El señor Goon se lleva una sorpresa
El vendedor de helados estaba tendido a la orilla del río, profundamente dormido, en tanto su puesto ambulante permanecía debidamente instalado a la sombra. Fatty le despertó.
El hombre se incorporó, sorprendido al ver aquel inusitado grupo a su alrededor, coronado por la enorme sombrilla que sostenía Ern, ya un poco cansado de su peso.
—¿Qué es esto? —exclamó el vendedor—. ¿Una charada?
Ern abrió la boca para presentar a la princesa Bongawee, pero Fatty le detuvo con una mirada. El muchacho no quería llevar la broma demasiado lejos y, sin saber por qué, tenía el desagradable presentimiento de que el vendedor de helados no se dejaría engañar tan fácilmente como los demás. Por otra parte, era preciso evitar que Ern se llevase una desilusión. Tanto él como sus hermanos Sid y Perce no cabían en sí de gozo pensando que habían acompañado a una princesa con su séquito.
—Nueve helados, por favor —rogó Fatty.
—Te olvidas de «Buster» —repuso Larry.
—¡Es verdad! —asintió Ern, recordando de pronto que a «Buster» también le gustaban los helados.
El perrito habíase portado muy bien, siguiendo majestuosamente al cortejo, sin detenerse ni una sola vez a saludar a los demás perros que se cruzaban en su camino.
El heladero tendió los helados a los muchachos, haciendo nuevos comentarios jocosos.
—Parece ser que está diluviando, ¿eh? —dijo a Ern, que seguía sujetando valientemente el parasol sobre Bets—. Menos mal que vas prevenido.
—¿Se tiene usted por gracioso, no?
—No tanto como vosotros —replicó el hombre—. ¿De dónde te has sacado este paraguas, de un juego japonés?
—Apuesto que el que tiene esa procedencia es «usted» —soltó el chico al punto—. ¡PUM! Estalló el juego y salió usted.
—Ya basta, Ern —terció Fatty, previendo que iba a armarse una trifulca entre el heladero y su amigo—. Vamos. Tomaremos los helados más allá. Estaremos más frescos.
El heladero volvió a la carga asegurando que sabía de un sitio donde vendían gorros de payasos que casaban a maravilla con el paraguas de Ern, pero éste no pudo replicar porque Fatty le empujó de allí. Justamente entonces, el parasol enganchóse en las ramas bajas de un árbol, y Bets tuvo que detenerse mientras el pobre Ern bregaba por desengancharlo, con las orejas ardiendo al oír unas nuevas genialidades del chistoso heladero.
Por último, la comitiva se puso en marcha otra vez, con todos sus componentes provistos del helado correspondiente. Sid llevaba uno también, y entre sus compañeros reinaba profunda curiosidad por ver cómo se las arreglaría para tomarse el helado con la boca aún llena de «toffee». Al parecer, aquel caramelo era interminable, pues que los chicos supieran, el niño no había vuelto a introducirse ningún nuevo refuerzo en la boca.
De pronto, en un recodo del sendero, apareció un hombre montado en bicicleta. Era un individuo corpulento y colorado, con casco y uniforme azul marino.
—¡Es mi tío! —farfulló Ern, presa del mayor pánico.
—¡Goon! —exclamó Fatty—. ¡El viejo Ahuyentador! ¡Vaya, vaya! ¡Qué situación más divertida!
«Buster» reconoció al policía, regocijado y precipitándose a su bicicleta, saltó a sus pies. Goon apeóse al punto del vehículo y, apartando al excitado «scottie» a puntapiés, rugió coléricamente:
—¡Lárgate de aquí! ¡Eh, chicos! ¡Llamad a éste perro si no queréis que os lo eche al río! ¡No estoy para perránganos!
—Hola, señor Goon —saludó Fatty, cortésmente—. ¡Cuánto tiempo sin verle! Ven acá, «Buster». ¡No molestes a este señor!
«Buster» volvió al lado de su amo, de mala gana, momento que el señor Goon aprovechó para contemplar a todo el grupo. Excuso decir que el hombre quedóse boquiabierto. ¡Cuántos extranjeros! ¿Qué hacía Ern entre ellos? ¡«Ern»! Ni siquiera sabía que su sobrino estuviese en la comarca. El policía avanzó hacia él, y el chico estuvo a punto de soltar la enorme sombrilla a su cargo.
—¡ERN! —gritó Goon—. ¿Qué haces aquí? ¡Cáspita! ¡Pero si también están Sid y Perce! ¿A qué viene todo esto? ¿Para qué sirve ese paraguas?
—¡Por favor, tío, no grites así! —suplicó Ern—. Esta niña es una princesa. Por eso sostengo una sombrilla sobre ella. Es una Sombrilla de Ceremonial. ¿Sabes a qué me refiero?
El señor Goon tampoco sabía exactamente lo que era un parasol de golf, y menos aún una Sombrilla de Ceremonial. En consecuencia, miró a Ern con incredulidad.
—Tío —prosiguió el chico, con apremio— ¿has oído hablar del príncipe Bongawah y de su estancia en uno de los campamentos acampados en lo alto de aquellas montañas? Pues ésta es su hermana, la princesa Bongawee, y ésta su prima, y…
Goon escuchaba, pasmado, contemplando a Bets, donosamente envuelta en su túnica, con la tostada cara medio oculta tras la capucha. Aquel rostro resultábale vagamente familiar, pero ni por un momento lo identificó con el de Bets Hilton. La niña permanecía inmóvil, con el porte algo altivo, si bien un poco asustada y sin pronunciar palabra.
Goon carraspeó, mirando a Fatty, que tampoco despegaba los labios.
—Han venido a visitar a Fatty —prosiguió Ern—. Yo conozco al príncipe Bongawah porque está acampado en el campo inmediato al nuestro, y en seguida adiviné que esta princesa era su hermana porque se parecen como dos gotas de agua.
—¿Pero dónde les has encontrado? —inquirió Goon, receloso.
—Su sobrino, Ern, vino a visitarnos, señor Goon —intervino Fatty, encantado de que Ern hubiese contado al policía aquel maravilloso cuento—. La princesa Bongawee simpatizó con él y le rogó que le sostuviera su… su Sombrilla de Ceremonial. Naturalmente, Ern, cuyos buenos modales son de todos conocidos, aceptó la sugerencia.
El señor Goon, que nunca había tenido en gran concepto los modales de su sobrino, miró alternativamente a éste a la altiva princesita y a Fatty. Este último le sostuvo la mirada sin pestañear.
—¿De veras es una princesa? —preguntóle el señor Goon, en tono confidencial.
Antes de que Fatty pudiera responder, Bets espetó con una voz recia y un tanto insolente que hizo las delicias del muchacho:
—Ikky-ula-potty-wickle-tok.
—¿Qué dice? —preguntó Goon con interés.
—Quiere saber si es usted un policía de verdad —contestó Fatty—. ¿Qué quiere usted que le responda?
El señor Goon lanzóle una mirada incendiaria. Bets interrumpió una vez más la conversación con estas palabras:
—Ribby-rukati-paddly-pul.
—¿Qué significa «eso»? —inquirió el señor Goon.
Fatty adoptó un aire de profunda turbación.
—No quisiera decírselo, señor Goon —murmuró.
—¿Por qué? —interrogó el policía, con curiosidad—. ¿De qué se trata?
—Pues verá… es un comentario personal —contestó Fatty—. No, no me parece bien repetírselo, señor Goon.
—Quiero que me lo digas —insistió el policía, enojándose por momentos.
—Sí, díselo —instó Ern, encantado ante la idea de que la princesa hubiese dicho algo desagradable de su tío.
—A… —intervino Sid, inesperadamente.
—¿Por qué te metes en lo que no te importa, sobrino? —espetó Goon, volviéndose rápidamente al chico—. ¿Y qué haces ahí plantado con la boca llena en presencia de la realeza? ¡Vamos, quítate eso de la boca!
—A… —farfulló Sid, sobrecogido de pánico.
—Es un «toffee», tío —terció Ern—, un caramelo de ésos que se pegan. No podrá escupirlo.
Bets soltó una sonora carcajada, seguida de estas palabras:
—Wonge-bonga-smelly-f iddly-toc.
—Ya empieza otra vez —masculló el pobre Goon—. Dime lo que ha dicho antes, Federico.
—No puedo —resistió Fatty, despertando cada vez más la curiosidad de Goon.
Con la cara congestionada y los ojos más saltones que nunca, el policía clavó la vista en la princesita. Por fin ésta, reprimiendo la risa, declaró con acento muy extranjero:
—Sólo dije… ¿por qué tiene cara de RANA ese señor?
Todos prorrumpieron en risas, a excepción del pobre Sid, que seguía incapaz de abrir la boca.
El señor Goon tuvo, asimismo, una súbita reacción, aunque muy distinta a la de los muchachos. Encolerizado, avanzó un paso, y Ern, instintivamente, bajó la sombrilla y puso su amplio ruedo ante las propias narices del policía.
—No toques a la princesa, tío —farfulló el chico con voz temblorosa, desde detrás de la enorme sombrilla.
Entonces «Buster» entró de nuevo en acción y, abalanzándose a los tobillos del señor Goon, soltó muy hábilmente las pinzas de ciclista prendidas en la orilla de los pantalones del policía.
—¡Denunciaré a este perro! —rugió el señor Goon, sulfurado—. ¡Y a ti también, Ern, por tratar de agredirme con esa sombrilla!
—Señor Goon —intervino Fatty solemnemente—. Supongo que no tiene usted interés en entorpecer las relaciones de los ingleses con los tetaruanos. No queremos que el príncipe de Tetarua formule la queja de que ha asustado usted a su hermana. Al fin y al cabo, Tetarua es un Estado amigo. Si el Primer Ministro recibiese la denuncia de un incidente de esta clase por parte de un príncipe enojado, a lo mejor…
El señor Goon no quiso escuchar nada más, consciente de su derrota. No sabía nada de los tetaruanos, pero le constaba que hoy día los pequeños estados son muy susceptibles y las palabras de Fatty le horrorizaron. Así, pues, subió a su bicicleta y, asestando a «Buster» un último puntapié, alejóse con semblante digno y sofocado.
—¡Tengo algo más que decirte, Ern! —gritó el hombre, pedaleando a toda marcha, mientras «Buster» arremetía contra la rueda trasera con peligro de hacer caer la bicicleta al río—. ¡Ya pasaré por tu campamento para ajustarte las cuentas!
Ern quedóse petrificado ante semejante amenaza, pero se sentaron en la hierba, entre risas, e incluso Sid logró abrir la boca lo suficiente para soltar una súbita carcajada.
—¡Nuestros pobres helados! —exclamó Bets, sin darse cuenta de que hablaba en inglés.
Afortunadamente nadie lo advirtió, excepto Fatty, que la miró con ceño.
Los helados habíanse convertido, en efecto, en una especie de natillas, dentro de sus cajitas de cartón. Los chicos las lamieron con dificultad y Sid consiguió verterse el suyo en la boca entre sus pegados dientes.
—¡Todo ha salido a las mil maravillas! —celebró Fatty, paseando la mirada por sus compañeros, con expresión radiante—. ¡Mi enhorabuena, princesa!
—Binga-bonga-banga —profirió Bets graciosamente.
—¿Qué os parece si fuésemos a por más helados? —propuso Fatty.
Pero Ern, Perce y Sid tenían que marcharse. Ern había oído dar las doce en el reloj de la iglesia, y como los caravaneros acampados junto a su tienda habían prometido invitarle a comer si estaba de regreso a las doce y media, el muchacho juzgó llegada la hora de despedirse.
—Encantado de conocerte —murmuró, inclinándose cortésmente ante Bets, al tiempo que cedía a Fatty la Sombrilla de Ceremonial—. Le diré a tu hermano que te he saludado la próxima vez que tenga el gusto de verle por encima del seto que separa los dos campamentos. ¡Os parecéis como dos gotas de agua!
Sid y Perce hicieron un ademán de despedida y, acto seguido encamináronse con su hermano al embarcadero para cruzar el río en barca, en dirección a las colinas de la otra orilla.
—¡Gracias a Dios que podemos volver a hablar como es debido! —suspiró Larry—. ¡Caramba, Fatty, que mañana! ¡En mi vida me había divertido tanto!