5. El «cargo» fantasma

He elegido hablar en este momento del cargo fantasma porque está relacionado directamente con el intercambio redistributivo y el sistema de «grandes hombres». Tal vez no se vea inmediatamente la conexión. Pero, después de todo, nada del cargo fantasma es inmediatamente evidente.

El escenario de la acción es una pista de aterrizaje en la jungla en lo alto de las montañas de Nueva Guinea junto a ella se encuentran hangares de techos de paja, una choza a modo de centro de comunicaciones y una torre de balizamiento hecha de bambú. En tierra hay un avión construido con palos y hojas. La pista de aterrizaje está guarnecida las veinticuatro horas del día por un grupo de nativos que llevan adornos en la nariz y brazaletes de conchas.

Por la noche mantienen encendida una hoguera como baliza. Esperan la llegada de un vuelo importante: aviones cargo repletos de alimentos en conserva, ropas, radios portátiles, relojes de pulsera y motocicletas. Los aviones serán pilotados por antepasados que han vuelto a la vida. ¿Por qué se retrasan? Un hombre entra en la choza de la radio y da órdenes al micrófono de lata. El mensaje se transmite por una antena construida con cuerda y enredaderas: «¿Me recibís? Corto y cambio». De vez en cuando observan la estela de un reactor que cruza el cielo; a veces oyen el sonido de motores lejanos. ¡Los antepasados están encima! Les están buscando. Pero los blancos en las ciudades de allá abajo también están enviando mensajes. Los antepasados se han confundido. Aterrizan en un aeropuerto equivocado.

La espera de barcos o aviones que traen antepasados y cargo comenzó hace mucho tiempo. En los cultos más antiguos, los pueblos de la costa esperaban una gran canoa. Más adelante, esperaron barcos de vela. En 1818 los líderes del culto oteaban el horizonte en busca de señales de humo de los buques de vapor. Después de la Segunda Guerra Mundial, se esperaba a los antepasados en lanchas de desembarco, transportadores de tropas y bombarderos Liberator. En la actualidad llegan en «casas volantes» que se elevan más alto que los aviones.

El mismo cargo se ha modernizado también. En los primeros tiempos, cerillas, instrumentos de acero, y rollos de calicó constituían la mayor parte del cargo fantasma. Después fueron sacos de arroz, zapatos, carne y sardinas en lata, rifles, cuchillos, munición y tabaco. Últimamente flotas fantasmas han estado transportando automóviles, radios y motocicletas. Algunos profetas cargo de Irán Occidental predicen que buques de vapor descargarán fábricas y acerías enteras.

Un inventario preciso del cargo sería engañoso. Los nativos esperan una mejoría global en su nivel de vida. Los barcos y aviones fantasmas traerán el inicio de una época totalmente nueva. Los muertos y los vivos se reunirán, el hombre blanco será expulsado o sometido, y el trabajo penoso abolido; no faltará nada. En otras palabras, la llegada del cargo marcará el inicio del cielo en la tierra. Esta visión sólo difiere de las descripciones occidentales cristianas del milenio y el fin de los tiempos por la preeminencia extraña de los productos industriales. Reactores y antepasados; motocicletas y milagros; radios y espíritus. Nuestras propias tradiciones nos preparan para la salvación, la resurrección, la inmortalidad… pero ¿con aviones, coches y radios? No tenemos buques fantasmas. Sabemos de dónde provienen estas cosas. ¿Lo sabemos?

Los misioneros y administradores gubernamentales dicen a los nativos que el trabajo duro y las máquinas hacen que las cornucopias del industrialismo liberen sus ríos de riqueza. Pero los profetas del cargo se aferran a otras teorías. Insisten en que la riqueza material de la época industrial se crea realmente en algún lugar lejano, no mediante medios naturales, sino sobrenaturales. Los misioneros, comerciantes y funcionarios del gobierno saben cómo obtener esta riqueza que se les envía en aviones o barcos; poseen el «secreto del cargo». La capacidad de los profetas nativos del cargo de penetrar este secreto y entregar el cargo a sus seguidores sufre altibajos.

Las teorías nativas sobre el cargo evolucionan en respuesta a condiciones que cambian continuamente. Antes de la Segunda Guerra Mundial, los antepasados tenían piel blanca; después se dijo que se parecían a los japoneses. Pero cuando las tropas americanas negras expulsaron a los japoneses, se representó a los antepasados con piel negra.

Después de la Segunda Guerra Mundial, la teoría del cargo se centró a menudo en los americanos. En las Nuevas Hébridas, la gente decidió que un soldado llamado John Frum era el Rey de América. Sus profetas construyeron un aeropuerto en el que los bombarderos Liberator americanos aterrizarían con un cargo de leche y helados. Las reliquias abandonadas en los campos de batalla de las Islas del Pacífico demuestran que John Frum estuvo allí. Un grupo cree que John Frum llevaba una guerrera de campaña del ejército americano con galones de sargento y la cruz roja del cuerpo médico en las mangas cuando prometió volver con el cargo. Se han erigido pequeñas cruces rojas del cuerpo médico, cada una de ellas rodeada por una cerca bien hecha, en toda la Isla de Tanna. Un jefezuelo de una aldea John Frum entrevistado en 1970 señalaba que «la gente ha esperado casi dos mil años el regreso de Jesucristo, por lo tanto podemos seguir esperando a John Frum».

En 1968, un profeta de la isla de Nueva Hanover en el archipiélago Bismarck anunció que el secreto del cargo sólo era conocido por el Presidente de los Estados Unidos. Los miembros del culto rehusaron pagar los impuestos locales, lo que les permitió ahorrar 75.000 dólares para «comprar» a Lyndon Johnson y hacerle Rey de Nueva Hanover si les revelaba el secreto.

En 1962, la Fuerza Aérea de los Estados Unidos colocó un gran señalizador de hormigón en la cima del Monte Turu cerca de Wewak, Nueva Guinea. El profeta Yaliwan Mathias, estaba convencido de que los americanos eran los antepasados y que el cargo se encontraba bajo el señalizador. En mayo de 1971, después de una noche de oración con acompañamiento de música pop en sus transistores, él y sus seguidores arrancaron el señalizador. No se encontró ningún cargo. Yaliwan explicó que se lo habían llevado las autoridades. Sus seguidores que habían aportado 21.500 dólares no perdieron la fe.

Es fácil descartar las creencias cargo como el delirio de mentalidades primitivas: los líderes profetas son granujas consumados que se aprovechan de la codicia, la ignorancia y credulidad de sus hermanos, o si son sinceros, psicópatas que propagan sus ideas insensatas sobre cargo mediante autohipnosis, hipnosis colectiva e histeria de masas. Ésta sería una teoría convincente si no hubiera ningún misterio sobre cómo se manufactura y se distribuye la riqueza industrial. Pero de hecho no es fácil explicar por qué algunas naciones son pobres y otras ricas, ni es fácil decir por qué hay diferencias tan acusadas en la distribución de la riqueza dentro de las naciones modernas. Lo que sugiero es que hay en realidad un misterio del cargo y que los nativos están justificados en su intento de resolverlo.

Para penetrar el secreto del cargo, debemos concentrarnos en un caso concreto. He elegido los cultos del área Madang de la costa norte de Nueva Guinea australiana, que ha descrito Peter Lawrence en su libro «Road Belong Cargo».

Uno de los primeros europeos que visitó la costa Madang fue un explorador ruso del siglo XIX, llamado Miklouho Maclay. Tan pronto como el buque ancló en tierra, sus hombres empezaron a distribuir regalos, hachas de acero, rollos de tela y otros objetos de valor. Los nativos decidieron que los hombres blancos eran antepasados. Los europeos cultivaron deliberadamente esta imagen no permitiendo nunca que los nativos presenciaran la muerte de un hombre blanco: solían arrojar en secreto sus cuerpos al mar y explicaban que los hombres desaparecidos habían vuelto al cielo.

En 1884, Alemania estableció el primer gobierno colonial en Madang. Pronto le siguieron los misioneros luteranos, pero no lograron atraer conversos. Una misión pasó trece años sin bautizar ni un solo nativo. Los conversos tenían que ser sobornados con hachas de acero y alimentos. Ahora tal vez se comprenda mejor por qué he dicho que el concepto de «gran hombre» es pertinente. Como sucede con los «grandes hombres» nativos que hemos descrito en el capítulo anterior, la credibilidad y legitimidad de los «grandes hombres» de ultramar sólo se mantenía mientras hicieran reiterados regalos.

Daba lo mismo que fueran dioses o antepasados resucitados, salvo en que los «grandes hombres» de origen divino debían hacer más regalos que los ordinarios. No bastaba con cantar himnos ni con la promesa de salvación futura para mantener el interés de los nativos. Éstos deseaban y esperaban cargo: todo lo que los misioneros y sus amigos recibían por barco de ultramar.

Como hemos visto, los «grandes hombres» deben redistribuir su riqueza. Para los nativos nada hay peor que un «gran hombre» tacaño. Los misioneros se negaban a ello claramente: retenían la «carne y la manteca» para sí y donaban los «huesos y tartas estropeadas». En los centros misioneros, en las carreteras y en las plantaciones los nativos trabajaban duro en previsión de un gran festín. ¿Por qué no se celebraba? En 1904 los nativos tramaron matar a todos los «grandes hombres» tacaños, pero las autoridades descubrieron la conspiración y ejecutaron a los cabecillas. A continuación se impuso la ley marcial.

Después de esta derrota, los intelectuales nativos empezaron a desarrollar nuevas teorías sobre el origen del cargo. Quienes realizaban el cargo eran los antepasados nativos, no los europeos, pero los europeos impedían que los nativos recibieran su parte. En 1912 se tramó una segunda rebelión armada.

Poco después estallaba la Primera Guerra Mundial. Los «grandes hombres» alemanes huyeron, siendo sustituidos por otros de origen australiano.

Desde entonces los nativos celebraron reuniones en las que acordaron que era poco práctico una nueva resistencia armada. Evidentemente los misioneros conocían el secreto del cargo. Por ende la única cosa que había que hacer era obtener la información de ellos. Los nativos acudieron en tropel a las iglesias y escuelas de la misión, convirtiéndose en cristianos entusiastas y cooperadores. Prestaron gran atención a la siguiente historia. Al principio Dios, llamado Anus en la mitología nativa, creó el Cielo y la Tierra. Anus dio a Adán y Eva un paraíso repleto de cargo; todas las carnes enlatadas, instrumentos de acero, arroz en bolsas y cerillas que podían utilizar. Cuando Adán y Eva descubrieron el sexo, Anus les arrebató el cargo y envió el diluvio. Anus enseño a Noé cómo construir un enorme buque de vapor de madera y le nombró su capitán. Sem y Jafet obedecieron a Noé, su padre. Pero Cam era estúpido y le desobedeció. Noé le quitó el cargo a Cam y lo envió a Nueva Guinea. Después de haber vivido durante años en la ignorancia y las tinieblas, Anus se apiadó de los hijos de Cam y mandó misioneros para reparar el error de Cam, diciendo: «Debéis persuadir a sus descendientes para que vuelvan a mis caminos. Cuando me sigan de nuevo les enviaré el cargo de la misma manera que ahora se lo envío a los hombres blancos».

El gobierno y las misiones se animaron por el incremento en la asistencia a la iglesia y la sobriedad respetuosa se los neoconversos. Pocos blancos comprendieron hasta qué punto la interpretación nativa del cristianismo se había desviado de la suya propia. Los sermones se pronunciaban en «pidgin», un compuesto de alemán, inglés y lenguas aborígenes. Los misioneros sabían que los nativos interpretaban la frase «y Dios bendijo a Noé» en el sentido de «y Dios dio a Noé cargo». Y sabían que cuando citaban en los sermones el Evangelio según Mateo: «Buscad primero el reino de Dios y su justicia; y todas las demás cosas se os darán por añadidura», los nativos entendían el pasaje en el sentido de «los buenos cristianos serán recompensados con cargo». Pero también sabían que si la recompensa por la obediencia al cristianismo se presentaba en un sentido totalmente espiritual y ajeno a este mundo, los nativos no creerían en ellos o bien perderían interés y se marcharían a la iglesia de otros. Para el nativo inteligente, el mensaje era categórico y claro: Jesús y los antepasados iban a donar cargo a los fieles; los paganos no sólo no conseguirían ningún cargo, sino que además arderían en el Infierno. Así, durante los años veinte los líderes nativos cumplían pacientemente sus obligaciones como cristianos; cantaban himnos, trabajaban por unos pocos centavos a la hora, y mostraban respeto por los patrones blancos. Pero en los años treinta, su paciencia había empezado a agotarse. Si el trabajo duro trajera cargo, ya lo habrían conseguido. Habían descargado multitud de barcos y aviones para sus patrones blancos, pero ningún nativo había recibido jamás un solo paquete de ultramar.

Los catequistas y ayudantes de la misión estaban especialmente irritados.

Observaban de primera mano las diferencias sustanciales existentes entre ellos mismos y los «grandes hombres» europeos. Y observaron claramente cómo estas diferencias no disminuyeron pese a todo el esfuerzo realizado en conseguir más conversos y ser buenos cristianos. Un eminente ministro luterano, Rollan Hanselmann, entró en su iglesia un domingo por la mañana en 1933 y descubrió que todos sus ayudantes nativos se encontraban detrás de una cuerda que habían tendido a lo largo de la nave lateral. Le formularon una petición: «¿Por qué no aprendemos el secreto del cargo? El cristianismo no nos ayuda a nosotros los negros de una manera práctica. Los hombres blancos nos ocultan el secreto del cargo». Se formularon más acusaciones; no se había traducido la Biblia adecuadamente por accidente o a propósito: ésta había sido censurada; faltaba la primera página; se silenciaba el verdadero nombre de Dios.

Los nativos boicotearon las misiones y propusieron una nueva solución al misterio del cargo. Jesucristo otorgó cargo a los europeos. Ahora quería donarlo a los nativos. Pero los judíos y los misioneros habían conspirado para quedarse con él. Los judíos habían prendido a Jesús y le retenían prisionero en o más allá de Sidney Australia. Pero pronto Jesús quedaría en libertad y empezaría a llegar el cargo. La gente más pobre sería la que más obtendría («los mansos heredarán»). La gente cesó de trabajar, sacrificó sus cerdos, quemó sus huertos y acudió en masa a los cementerios.

Estos sucesos coincidieron con el estallido de la Segunda Guerra Mundial. Al principio, los nativos no tuvieron dificultad alguna en comprender esta nueva guerra. Los australianos habían expulsado a los alemanes y ahora los alemanes iban a expulsar a los australianos. Sólo que esta vez los alemanes serían los antepasados disfrazados de alemanes. El gobierno encarceló a los líderes del culto por difundir propaganda alemana. Pero pese a la censura de noticias, los nativos pronto empezaron a comprender que su administración australiana estaba en peligro de ser expulsada de Nueva Guinea no por los alemanes, sino por los japoneses.

Los profetas del cargo lucharon por comprender el sentido de este nuevo y sorprendente desarrollo. Un líder del culto llamado Tagarab anunció que los misioneros siempre les habían estado engañando. Jesús era un dios sin importancia. El dios verdadero —el dios del cargo— era una deidad nativa conocida como Kilibob. Los misioneros habían logrado que los nativos rezaran a Anus. Pero Anus era un ser humano ordinario que sólo era el padre de Kilibob, quien a su vez era el padre de Jesús. Kilibob estaba a punto de castigar a los blancos por su perfidia. El y los antepasados se hallaban ya en camino con un cargamento de fusiles, munición y otros equipos militares.

Cuando anclaran en tierra se parecerían a soldados japoneses. Los australianos serían expulsados y todo el mundo conseguiría cargo. Para estar preparados, todos deberían interrumpir el trabajo ordinario, sacrificar cerdos y pollos y empezar a construir almacenes para el cargo.

Finalmente, cuando los japoneses invadieron Madang en diciembre de 1942, los nativos les saludaron como libertadores. Aun cuando los japoneses no habían traído cargo, los profetas interpretaron su llegada al menos como un cumplimiento parcial de las profecías. Los japoneses no intentaron desengañarles. Produjeron en los nativos la impresión de que el cargo se había aplazado temporalmente puesto que todavía continuaba la guerra.

Dijeron que una vez finalizada la guerra Madang formaría parte de la Gran Esfera japonesa de coprosperidad del Este Asiático. Todos participarían en la buena vida venidera. Entretanto había que trabajar; los nativos eran necesarios para ayudar a derrotar a los australianos y a sus aliados americanos. Los nativos corrieron a prestar ayuda en la descarga de barcas y aviones; actuaban como porteadores y traían regalos de vegetales frescos. Los pilotos americanos derribados se quedaban sorprendidos y disgustados por la hostilidad desplegada contra ellos en la selva. Nada más pisar tierra eran rodeados por hombres primitivos pintados, que ataban sus manos y pies, les colgaban de postes, y les llevaban corriendo hasta el oficial japonés más cercano. Los japoneses recompensaron a los profetas del cargo regalándoles espadas de samurai y nombrándoles oficiales de la fuerza de policía local.

Pero el rumbo de la guerra pronto acabó con este intervalo eufórico. Los australianos y americanos tomaron la iniciativa y cortaron las líneas de aprovisionamiento japonesas. Cuando su situación militar se deterioró, los japoneses cesaron de pagar los alimentos y el trabajo. Cuando Tagarab, que portaba su espada samurai, protestó, fue fusilado. Los «antepasados» empezaron a saquear los huertos de los nativos, los cocotales y las plantaciones de bananas y de caña de azúcar. Robaron hasta el último pollo y cerdo. Después se lanzaron sobre los perros y se los comieron, y cuando se acabaron los perros cazaron a los nativos y también se los comieron.

Los australianos que volvieron a ocupar Madang en abril de 1944 encontraron a los nativos hoscos y reacios a cooperar. En algunas áreas en las que los japoneses no habían sido especialmente activos, los profetas del cargo predecían la vuelta de los japoneses en mayor número que antes. Para ganarse la lealtad del resto de la población, los australianos empezaron a hablar del «desarrollo» en el período de la posguerra. Dijeron a los líderes nativos que en la paz venidera, negros y blancos vivirían juntos en armonía. Todo el mundo iba a tener una vivienda digna, electricidad, vehículos de motor, barcos, buenas ropas y abundancia de alimentos.

En esta época, los líderes nativos más mundanos e inteligentes estaban convencidos de que los misioneros eran embusteros rematados. El profeta Yali, cuya carrera voy a relatar desde ahora, se mostró especialmente inflexible en este punto. Yali había permanecido fiel a los australianos durante la guerra siendo recompensado con el grado de sargento mayor del ejército australiano. Le llevaron a Australia donde los australianos querían mostrarle cuál era el secreto del cargo: centrales azucareras, fábricas de cerveza, un taller de reparación de aviones, los depósitos de mercancías de los muelles. Aun cuando Yali pudo ver por sí mismo algunos aspectos del proceso de producción, también constató que no todos los que iban en coche a todas partes vivían en grandes mansiones trabajaban en centrales azucareras y fábricas de cerveza. Pudo observar cómo hombres y mujeres trabajaban en grupos organizados, pero no logró captar los principios últimos sobre cuya base se organizaba su trabajo. Nada de lo que vio le ayudó a comprender por qué de aquella inmensa profusión de riqueza ni siquiera una gota llegaba a sus compatriotas.

Lo que más impresionó a Yali no fueron las carreteras, los semáforos y los rascacielos, sino el Museo de Queensland y el Zoo de Brisbane. Para su asombro, el museo estaba repleto de artefactos nativos de Nueva Guinea. Una de las salas contenía incluso una máscara ceremonial de su propio pueblo que se utilizaba en los grandes rituales de la pubertad de los tiempos pasados: la misma máscara que los misioneros habían calificado de «obra de Satanás».

Ahora, la máscara, celosamente guardada tras la vitrina, era venerada por sacerdotes con hábitos blancos y una riada ininterrumpida de visitantes bien vestidos, que hablaban en tono confidencial. El museo también encerraba vitrinas en las que se conservaban cuidadosamente algunas variedades extrañas de huesos de animales. En Brisbane, Yali fue llevado al Zoo donde vio cómo los blancos alimentaban y cuidaban a los animales más extraños.

Cuando llegó a Sidney, Yali prestó mucha atención al número de perros y gatos que la gente tenía como animales domésticos.

Sólo después de la guerra comprendió Yali, cuando asistía a la conferencia del gobierno en Port Moresby, capital de Nueva Guinea australiana, hasta qué punto los misioneros habían estado mintiendo a los nativos. En el transcurso de la conferencia se mostró a Yali un libro que contenía ilustraciones de simios y monos que progresivamente se asemejaban cada vez más a los hombres. Finalmente se dio cuenta de la verdad: los misioneros habían dicho que Adán y Eva eran los antepasados del hombre, pero en realidad los blancos creían que sus propios antepasados eran monos, perros, gatos y otros animales. Éstas eran precisamente las creencias que los nativos habían conservado hasta que los misioneros les habían embaucado para que abandonaran sus tótem.

Después, al discutir sus experiencias con el profeta Gurek, Yali aceptó la sugerencia de que el Museo de Queensland era en realidad Roma, el lugar al que los misioneros habían conducido los dioses y mitos de Nueva Guinea para controlar el secreto del cargo. Si pudieran atraer de nuevo a Nueva Guinea a estos viejos dioses y diosas, nacería una nueva era de prosperidad.

Pero primero tendrían que abandonar el cristianismo y restablecer sus ceremonias paganas.

La duplicidad de los misioneros enfureció a Yali. Estaba dispuesto y deseoso de ayudar a los funcionarios australianos a eliminar todos los vestigios de cultos cargo en los que Dios o Jesús tuvieran alguna importancia. Merced a los servicios prestados por Yali durante la guerra, su familiaridad con Brisbane y Sidney y su denuncia elocuente de los cultos, el oficial de distrito de Modang supuso que Yali no creía en el «cargo». Pidió a Yali que tomara la palabra en mítines populares convocados por el gobierno. Éste ridiculizó con entusiasmo los cultos cargo cristianos y aseguró a todo el mundo que el cargo nunca llegaría salvo que la gente trabajara mucho y obedeciera a la ley.

También estaba dispuesto a colaborar con los funcionarios australianos porque todavía no había perdido la fe en las promesas que le hicieron cuando estuvo en el ejército durante la guerra. Yali guardó en la memoria las palabras pronunciadas por un oficial de reclutamiento de Brisbane en 1943: «En el pasado, vosotros, los nativos, habéis permanecido atrasados, pero ahora, si nos ayudáis a ganar la guerra y a liberarnos de los japoneses, nosotros los europeos os ayudaremos. Os ayudaremos para que tengáis casas con tejados de hierro galvanizado, paredes de madera, luz eléctrica y vehículos motorizados, buques, buenas ropas y alimentos de calidad. La vida será muy diferente para vosotros después de la guerra».

Millares de personas vinieron a escuchar cómo Yali denunciaba el viejo camino hacia el cargo. Yali, provisto de una plataforma y de altavoces, rodeado por funcionarios radiantes y hombres de negocios blancos, acogió con entusiasmo su tarea. Cuanto más denunciaba las antiguas creencias en el cargo, más comprendían los nativos que él, Yali, conocía el verdadero secreto del cargo. Cuando la palabra de esta interpretación llegó a los «manipuladores» de Yali en el gobierno, le pidieron que pronunciara más discursos para decir a los nativos que no era un antepasado que había vuelto, y que no conocía el secreto del cargo. Estas negativas en público convencieron a los nativos que Yali tenía poderes sobrenaturales y traería el cargo.

Cuando fue invitado a Port Moresby, junto con otros portavoces nativos leales, sus seguidores en Madang creían que volvería al frente de una enorme flota de barcos cargo. Tal vez el mismo Yali creyera que se le iban a otorgar algunas concesiones importantes. Se dirigió directamente al administrador en cuestión y le preguntó cuándo iban a obtener los nativos la recompensa que el oficial de Brisbane les había prometido. ¿Cuándo recibirían los materiales de construcción y la maquinaria de las que les había hablado todo el mundo? El informe del profesor Lawrence sobre la respuesta del funcionario a Yali se encuentra en «Road Belong Cargo».

Se dice que el oficial respondió que la administración estaba naturalmente agradecida por los servicios de las tropas nativas frente a los japoneses y que, de hecho, iba a dar a la gente una recompensa importante. El gobierno australiano estaba vertiendo enormes sumas de dinero en el desarrollo económico, educativo y político como compensación por los daño de la guerra, y proyectaba mejorar los servicios médicos, la higiene y la salud. Sería, claro está, un proceso lento, pero finalmente la gente apreciaría los resultados de los esfuerzos de la administración. Pero una recompensa como la que se imaginaba Yali —una distribución gratuita de cargo en grandes cantidades—, era totalmente imposible. El funcionario lo sentía, pero ésta era precisamente propaganda realizada en tiempos de guerra por oficiales europeos irresponsables que no lo habían pensado bien.

Los administradores respondieron a las preguntas sobre cuándo podrían contar los nativos con electricidad, que la tendrían tan pronto como pudieran pagarla. Yali quedó muy amargado. El gobierno había mentido tanto como los misioneros.

Cuando regresó de Port Moresby, Yali estableció una alianza secreta con el profeta del cargo Gurek. Bajo la protección de Yali, Gurek difundió la noticia de que las divinidades de Nueva Guinea, no las divinidades cristianas, eran la verdadera fuente de cargo. Los nativos debían abandonar el cristianismo y volver a sus prácticas paganas para adquirir riqueza y felicidad. Tenían que volver a introducir los artefactos y rituales tradicionales así como la cría del cerdo y la caza. También debían realizar las ceremonias de iniciación masculina. Además, tenían que levantar pequeñas mesas, cubiertas con tela de algodón y decoradas con botellas llenas de flores. En estos altares (inspirados en las escenas domésticas observadas en los hogares australianos), las ofrendas de alimento y tabaco inducirían a las divinidades originarias y a los antepasados a enviar cargo. Los antepasados traerían rifles, munición, equipo militar, caballos y vacas. De aquí en adelante Yali recibiría el título de Rey, y el Viernes día del nacimiento de Yali, sustituiría al domingo como día de descanso de los nativos. Gurek afirmó que Yali podía realizar milagros y que era capaz de matar a las gentes escupiéndoles o maldiciéndoles.

El mismo Yali recibió reiteradas órdenes de patrullar para reducir al silencio a los partidarios del culto a Jesús. Aprovechó estas oportunidades para suprimir a los profetas rivales y establecer una extensa red de sus propios boss boys en las aldeas. Impuso multas y castigos, reclutó mano de obra y mantuvo su propia fuerza policial. Yali financió su organización mediante un sistema clandestino de redistribución. Prometía ser un «gran hombre» de verdad.

Los misioneros incitaron a los administradores a desembarazarse de Yali, pero tuvieron dificultades en demostrar que él estaba detrás de la conducta cada vez más insolente de los nativos. Incluso resultó difícil demostrar que había un culto cargo, puesto que todos los miembros del culto a Yali habían recibido instrucciones de jurar que no creían en el cargo. Se había dicho a los nativos que si se atrevían a revelar sus actividades, los europeos les robarían de nuevo los dioses de Nueva Guinea. Si se les preguntaba sobre la mesa y las flores, deberían responder que simplemente querían embellecer sus hogares como hacen los europeos. Cada vez que se acusaba a Yali de provocar disturbios, éste protestaba diciendo que nada tenía que ver con los extremistas de las aldeas que habían desvirtuado sus propias convicciones expuestas en público.

Muy pronto el gobierno australiano tuvo que hacer frente a lo que consideró una rebelión abierta. En 1950 Yali fue detenido y procesado bajo la acusación de incitación a la violación y privación de la libertad de otros. Fue declarado culpable y condenado a seis años de prisión. Sin embargo, la carrera de Yali no acabó. Mientras permaneció en la cárcel, los miembros del culto seguían explorando el horizonte en espera de su vuelta triunfal al frente de una flota de buques mercantes y navíos de guerra. Durante los años sesenta se otorgó finalmente a los pueblos nativos de Nueva Guinea cierto tipo de concesiones políticas y económicas. Los seguidores de Yali le dieron crédito a éste por el índice de crecimiento en la construcción de escuelas, la apertura de los consejos legislativos a los candidatos nativos, la elevación de los salarios y el final de la prohibición sobre el consumo de bebidas alcohólicas.

Tras su puesta en libertad, Yali decidió que el secreto del cargo se encontraba en la Asamblea de Nueva Guinea. Trató de ser elegido para el Consejo de Madang, pero fue derrotado. Cuando envejeció se convirtió en objeto de gran veneración. Le visitaban una vez al año «floristas» que se llevaban su semen en botellas. La gente continuaba ofreciéndole regalos y allegó fondos para convertir a cristianos que deseaban purificarse de los pecados del cristianismo y volver a los cultos autóctonos. La última profecía de Yali consistió en que Nueva Guinea alcanzaría la independencia el 1 de agosto de 1969. Se preparó para esta ocasión nombrando embajadores para el Japón, China y Estados Unidos.

Toda actividad humana aparecerá inescrutable si se reduce a un rompecabezas con fragmentos demasiado pequeños para estar relacionados con el cuadro histórico global. Visto desde una trayectoria de duración adecuada, el cargo se nos muestra como la solución de un conflicto escorado y obstinado siguiendo la ley del mínimo esfuerzo. El cargo era el precio de la lucha por los recursos naturales y humanos de un continente insular. Cada fragmento de rapacidad civilizada y la totalidad estaba firmemente fundada en sólidos castigos y recompensas en vez de en fantasmas.

Como otros grupos, salvajes o civilizados, cuyos dominios y libertad se ven amenazados por invasores, las gentes de Madang intentaron obligar a los europeos a regresar a sus casas. No al principio de todo, puesto que transcurrieron varios años antes de que los invasores exhibieran su apetito insaciable de tierras vírgenes y mano de obra nativa barata. Sin embargo, el intento de exterminar al enemigo no tardó en producirse. Estaba condenado al fracaso porque, como en muchos otros capítulos de la guerra colonial, las fuerzas contendientes eran muy desiguales. Los nativos de Madang adolecían de dos desventajas insuperables: carecían de armas modernas y estaban fragmentados en cientos de pequeñas tribus y aldeas incapaces de unirse contra un enemigo común.

La esperanza de emplear la fuerza para expulsar a los europeos no desapareció del todo; fue reprimida, pero no se extinguió. Los nativos retrocedieron, y avanzaron de nuevo siguiendo trayectorias desconcertantes.

Los invasores fueron tratados como «grandes hombres» arrogantes; demasiado poderosos para ser destruidos, pero tal vez no invulnerables a la manipulación. Para obligar a estos «grandes hombres» extranjeros a compartir su riqueza y moderar su apetito de tierra y de mano de obra, los nativos trataron de aprender su lengua y penetrar sus secretos. Y así empezó el período de la conversión al cristianismo, el abandono de las costumbres nativas y la sumisión a los impuestos y al reclutamiento de mano de obra. Los nativos aprendieron el «respeto» y colaboraron en su propia explotación.

Este intervalo tuvo consecuencias que ninguno de estos dos grupos pretendió ni previó. Aldeas y tribus diferentes y anteriormente hostiles se unieron para servir al mismo señor. Se unieron en la creencia de que los «grandes hombres» cristianos podían ser manipulados para que creasen un estado de redención paradisíaca para todos. Insistían en que el cargo debía ser redistribuido. No era así como concebían los misioneros el cristianismo. Pero los nativos actuaban en su propio interés, rehusando entender el cristianismo tal como lo querían dar a entender los misioneros. Insistían en obligar a los europeos a actuar como «grandes hombres» de verdad; insistían en que aquéllos que poseían riquezas tenían la obligación de distribuirlas.

A los occidentales les impresiona la graciosa incapacidad de los nativos para comprender los estilos de vida económicos y religiosos europeos. Se sobreentiende que los nativos están demasiado atrasados, son demasiado estúpidos o supersticiosos para captar los principios de la civilización. Esto desvirtúa ciertamente los hechos en el caso de Yali. No se trataba de que Yali no pudiera captar los principios en cuestión, sino más bien que los encontró inaceptables. Sus tutores quedaron sorprendidos de que alguien que había visto cómo funcionaban las factorías modernas pudiera creer todavía en el cargo. Pero cuanto más aprendía Yali sobre cómo producían riqueza los europeos, menos dispuesto se mostraba a aceptar su explicación de por qué él y su pueblo no podían participar de ella. Esto no significa que comprendiera cómo los europeos llegaron a ser tan ricos. Al contrario, según las últimas noticias que nos llegaron de él, estaba trabajando sobre la teoría de que los europeos se habían vuelto ricos construyendo burdeles. Pero Yali siempre tuvo el acierto de descartar la explicación europea estandarizada del «trabajo duro» como un engaño calculado. Cualquier persona podía observar que los «grandes hombres» europeos —a diferencia de sus prototipos nativos— no trabajaban nada.

La comprensión de Yali del cosmos no era monopolio del pensamiento salvaje. En los Mares del Sur, como en otras áreas coloniales, las misiones cristianas gozaron de un mandato prácticamente indiscutido en lo que atañe a la educación a los nativos. Estas misiones no difundieron los instrumentos intelectuales del análisis político; no ofrecieron educación en la teoría del capitalismo europeo, ni emprendieron un análisis de la política económica colonial. En vez de ello sus enseñanzas versaron sobre la creación, los profetas y las profecías, los ángeles, un mesías, la redención sobrenatural, la resurrección, y un reino eterno en el que los vivos y los muertos se reunirían en una tierra de leche y miel.

Inevitablemente estos conceptos —muchos de ellos análogos precisamente a temas del sistema de creencias aborigen— tenían que convertirse en el idioma en el que la resistencia de las masas a la explotación colonial se expresó por primera vez. El «cristianismo, las misiones» fue la cuna de la rebelión. Al reprimir cualquier forma de agitación abierta, huelgas, sindicatos o partidos políticos, los mismos europeos garantizaban el triunfo del cargo. Fue relativamente fácil constatar que los misioneros mentían cuando decían que el cargo sólo se otorgaría a la gente que trabajara duro. Lo que era difícil captar es que había un vínculo entre la riqueza de que gozaban australianos y americanos y el trabajo de los nativos. Sin una mano de obra nativa barata y sin la expropiación de las tierras nativas, los poderes coloniales nunca se habrían vuelto tan ricos. Por lo tanto, en cierto sentido, los nativos tenían derecho a los productos de las naciones industrializadas aun cuando no pudieran pagarlos. El cargo era su forma de expresar esto. Y ése, a mí entender, es su verdadero secreto.