Sid recobra el habla
—Vámonos, ya es hora de ir a casa —suspiró Fatty, aburrido—. Aquí no tenemos ya nada que hacer. Dondequiera que esté el príncipe Bongawah probablemente sigue con el pijama puesto. ¡Allá se las componga!
Los Cinco Pesquisidores alejáronse en sus bicicletas, agitando la mano a Ern y a Perce. Sid había desaparecido con gran alivio de todos.
—Masca los «toffees» como una vaca rumiante —refunfuñó Pip—. ¿Os habéis fijado en los granos que tiene en la cara? Apuesto a que vive exclusivamente de «toffee».
—No quiero volver a verle más —murmuró Bets—. Me da náuseas.
—A no ser que Ern se presente a vernos en su compañía, te aseguro que «no» volveremos a verle más —tranquilizóla Fatty—. «No» pienso hacer más visitas a nuestros queridos Sid y Perce.
Pero Fatty volvió a ver al pequeño Sid aquella misma tarde. Mientras el muchacho procedía a probarse uno de sus nuevos disfraces en el cobertizo llamaron a la puerta.
Fatty miró a través de un pequeño orificio practicado en la puerta, a manera de mirilla, para acechar a los posibles visitantes. ¡Cáscaras! ¡Era Ern… acompañado de Sid! ¡Qué fastidio! ¡Justamente en el momento que se disponía a ensayar aquel disfraz!
Volviéndose rápidamente, Fatty miróse en el gran espejo. De pronto esbozó una sonrisa. ¡Probaría la eficacia de aquel disfraz con su amigo Ern!
Fatty abrió la puerta. Ern aguardaba fuera con una sonrisa en los labios y Sid a su lado. Pero su sonrisa se desvaneció al ver aparecer un viejo encorvado con patillas, una barba rala, pobladas cejas blancas y unos pocos mechones canos alrededor de una enorme calva. Vestía una vieja chaqueta grande y mal cortada, con los bolsillos deformados, y unos pantalones de pana raídos y arrugados.
—¡Ah… ejem… buenas noches! —farfulló Ern, desconcertado—. ¿Está… ejem… está el señor Federico Trotteville?
El viejo alzó una mano temblorosa y, poniéndosela detrás de una oreja, profirió con voz tan trémula como la mano:
—¡Levanta la voz! ¡Déjate de murmullos! ¿Qué has dicho?
—¿ESTÁ EL SEÑOR FEDERICO? —gritó Ern.
—¡Ahora gritas demasiado! —protestó el viejo, enojado—. No soy sordo. ¿Quién es el señor Federico?
Ern miróle con asombro. De pronto recordó que, por lo regular, su amigo recibía el sobrenombre de Fatty. A lo mejor aquel viejo sólo le conocía por ese nombre.
—Fatty —respondió el chico en alta voz—. FATTY.
—Eres un chico muy mal educado —gruñó el viejo con voz aún más temblona—. ¡Mira que insultarme de ese modo!
—¡Yo no le he insultado! —protestó Ern, desesperado—. Escuche usted, ¿dónde está el muchacho que vive aquí?
—Se ha marchado —respondió el viejo—, meneando la cabeza tristemente. —Se ha ido a vivir a Londres.
Ern empezó a sospechar que estaba soñando. ¿Cómo era posible que Fatty se hubiera ido a Londres? ¡Pero si sólo hacía una hora que le había visto! El chico echó una ansiosa ojeada al cobertizo. ¿No se habría equivocado de casa?
—¿Por qué se ha ido? —inquirió al fin—. ¿Dejó algún recado? ¿Y qué hace usted aquí?
—Soy el guardián de la casa —declaró el viejo, sacándose un gran pañuelo rojo.
Y sonóse con tal estrépito que el pobre Ern retrocedió, alarmado, sin sospechar que Fatty disimulaba sus accesos de risa en aquel enorme pañuelo encarnado.
Sid retrocedió también, haciendo ademán de echar a correr por el sendero, pero Ern le retuvo por el brazo.
—¡No te vayas, Sid! Has venido aquí a decir algo importante, y conste que lo dirás aunque tengamos que pasarnos toda la noche buscando a Fatty. Si regresas al campamento, volverás a llenarte la boca de «toffee», y ninguno de nosotros podrá arrancarte una palabra. ¡Tú eres el único que posee una Verdadera Pista, y Fatty tiene que saberla!
—¡«Escuche»! —exclamó el viejo, con la clara y firme voz de Fatty—. ¿De veras tiene una pista ese chico?
Ern dio un fuerte respingo, lanzando una mirada circular. ¿Dónde estaba Fatty?
Entonces el viejo, dándole una puñada en las costillas, echóse a reír con un sonoro cloqueo que, súbitamente, trocóse en la jovial risa de Fatty. Ern y Sid miráronle boquiabiertos.
—¡Cáspita! —farfulló Ern, entre regocijado y estupefacto—. ¡Pero si es «Fatty»! ¡Cómo me has embaucado! ¡Sopla! ¡Pareces un viejo de veras! ¿Cómo has conseguido esa calva?
—Con una peluca —contestó Fatty, despojándose de ella para mostrar su auténtica cabellera—. Cuando llegasteis estaba ensayando este disfraz. Es una peluca nueva, con cejas, patillas y barba. ¿Verdad que son estupendas?
—Eres maravilloso, Fatty —murmuró Ern, pasmado—. Esos chismes son lo de menos: lo sorprendente es tu voz y tu risa. Deberías ser actor.
—No puedo —repuso Fatty—. Pienso ser detective. Claro está que mis condiciones de actor constituirán una gran ayuda. Pasad. ¿Qué es todo esto de Sid y una pista?
—Verás —empezó Ern solemnemente—. La cosa ha sido así. Esta tarde, Sid deseaba decirnos algo, pero no pudo por culpa de su «toffee». Entonces decidió mascarlo con ahínco hasta dar cuenta de él.
—Me figuro que fue una tarea muy penosa —comentó Fatty en tono compasivo—. Y luego, supongo que recobró el habla, ¿no? ¿De veras puede decir algo, además de «a»?
—Poca cosa más —confesó Ern, sinceramente—. Pero lo cierto es que nos dijo algo muy raro, rarísimo. Tanto, que me he apresurado a traértelo aquí para que «te lo cuente». Es posible que la cosa sea de la máxima importancia. Vamos, Sid. Explícaselo.
Sid aclaróse la garganta y, abriendo la boca, farfulló:
—Chillaban.
—¿Quién chillaba? —inquirió Fatty.
—A… bien —prosiguió Sid, aclarándose de nuevo la garganta—. Ellos.
—Sí, eso ya lo sabemos —masculló Fatty—. A…
Después de semejante esfuerzo, Sid volvió a enmudecer. El chiquillo miró a Ern con expresión suplicante, y éste, mirándole a su vez, dijo severamente:
—¿Ves lo que te pasa cuando te atracas de «toffees»? Pierdes el habla y pierdes el tino. Esto te servirá de escarmiento, Sid.
—¿Ha venido aquí simplemente para decirme que alguien chillaba? —gruñó Fatty—. ¿Eso es todo?
—No, hay algo más —aseguró Ern—. Pero tal vez «será» preferible que te lo cuente yo.
—A… —exclamó Sid, aliviado.
—Y tú no me interrumpas —ordenóle Ern con aire amenazador.
Pero Sid no tenía intención de interrumpirle. Así lo dio a entender con un fuerte meneo de cabeza, sin siquiera aventurar otro «a».
—Bien, ahí va lo que Sid nos contó —dijo Ern, empezando a gozar de la situación—. Se trata de algo muy curioso, Fatty. Te costará trabajo creerlo.
—¡Por lo que más quieras, Ern, «desembucha» ya de una vez! A lo mejor es importante. Empieza por el principio, por favor.
—Como te dije, o al menos se lo dije a Larry y Pip, nuestro Sid está loco por los críos. Le gusta mecerles la cuna y entretenerles con sus juguetes. Pues bien. Junto a nuestra tienda hay una caravana. Supongo que la viste. Ahora está vacía porque los que la ocupaban se han marchado hoy.
Fatty asintió en silencio. Era todo oídos.
—La mujer que vivía en la caravana tenía un par de mellizos chiquitines —prosiguió Ern—. Y precisamente por tratarse de mellizos, Sid se interesó más por ellos que de costumbre, pues él y Perce son también gemelos. En resumidas cuentas, que jugó mucho con los peques, ¿verdad, Sid?
—A… —asintió Sid con un cabezazo.
—Pues bien —continuó Ern, animándose por momentos—. Esto mañana Sid oyó berrear a los chiquillos a grandes voces, y fue a mecerles el cochecito. La madre estaba en la caravana haciendo las maletas y cuando vio allí a nuestro Sid, abalanzóse hacia él y le dio un coscorrón, diciéndole que se fuera.
—¿Por qué? —exclamó Fatty—. Al fin y al cabo Sid se limitaba a seguir una costumbre. ¿Habría la mujer puesto reparos alguna vez a que se acercara a sus hijos?
—No —replicó Ern—. Al contrario, le permitía pasearlos por el campo en su cochecito. Y la cosa no resultaba fácil, porque era un coche doble de mellizos y pesaba lo suyo. Bien, como iba diciendo, la madre le propinó un buen coscorrón y, naturalmente, Sid huyó, desconcertado.
—No me sorprende —comentó Fatty, preguntándose en qué pararía toda aquella larga historia—. ¿Qué pasó después?
—La mujer empujó el coche a la parte posterior de la caravana para poder vigilarlo. Pero los críos seguían desgañitándose con gran pesar de nuestro Sid.
—A… —aprobó éste, vehemente.
—Así, pues, aprovechando un momento en que la mujer se dirigía a otra caravana, cargada de bártulos, Sid acercóse a la cuna para ver qué les pasaba a los pequeños, que, a juzgar por sus berridos, parecían estar sentados sobre un imperdible o algo parecido. Para comprobar si así era, Sid metió la mano por debajo de ellos y, al palpar… ¡«notó» que había otra persona dentro de aquella enorme cuna, Fatty!
Fatty quedóse realmente sobrecogido de asombro.
—¿Otra persona? —balbuceó con incredulidad—. ¿Qué quieres decir con eso?
—Pues… lo dicho —confirmó Ern—. Sid notó que había otra persona y, apartando un poco la ropa, vio la parte posterior de una cabeza negra y un pedacito de mejilla morena. Entonces uno de los críos hizo ademán de agarrar a Sid y, al rodar por la cuna, ocultó a la otra persona en cuestión.
Fatty quedóse estupefacto. Por fin, tras una pausa, preguntó a Sid:
—¿Quién crees que estaba en la cuna?
—El príncipe —respondió Sid, olvidándose del consabido «a» a causa de su excitación—. Estaba escondido allí. No se dio cuenta de que yo le veía. A…
—«¡Vaya!» —exclamó Fatty, tratando de atar cabos—. ¡Conque «eso» fue lo que sucedió! El chico salió de su tienda en pijama y, durante la noche, ocultóse en la caravana. Luego, a primera hora de la mañana, la mujer lo metió en el fondo de aquella enorme cuna, debajo de los chiquillos. ¡Qué posición más incómoda! Debía de estar encogido y retorcido, asfixiándose de calor.
—A… —asintió Sid.
—Después la mujer debió de mandar a alguien a por los bultos y ella se hizo cargo de la cuna y se la llevó con el pequeño príncipe dentro —prosiguió Fatty—. Así la cosa pasó inadvertida y nadie se dio cuenta. Pero ¿qué explicación tiene todo esto? ¿Qué tiene que ver «esa mujer» con lo sucedido? ¿Por qué el príncipe se fue con ella? ¡Caracoles! ¡Qué misterio!
—Ya sabía yo que te gustaría saberlo, Fatty —profirió Ern, alborozado—. Fue una suerte que Sid se libara de su «toffee», ¿no te parece? Eso es lo que intentaba decirnos esta tarde. Por poco se ahoga tratando de darnos la noticia.
—Lástima que no lo dijera en seguida —lamentóse Fatty.
—Ya lo intentó —aseguró Ern—. Pero pensé que quería ir a nadar o a dar un paseo y no le presté atención, ni di importancia al hecho de que estuviera todo el tiempo señalando la caravana. Sid siempre ha sido muy poco hablador. Mamá dice que no se ha desarrollado la lengua normalmente.
—Tengo que pensar lo que debemos hacer —declaró Fatty—. Tendrás que ir a contárselo a tu tío, Ern. Le prometí que le pondríamos al corriente de todo lo que averiguásemos. Lo mejor será que vayas a decírselo ahora mismo.
—¡Ni hablar! —protestó el pobre Ern—. ¡No puedo hacer eso! Me daría tal mamporro en la oreja que me dejaría un año sordo.