así, en el año 59 d. C. pese a presagios y señales de oráculos, Pablo decidió volver a Jerusalén y poner las cosas en claro con sus acusadores.

Pablo compareció ante Santiago como una persona acusada ante un juez.

Santiago le amonestó, indicando que había miles de judíos en Jerusalén que creían en Jesús, pero todos ellos eran «celadores de la ley». Ordenó entonces a Pablo demostrar que era un judío fiel y que las acusaciones contra él eran infundadas, demostrando que «procede tú también guardando la ley». Pidió a Pablo que se sometiera a siete días de ritos de purificación en el templo de Jerusalén. Pablo aceptó estas peticiones, lo cual prueba que: 1) Santiago, el hermano del Señor, era el líder supremo del cristianismo en ese momento; 2) Santiago y los cristianos judíos todavía rendían culto en el templo, no formaban ninguna «iglesia» diferente; 3) los cristianos judíos creían que Jesús volvería para cumplir la alianza de David, convirtiendo a Jerusalén en el centro del Sacro Imperio Judío; 4) todos los creyentes en Jesús y Yahvé, penitentes y bautizados, serían redimidos, pero los cristianos judíos serían más redimidos que el resto.

Pero el intento de Pablo de reafirmar su fidelidad al ideal nacional judío se cortó en seco, indudablemente por traición. Un grupo de peregrinos de Asia le reconoció incitó a la multitud, le arrastró fuera del templo e intentó matarle a palos. Sólo la intervención oportuna del capitán romano de la guardia salvó a Pablo en esa ocasión. Los sumos sacerdotes le procesaron, y de nuevo se escapó de la muerte por muy poco. Se tramaron más complots contra él, pero finalmente logró escapar de Palestina apelando a su ciudadanía romana y exigiendo ser juzgado por los romanos, no por los judíos. Fue enviado a Roma donde permaneció bajo arresto domiciliario, pero lo que le sucedió después no se conoce con claridad. Probablemente fue martirizado en el año 64 d. C., cuando el emperador Nerón decidió culpar de un enorme fuego en Roma —que sus enemigos dijeron que él mismo había provocado para limpiar los barrios bajos cerca de su palacio— a una nueva secta sedienta de sangre, que había surgido entre los judío y cuyos miembros eran «enemigos de la humanidad».

Demasiado tarde para Pablo, el estallido de la guerra total en Palestina alteró drásticamente el contexto político de su abortada misión. Hacia el año 70 d. C., la «iglesia» madre cristiana judía de Jerusalén ya no dominaba a las comunidades cristianas de ultramar. Cesó de ser una fuerza significativa, si es que se puede decir en algún sentido que sobrevivió a la caída de Jerusalén. La prolongada revolución de los años 68-73 envenenó profundamente las relaciones entre los judíos de ultramar y los romanos. También catapultó a las mismas personas responsables de la derrota de los judíos hacia el control del imperio. En el 71 d. C. Vespasiano y su hijo Tito presidieron un impresionante desfile triunfal —conmemorado en el Arco de Tito de Roma— durante el cual fueron conducidos por las calles los prisioneros y el botín judío mientras que el último comandante bandido-zelote de Jerusalén, Simón ben Gioras, era estrangulado en el Foro. Después, Vespasiano trató con dureza a los judíos del imperio, restringiendo sus libertades y desviando los impuestos de su templo al tesoro de Saturno. Durante el resto de este primer siglo después de Cristo el antisemitismo se convirtió en un rasgo establecido de las letras y la vida romana; los judíos responderían con una actitud de ardiente desafío y nuevas insurrecciones, y éstas provocaron represiones intensificadas que acabarían en el segundo harmagedón de Bar Kochva en el año 135 d. C.

Brandon infiere del énfasis puesto por Marcos en la destrucción del templo de Jerusalén como un castigo de los asesinos de Jesús, que este evangelio, el primero que se compuso y el modelo para los demás se escribió en Roma después de la caída de Jerusalén. Como dice Brandon, probablemente se escribió como respuesta a la celebración de la gran victoria del año 71 d. C.

Las condiciones adecuadas para la difusión del culto de un mesías pacífico estaban por fin presentes en toda su fuerza. Los cristianos judíos se unieron entonces sin reservas a los conversos gentiles para convencer a los romanos de que su mesías difería de los mesías bandidos-zelotes que habían provocado la guerra y que continuaban creando problemas; los cristianos, a diferencia de los judíos, eran pacifistas inofensivos sin ambiciones seculares. El reino cristiano de Dios no era de este mundo; la salvación cristiana se encontraba en la vida eterna más allá de la sepultura; el mesías cristiano había muerto para traer la vida eterna a toda la humanidad; su enseñanza no planteaba ninguna amenaza a los romanos, sólo a los judíos; los romanos fueron absueltos de toda culpa en la muerte de Jesús; los judíos solos le habían matado; Poncio Pilatos fue un mero espectador que nada pudo hacer para impedirlo.

El secreto del mesías pacífico se asentaba en los campos de batalla y en las repercusiones de dos harmagedones terrenales. El culto del mesías pacífico tal como le conocemos no hubiera prosperado si el curso de la batalla se hubiera vuelto contra los «Hijos de las Tinieblas».

La fuente principal de conversos a esta nueva religión, si no en número, sí en influencia, continuó siendo los judíos urbanos dispersos por todo el Mediterráneo oriental. En contra de la leyenda, el cristianismo no hizo ningún progreso entre las grandes masas de campesinos y esclavos que constituían la mayor parte de la población del imperio. Como señala el historiador Salo W. Baron, paganus, la palabra latina para «campesino» se convirtió para los cristianos en sinónimo de «gentil». El cristianismo era sobre todo la religión de grupos étnicos de ciudadanos desplazados. «En las ciudades en las que los judíos sumaban a menudo un tercio o más de la población, esta, por así decirlo, nueva variedad de judaísmo avanzaba triunfalmente».

La persecución romana provocó muchas más víctimas entre los judíos que continuaban siendo judíos que entre los judíos que se convirtieron al cristianismo. La época de la persecución imperial total de los cristianos no comenzó con Nerón, sino mucho más tarde, después del año 150 d. C. En aquella época, las iglesias cristianas se habían convertido de nuevo en amenaza política a la ley y el orden romanos, ya que se habían concentrado en los centros urbanos, se habían infiltrado en la clase alta romana, mantenían programas de bienestar social eficientes y estaban construyendo una corporación internacional, fiscalmente independiente, dirigida por administradores cualificados. Se habían convertido en un «Estado dentro de un Estado».

No voy a tratar de desarrollar la cadena de acontecimientos mundanos que finalmente llevaron al establecimiento del cristianismo como religión del imperio romano. Pero al menos hay que señalar esto: Cuando el emperador Constantino tomó esta iniciativa trascendental, el cristianismo ya no era el culto del mesías pacífico. La conversión de Constantino ocurrió en el año 311 d. C., cuando dirigía un pequeño ejército a través de los Alpes. Mientras se acercaba a Roma tuvo una visión de la cruz sobre el sol, y en la cruz vio las palabras «IN HOC SIGNO VINCES»: «Con este signo vencerás». Jesús se le apareció a Constantino y le mandó blasonar su estandarte militar con la cruz.

Bajo este nuevo estandarte, los soldados de Constantino alcanzaron una victoria decisiva. Reconquistaron el imperio y con ello garantizaron que la cruz del mesías pacífico presidiría la muerte de incalculables millones de soldados cristianos y de sus enemigos hasta la época actual.