Unas pocas investigaciones
—¡Hola, Ern! —exclamó Larry, sorprendido.
De hecho, había olvidado que Ern estaba acampado a dos pasos del gran campamento. Sid y Perce asomáronse también a mirarles. Perce, sonriente, Sid muy serio, como de costumbre.
Larry y Pip despidiéronse del pelirrojo y sus amigos, y luego se deslizaron a través del seto para reunirse con Ern. Pip llevaba el botón del pijama en el bolsillo por si acaso les resultaba útil.
Ern mostróles su tienda muy ufano. Era muy pequeña y modesta comparada con la espléndida tienda que acababan de visitar; pero Ern, y Sid y Perce estaban orgullosísimos de ella. Era la primera vez que acampaban y lo estaban pasando maravillosamente.
En la tienda no había sacos de campaña, sino simples mantas viejas y raídas extendidas sobre una lona. Tres vasos, tres cuchillos rotos, tres cucharas, dos tenedores («Perce perdió el suyo mientras se bañaba», fue la desconcertante explicación de Ern), tres capas impermeables, tres platos esmaltados y otros pocos objetos constituían todo el ajuar de los tres hermanos.
—¿Os gusta, verdad? —exclamó Ern, entusiasmado—. Vamos a por agua al campamento. Nos dan permiso para hacerlo con la condición de que no nos entretengamos allí. Pero a los caravaneros no les dejan entrar. De modo que el agua se la proporcionamos nosotros y ellos, a cambio, nos invitan a comer de vez en cuando.
Había una porción de caravanas esparcidas por los alrededores, amén de otras dos pequeñas tiendas. La caravana más próxima a la tienda de Ern estaba vacía, con una serie de papeles sucios volando alrededor.
—Los que vivían ahí, se han ido —explicó Ern—. Eran una mujer y dos chiquillos, gemelos como Perce y Sid.
—A… —farfulló Sid, que les seguía sin cesar de mascar—. A…
—¿Es que no sabe hablar ese chico? —gruñó Pip enojado—. ¿Sólo sabe decir eso?
—Es que está comiendo «tofee» —le disculpó Ern—. Mamá no le deja comer tantos cuando está en casa y, naturalmente, allí Sid habla un poco más. Pero aquí, como puede comer «toffees» todo el día, apenas dice nada más que «A»… ¿Verdad, Sid?
—A… —asintió Sid, tratando de tragarse rápidamente el resto de su «toffee», con riesgo de atragantarse.
—Parece que quiere decir algo —observó Pip, interesado—. ¿Verdad, Sid?
—A… —barbotó Sid, frenéticamente, poniéndose colorado como un tomate.
—Supongo que quiere hablarle de los dos niños gemelos —coligió Ern—. Nuestro Sid estaba chiflado por ellos. Solía ir a esa caravana y pasarse horas y horas contemplando el cochecito de los mellizos. Está muy loco por los críos.
Pip y Larry miraron a Sid, sorprendidos. El chico no tenía el más pequeño aspecto de ser uno de esos muchachos «locos por los críos».
Sid señaló el suelo, surcado de cuatro juegos diferentes de huellas correspondientes a las ruedas del cochecillo.
—¿Veis cómo no me equivocaba? —profirió Ern—. Ya os dije que Sid quería hablaros de los mellizos. Solía permanecer junto a su cochecito y recoger todos los sonajeros y pequeños juguetes que los niños echaban al suelo. Apuesto a que está triste porque se han ido. Es un chico raro nuestro Sid.
—A… —masculló éste con voz ahogada.
Y de nuevo estuvo a punto de atragantarse.
—Das grima —reconvino Ern—. Te has comido una lata entera de «toffees» desde ayer. Pienso decírselo a mamá. ¡Vamos, ve a escupirlo de una vez!
Sid se alejó, renunciando, al parecer, a toda esperanza de hablar como es debido. Pip lanzó un suspiro de alivio. Sid y sus «toffees» producíanle una sensación de pesadilla.
—Esta mañana Sid se trastornó mucho con la marcha de los mellizos —declaró Perce, interviniendo amistosamente en la conversación—. Fue a mecer la cuna como solía cuando la madre quería que los críos durmiesen, pero la mujer le gritó, obligándole a marcharse de allí. Eso provocó el llanto de los niños y hubo un jaleo de espanto.
—¿Por qué tenía que gritar esa mujer a nuestro Sid? —espetó, Ern enojado—. Al fin y al cabo, se portó muy bien con aquellos apestosos críos, paseándolos horas y horas por el campo en su cochecito.
Pip y Larry empezaban a cansarse de aquel tema de Sid y los mellizos. ¿Qué les importaba todo aquello?
—Escucha, Ern —interrumpió Larry—. ¿Oíste algo anoche cuando se supone fue raptado el príncipe Bongawah? ¿Y Sid y Perce?
—No —repuso Ern, firmemente—. Ninguno de nosotros oyó nada. Todos dormimos como lirones. Sid no se despierta aunque haya una tormenta de las gordas. Podrían haber secuestrado a todos los chicos del campamento sin que nos diéramos cuenta. Los Goon tenemos el sueño muy profundo.
Y eso fue todo. Tal como suponían, Ern tenía muy poco que contar. Era para volverse loco. ¡Pensar que conocían a una persona que vivía a dos pasos del príncipe y no podían sacarle nada!
—¿Pero «viste», al príncipe, verdad? —preguntó Larry.
—Sí, ya os lo dije antes —afirmó Ern—. Era un chico muy raro y presumido. Además, hacía visajes.
—¿Hacía visajes? —repitió Larry, asombrado—. ¿Qué quieres decir con eso?
—Pues que cada vez que Sid, Perce o yo nos asomábamos a mirar por el seto, nos hacía una mueca —explicó Ern—. Por muy príncipe que fuera, estaba muy malcriado. Era moreno como un gitano. Tenía todo el aspecto de extranjero.
—¿Más moreno que nosotros? —inquirió Pip.
—Por el estilo —respondió Ern.
—¿Por qué dijiste que él y Bets se parecían como dos gotas de agua? —interrogó Pip, recordando de pronto aquel extraordinario comentario de Ern.
Éste se ruborizó.
—Verás —murmuró dando una patada a una piedra—, me dije que es lógico que los hermanos se parezcan. ¡Cáscaras! ¿Qué habrá sido de su Sombrilla de Ceremonial? Tendrías que haberla visto, Pip. Un día el príncipe recibió a unos visitantes, y uno de ellos abrió una enorme sombrilla azul y dorada y la llevó sobre él. ¡Si vieras el ceño que puso el príncipe!
—¿Por qué? —preguntó Pip—. ¿No le gustaba?
Lo que pasó es que todos se echaron a reír a carcajadas y a dar voces y alaridos, porque, claro, la cosa resultaba un poco cómica, ¿sabes?
—¡Hola, amigos! —saludó Fatty desde el otro lado del seto—. ¿Por qué os marchasteis sin decir nada, Pip? ¡He tenido que llevar todo el peso de la conversación!
—Por eso nos fuimos —suspiró Pip—. Ya sabemos que te gusta mucho hablar, Fatty.
—¿Podemos pasar a través del seto? —inquirió la voz de Daisy—. ¿No nos rasgaremos los vestidos?
Galantemente, Ern apartó varias ramas espinosas para facilitar el paso a las muchachas y Fatty las siguió.
—Tienes un primo muy simpático, Pip —ensalzó Fatty—. Hemos charlado por los codos.
—Así habrás tenido ocasión de poner en práctica aquello de la «interpelación de los testigos» —dijo Pip, socarronamente, recordando los libros que Fatty había estado estudiando uno o dos días antes—. ¿Has obtenido alguna información interesante sobre este caso?
—Pues, no —replicó Fatty, que, en realidad, había pasado todo el tiempo relatando algunas de sus hazañas al boquiabierto Ronald—. No he averiguado gran cosa.
—¿Y tú, Pip? —preguntó Bets—. ¿Has interrogado a Ern, Sid y Perce?
—Sí —asintió Pip—. Pero Larry y yo no hemos conseguido sacarles nada de particular. Durmieron toda la noche y no oyeron absolutamente nada. No tienen la más pequeña idea de lo que le sucedió al príncipe Bongawah-wah-wah.
—A… —barbotó Sid reuniéndose, de pronto, con ellos, sin cesar de masticar a dos carrillos.
—Vete —gruñó Pip, mirándole, enfurruñado—. Y no vuelvas hasta que puedas hablar como es debido. ¡De lo contrario hasta yo mismo me quedaré mudo! ¡AAAAAAAA!
Lo dijo gritando de tal modo que Sid huyó, alarmado.
Entonces, Pip, sacándose del bolsillo el botón azul y dorado, se lo mostró a los demás, diciendo:
—Ésta es la única pista, si tal puede llamarse, que hemos encontrado. La encontré dentro del saco de campaña del príncipe. Se le cayó de su pijama azul y dorado.
—¿Y tú crees que este botín servirá para algo? —masculló Fatty—. ¿Crees que nos ayudará a descubrir quién secuestro al príncipe, o cuándo y cómo, o su actual paradero? Es una pista muy relativa, Pip.
—Sí —convino Pip, guardándose de nuevo el botón en el bolsillo—. Lo mismo me dije yo. Pero como siempre nos aconsejas examinarlo todo y guardarlo todo, por si acaso, seguí tu consejo al pie de la letra. A propósito, el príncipe no se vistió. Desapareció con el pijama puesto.
Esto sorprendió a Fatty.
—¿Estás seguro, Pip? ¿Quién te lo ha dicho?
—Los chicos que dormían en su tienda —contestó Pip.
—Es muy raro —murmuró Fatty.
—¿Por qué? —preguntó Daisy—. Es natural que no tuviera tiempo de vestirse. Además, habría molestado a sus compañeros.
—No habría hecho tal cosa si hubiese salido a hurtadillas mientras dormían —repuso Fatty—. Es posible que tomara consigo sus ropas y se vistiera rápidamente. Una persona con pijama no puede andar por esos mundos sin ser descubierta en seguida.
—¡Pero, Fatty! —insistió Daisy—. ¿Cómo quieres que tuviera «tiempo» de vestirse si fue secuestrado? Seguramente sus raptores le sacaron de la tienda y se lo llevaron en pijama.
—No, Daisy —replicó Fatty—. Esta vez no demuestras mucha perspicacia. A ningún secuestrador se le ocurriría nunca aventurarse por un campo abarrotado de tiendas de campaña y buscar a tientas una determinada para llevarse un chico en la oscuridad, exponiéndose a que éste se pusiera a chillar como un condenado. Al fin y al cabo, le llamaban Bongawah-wah-wah porque gritaba por nada.
—Sí, tienes razón —convino Daisy—. He sido una boba. Ningún secuestrador cometería semejante disparate. ¿Qué supones que hicieron?
—Creo que alguien le instigó a escabullirse de la tienda en cuanto se apagasen las luces del campamento —prosiguió Fatty—. A lo mejor le dijeron que lo llevarían a la Feria del pueblo vecino, aprovechando que funciona a todas horas. Eso o algo por el estilo. Cualquiera sabe. De este modo los posibles secuestradores no tuvieron dificultad en llevar a cabo su fechoría, ya que, sin duda, le encontraron aguardándoles en el portillo, vestido de veinticinco alfileres y hueco como un pavo.
—Comprendo… y sólo tuvieron que meterlo en un coche y llevárselo sabe Dios dónde —coligió Pip.
—¡Ah, «ahora» comprendo por qué te sorprendiste de que fuese en pijama! —exclamó Daisy—. Porque si el secuestro hubiese sido planeado así, lo del pijama quedaba descartado.
—En efecto —sonrió Fatty.
—A lo mejor no pudo encontrar sus ropas en la oscuridad —sugirió Ern, deseoso de colaborar.
—Esto no es un misterio —murmuró Bets—. Es una especie de estúpido acertijo. Nadie oyó ni vio nada. Nadie sabe nada. ¿Queréis que os diga una cosa? ¡Empiezo a dudar de que haya sucedido!