Capítulo XVII

La exhibición infantil

El señor Goon pasó también ante la hilera de bebés. Los chiquitines asustáronse al ver su enorme corpachón vestido de azul y su brillante cara coloradota y, naturalmente, echáronse a llorar.

—¡Ha-a-a! —gemían—. ¡Ha-a-a-aaa!

El señor Goon los miró, enfurruñado. No le gustaban los niños. Además, estaba preocupado. Recordaba la extraordinaria historia de Ern del príncipe desaparecido en un cochecito de mellizos. ¡Y allí, ante sus ojos, tenía una hilera de niños gemelos! Según eso, ¿había Fatty dado crédito a aquel cuento? ¿Habría algo de verdad en todo aquello?

El señor Goon decidió observar atentamente a los mellizos. Sin cesar de mirarlos hizo ademán de tocar con el índice a uno o dos de ellos. Al propio tiempo, advirtió que Ern pasaba junto a ellos, mirándolos detenidamente. Por fin, al ver salir al chico por la parte trasera de la tienda, le siguió.

Las madres lanzaron un suspiro de alivio.

—¿Para qué habrá entrado ese hombre? —masculló una de las mamas—. ¿Para asustar a nuestros niños? ¡Los ha alborotado a todos con sus guiños y sus bobadas!

Entretanto, Ern habíase reunido con Bets y Daisy.

—¿«Por qué» no hiciste lo convenido, Ern? —inquirió Bets, enojada—. Prometiste afirmar o negar con la cabeza para calmar nuestra impaciencia. ¿Son ellos o no?

—Pues no lo sé —respondió Ern, desconcertado—. Todos esos críos me parecen iguales. Lo siento, Bets. No podría reconocerles. Son todos exactos.

—Claro está que Bert podría ser la abreviatura no sólo de Robert, sino también de Albert y Hubert —observó Bets—. No sabemos si aquel Bert que conoció Sid se llamaba «Robert».

—¡Se me «ocurre» una idea! —exclamó Daisy de repente—. Busquemos el cochecito en que vinieron Margery y Robert. Seguramente Ern podrá reconocerlo.

—¡Oh, sí! —convino Ern con aire confiado—. Vamos a ver, dejadme recordar. ¿Cómo era, azul o verde oscuro?

Las dos muchachas miráronle exasperadas.

—¡Eres una nulidad! —espetó Daisy—. ¡No nos sirves para nada! ¡Siempre estás en Babia!

Ern quedóse abrumado de vergüenza de pensar. En aquel momento, el señor Goon salió de la tienda. Excuso decir la indignación de las muchachas al ver que Ern echaba a correr como alma que lleva el diablo dispuesto a desaparecer una vez más.

—¡Ern! —gritó Bets—. ¡Vuelve aquí a mirar las cunas!

El señor Goon aguzó el oído. ¡Cunas! ¡Cunas! Sin duda, «ocurría» algo aquella tarde. ¡Aquellos condenados chicos «estaban» investigando algo!

Finalmente, Bets y Daisy, renunciando a Ern, dirigiéronse al lugar donde se alineaban los cochecitos vacíos. Había dos enormes coches dobles, otro muy grande reformado para el transporte de dos niños, y gran cantidad de cochecitos individuales.

—Propongo que aguardemos aquí hasta que venga Ern —murmuró Bets, fatigada—. Me figuro que volverá tarde o temprano. ¿Qué estarán haciendo los tres chicos? ¡Mira! ¡Ahí está el señor Goon! ¡A él también le interesan las cunas!

En efecto, el señor Goon procedía a examinarlas. ¿Hallaría en ellas algún indicio revelador? De hecho, el hombre no se hacía ilusiones. Con todo, las miró una a una detenidamente, con gran asombro de una mamá que acudió a buscar algo para su bebé.

—¿Piensa usted comprar un cochecito? —preguntóle la señora.

Sin dignarse contestar, el policía se alejó en busca de Ern.

A poco, las madres empezaron a instalar de nuevo a sus pequeños en las cunas. Todos habían tomado parte en el concurso y «Margery y Robert» acababan de obtener sendas rosetas con la distinción: «Primer Premio de Mellizos».

—¡Oh! —exclamó Bets, adelantándose—. ¿Han ganado el primer premio? ¡Qué hermosos! ¿Me permite que le lleve uno, señora? Me encantan los niños.

—Preferiría que me trajeras la cuna —jadeó la madre, cargada con sus dos robustos bebés—. Está allí.

—¿Cuál es, señora?

—Aquélla —indicó la madre.

¡Era una pequeña y deteriorada cuna individual! ¡Qué desilusión! ¡Pensar que Bets daba por seguro que aquellos mellizos iban en un cochecito doble! Sin duda, Margery y Robert «no» eran los mellizos que buscaban, ya que Ern y Sid habían afirmado categóricamente que los de la caravana tenían una cuna doble.

Bets llevó la pequeña cuna individual a la señora.

—Tú aquí, Magde —dijo ésta, instalando a la niña en un extremo y al niño en el otro—. Vamos, Robbie, no hagas pucheros. ¡Acaban de darte el primer premio! ¡Anda, ríete, monín!

Daisy y Bets cambiaron una mirada. ¡Magde y Robbie, no Marge y Bert! Eso lo aclaraba todo. Ni eran los mellizos de la caravana, ni aquélla era su madre. ¡Habían hecho un viaje a la Feria absolutamente en balde!

—En fin, Bets —suspiró Daisy—. Propongo que ahora nos divirtamos un poco. Ya hemos hecho nuestra investigación y, como todas las efectuadas hasta la fecha no ha dado resultado. ¡Empiezo a dudar de que alguna vez logremos desentrañar este misterio!

Ambas subieron a las barcas mecedoras y luego probaron suerte en el lanzamiento de aros. Bets logró rodear con un aro un jarrito encarnado y tomó posesión de él, alborozada. En aquel momento presentóse Fatty.

—¡Bets! ¡Daisy! ¿Alguna novedad? ¿Eran los mellizos? ¿Qué dijo Ern?

—¡Oh, Fatty! —exclamó Daisy—. ¡Qué desilusión! Había unos mellizos llamados Margery y Robert y, al principio, pensamos que serían los de la caravana. Pero después descubrimos que los llamaban Magde y Robbie. Ern no nos prestó la menor ayuda. Echó una ojeada a las parejas de mellizos, pero salió con que todos se parecían tanto que no tenía idea de si entre ellos figuraban los de la caravana.

—Además, Magde y Robbie iban en una cuna individual —intervino Bets—. Total que hemos hecho el viaje en balde.

—¡Eso no, Bets! —repuso Fatty conduciéndola hacia el tiovivo—. Vamos, escoge el animal que prefieras y pagaré dos vueltas para que estés contenta.

Bets optó por un león y el muchacho encargado del tiovivo puso a toda marcha el mecanismo con gran regocijo de Bets y sus compañeros de viaje. Éste se prolongó tanto que fue la sensación de todos los presentes.

—¡Qué divertido! —exclamó Bets, bajando del león con piernas vacilantes—. ¡Cielos! ¡Todavía me parece estar dando vueltas y más vueltas!

De pronto, Fatty vio al señor Goon a lo lejos. Entonces, el muchacho, acercándose al chico del tiovivo con expresión sonriente, sostuvo una larga entrevista con él. El chico del tiovivo asintió, riendo. Fatty entrególe unas monedas y se alejó.

—¿Qué has estado fraguando, Fatty? —interrogó Daisy—. Tienes una expresión muy maliciosa.

—He preparado una larga excursión para el señor Goon —declaró Fatty—. ¡Es un obsequio que le hago! ¡Fijaos!

El señor Goon había renunciado a seguir buscando al evasivo Ern que, a la sazón, hallábase escondido debajo de una caravana perteneciente a uno de los feriantes e instalada en el extremo más lejano del campo. Así, pues, al presente el señor Goon optó por dirigirse hacia el lugar donde estaban Fatty, Bets y Daisy. Larry y Pip reuniéronse también con ellos tras haber intervenido sin éxito en el lanzamiento de aros y gastado todo el dinero de que disponían.

—Fijaos —repitió Fatty en voz baja.

Todos procuraron prestar atención aunque, por entonces, nada parecía suceder. De pronto, cuando el señor Goon llegó a las inmediaciones del lugar, el chico del tiovivo y otro muchacho de su edad subieron al tiovivo discutiendo acaloradamente.

Todo el mundo volvióse a mirarles. —¡Si no me lo das en seguida, te calentaré las orejas!— gritaba uno de los muchachos.

—¡No pienso dártelo! —vociferó el otro chico, abalanzándose sobre el primero.

Ambos rodaron por la plataforma del tiovivo, entre fuertes alaridos.

—No te preocupes, Bets —murmuró Fatty sonriendo—. ¡Todo es broma! ¡Ahora fijaos en lo que ocurre!

Al oír el alboroto promovido por los chicos, el señor Goon juzgó oportuno intervenir y, tras estirarse la guerrera y enderezarse el casco, dirigióse al tiovivo con aire importante.

—¡Eh, chicos! ¿Qué os pasa? ¡Reportaos!

—¡Auxilio, auxilio! —chillaba uno de ellos—. ¡Que me está asfixiando! ¡Socorro! ¡Que venga la policía!

El señor Goon subió a la plataforma del tiovivo entre la expectación de gran número de espectadores y curiosos.

—¿Qué pasa aquí? —inquirió.

De pronto, agarróse al tigre más inmediato. ¡El chico del tiovivo había bajado de la plataforma y puesto en marcha el mecanismo! El tiovivo empezó a girar sin cesar asordando con su música al desconcertado señor Goon, que, a punto de caerse, abrazóse el pescuezo del tigre vociferando furiosamente:

—¡Para ya este chisme! ¡Te digo que lo pares!

Pero al son de la estridente música nadie podía oírle. El tiovivo giraba con tal creciente velocidad que llegó un momento en que ZUMBABA materialmente, con lo cual la figura del señor Goon fue haciéndose cada vez más confusa. Fatty echóse a reír. Los demás le imitaron bulliciosamente. Todo el mundo gritaba. ¡El señor Goon gozaba de muy pocas simpatías en Tiplington!

Por fin el tiovivo aminoró la marcha. El señor Goon seguía agarrado al cuello del tigre, sin atreverse a soltarlo. ¡Pobre señor Goon! ¡El mundo le daba vueltas y el tigre parecía ser su único amigo!