Capítulo XX

Fatty vuelve a casa

Fatty quedóse tan sorprendido que no acertaba a articular una palabra. Al verle de aquel modo, Rollo sonrió, regocijado.

—No me importa «haberte» contado todo esto, porque eres amigo de mi tío, el jefe Tallery —exclamó el chico, comprendiendo, de pronto, que había revelado una porción de secretos—. Pero no le digas que te lo he explicado.

—No temas —tranquilizóle Fatty—. Además, tu tío no está aquí. ¿Dónde está?

—Pues verás. Él cree que no lo sé, pero me consta que, está en los Pantanos de Raylingham. Oí que se lo decía a su amigo Joe, en una conversación que sostuvieron los dos, sin sospechar que yo andaba por allí cerca.

—¿Y es allí donde está el príncipe… el verdadero príncipe? —inquirió Fatty.

Súbitamente, Rollo mostróse cauteloso.

—Creo que estoy hablando demasiado. ¿Qué bicho me ha picado? Olvida lo que te contado de ese príncipe, ¿oyes? No sé dónde está.

—Aseguraste que lo sabías hace un momento —instigó Fatty.

—Bien, puede que lo sepa y puede que no lo sepa —gruñó Rollo—. Pero no pienso «decírtelo».

—Como quieras —convino Fatty—. Al fin y al cabo, ¿a mí qué me importa? Lo que no me explico es que tuvieras que disfrazarte de príncipe, escaparte y hacer creer a la gente que te habían secuestrado. No acierto a comprender el porqué de todo esto.

—Pues debieras comprenderlo —espetó Rollo, rudamente—. A no ser que seas un poco duro de mollera.

—¡Vaya con lo que sales ahora! —protestó Fatty—. ¿Habráse visto tupé? ¿Qué culpa tengo yo de no ser ni remotamente tan listo como tú? ¡Aunque estuviera veinte años pensando, no comprendería el intríngulis de todo esto!

—Pues resulta muy sencillo —aseguró Rollo, gozando infinitamente de la situación—. Atiende y verás. Al parecer, hay alguien interesado en deshacerse de un príncipe para evitar que éste ocupe algún día el trono. ¿Estás en el caso de esto?

—Sí —asintió Fatty, humildemente.

—Pero habría sido muy difícil secuestrarle y sacarle del país antes de que la policía descubriese su desaparición —prosiguió Rollo—. Así, pues, todo cuanto sucedió fue que, al ser enviado el príncipe en coche al Campamento Escolar, el chófer se detuvo en un lugar convenido y el príncipe fue trasladado a otro coche en tanto yo ocupaba el primero, vestido de veinticinco alfileres como el príncipe.

Súbitamente. Fatty comprendió. ¡De modo que «aquello» era el cómo, el dónde y el porqué! Alguien quería quitar de en medio al príncipe sin que el secuestro se descubriera hasta haber tenido tiempo de llevar al muchacho a otro sitio, cosa que resultaba extraordinariamente fácil con la complicidad del chófer. Todo consistía en cambiar los chicos durante el viaje y aleccionar al impostor conforme permanecería unos pocos días en el campamento haciéndose pasar por el verdadero príncipe y luego se reuniría con su tía al otro lado del seto para desaparecer con los mellizos en el cochecito doble, previsto para el caso. Nadie sospecharía que la mujer tenía algo que ver con el segundo «secuestro», el cual, prácticamente, era el primero y único secuestro. ¡Nadie barruntaría el auténtico secuestro!

—¡Qué plan más estupendo! —exclamó Fatty, en tono de profundísima admiración—. El jefe Tallery es mucho más listo de lo que me figuraba. ¡Cáscaras, qué talento! La próxima vez que lo vea, le pediré que me permita intervenir en su próxima faena. ¡Debe de haber mucho dinero detrás de todo esto!

—Lo hay —corroboró Rollo, jactosamente—. Calculo que por lo menos cobrará cien libras, de las cuales ha prometido darme con seguridad diez por mi suplantación del príncipe.

—¡Sopla, vas a ser rico! —exclamó Fatty—. ¿Te gustaba hacer de príncipe? ¿No te olvidabas nunca de hacer comedia?

—No —repuso Rollo—. Era muy fácil. Soy tan moreno como el príncipe y más o menos de su misma edad y estatura. Recibí órdenes de no hablar inglés y decir sólo jerigonzas sin sentido. El único mal rato que pasé fue cuando uno de las maquinadores del plan acudió a verme para ver cómo iba la cosa e insistió en sostener sobre mí la Sombrilla de Ceremonial. Me sentí ridículo. Todos los chicos se burlaban de mí.

—¿Lo pasaste bien en tu papel de príncipe? —inquirió Fatty.

—Bastante —contestó Rollo—. Por primera vez en mi vida, dormí en pijama, un hermoso pijama de seda azul y dorada, con botones a juego. Mi tía tenía orden de quemarlo en cuanto llegase aquí y así lo hizo, para evitar que alguien lo reconociera. Pero guardó los botones y los cosió en un blusa. Eran tan buenos, que le dio lástima tirarlos.

Fatty no pudo menos de dar gracias al cielo de que la tía de Rollo hubiese sido tan conservadora en lo tocante a los botones. Si no los hubiese cosido en la blusa, si no hubiese lavado la prenda para tenderla luego en el tendedero, Pip no habría descubierto los botones y, a estas horas, él no estaría sobre aquella magnífica pista.

—Supongo que el jefe Tallery colaboró en la maquinación del plan —profirió Fatty—. ¿Debe de ser muy listo, verdad?

—Es un as —ensalzó Rollo, orgullosamente—. Un tío como pocos. Me encantaba hacer de príncipe, pero cuando los chicos del campamento querían que me bañase, armaba un alboroto de espanto. Constantemente me echaban en cara el que no me asease ni lavase los dientes. Muchas veces tenía tentaciones de contestarlas adecuadamente y hasta dije unas pocas frases en inglés; pero temía traicionarme si pendía los estribos.

—Naturalmente —convino Fatty—. Al parecer, hiciste muy bien tu papel. No creo que nadie sospechase que no eras el verdadero príncipe. ¿Te pareces a él físicamente?

—Bastante —declaró Rollo—. Es un chico corriente como yo. Mi máxima preocupación era que algún conocido del príncipe acudiese a verme. Pero, afortunadamente, no fue así.

—¿Y dices que sabes a dónde llevaron al príncipe? —insistió Fatty—. ¿Sigue aún en el mismo sitio?

Una vez más, Rollo mostróse reservado.

—No pienso decirte eso —replicó—. No quiero que mi tío me desuelle vivo, ¿oyes? Ni siquiera sabe que oí a dónde pensaba ir.

Fatty llegó a la conclusión de que no podría sacarle una palabra más. Por fortuna, al presente conocía perfectamente todo el complot. ¡Qué sencillo, qué bien llevado a cabo! Gracias al hábil disimulo del verdadero secuestro con el falso, había sido posible embaucar a la policía y evitar que ésta procediera a la búsqueda del príncipe hasta varios días después de su «auténtico» secuestro.

¿Habríanse deshecho ya del verdadero príncipe sus secuestradores? ¿Volvería a saberse de él? Contando con que lo tuviesen aún escondido, no había tiempo que perder. Podía sucederle algo en cualquier momento.

Los Pantanos de Raylingham. Si el tío de Rollo, el jefe Tallery, estaba allí, probablemente también se hallaban en el lugar todos los componentes de la banda y el príncipe secuestrado. ¿Dónde estaban aquellos Pantanos? Fatty decidió buscarlos en el mapa en cuanto llegase a casa.

Con un suspiro, el muchacho se puso en pie para marcharse. Estaba anocheciendo ya y en el campo sólo quedaba el personal de la Feria. Fatty no había podido acudir a cenar. Afortunadamente, sus padres estaban ausentes y no se enterarían de su escapatoria.

—Bien —dijo a Rollo—, hasta otro rato. Debo marcharme.

—¿No esperas a que vuelva mi tía? —interrogó el gitanillo, que, por entonces, habíase encariñado ya un poco con Fatty—. ¿Cómo dijiste que te llamabas?

—Jack Smith —repitió Fatty—. No, no puedo aguardar. Salúdala de mi parte y dile que ya volveré por aquí otro día, aunque es posible que ella no me recuerde.

Y mientras Fatty iba en busca de su bicicleta para regresar a casa, pensó para sus adentros:

«¡Qué va a recordarme! ¡Diantre! ¡Ahora resulta que no me he traído la luz! ¡No pensaba volver a casa tan tarde! ¡Confío en que no me pille el viejo Goon!».

Fatty alejóse velozmente, dándole vueltas al magín. ¡Qué complot! Ahora comprendía por qué aquel misterio habíales parecido tan peculiar. ¡De los dos secuestros perpetrados sólo uno, el falso, había sido dado a conocer!

Los Pantanos de Raylingham. ¿Habría una casa en los pantanos? ¿Estaría el príncipe allí escondido? ¿Habría Rollo oído bien el nombre, o se lo inventaba? Era un chico tan charlatán, fachendoso y presumido que, a lo mejor, parte de lo que había dicho era mentira. Fatty avanzaba por el camino tan ensimismado en estos pensamientos, que llegó a Peterswood casi sin darse cuenta.

Como no llevaba luces, extremó las precauciones a la entrada del pueblo. Pero he ahí que, de pronto, salióle al paso una oscura figura agazapada detrás de un árbol y le gritó autoritariamente:

—¡Eh, tú! ¡Detente! ¿Dónde vas sin luz? ¿No sabes que eso es faltar al reglamento?

«¡Goon! —pensó Fatty—. ¡Lo que faltaba!».

Y apeóse de la bicicleta, tratando de inventar algún pretexto para salir del paso.

Goon le enfocó con su linterna. Al ver a aquel andrajoso vagabundo con un zurrón a la espalda, el policía sospechó inmediatamente.

—¿Es tuya esta bicicleta? —inquirió, secamente.

—¡Tal vez! —respondió el buhonero con insolencia.

—Será mejor que me acompañes para acreditar tu personalidad —empezó Goon—. ¡Mira que conducir sin…!

—Sosténgame usted la bicicleta mientras me ato el zapato —instó el buhonero empujando el vehículo hacia el policía con tal fuerza, que éste tuvo que sujetarlo para evitar que le cayese encima.

¡Y mientras lo sujetaba, Fatty echó a correr como un gamo!

—¡Alto! —gritó Goon—. ¿Conque esas tenemos, eh? ¡Detente, ladrón!

Al tiempo que así se expresaba, el policía montó en la bicicleta para perseguir al fugitivo. Pero éste precipitóse a un sendero por el cual no podían circular los ciclistas y Goon tuvo que desistir de su empeño. ¡No podía circular sin luces por un sendero de circulación prohibida porque, si lo hacía, a buen seguro aparecería aquel gordinflón como por arte de encantamiento y le sorprendería en falta! En consecuencia, Goon optó por dar media vuelta y regresar a su casa. Aquella bicicleta resultábale vagamente familiar. Al llegar a su domicilio, metióla en el vestíbulo para examinarla. Luego, tomando su libreta, anotó una descripción completa del vehículo.

—Tamaño grande. Marca: Atlas. Color: negra con líneas encarnadas. Cesta delante. Sin luces. En buen estado.

Seguidamente, escribió una descripción del individuo que la llevaba.

—Vagabundo. Gorra de paño echada sobre la cara. Pañuelo rojo al cuello. Jersey mugriento. Pantalones de franela. Pendientes. Grosero e insolente. Tuve que obligarte a entregar la bicicleta, ya que en seguida me figuré que la había robado. Tras un tremendo forcejeo, logré arrebatársela, y entonces, el sujeto huyó, despavorido.

En aquel preciso instante, sonó el teléfono. El hombre dio un respingo.

—Aquí, la policía —dijo, tomando el receptor.

—¿Es usted, señor Goon? —inquirió la voz de Fatty al otro extremo del hilo—. Siento «muchísimo» molestarle, pero debo informarle que me han robado la bicicleta. Ha desaparecido. Temo que le resulte a usted imposible dar con el ladrón, pero he juzgado preferible dar parte.

—Características de esa bicicleta, por favor —solicitó Goon adoptando el tono más profesional posible.

—Sí, señor —accedió Fatty—. Tamaño grande. Marca: Atlas. En muy buen estado. Negra con una raya encarnada. Una cesta delante. Y…

Aclarándose la garganta, Goon declaró pomposamente:

—Aquí la tengo, Federico. Hace un cuarto de hora, sorprendí a un vagabundo conduciéndola. Un tipo insolente y duro de pelar. No quiso entregarme la bicicleta cuando se la requerí.

—En este caso, ¿cómo pudo usted recuperarla? —preguntó Fatty, con voz asustada.

—A fuerza de forcejeos —respondió Goon, recurriendo a la imaginación—. Fue un poco difícil, pero, al fin, se la arrebaté de las manos. El tipo se asustó tanto, que echó a correr coma alma que lleva el diablo. Entretanto, me traje la bicicleta aquí. Puedes pasar a recogerla, si quieres.

—¡Caramba! —exclamó Fatty, con admiración—. ¡Qué actuación más rápida la suya, señor Goon!

El policía se puso muy hueco al oír semejante elogio, tanto más cuanto que aquel gordinflón no solía prodigárselos.

—Yo nunca pierdo el tiempo —masculló el señor Goon, muy dignamente—. Bien, quedamos en que pasarás por aquí dentro de un par de minutos, ¿no es eso?

—¡Dentro de diez minutos me tendrá usted ahí! —prometió Fatty, alborozado.

Y colgó el receptor.