Capítulo XXI

El señor Goon pasa un mal rato

A los diez minutos, Fatty presentóse en casa del policía, limpio, y pulido. Había tenido el tiempo justo de despojarse del disfraz y lavarse la cara y las manos, pero se reservó un minuto para reírse a mandíbula batiente de la historia del vagabundo en la versión del señor Goon.

Éste acudió a abrirle la puerta, conservando su pomposidad.

—Allí la tienes —dijo, señalando el rincón del vestíbulo donde estaba la bicicleta—. De la policía nadie se burla, Federico.

—Reconozco que ha hecho usted una faena magnífica —ensalzó Fatty con tal admiración que el señor Goon sintióse compelido a repetir la historia del vagabundo realzándola con nuevos y pintorescos aditamentos.

—Le estoy muy agradecido, señor Goon —declaró Fatty, encarecidamente—. A cambio de este gran favor, quiero informarle de cierta noticia. Hemos descubierto algo más con referencia al secuestro. Me consta que Ern le puso a usted en antecedentes de lo del príncipe escondido en un cochecito debajo de unos niños, ¿recuerda usted? Pues bien, ahora hemos averiguado que aquél no era el verdadero príncipe, sino un gitano que había suplantado su personalidad. «Parece» ser que el verdadero príncipe está en los Pantanos de Raylingham.

Durante el relato de Fatty, el señor Goon fue enfurruñándose gradualmente.

—Oye, chico —estalló al fin el policía—. ¿Por qué no inventas un cuento mejor? ¿Cuántos príncipes intervienen en esta historia?

—Le aseguro que no le engaño, señor Goon —afirmó Fatty—. Prometí ayudarle esta vez, y estoy intentándolo. Pero usted complica mucho las cosas con su actitud incrédula y pasiva.

—Lo mismo te digo —refunfuñó Goon—. Primero os disfrazáis de extranjeros y habláis como si lo fuerais. Luego encargas a Ern que me cuente una historia de príncipes y cochecitos de mellizos, y ahora me sales con que el pasajero de éste era un gitano y conque quieres que vaya a perder el tiempo a los Pantanos de Raylingham en busca de otro príncipe. ¡No pienso complacerte!

—No pretendo que pierda usted el tiempo —repuso Fatty—. Sólo le sugiero que telefonee al Inspector Jefe y se lo cuente todo. Él le dirá lo que hay que hacer.

—Atiende —farfulló el señor Goon, empezando a sofocarse—. Una vez telefoneé al jefe para informarle de lo sucedido con una tal princesa Bongawee, hermana del príncipe, y resultó ser todo una invención tuya para ponerme en ridículo. ¡No menees la cabeza! ¡Me consta que lo hiciste! Después, trataste de que le contara otra historia estúpida, y ahora quieres que le explique esta nueva patraña. ¡Píntatelo al óleo!

—Le aconsejo que lo haga —insistió Fatty—. ¿O prefiere que me encargue yo? En este caso, toda la gloria volverá a recaer sobre mí.

—Tú tampoco tienes que telefonear para nada —soltó el señor Goon—. ¿Por qué no te mantienes al margen de este asunto? ¡Yo me encargo de él! ¡Tú no haces más que entorpecer la acción de la Ley! Eres un incorregible entrometido, un…

—¡Calma, calma, señor Goon! —interrumpió Fatty, tomando la bicicleta por el manillar para sacarla del vestíbulo—. ¡No se entusiasme! ¿Qué sacará usted con perder los estribos?

Llevando la bicicleta a la calle, montó en ella, al tiempo que se volvía para decir:

—¡Ah, se me olvidaba preguntarle una cosa, señor Goon! ¿Sabe usted si aquel vagabundo con quien tuvo que habérselas logró atarse el zapato al fin?

Sin aguardar la respuesta, Fatty pedaleó, cloqueando, calle abajo. El señor Goon quedóselo mirando de hito en hito en la oscuridad, presa del máximo desconcierto. ¿Cómo sabía aquel chico que el vagabundo había dicho que quería atarse el zapato? Él no había mencionado para nada el incidente. ¿«Cómo» se explicaba, pues, que Fatty lo supiera?

De pronto se hizo luz en su cerebro. Como un autómata, dirigióse a su salita de estar y, sentándose pesadamente en su sillón, sepultó la cabeza entre las manos con un gemido. ¡El vagabundo era Fatty! Habíale arrebatado la bicicleta y, al darle cuenta el chico de su desaparición, invitóle a pasar a recogerla, dándose jabón y, para colmo, habíasela entregado sin aludir para nada el detalle de que el vehículo no llevaba la luz anterior reglamentaria.

¿Quién le mandaba inventar aquella fantástica historia? ¡Cómo debía de haberse reído Fatty para sus adentros! El señor Goon pasó al menos media hora pensando en todas las horribles venganzas de que ansiaba hacer objeto a Fatty, pero ¡ay!, sabía perfectamente que jamás tendría ocasión de ponerlas en práctica. ¡Fatty era de los que sabían nadar y guardar la ropa!

Una vez más sonó el teléfono y, dando un respingo, el señor Goon tomó el receptor furiosamente. ¡Si el comunicante era aquel gordinflón le cantaría las cuarenta!

Pero no era Fatty. Era un mensaje del Inspector Jefe sucintamente transmitido por otro policía.

—¿El agente Goon? Ahí va un mensaje del jefe. Según informes de uno de nuestros hombres, parece ser que el muchacho del campamento no era el verdadero príncipe, sino un impostor. Al serles mostradas varias fotografías del príncipe en cuestión, los chicos del «camping» no le identificaron con el muchacho que estuvo con ellos unos días. El jefe dice que, si tiene usted algún indicio o sospecha respecto a esto se sirva enviar su informe.

El señor Goon quedóse boquiabierto, sin saber «qué» decir. Al parecer, el mensaje que le había comunicado Ern de parte de Fatty no era un cuento de hadas, sino algo absolutamente real. ¿Sería verdad aquella historia del príncipe y el cochecito y la nueva noticia que acababa de comunicarle Fatty sobre la suplantación de un gitano?

—¿Agente Goon? —inquirió la voz del comunicante con impaciencia—. ¿Sigue usted ahí? ¿Ha oído usted lo que le he dicho?

—¡Ah, sí! —jadeó Goon sintiéndose súbitamente como si hubiese recorrido una milla de distancia—. Gracias. Eso es muy interesante. Ya… ya reflexioné sobre ello… y mandaré mi informe cuanto antes.

—De acuerdo, buenas noches —dijo la voz.

Y su propietario colgó el receptor.

Por segunda vez aquella noche Goon desplomóse en su sillón y, llevándose las manos a la cabeza, lanzó un lastimero gemido. ¿Por qué no habría informado al jefe de todo lo que Ern le había dicho? Al presente, otro agente había obtenido la información, adelantándose a él. Súbitamente, Goon empezó a sospechar que tal vez no tendría tanto talento como se figuraba.

«Primero metí la pata telefoneando al jefe para contarle aquella bobada de la princesa Bongawee —pensó el infeliz—. Luego “me abstuve” de informarle de la huida del príncipe en la cuna de los mellizos. ¡Ahora comprendo por qué esos chicos fueron a la Feria! ¡Para tratar de localizar a los mellizos y a su madre!».

Tras permanecer un rato vacilando, el policía recordó el último detalle que Fatty acababa de decirle: la suposición de que el «verdadero» príncipe estaba en los Pantanos de Raylingham.

¿Sería verdad esto? ¿De veras suponía el chico semejante cosa? El señor Goon no sabía qué partido tomar. ¿Se atrevería a telefonear al jefe para informarle de ello? ¿Y si luego resultaba que no existía aquel lugar o surgía algún otro inconveniente?

El señor Goon empezó a ponerse nervioso. De pronto procedió a pasearse por la estancia entre gemidos y lamentaciones. ¡Perdería el puesto de policía si no procuraba hacer algo especial en seguida!

Por fin, tomando un mapa de la comarca, buscó los Pantanos de Raylingham. En efecto, existía aquel lugar. ¿Qué habría allí, sólo pantanos o algún poblado? ¡A lo mejor era un paraje desierto!

«No hay más que una alternativa —decidió al fin el señor Goon—. Ir a ese lugar. Vamos a ver, ¿qué hora es? Según parece, hay una estación de ferrocarril a una o dos millas de allí. ¿Podría tomar algún tren?».

El hombre consultó el horario en la guía de ferrocarriles. Había un tren, el último del día, en el plazo de tres cuartos de hora. El señor Goon llegó a la conclusión de que debía darse prisa si de veras deseaba tomarlo.

Despojándose de uniforme, vistióse de paisano. No era aconsejable ir a acechar un escondrijo vestido de uniforme. Así, pues, el policía se puso unos enormes pantalones de franela gris, un jersey también gris con sendas franjas amarillas en el cuello inferior, y una gorra. Tras completar su atuendo con una holgada americana de «tweed», el hombre miróse en el espejo.

«¡Nadie diría que soy un agente de policía! —se dijo—. ¡También yo puedo permitirme el lujo de disfrazarme alguna vez! ¡Parezco un excursionista! Meteré unos bártulos en una mochila para completar mi caracterización».

Tuvo el tiempo justo de tomar el tren. Éste llegó puntualmente a la estación inmediata a los Pantanos de Raylingham, la estación de Raylingham, un apacible lugar con un solo empleado que hacía las veces de mozo, de revisor de billetes y de todo lo imaginable en una estación.

El hombre pareció sorprenderse al ver apearse al señor Goon del último tren.

—¿De veras deseaba usted apearse aquí, amigo? —inquirió—. ¿No se habrá equivocado de estación?

—No —repuso el policía—. Soy un… un excursionista. Vengo de excursión.

—Pues le aconsejo que no ande usted por los pantanos a estas horas de la noche —dijo el mozo, desconcertado.

—¿Hay casas en los pantanos? —preguntó Goon.

—No muchas —respondió el empleado—. Sólo dos. Una de ellas es una alquería, situada en un altozano; la otra, una casa muy grande que, al decir de la gente, pertenece a unos extranjeros.

«¡Ah! —pensó Goon—. Ésa es la casa que busco. Iré allí como sea a echar un vistazo. A lo mejor encuentro al príncipe. Hasta es posible que logre rescatarlo».

Ya se imaginaba con el príncipe a cuestas atravesando peligrosos pantanos y lo que era más, magníficas fotografías suyas y del príncipe en todos los periódicos, con titulares como éste: «Un valiente policía rescata a un príncipe secuestrado».

Alejándose en la penumbra de la apenas iluminada estación, el señor Goon salió a la oscuridad del exterior. Junto a la salida había una vereda. El hombre optó por seguirla con la máxima cautela. ¡Sin duda conduciría a alguna parte!

El mozo le vio partir, mudo de asombro.

«¡Qué tipo más raro! —se dijo el empleado—. ¡Apuesto a que le falta un tornillo! ¿A quién se le ocurre ir de excursión a los pantanos a estas horas de la noche? ¡La policía debiera enterarse de “su” presencia aquí y vigilar sus andanzas!».

Pero nadie vigilaba al intrépido y valiente señor Goon. Estaba solo, absolutamente solo, entre las sombras de la noche.