Capítulo XV

Una mañana interesante

Aquella mañana los Pesquisidores la consagraron a una verdadera investigación. En sus bicicletas dirigiéronse a Marlow, donde vivía el agente que alquilaba las caravanas. Fatty había copiado las señas de un gran letrero instalado en el campo, cuyo texto rezaba así:

CARAVANAS POR ALQUILAR. DIRIGIRSE A CARAVANAS, SOCIEDAD LIMITADA. TIP HILL, MARLOW.

Encontraron Tip Hill a poco de llegar a la población. Era una pequeña calle ascendente que conducía a una colina. Hacia la mitad de la cuesta en un pequeño campo, veíase una caravana con la siguiente indicación: «CARAVANAS, SOCIEDAD LIMITADA. Caravanas por alquilar».

—Ahí está —suspiró Fatty—. ¿Quién quiere ocuparse de este cometido?

—Ocúpate tú, Fatty —instó Bets—. Siempre has sido muy hábil para esta clase de indagaciones. Nosotros iremos contigo a escuchar lo que dices.

—No, nada de eso —replicó Fatty—. No quiero soportar risas ni codazos detrás de mí. Si lo hago, lo haré solo.

—De acuerdo, hazlo solo —convino Pip.

Fatty franqueó el pequeño portillo y subió a la puerta de la caravana. Una vez allí, llamó con los nudillos.

A poco, apareció un joven con un cigarrillo pendiendo de la comisura izquierda de sus labios.

—¡Hola! —saludó éste—. ¿Qué deseas?

—Quisiera encontrar a la persona que alquiló una de las caravanas próximas al Campamento Escolar —declaró Fatty—. ¿Tendría usted la bondad de darme su nombre y sus señas? Se lo agradecería mucho. La señora se marchó antes de que pudiera preguntarle lo que me interesaba saber de ella.

—¡Sopla! —exclamó el joven—. ¿Crees que estoy aquí para perder el tiempo buscando los nombres y las señas de tus amigos caravaneros, chaval?

Fatty echó una ojeada a la parte lateral de la caravana. En ella figuraba el nombre de los propietarios en letras pequeñas. «Reg y Bert Williams». Al punto, Fatty dedujo que el joven era un simple empleado.

—Bien, si no tiene usted tiempo de atenderme, iré a preguntárselo al señor Reginald Williams —dijo Fatty, al azar, dando media vuelta.

Poco faltó para que el joven cayese rodando por la escalerilla de la caravana.

—¡Eh, oye! —gritó a Fatty—. ¿Por qué no me dijiste que conocías al señor Reg? Si esperas un segundo, te daré las señas que me pides.

Fatty sonrió, satisfecho de haber sacudido la pereza de aquel presumido holgazán.

—Muy bien. Pero dese prisa.

El joven mostró suma diligencia. Fatty se dijo que aquel señor Reg debía de ser una especie de fiera para espolear de aquel modo a un individuo con la mera mención de su nombre. El joven anduvo buscando en un gran archivo hasta dar con una lista de las caravanas situadas en lo alto de la colina inmediata al Campamento Escolar.

—¿Qué caravana era? —inquirió.

Fatty, que, naturalmente, había tenido la precaución de anotar el nombre, respondió:

—Se llamaba «Panorama del río». Era muy pequeña.

El joven pasó el índice por la lista.

—Aquí está Señora Storm, Harris Road, 24, Maidenbridge. No cae muy lejos de aquí. Está a unas dos millas de distancia.

—Gracias —murmuró Fatty anotando las señas.

—¿Piensas ir a ver al señor Reg? —preguntó el joven ansiosamente, al ver que Fatty se disponía a marcharse.

—No —tranquilizóle Fatty.

Luego fue a reunirse con los demás.

—¡Ya está! —les dijo, mostrándoles las señas—. Señora Storm, Harris Road, 24, Maidenbridge. A unas dos millas de aquí. Vamos, no perdamos el tiempo.

Presa de gran excitación los Cinco Pesquisidores emprendieron rumbo a Maidenbridge. ¿Tendría la señora Storm al príncipe en su poder? ¿Les facilitaría alguna información relativa al caso?

A su llegada a Maidenbridge, preguntaron por la Harris Road. Era una calle estrecha y algo sucia, con varias casas adyacentes entre sí.

La correspondiente al número 24 aparecía aún más dejada que las demás. De las ventanas pendían deslucidos visillos, y la puerta anterior necesitaba una buena capa de pintura.

—Yo me encargaré de esto también —decidió Fatty—. Vosotros aguardadme al final de la calle. Llama la atención ver un grupo tan numeroso delante de una puerta.

Obedientemente, los otros alejáronse en sus bicicletas. Tras apoyar la suya en el bordillo, Fatty llamó a la puerta.

Una mujer desaliñada, con el pelo a media espalda, acudió a abrirla y, sin decir palabra, miró a Fatty en espera de que éste hablase.

—Dis… discúlpeme usted —farfulló Fatty, levantándose la gorra cortésmente—. ¿Es usted la señora Storm?

—No —repuso la mujer—. Te equivocas de casa. Esa señora no vive aquí.

Fatty tuvo un ligero sobresalto.

—¿Se ha mudado de domicilio?

—Que yo sepa, no ha vivido nunca aquí —replicó la mujer—. Llevo diecisiete años en esta casa, con mi marido y mi anciana madre, y no conozco a ninguna señora Storm en esta calle.

—¡Qué raro! —masculló Fatty, mirando el papel con el nombre y las señas—. Fíjese usted, dice: Señora Storm, Harris Road, 24, Maidenbridge.

—Ésta es la casa, desde luego, pero aquí no vive ninguna señora Storm. Por otra parte, tampoco hay ninguna otra Harris Road en este pueblo. ¿Por qué no vas a la estafeta de correos? Allí te dirán dónde vive.

—Muchas gracias, señora. Ahora mismo voy. Siento haberla molestado por nada.

Y levantándose la gorra una vez más, Fatty alejóse en su bicicleta, desconcertado. Tras contar su fracaso a los demás, dirigióse en su compañía a la estafeta de correos.

—Desearía averiguar unas señas —dijo Fatty, demostrando una vez más que estaba muy en forma aquella mañana—. Creo que me las han dado equivocadas. ¿Podría usted decirme dónde vive una tal señora Storm?

El empleado tomó un anuario y, empujándolo hacia Fatty, masculló:

—Aquí tienes. Ahí encontrarás todos los Storms[2], granizos, truenos, rayos y centellas habidos y por haber.

—¡Ja, ja, ja! —rióse Fatty cortésmente.

Y tomando el anuario, buscó STORM. Había tres Storm en Maidenbridge.

—Lady Luisa Storm —leyó a los demás—. Oíd Manor Gate. No, no puede ser ella. Una dama así no alquilaría una caravana. Aquí hay otra, señorita Emilia Storm.

—Si es una señorita, no puede tener mellizos —observó Bets—. Necesitamos una señora.

—Señora Rene Storm —leyó Fatty—, Caldwell House. Esta parece la única probable.

Cuando salieron de la estafeta, Fatty dijo a Daisy:

—«Tú» puedes encargarte de esta gestión, Daisy. Consiste en averiguar si la señora Rene Storm tiene dos hijos gemelos.

—¡No puedo hacer eso! —protestó Daisy, asustada—. ¿Cómo quieres que vaya a preguntarle «¿Tiene usted los hijos gemelos?»? ¡Pensaría que estoy loca!

—Y demostrarías estarlo si lo hicieras —gruñó Fatty—. ¿En qué quedamos, eres una Pesquisidora o has perdido ya las facultades por falta de práctica? Discurre algún medio de averiguar lo que nos interesa saber, y pon manos a la obra. Nosotros te aguardaremos en alguna heladería.

¡Pobre Daisy! ¡Cómo se devanó los sesos, frenéticamente, mientras pedaleando con sus compañeros en busca de Caldwell House! Ésta resultó ser una casita con un lindo jardín. En la esquina había una lechería, y Fatty y los demás instaláronse en ella a tomar unos helados en espera de Daisy.

—Cuando vuelvas con la noticia, te tomarás un helado doble, Daisy —prometió Fatty—. Mejor dicho, uno triple, si esa señora Storm resulta ser la que buscamos. Recuerda. Lo único que de veras nos interesa saber es si tiene mellizos.

Daisy se alejó en su bicicleta. Tras dar dos o tres vueltas a una manzana de casas, se le ocurrió una idea para averiguar lo que Fatty deseaba saber. ¡Qué sencillo era, en fin de cuentas!

La muchacha dirigióse a Caldwell House y, una vez allí, apoyó la bicicleta junto a la valla. Luego, encaminándose a la puerta, llamó al timbre. Una menuda y arrugada doncella acudió a abrir. Daisy se dijo que, por lo menos, tenía noventa años.

—Perdóneme, si me equivoco —excusóse Daisy con una afable sonrisa—. Ando buscando a una tal señora Storm con dos hijos gemelos. ¿Podría decirme si vive en esta casa?

—¡Cielos! —exclamó la sirvienta—. No, muchacha. Mi señora, la señora Storm, tiene ochenta y tres años y ya es bisabuela. Nunca tuvo mellizos, ni tampoco los tiene entre sus nietos ni biznietos. Nunca ha habido mellizos en esta familia. Lo siento, jovencita.

—Lo mismo le digo —murmuró Daisy, sin saber qué decir—. Muchas… gracias. Temo que no es la señora Storm que estoy buscando.

Y alejándose con un suspiro de alivio, no tardó en regresar a la heladería. Los otros se animaron al verla entrar.

—¿Era la mujer que buscamos?

—No —repuso Daisy—. Estoy contenta porque salí bien del paso. Resulta que esa señora Storm tiene ochenta y tres años y ya es bisabuela. La sirvienta me ha asegurado que no hay mellizos en la familia.

—¡Demontre! —lamentóse Fatty, contrariado—. Eso significa que estamos perdiendo el tiempo. Aquella condenada mujer de la caravana dio unas señas falsas. ¡Deberíamos haberlo adivinado! ¡Aunque recorriésemos el país de punta a punta, no encontraríamos a ninguna señora Storm con gemelos!

—¿Dónde está mi helado? —preguntó Daisy.

—¡Es verdad! —exclamó Fatty— «Perdóname», Daisy. ¿En qué estoy pensando? ¡Camarera! ¡Haga el favor de traer un helado doble y cuatro corrientes!

Mientras saboreaban los helados, los chicos discutieron el partido a tomar.

—¿No podríamos indagar por ahí en busca de niños mellizos? —sugirió Bets.

—Es «posible hacer tal cosa» —respondió Fatty—, pero temo que nos llevaría mucho tiempo determinar el número de gemelos que hay en la comarca.

—¿Cómo empezarías, Bets? —preguntó Pip, con ánimo de fastidiar a su hermana—. Podrías poner un anuncio que dijera: «Se necesitan niños mellizos. Dirigirse a Bets Hilton». ¡Qué bonito!

—No seas bobo —murmuró Bets—. Vamos a ver, tú que eres tan listo, ¿se te ocurre algo mejor? ¿Qué «haremos» ahora? Nos hemos quedado otra vez sin una mala pista.

—Excepto mi botón —objetó Pip, sacándose del bolsillo el botón azul y dorado.

Y lo puso encima de la mesa para que todos lo admirasen. Era, en verdad, un hermoso botón.

—Precioso, pero absolutamente inútil como pista —objetó Fatty—. De todos modos, guardarlo, si quieres, Pip. Si por casualidad ves un pijama azul y dorado tendido en un alambre, con un botón caído, ¡considérate afortunado!

—¡No está mal la idea! —bromeó Pip metiéndose de nuevo el botón en el bolsillo—. Miraré todos los tendederos con ropa puesta a secar que vea por ahí. ¡Quién sabe! ¡A lo mejor la cosa da resultado!

—¿Qué os parece si visitásemos alguna exhibición infantil? —propuso Daisy de improviso—. Si viéramos algún par de gemelos, podríamos averiguar dónde viven.

—¡Bah! —exclamó Pip, desdeñosamente—. No contéis conmigo para eso. ¿Por qué no lo hacéis entre Bets y tú?

Lanzando una pequeña exclamación, Bets señaló dramáticamente un anuncio fijado en la pared de la tienda. Todos lo miraron y, al leerlo, no pudieron reprimir un respingo de sorpresa. El cartel decía así:

«EXHIBICIÓN INFANTIL, 4 de septiembre en la Feria de Tiplington. Premios especiales para MELLIZOS».