Fatty hace su aparición
Los otros tres muchachos no despegaron los labios ni hicieron ademán de acercarse a la desconocida. Ésta parecía demasiado alta para ser Fatty, aunque últimamente el chico había crecido mucho. La gitana retrocedió un poco al ver llegar a la pequeña Bets, chillando de alegría.
—¡«Ea»! —exclamó la mujer con voz ronca—. ¿Quién es ese Fatty? ¿Qué estás diciendo, muchacha?
Bets se detuvo en seco, mirando a la mujer, que, a su vez, mirábala insolentemente, con los ojos entornados. De improviso, la gitana, agitando un ramo de ajados brezos casi en las propias narices de Bets, suplicó:
—Cómprame un ramito de brezos de la suerte, chiquilla. No he vendido ni uno desde ayer.
Bets retrocedió, mirando a los demás, que contemplaban la escena sonrientes al ver el susto que acababa de llevarse la chiquilla. Ésta volvió junto a sus tres compañeros, ruborosa y avergonzada.
La mujer siguióla, agitando los brezos con ademán amenazador.
—Si no quieres mis brezos, déjame leer tu mano —gruñó la desconocida—. Ya sabes que trae mala suerte enojar a una gitana.
—¡Bah, tonterías! —intervino Larry—. Váyase usted de aquí, por favor.
—¿Por qué me ha llamado Fatty? —protestó la mujer, señalando a la pobre Bets—. ¡No soporto que me insulten las mocosas como ella!
Súbitamente, apareció la cocinera con una bandeja de gaseosas para los muchachos, y al ver a la gitana, le gritó:
—Lárguese usted en seguida. Ya estamos hartos de ver gitanas por aquí en estos últimos días.
—¡Vamos, cómpreme un ramita de brezos! —gimió la mujer, agitándolo materialmente en la cara de la indignada cocinera.
—¡Oye, Bets! —exclamó ésta—. Ve a decirle a tu padre que hay otra gitana por aquí.
Bets corrió a cumplir el encargo y la gitana puso pies en polvorosa por la calzada. A poco, los chicos volvieron a ver su enorme sombrero de plumas asomando a lo largo de la parte superior del seto.
Todos echáronse a reír.
—¡Cáscaras! —comentó Pip—. ¡Ya me extrañaba a mí que Bets no hiciese una plancha de las suyas! ¿A quién se le ocurre pensar que esa horrible vieja era Fatty? De todos modos, reconozco que tenía la voz algo recia para ser una mujer. Probablemente eso fue lo que despistó a Bets.
—Y lo que estuvo a punto de despistarme a mí también —confesó Daisy—. ¡Mirad, ahí viene otra persona!
—Es un repartidor de carne —precisó Pip, al tiempo que un muchacho en bicicleta ascendía silbando por la calzada, con una cesta de carne en la parte anterior del vehículo.
—«A lo mejor» es Fatty —murmuró Bets tímidamente—. Pero antes tendremos que cerciorarnos. En todo caso, el disfraz sería estupendo.
Todos se levantaron para examinar al muchacho, que, a la sazón, hallábase ya junto a la puerta de la cocina. El chico lanzó un fuerte silbido y la cocinera respondióle con estas palabras:
—Te reconocería entre cincuenta mil, Tom Lane. Ese silbido tuyo me traspasa los oídos. Pon la carne encima de la mesa, ¿quieres?
Los cuatro amigos contemplaron al chico por detrás. Cabía la posibilidad de que fuera Fatty con una peluca de rizado cabello castaño. Bets estiro el cuello hacia delante para tratar de averiguar si aquel pelo «era» una peluca o no. Por su parte, Pip fijóse en los pies del repartidor a fin de comprobar si éstos correspondían al tamaño de los de Fatty.
Al notar que le miraban, el chico volvióse hacia ellos y, haciéndoles unas burlonas muecas, espetó:
—¿Qué os pasa? ¿Es la primera vez que veis un repartidor de carne?
Y girando sobre sus talones, con pose de modelo, añadió concisamente:
—Fijaos bien. ¡Soy un magnífico ejemplar de carnicero! ¿Ya estáis listos? ¿Os habéis convencido?
Los muchachos observábanle desconcertados. Por su contextura aquel chico «podía» ser Fatty, pero sus dientes resultaban muy conejunos. ¿Eran propios o postizos?
Pip avanzó un paso con ánimo de comprobarlo. Entonces el repartidor retrocedió, sintiéndose de pronto algo asustado ante la curiosa mirada de los cuatro chicos.
—¿Qué os pasa? —farfulló el muchacho, mirándose a sí mismo—. ¿Tengo monos en la cara?
—¿Es tuyo ese pelo? —inquirió Bets, casi convencida de que se trataba de una peluca, y de que, por tanto, se las habían con Fatty.
El repartidor no contestó. Con expresión realmente desconcertada, levantó la mano para palparse el cabello. Luego, muy alarmado ante los graves rostros de sus interlocutores, saltó a su bicicleta y alejóse por la calzada como alma que lleva el diablo, sin acordarse ya de silbar.
Los cuatro muchachos le siguieron con la mirada.
—Bien —aventuró Larry al fin—, si «no era» Fatty, era uno muy parecido a él. No sé qué pensar.
—Vayamos a echar una ojeada a la carne que ha dejado encima de la mesa —propuso Pip—. No creo que Fatty llevase carne de verdad aunque tratara de hacerse pasar por un repartidor. Las salchichas resultan mucho más baratas.
Todos se acercaron a examinar la carne dispuesta sobre la mesa. Naturalmente, la cocinera llevóse una sorpresa al entrar y verles inclinados sobre la vianda.
—¿Tanta hambre tenéis? —exclamó, ahuyentándoles—. ¿Serías capaz de hincar el diente en esa carne cruda, Pip?
Parecía, en efecto, que Pip se dispusiera a morderla, tan de cerca la miraba en su intento por averiguar si era carne de verdad o simplemente uno de los numerosos «accesorios» que completaban los varios disfraces de Fatty. Pero no cabía duda: era carne comestible.
De pronto, oyeron que alguien llamaba a la puerta anterior de la casa, y apresurándose a salir de nuevo al jardín.
—¡Es Fatty! —gritó Bets, precipitándose por el sendero en dirección a la puerta principal.
Junto a ésta había un muchacho con un telegrama en la mano.
—¡Fatty! —repitió Bets, sabedora de que su amigo habíase disfrazado muchas veces de repartidor de telegramas, con excelentes resultados.
Y abalanzándose hacia él, rodeóle con sus brazos.
¡Qué chasco! Apenas el chico dio media vuelta, la pequeña Bets comprobó que no era Fatty, sino un muchacho de cara pálida y menuda, y ojos de pulga. A pesar de la pericia de Fatty en el arte de la caracterización, habríale resultado imposible adoptar aquel semblante. Bets se puso como la grana.
—Lo siento mucho —disculpóse la chiquilla, retrocediendo—. Creí… que era usted un amigo mío.
La señora Hilton contemplaba la escena, asombrada, de pie ante la puerta abierta. ¿Qué hacía Bets abrazando a aquel muchacho? Éste entregó el telegrama a la dueña de la casa sin pronunciar una palabra, tan aturdido como la propia Bets.
—Repórtate, Bets —reprendió la señora Hilton severamente—. Me sorprende que te conduzcas así. Haz el favor de no gastar estas bromas.
Bets alejóse, avergonzada. El chico repartidor siguióla con la mirada, sin salir de su asombro. Larry, Pip y Daisy echáronse a reír a mandíbula batiente.
—Vosotros todo lo arregláis riendo —lamentóse Bets, resentida—. Ahora mamá me pondrá como un trapo sucio. ¿Verdad que era exactamente igual que Fatty?
—Si por el mero hecho de que Fatty posea un uniforme de repartidor de telegramas vas a tomarle por todos los repartidores que veas, tenemos diversión para rato —bromeó Pip—. ¡Cáscaras! Estoy deseando que Fatty se presente de una vez. —Hace siglos que telefoneó. Apuesto a que la primera persona que aparezca ahora «será» él.
Así fue, en efecto. Fatty apareció en la calzada, montado en su bicicleta, rollizo como siempre y esbozando una amplia sonrisa, en tanto «Buster» corría violentamente junto a los pedales.
—¡Fatty, FATTY! —chillaron todos a una.
Y antes de darle tiempo a dejar su bicicleta junto al seto, los cuatro le rodearon. «Buster» brincaba a su alrededor, ladrando sin cesar y loco de contento. Todos saludaron a Fatty, dándole palmadas en la espalda, y Bets pudo abrazarle al fin.
—¡Cuánto has tardado en venir, Fatty! —exclamó la niña—. Supusimos que vendrías disfrazado y hemos estado todo el tiempo al acecho.
—¡Y Bets ha hecho varias planchas de las gordas! —explicó Pip—. Ni corta ni perezosa ha abrazado al repartidor de telegramas, dándole un susto mayúsculo.
—Aún tenía cara de asustado cuando nos hemos cruzado en el portillo —comentó Fatty, sonriendo a Bets—. Iba mirando a su alrededor como si temiese que Bets le siguiera para darle más abrazos.
—¡Oh, Fatty, qué dicha volver a verte! —profirió Bets, regocijada—. No sé «cómo» se me ocurrió pensar que podías ser una de las personas que han estado aquí esta mañana… aquella horrible gitana, el carnicero y el repartidor de telegramas.
—Estábamos seguros de que vendrías disfrazado —afirmó Larry—. ¡Cáspita! ¡Qué moreno estás… casi negro! Pareces un extranjero. ¿No te has puesto pintura de ninguna clase? Nunca te había visto tan tostado.
—No, voy al natural —repuso Fatty modestamente—. No llevo polvos, ni afeites, ni cejas postizas, ni nada. La verdad es que vosotros también estáis todos muy morenos.
—¡Guau! —ladró «Buster», tratando de subirse a las rodillas de Bets.
—«Buster» dice que él también está tostado —explicó Bets, siempre capaz de aclarar el significado de los «guaus» de «Buster»—. Lo que pasa es que a él no se le nota. ¡Querido «Buster»! ¡Cuánto te «hemos» echado de menos! .
Todos se dispusieron a saborear la gaseosa fresca que quedaba. Entonces Fatty, mirando a sus amigos con expresión risueña, hizo esta sorprendente declaración:
—Bien, Pesquisidores. ¡No sois tan listos como me figuraba! Habéis perdido vuestra sagacidad. ¡No me reconocisteis esta mañana cuando vine disfrazado!
Todos le miraron desconcertados, depositando sus respectivos vasos en el suelo. ¿Disfrazado? ¿De qué estaba hablando Fatty?
—¿Disfrazado de qué? —interrogó Larry—. Ahora no vas disfrazado. ¿Qué guasa es ésta?
—No es ninguna guasa —replicó Fatty tomando un sorbo de gaseosa—. Esta mañana vine acá disfrazado para poner a prueba las facultades de mi fiel tropa de detectives…, pero vosotros no reconocisteis a vuestro jefe. ¿No os da vergüenza? La única que me preocupaba un poco era Bets.
Pip y Bets pasaron revista a las personas que habían acudido a su casa desde la hora del desayuno.
—La señora Lacy… no. El cartero… tampoco. El pizarrero que vino a reparar el tejado… imposible, tenía la boca completamente desdentada. La vieja gitana… no, era demasiado alta, y además echó a correr como una liebre cuando pensó que yo iba a buscar a papá —enumeró Bets.
—El chico del carnicero… tampoco —descartó Larry.
—Y nos consta que no era el chico de los telegramas —concluyó Daisy—. Tenía la cara mucho más pálida y pequeña que la tuya. Nos estás engañando, Fatty. Tú no has estado aquí antes. Vamos, ¡confiesa!
—Nada de engaños —protestó Fatty, tomando otro sorbo de gaseosa—. A propósito, esta gaseosa es el non plus ultra. Pues sí: «estuve» aquí esta mañana y Bets fue la única que por poco me reconoce.
Todos le miraron con incredulidad.
—Bien, ¿y quién eras? —inquirió Larry al fin.
—¡La gitana! —declaró Fatty, sonriente—. Total que os engañé como chinos, ¿eh?
—No lo creo —repuso Daisy—. Nos estás tomando el pelo. Si la hubieses visto, no pretenderías hacerte pasar por ella. ¡Qué mujer más horrible!
Fatty metióse la mano en el bolsillo, y sacando un par de largos pendientes dorados, se los prendió en las orejas. De otro bolsillo sacó una peluca de grasientos bucles negros y se la puso en la cabeza. Por último, mostró una mustia ramita de brezos y, agitándosela a Daisy, profirió con voz ronca, al tiempo que su rostro cobraba la misma expresión que el de la morena gitana:
—¡Cómprame un ramito de brezos blancos!
Los otros le miraron en silencio, realmente sobrecogidos. ¡Aún sin el gran sombrero de plumas, ni el chal, ni la cesta, ni la larga falda negra, saltaba a la vista que Fatty era la gitana!
—¡Eres terrible! —farfulló Daisy, apartando los brezos con la mano—. A veces me das miedo. Tan pronto eres Fatty, como te conviertes en una auténtica gitana. ¡Vamos! ¡Quítate esa horrible peluca!
Fatty obedeció, sonriendo.
—¿Y ahora me creéis? —preguntó—. ¡Cáscaras! ¡Por poco me torcí el tobillo cuando eché a correr por el sendero! ¡Temí que la pequeña Bets fuese a buscar a su padre! Llevaba unos zapatos de tacón muy alto y apenas podía correr.
—Ahora comprendo por qué parecías tan alto —coligió Pip—. ¡Claro! ¡Aquella falda larga te ocultaba los pies! Bien, chico, reconozco que nos engañaste con todas las de la ley. ¡Qué listo eres, Fatty!… ¡Brindemos a su salud, Pesquisidores!
Mientras bebían todos solemnemente a su salud con la última reserva de gaseosa, apareció la señora Hilton. Habíase enterado de la llegada de Fatty y deseaba darle la bienvenida. Fatty se puso en pie cortésmente, haciendo honor a sus excelentes modales.
Al tenderle la mano, la señora Hilton miróle asombrada.
—La verdad, Federico, es que no apruebo esa bisutería —dijo.
Bets lanzó un grito regocijado.
—¡Fatty! ¡Pero si no te has quitado los pendientes!
El pobre Fatty despojóse de ellos al punto, tratando de murmurar algo cortés al tiempo que estrechaba la mano de la señora. Bets le miró complacida. ¡Buen amigo Fatty! ¡Qué dicha tenerle de nuevo a su lado! ¡Cuando Fatty estaba presente «siempre» ocurrían cosas graciosas e inesperadas!