Un final emocionante
Todos se quedaron sobrecogidos. Bets palideció. Fatty fue el único que conservó la sangre fría.
—¿Qué sucede? —inquirió—. ¿De qué está usted hablando? ¡Nos encerraron aquí a los seis, sabe Dios con qué fines y seguimos aquí los seis!
El hombre le gritó algo con tal furia, que Fatty decidió no decir nada más. Otros tres hombres irrumpieron en la estancia dispuestos a registrarla. Excuso decir que a los pocos momentos, descubrieron el escondrijo del príncipe.
El hombre de la cara morena abalanzóse sobre él y, zarandeándole brutalmente, le gritó algo en un idioma extranjero. El muchacho se agazapó, muerto de miedo. Los hombres lo arrastraron al pasillo.
—¡Eh, escuchen! —protestó Fatty, siguiéndoles—. ¡Un momento…!
El hombre de la cara morena volvióse a él, con la mano en alto, pero antes de que pudiera descargada sobre Fatty, una recia voz gritó desde el fondo del pasillo:
—¡La policía! ¡Viene la POLICÍA! Tom acaba de ver unos agentes avanzando por el pantano. ¡Alguien nos ha traicionado!
Sobrevino entonces tal algarabía y excitación, que nadie se entendía. Aprovechando la oportunidad. Fatty empujó al príncipe y a los demás muchachos al interior de la habitación. Luego, tomando la llave de la cerradura, volvió a introducirla en ésta por la parte de dentro y encerróse con los demás en el aposento.
—¡Vamos, ánimo, muchachos! —alentó, sonriendo a las seis asustadas caras—. ¡No podrán apresarnos! ¡Esta vez estamos encerrados por dentro!
—¡Oh, Fatty! —exclamó Bets, llorando—. ¡Qué miedo me dio ese hombre! ¿Tú crees que estamos a salvo ahora? ¿No echarán la puerta abajo?
—No se molestarán en intentarlo —repuso Fatty—. Ahora sólo les interesa salvar el pellejo. Nosotros aguardaremos aquí hasta que renazca la calma. Entonces saldremos de nuestro refugio.
—¡Ya vuelve a oírse el zumbido del helicóptero! —exclamó Pip bruscamente.
A buen seguro, el aparato elevábase sobre el hórreo. Sin duda, alguien habíale dado orden de partir.
—¡Pero se va «sin mí»! —profirió el príncipe, triunfante.
Y empezó a hablar en su idioma, loco de contento.
Por la ventana apenas entrevieron una mínima parte de la refriega. Dos policías se precipitaron al edificio. A poco, un hombre atravesó el patio corriendo como un gamo, seguido de un corpulento policía. Voces y alaridos, golpes y porrazos, resonaban de vez en cuando por toda la casa.
—Siento en el alma no participar en todo ese jaleo —lamentóse Fatty.
—Pues a mí me ocurre lo contrario —farfulló Ern, visiblemente asustado—. No me parece en absoluto divertido ¡«Sorrible»!
Al cabo de media hora, sucedióse un gran silencio. ¿Habrían sido apresados todos los hombres? Fatty y sus amigos aplicaron el oído. De pronto oyeron una voz estentórea que gritaba:
—¡FEDERICO! ¿DÓNDE ESTÁS? ¡FEDERICO!
—¡El Inspector Jefe! —exclamó Fatty, aliviado.
Precipitándose a abrir la puerta contestó con todas sus fuerzas:
—¡AQUÍ, SEÑOR! ¡ESTAMOS TODOS SANOS Y SALVOS!
Luego, volviéndose a los demás, ordenó:
—Vamos, salgamos de aquí. Ahora, ya no hay peligro. ¿Qué te pasa, Ern? ¿Te tiemblan las piernas y no puedes andar?
—Sí, un poco —murmuró el pobre Ern, tambaleándose detrás de sus compañeros.
El inspector reunióse con todos ellos en lo más alto de la escalera.
—¿Estáis todos aquí? —preguntó el policía mirándoles ansiosamente—. ¿Quién es éste?
—El príncipe Bongawah, señor —respondió Fatty—. Logré libertarlo. ¿Los ha atrapado usted a todos, señor?
—Creo que sí —asintió el jefe.
Atrayendo al príncipe hacia sí, preguntóle:
—¿Estás bien? ¿No te hicieron nada esos hombres?
—No, señor —replicó el príncipe—. Fue mi tío el que me secuestró. Yo iba en…
—Ya nos contarás lo ocurrido más tarde —interrumpió el jefe—. Bien, Federico, has hecho una gran faena. Aunque no me explico cómo demonios te las arreglaste para descubrir este lugar y venir acá por tu cuenta, encontrar al príncipe y telefonearme en medio de todo el jaleo. Además, te trajiste a todos los Pesquisidores, excepto a «Buster». ¿En dónde está tu perro?
—Tuve que dejarlo en casa, señor —suspiró Fatty—. Temí que se cayera al pantano y preferí no traerlo. Lástima, porque «Buster» goza mucho cuando pasa algo emocionante.
—Tenemos varios coches en la orilla del pantano —declaró el jefe—. Al presente, dos de ellos proceden a trasladar a algunos de los detenidos al cuartel, pero volverán pronto, y entonces os llevaré a casa.
—Entretanto, ¿por qué no nos damos una vueltecita por aquí, señor? —propuso Fatty—. Es muy raro que alguien posea una alquería en medio de un pantano.
Fue un alivio para todos volver a respirar aire puro. Una mujer muy asustada les miró desde una puerta.
—¿Quién es? —preguntó Fatty, sorprendido.
—Una sirvienta —explicó el jefe—. De momento la dejamos aquí, porque alguien tiene que cuidar de las gallinas, los cerdos y los patos.
Tras recorrer el patio, dirigiéndose a la parte posterior del gran hórreo, esto es, al lugar donde había aterrizado el helicóptero. Efectivamente, una gran extensión llana de terreno había sido desbrozada para improvisar un campo de aterrizaje.
Después de reconocer el lugar, encaminándose todos a un grupo de cobertizos cercanos, comentando alegremente los recientes acontecimientos y congratulándose de que todo hubiera terminado.
Un ruido inesperado les detuvo en seco.
—¿Qué ha sido eso? —exclamó Larry—. Parece que ha sido en aquel cobertizo. ¿No habrá algún animal encerrado allí, un toro, por ejemplo?
El ruido se repitió, seguido de una serie de golpes. La puerta del cuarto trepidó.
—Será mejor que echemos un vistazo —decidió el jefe—. Parece un toro enfurecido.
Percibiéronse entonces una especie de gruñidos y resoplidos.
—No es un toro —infirió Fatty—. Parece una mezcla de toro y de persona. Me acercaré a mirar por la ventana, sin abrir la puerta, por si acaso.
La ventana del cobertizo estaba muy alta. Para subir hasta ella, Fatty tuvo que apoyar una escalera de mano en la pared. Al descender de lo alto, dijo sonriendo:
—Es un amigo suyo, señor.
Una vez en el suelo, Fatty descorrió el cerrojo de la puerta. Ésta abrióse de par en par, dando paso a un enorme, sucio, sudoriento y furioso personaje, con los puños en alto y los pelos de punta.
—¡«Goon»! —barbotó el jefe, casi cayéndose de espaldas de puro asombro—. ¡GOON! ¿Pero «es» usted? ¡GOON!
Era, en efecto, el señor Goon, y daba pena verle de tan sucio y desaseado. Resollaba como un perro y, entre su enmarañada cabellera, asomaban briznas de paja. El hombre contempló, estupefacto, al pequeño grupo surgido ante sus ojos, pero se apaciguó al punto al ver al Inspector Jefe.
—Buenos días, señor —farfulló el infeliz, tratando de atusarse el pelo.
—¿Por qué desapareció usted sin dejar ningún mensaje indicando su paradero? —interrogó el jefe—. Le hemos estado buscando por todas partes.
—Tuve el… presentimiento de que ocurría algo por aquí —tartamudeó el pobre Goon, aún jadeante—. Tomé el último tren, señor, y me perdí por estos pantanos. Al ver que me hundía en el lodo, pedí auxilio a grandes voces.
—¡Oh, señor Goon! —compadecióle la bondadosa Bets—. ¡Qué mal rato debió usted de pasar! ¿Acudió alguien a salvarle?
—¡A salvarme! —resopló el policía cobrando de nuevo el aspecto de un toro bravo—. ¡Lo que hicieron fue sacarme de allí y encerrarme en ese establo! ¿Y por qué? ¡Debieran ser detenidos, señor! ¡Atreverse a maltratar a la policía! ¡Me molieron la espalda a puñetazos!
—No se preocupe, Goon —tranquilizóle el jefe—. «Ya» están todos detenidos. Se ha perdido usted el final.
—¡Cáscaras, qué facha tiene usted, tío! —exclamó Ern de pronto, soltando una sonora carcajada.
El señor Goon le miró como si hasta entonces no se hubiese percatado de su presencia.
—¡ERN! ¿Qué haces aquí? ¿Quién te manda meterte en lo que no te importa? ¡Me las pagarás por reírte de mí!
—Repórtate, Ern —reconvino Fatty, severamente, compadeciéndose del pobre Goon.
¡Qué lío se había armado con todo, a pesar de la copiosa información recibida de los muchachos!
—El señor Goon dio pruebas de mucha perspicacia al venir aquí —dijo Fatty al jefe, con aire inocente—. Es más, llegó a este lugar antes que nosotros. ¡Lástima que se cayera en el pantano! De no haber sido así, lo habría resuelto todo él.
El señor Goon pareció extremadamente complacido. De pronto, sintió una chispa de afecto por Fatty, diciéndose que, a fin de cuentas, tal vez aquel muchacho no era tan perverso como suponía.
—El talento es una gran cosa, el valor es excelente, la fertilidad de recursos es extraordinaria —murmuró el jefe, mirando a Fatty—. Pero la generosidad es lo más grande de todo, Federico. ¡Algún día, estaré orgulloso de ti!
Fatty se ruborizó. El señor Goon había oído también el pequeño discurso del jefe, pero no captó el alcance de aquellas palabras.
—Así, pues, ¿ya está todo listo? —inquirió el hombre, acercándose al grupo, al tiempo que intentaba sacudirse las brozas de su indumentaria—. ¿Qué ha sucedido, señor?
—Le aconsejo que primero vaya usted a lavarse —murmuró el Inspector Jefe, mirándole, compasivo—. No tiene usted idea del aspecto que presenta, Goon. Además, supongo que después de estar ahí encerrado toda la noche, debe de tener hambre y sed. Diga a la mujer de la alquería que le prepare algo de comer.
—Ha acertado usted, señor. No me vendría mal tomar un bocado. Si me necesita, ¿me llamará usted, jefe?
—Sí —asintió el inspector—. Estamos aguardando a que regresen los coches para marcharnos.
—Hasta luego, tío —le gritó Ern.
Pero Goon no se dignó contestar. Al punto, desapareció en dirección a la alquería, con su desaliñado y peculiar aspecto, pero sin sombra de abatimiento. Al fin y al cabo, decía el hombre, ¿no había llegado a los pantanos antes que Fatty? Y éste, ¿no acababa de admitir que así era? Pues entonces, ¿por qué preocuparse? ¡Al fin y al cabo, no había ido tan mal la cosa!
—Esta vez ha sido un misterio muy raro —comentó Bets, colgándose del brazo del jefe—. Al principio, no pudimos descubrir ninguna pista, y luego, de pronto, estalló todo como una bomba.
Todos se rieron.
—Bets ha gozado mucho con este misterio, ¿verdad, Bets? —inquirió Fatty—. Y conste que yo también lo he pasado muy bien.
—Y yo —intervino Ern, con convicción—. ¡Estupendamente! ¡«Esapena» que Sid y Perce no hayan podido disfrutar de este final!
—¡Oh, sí! —convinieron todos, cloqueando—. ¡ESAPENA!
El Inspector Jefe sonrió.
—Bien, vamos a ver —dijo—. ¿Cuándo volveréis a tener vacaciones? ¿Por Navidad? ¡Magnífico! En este caso, ¡hasta el próximo misterio! ¡Ojalá termine tan bien como éste!
FIN