Ern y el señor Goon
Otra persona hallábase también muy excitada aquella mañana, además de los Pesquisidores y el señor Goon. Ern quedóse hecho una pieza cuando se enteró de la noticia de la desaparición del príncipe Bongawah. La citada noticia llegó a su conocimiento de un modo muy peculiar.
Desde su encuentro con la princesa Bongawee en casa de Fatty, Ern había estado atento por si veía al pequeño príncipe al otro lado del seto, deseoso de contarle que había tenido el gusto de conocer a su hermana.
Pero la suerte no le acompañó. Con todo, Ern no perdía la esperanza, y aquella misma mañana deslizóse a través del seto, en la confianza de dar, por fin con el príncipe.
Su sorpresa no tuvo límites al ver dos policías en las inmediaciones, quienes inmediatamente se abalanzaron a su encuentro.
—¿Qué haces en este campo? —preguntó uno de ellos, agarrándole por la nuca.
—Sólo he venido a buscar a alguien —respondió Ern, intentando desasirse—. ¡Suélteme! ¡Me está usted lastimando!
—Aún lo pasarás más mal si vuelves a meter las narices por aquí —refunfuñó el policía con cara de pocos amigos—, ¡a lo mejor incluso desapareces como el pequeño príncipe!
Aquélla era la primera vez que Ern oía hablar de semejante desaparición.
—¿Que el príncipe ha desaparecido? —farfulló, mirando con asombro a los dos policías—. ¡Atiza! ¿Es posible? ¿Cuándo ha sido eso?
—Durante la noche —respondió el policía, escrutando al muchacho—. ¿Oíste algo? Supongo que estás acampado en esa tienda, ¿no?
—Sí, pero no oí nada en absoluto —apresuróse a replicar Ern—. ¡Cáspita! ¡Pensar que conocí a su hermana, la princesa, hace unos días!
—¿Ah, sí? —exclamó uno de los agentes burlonamente—. ¿Y tomaste el té con su madre la Reina, y cenaste con su padre?
—No, pero tomé un helado con su hermana —declaró Ern.
—¿De veras? —mascullaron ambos policías al unísono.
Uno de ellos le sacudió con tal fuerza que Ern estuvo a punto de perder el equilibrio.
—Ahora, lárgate —ordenó el policía—. Y no olvides que es mejor estar al margen de estos líos. ¡Vaya con el cuentista! ¡Lo que necesitas es una buena azotaina!
Total que para evitar que la amenaza se cumpliera, Ern deslizóse de nuevo por el claro del seto, herido en su amor propio por haber sido tildado de embustero. Al punto, decidió ir a contar a Fatty lo de la desaparición del príncipe, sin caer en la cuenta de que la noticia figuraba ya en todos los periódicos.
El chico se puso en marcho solo, prescindiendo de Sid y de Perce. Este último estaba de mal humor aquella mañana, y Sid, como de costumbre, tenía la boca llena de «toffee» y, por tanto, no podía trabar ninguna conversación. Por otra parte, lo que necesitaba Ern era un compañero inteligente, y ni Sid ni Perce hubieran satisfecho aquel requisito.
Así, pues, el muchacho decidió pedir prestada una bicicleta a uno de los caravaneros acampados allí cerca, aprovechando que había una apoyada en la caravana. Y, en efecto, fue en busca de su dueño. Éste era un chico un poco mayor que él.
—¿Me prestas la bicicleta? —le gritó Ern.
—Son seis peniques —contestóle el aprovechado propietario.
Tras desprenderse a regañadientes de la citada cantidad, Ern dirigióse al portillo del campo en la bicicleta, bamboleándose sobre los surcos.
Entretanto, el señor Goon regresaba a su casa, hecho un basilisco, y al doblar una esquina, vislumbró a un rollizo muchacho pedaleando hacia él. Era Ern. Pero como éste no sentía particular ansiedad por tropezar con su tío, apresuróse a dar media vuelta para proseguir la marcha en dirección contraria.
Lo malo fue que al señor Goon le dio por pensar que aquel chico gordo que veía allí a lo lejos era Fatty con uno de sus disfraces de mozo repartidor.
Inmediatamente, el policía lanzóse en su persecución, pedaleando furiosamente. ¿Conque aquel condenado chico volvía a servirse de una de sus tretas, disfrazándose para eludir sus preguntas, eh? ¡Pues allí estaba él para acabar de una vez con tamaña desfachatez! No pararía hasta echarle el guante.
Así, pues, el señor Goon pedaleó a más y mejor, tocando fuertemente el timbre al doblar la esquina. A juzgar por su enfurecido aspecto, cualquiera hubiera dicho que el hombre traía entre manos un Asunto de la Máxima Importancia.
Ern volvióse a mirar al oír el furioso repique del señor Goon procedente de la esquina. El pobre muchacho quedóse horrorizado al ver que su tío le perseguía a toda marcha calle abajo, e instintivamente pedaleó con más ímpetu.
—¡Eh, tú! —vociferó una voz estentórea a sus espaldas.
A Ern se le oprimió el corazón. Su tío parecía muy enojado. Pero ¿por qué? ¿Qué había hecho él? ¿No sería por haber protegido a la princesa con la Sombrilla de Ceremonial?
Ern dobló una esquina a galope tendido. El señor Goon hizo otro tanto. Ambos acalorábanse por momentos y Ern estaba cada vez más asustado. Por su parte, el señor Goon tenía ya la absoluta certeza de que el causante de sus fatigas era Fatty. ¡Ah, cuando le pillara! ¡Le arrancaría la peluca y le demostraría que a él no le tomaba el pelo nadie!
Ern dobló otra esquina y hallóse pedaleando por la cuesta de un sendero que conducía a un pajar. No podía detenerse. Patos y gallinas huían a su paso. Por fin, Ern fue a parar al suelo de un oscuro pajar, jadeante y casi lloroso.
El señor Goon remontó el sendero a toda velocidad. Por fin fue a parar también al oscuro pajar, mas no al suelo, como el muchacho, sino justamente junto a él.
—Ahora, quítate esa peluca —ordenó el policía con voz amenazadora—. Después te diré lo que pienso de los chicos que me gastan estas bromas sabiendo que lo que quiero son pruebas relativas a la princesa Bongawee.
Ern miró a su tío, pasmado de estupefacción. ¿De qué demonios estaba hablando? ¿A qué venía lo de la peluca? Debido a la oscuridad reinante en el pajar, al principio el señor Goon no reconoció o su sobrino. Después, cuando su vista se acostumbró a la penumbra, exclamó con los ojos casi saliéndosele de las órbitas.
—¡ERN! ¿Qué haces aquí?
—Huir de ti, tío —farfulló Ern, alarmado—. Al ver que me perseguías de ese modo, me asusté. ¿No me reconociste?
El señor Goon hizo un esfuerzo para serenarse y, mirando a su sobrino, tendido aún en el suelo, preguntó severamente.
—¿Por qué huiste de mí?
—Ya te lo he dicho. Porque me perseguías.
—Te perseguí porque huías —repuso el policía majestuosamente.
—Y yo hui porque me perseguías —repitió el pobre Ern.
—¿Tratas de hacerte el gracioso? —rugió el señor Goon.
—No, tío —repuso Ern, diciéndose que era preferible ponerse de pie para no estar tan a merced de su pariente.
Éste estaba tan furioso que sería capaz de cualquier cosa. Ern ignoraba a qué obedecía todo aquello. Todo cuanto había hecho era tratar de huir de su tío.
—¿Has visto a tu amigo Fatty hoy? —inquirió el señor Goon, observando a su sobrino en el cometido de levantarse lenta y cautelosamente.
—No, tío —replicó Ern.
—¿Has vuelto a ver a aquella princesa? —prosiguió su tío.
—No, tío —respondió Ern, alarmado—. Supongo que… que no andas tras «ella», ¿verdad?
—¿Sabes dónde vive? —insistió el señor Goon, pensando que quizá podría sacar algo a Ern, a falta de dar con el evasivo Fatty.
—¿Por qué no se lo preguntas a Fatty? —propuso Ern, inocentemente—. Él la conoce mucho. Creo que se ven todos los días. ¡Atiza! ¡A lo mejor la princesa sabe algo de la desaparición de su hermano! ¡No se me había ocurrido semejante cosa!
—Atiende, Ern —dijo el señor Goon solemnemente—. ¿Recuerdas al Inspector Jefe Jenks? Pues bien: esta mañana he estado hablando con él por teléfono sobre esa desaparición y he recibido órdenes de tomar las riendas de este asunto. Por consiguiente, estoy tratando de localizar a la princesa para interpelarla. Lo malo es que no puedo encontrar a ese condenado chico para preguntarle por ella. ¡No aparece por ninguna parte!
Ern levantó su bicicleta del suelo, escuchando atentamente. Sí, era muy probable que Fatty esquivase a su tío, cosa que, por otra parte, se le antojaba muy sensata. A lo mejor Fatty trabajaba también en aquel caso. ¡Quién sabe! Tal vez había surgido al fin el esperado misterio. ¡Qué dicha si así era! En tal caso, cabía la posibilidad de que Fatty estuviera esquivando al señor Goon para no revelar lo que sabía de la princesa.
De pronto, Ern sonrió, ante el asombro de su tío.
—¿A qué viene esta sonrisa? —preguntó el policía, intrigado.
Ern se abstuvo de contestar. Su sonrisa desvanecióse como por encanto.
—Escúchame bien, Ern —bramó el señor Goon—, ten en cuenta que si te pesco merodeando por Peterswood en compañía de ese demonio de chico, os haré expulsar a los tres del campamento en menos que canta un gallo, ¿me oyes? No sabes nada de ese caso, ni lo sabrás. Te conozco perfectamente y me consta que eres un cuentista y un charlatán. Pero esta vez sólo podrás contarle a ese chico que estoy al frente de este caso, y que si no me dice todo cuanto sepa de aquella princesa antes de la hora de cenar, a fin de que yo pueda informar al Inspector Jefe, lo va a pasar Muy Mal, pero Muy Requetemal.
Tras este largo discurso, señor Goon quedóse casi sin aliento. Ern salió del pajar. Las gallinas que curioseaban junto a la puerta se desperdigaron al punto, cloqueando. Ern saltó a su bicicleta y alejóse a toda prisa.
—¡Ve a decir a ese chico que quiero hablar con él! —gritó el señor Goon con voz sibilante como una bala—. ¡No pienso volver a andar de la Ceca a La Meca para localizarle!
Ern pedaleó a casa de Fatty con la máxima celeridad, aliviado de haber podido escapar de su tío sin recibir ningún coscorrón ni soplamocos. ¡Ojalá encontrase a Fatty en casa! La suerte le acompañó. Fatty estaba en su cobertizo con los demás, acechando cualquier posible visita de Goon.
Ern les refirió su aventura, pero tuvo una desilusión al ver que sus amigos sabían ya lo de la desaparición del príncipe por los periódicos.
—¿Y la princesa, Fatty? —sugirió Ern—. ¿No sabe nada de su hermano?
—Escucha, Ern —suspiró Fatty, diciéndose que ya era hora de confesar su broma—. En realidad no existe tal princesa. Era simplemente la pequeña Bets vestida con un vestido oriental que traje de Marruecos. Y su prima era Daisy, y los demás Larry y Pip.
—Kim-Larriana-Tik, para servirte —profirió Larry con una reverencia.
—Kim-Pippy-Tik —declaró Pip con otra reverencia.
Ern se los quedó mirando de hito en hito, francamente aturdido. Luego, frotándose los ojos con la mano, clavó de nuevo la vista en los muchachos y acertó a balbucir:
—¡Atiza! ¡No! ¡No puedo creerlo! ¿Es posible que fueses tú disfrazada, Bets? ¡Pero si parecía una verdadera princesa! ¡Cáscaras! ¡Ahora comprendo por qué mi tío quiere verte, Fatty, para preguntarte por la princesa! ¡Y, naturalmente, tú no quieres «verle»! ¡Le engañamos como a un chino! ¡Vosotros y yo, con la Sombrilla de Ceremonial!
—Estuviste estupendo, Ern —ensalzó Bets riéndose—. ¡Y nosotros hablamos en un idioma extranjero a maravilla! ¡Onnamatta-ticly-pop!
—No sé cómo te las arreglas para hablar así —murmuró Ern con admiración—. Pero ¿qué opinará el inspector de todo esto? Mi tío se lo ha contado todo esta mañana y ha recibido órdenes de ocuparse del caso. Me ha encargado que te diga que no te metas en nada. Pretende que le indiques dónde vive la princesa para poder interpelarla.
—¡Ya me figuraba que sucedería esto! —lamentóse Fatty—. ¿Quién me mandaba meterme en este lío? Tu inesperada visita fue la causa de todo, Ern. En fin, supongo que lo mejor que puedo hacer es telefonear al Inspector Jefe y contárselo todo. ¡Ojalá le dé por tomárselo a risa!
—Procura hacerlo ahora mismo —instó Pip, visiblemente nervioso—. Debemos evitar que el viejo Goon vuelva a quejarse de nosotros. Si consigues que el inspector se ponga de tu parte, no tendremos por qué preocuparnos.
—De acuerdo —convino Fatty, levantándose—. Iré a telefonear ahora mismo. ¡Hasta luego! Si no vuelvo dentro de cinco minutos, es que el inspector me ha tragado vivo.
El muchacho encaminóse hacia la casa por el sendero del jardín. Los otros cambiaron graves miradas entre sí. ¿Qué diría el inspector cuando se enterase de que no existía la princesa?
Y lo que era aún peor, ¿qué diría «Goon»? A buen seguro, se lo había contado ya al inspector. ¡Qué poca gracia le haría descubrir que todo había sido una broma!