Capítulo primero

¡Qué lástima de vacaciones!

—Estas vacaciones estivales no me han gustado ni pizca —lamentóse Bets—. Sin Larry, ni Daisy, ni Fatty han sido unas vacaciones perdidas.

—Pero me has tenido «a mí» —protestó Pip—. Y conste que te he llevado a merendar al campo, a hacer excursiones en bicicleta y a todas partes a donde he podido.

—Sí, pero porque te lo dijo mamá —replicó Bets, tristemente—. No tuviste más remedio que hacerlo porque mamá no cesaba de pedirte que me distrajeras un poco. Has sido muy amable, pero me consta que lo hiciste exclusivamente por cumplir con tu obligación.

—Eres una desgraciada —gruñó Pip, contrariado.

—¡Vaya! —suspiró—. ¡Ya has vuelto a enojarte! ¡Qué pena que nuestros amigos no estén aquí! Son las primeras vacaciones que pasamos separados.

—De todos modos, los otros tres estarán de regreso dentro de unos días —consolóla Pip—. Eso significa que aún podremos pasar juntos las dos o tres últimas semanas de estas vacaciones.

—¿Pero crees que nos dará tiempo a desentrañar un misterio? —inquirió Bets, deslizándose por el húmedo césped, en busca de un rincón más umbrío—. Casi «siempre» surge algún misterio durante nuestras vacaciones. No siempre me han gustado nuestros misterios, pero la verdad es que los echo de menos cuando no contamos con ninguno.

—En este caso, tendrás que fabricártelo —gruñó Pip—. Al que «más» echo de menos es el amigo «Buster».

—¡Lo «mismo» te digo! —convino Bets, evocando al alegre y juguetón perrito de Fatty—. Yo también lo echo mucho de menos. En cambio, «a todas horas» tropiezo con la única persona a quien no quisiera ver, con el señor Goon.

El señor Goon era el policía del pueblo, un individuo fatuo y presumido, siempre a la greña con los cinco amigos. Bets solía encontrarle tres o cuatro veces al día, pedaleando pesadamente en su bicicleta y tocando estrepitosamente el timbre del vehículo cada vez que doblaba una esquina.

—Mira, ahí está el cartero —advirtió Pip—. Ve a ver si trae algo para nosotros, Bets. A lo mejor, hay alguna postal de Fatty.

Bets se puso en pie. Hacía mucho calor y, aunque la niña llevaba sólo un vaporoso vestidito de algodón propio para tomar el sol, tenía la sensación de que iba a derretirse. Yendo al encuentro del cartero, que ascendía en su bicicleta por la calzada, la chiquilla le gritó.

—¡Hola, señor cartero! ¿Trae alguna carta?

—Sí, muchacha —asintió el hombre—. Dos postales, una para ti y otra para tu hermano. Eso es todo.

—¡Qué bien! —exclamó Bets, tomándolas—. ¡Una es de Fatty y va dirigida a mí!

—¡Una postal para ti de Larry y Daisy, y otra de Fatty para mí! Vamos a ver qué dicen…

Pip leyó la suya en voz alta:

«Estaremos de regreso pasado mañana, a Dios gracias. ¿No ha surgido ningún misterio? Si no descubrimos uno pronto, no nos dará tiempo a desentrañar ninguno durante estas vacaciones. Estamos morenos como gitanos. ¡No nos conoceréis! ¡Veréis qué disfraz! Hasta pronto. Recuerdos a Bets. - Larry y Daisy».

—¡Qué «estupendo»! —exclamó Bets, regocijada—. Apuesto a que mañana los tendremos aquí. Ahora escucha lo que dice «mi» postal, Pip.

«¿Cómo estáis Bets? Supongo que disponéis de un buen misterio que me permita utilizar la materia gris en cuanto regrese a ésa pasado mañana. ¿Cuándo vuelven Larry y Daisy? Ya es hora de que los Cinco Pesquisidores (y el Perro) entren en acción. Me alegrará mucho volver a veros a los dos. - Fatty».

Bets frotóse las manos, con el rostro radiante de alegría.

—¡Mañana «todos» los Pesquisidores estaremos reunidos de nuevo! Y aunque no hay ningún misterio a la vista, apuesto a que Fatty dará con alguno en cuanto regrese.

—Ojalá no te equivoques —murmuró Pip, tendiéndose otra vez en el césped—. Reconozco que estas vacaciones han sido aburridísimas. Al menos, si al final surgiese algún emocionante misterio para compensarnos un poco…

—¡Quién sabe! —suspiró Bets.

Tendido en el césped, Pip evocó todos los misterios resueltos por él, Bets, Larry, Daisy y Fatty (sin olvidar al perro «Buster», naturalmente). Recordaba especialmente el de la Villa Incendiada, el del Gato Desaparecido y el de la Casa Escondida, entre otros varios. ¡Caracoles! ¡Ya contaban con una buena colección!

De pronto, el chico sintió verdaderas ansias de dar con un nuevo misterio e incorporándose del suelo dijo a Bets:

—Propongo que echemos un vistazo al periódico de hoy para ver si trae algo interesante, ocurrido en estos contornos. Así podríamos poner en antecedentes a Fatty en cuanto regrese y, a lo mejor, se nos presenta algo que hacer.

Bets fue a por el periódico, alborozada. Ya de vuelta con él, ambos hermanos examináronlo cuidadosamente. Pero, al parecer, no había nada de particular.

—Sólo hay fotografías de mujeres con esa moda tan horrible, noticias de las carreras de caballos, comentarios sobre el calor y…

—Partidos de criquet… —gruñó Bets, tan desilusionada como Pip.

—¿Y te parece poco? —protestó su hermano al punto—. Al menos los partidos de criquet son «interesantes». ¡Fíjate en esta relación de boletos!

Pero como a Bets no le interesaba ni pizca el criquet, la recomendación del muchacho fue desatendida y la niña dio vuelta a la página.

—¡Chicas tenías que ser! —profirió Pip, en tono aún más disgustado—. ¡Lo único importante que trae el periódico es el criquet y tú ni siquiera lo miras!

—Aquí hay algo sobre Peterswood, nuestro pueblo —declaró Bets, leyendo un pequeño suelto en el ángulo inferior de la plana—. Y, además, habla de Marlow, la población vecina.

—¿Qué dice? —preguntó Pip, interesado.

Pero tras leer la gacetilla, resopló.

—¡Bah! Eso no es ningún misterio, ni siquiera una noticia interesante.

Bets leyó en voz alta:

—«Los Campamentos Escolares acampados en los montes que discurren entre Peterswood y Marlow, han gozado de un tiempo muy propicio. Esta semana se han incorporado a los campamentos dos o tres turistas relevantes, entre ellos el pequeño príncipe Bongawah del Estado de Tetarua, que regocijó a todos los presentes, presentándose con una Sombrilla de Ceremonial. Excuso decir que sólo la usó una vez».

—Bien, ¿y qué? —espetó Pip—. Si crees que a Fatty puede «interesarle» una bobada como ésta, es que te has vuelto tonta del todo. ¿Qué nos importa ese príncipe Bonbangabing o como se llame?

—Bongawah —corrigió Bets—. ¿Dónde está el Estado de Tetarua, Pip?

Pip no lo sabía, ni le interesaba saberlo. Poniéndose boca abajo, el chico masculló:

—Voy a dormir un rato. Hace demasiado calor para hablar. Llevamos cinco semanas de sol tropical y estoy hasta la coronilla de él. Lo malo de nuestro clima es que tiene rachas de frío o de calor.

—El tiempo me tiene sin cuidado —exclamó Bets, alegremente—. ¡Con tal que Fatty y los otros estén aquí lo mismo me da que llueva a que haga sol!

Larry y Daisy fueron los primeros en regresar. Llegaron a su casa a la mañana siguiente y tras ayudar a su madre a deshacer las maletas, les faltó tiempo para ir a saludar a Pip y a Bets.

—¡Larry! ¡Daisy! —gritó Bets, ebria de alegría, al verles entrar en el jardín—. ¡No os esperaba tan pronto! ¡Caramba! ¡Qué morenos estáis!

—Tú tampoco estás pálida, que digamos —comentó Daisy, abrazando a la pequeña Bets—. ¡Parece que hace siglos que no nos vemos! ¡Qué lástima de vacaciones! ¡Si no podemos dedicarlas a desentrañar misterios juntos las doy por perdidas!

—Hola, Bets; hola Pip —saludó Larry—. ¿Alguna novedad? Siento decirte que eres muy perezoso para escribir, Pip. ¡Pensar que te mandé cuatro postales y tú, en cambio, no me has escrito ni una sola vez!

—¿Quién ha dicho que «tú» las mandaste? —protestó Daisy, indignada—. ¡Así se escribe la historia! ¡Las escribí todas yo! ¡Tú ni siquiera te tomaste la molestia de ponerles la dirección!

—¡Pero fui el que las «compré»! —defendióse Larry—. Ea, ¿sabéis algo de Fatty? ¿No ha vuelto todavía?

—Le esperamos hoy —respondió Bets, alborozada—. Estoy atenta al timbre de su bicicleta o a los ladridos de «Buster». ¿No os parecerá maravilloso que nos reunamos los cinco, ¡y «Buster»!, de nuevo?

Todos asintieron. Bets contemplaba al pequeño grupo, feliz de tener a su lado a Larry y Daisy, pero parecíale que faltaba algo sin Fatty, el amigo socarrón, atrevido y talentudo. Sólo de pensar que pronto volverían a disfrutar de su compañía, la chiquilla no cabía en sí de gozo.

—Está sonando el teléfono —observó Pip, al oír un sonoro y estridente timbre procedente de la casa—. Ojalá no sea para mí. Creo no podría levantarme. Estoy pegado a la hierba.

A poco, asomóse a la ventana la señora Hilton, o sea la madre de Pip.

—Ha telefoneado Federico —les gritó—. Ya está de regreso y dice que pasará a veros cuanto antes. Os aconseja que agucéis la vista porque está tan moreno que, a lo mejor, no lo reconocéis. Probablemente, también a él le costará «reconoceros». ¡Parecéis unos gitanillos!

Al oír semejante noticia, todos se incorporaron.

—¡«Ojalá» hubiese contestado yo al teléfono! —lamentóse Bets—. Fatty tiene una voz muy graciosa por teléfono.

—Sí, semejante a un cloqueo —corroboró Larry—. ¡Daría cualquier cosa por estar siempre tan seguro de mí mismo como Fatty! Nunca se altera por nada.

—Y «siempre» sabe lo que conviene hacer, suceda lo que suceda —encomió Bets—. ¿Qué os parece? ¿Vendrá disfrazado para gastarnos una broma?

—Seguramente —murmuró Larry—. Apuesto a que ha vuelto cargado de nuevos trucos y disfraces y no me sorprendería que le faltase tiempo para comprobar el efecto que nos producen. ¡Le conozco!

—En este caso, propongo que nos fijemos en el primer tipo raro que veamos —aconsejó Daisy, excitada—. ¡No debemos «consentir» que nos engañe a las primeras de cambio! ¿No es verdad?

Fatty era un artista en el arte de disfrazarse. Podía incluso conferir un aspecto si cabe más rollizo a sus gordinflonas mejillas metiéndose en la boca unas almohadillas postizas, debidamente colocadas entre las encías y la parte interior de los carrillos. Poseía, además, una serie de dentaduras postizas perfectamente adaptables a la suya propia y profusión de cejas y pelucas.

De hecho, el muchacho se gastaba casi todo el considerable dinero de que disponía para sus gastos en esas bagatelas, y sus múltiples disfraces constituían una fuente inagotable de diversión y regocijo para sus compañeros, ya fueran ellos u otras personas los engañados.

—Ahora, pongámonos en guardia —propuso Pip—. Pensad que todo aquél que se acerque al portillo, sea hombre mujer o niño, es un sospechoso. ¡«Podría» ser el propio Fatty!

La espera no fue muy larga. A poco, percibieron un rumor de pasos ascendentes por la calzada y, casi simultáneamente, un enorme sombrero de plumas apareció fluctuando sobre el seto que discurría a lo largo del sendero conducente a la puerta de la cocina. Una cara muy morena y gordinflona miróles por encima del seto. De las orejas de su propietaria pendían largos pendientes dorados, y bajo el horrible sombrero asomaban varias hileras de bucles negros.

Los chicos contemplaron a la desconocida de hito en hito.

—¿Queréis comprarme un ramito de brezos blancos? —preguntó la mujer con expresión sonriente—. ¡Os traerán suerte!

Casi sin transición, la desconocida dobló el ángulo formado por el seto. Era una alta y robusta gitana, vestida con una larga falda negra, una sucia blusa rosa y un chal encarnado. Su sombrero de plumas mecíase constantemente sobre sus negros rizos.

—¡Fatty! —exclamó Bets al punto, precipitándose a su encuentro—. ¿Eres Fatty, verdad? ¡He reconocido tu voz! ¡No la has desfigurado bastante!