¡Buena faena, «Buster»!
El inspector jefe miró a su compañero, lanzando un quedo silbido.
—¡Nos hemos caído! —exclamó—. ¡Menudo contratiempo! Me figuro que se trata de otra hazaña de nuestro amigo de la cicatriz. ¡No cabe duda que esta vez está dispuesto a salirse con la suya!
—Esa lista es muy importante para él y para otros muchos que quisieran verla destruida —murmuró el señor alto, sombríamente—. Desgraciadamente, también nos interesa a nosotros.
Y volviéndose a Fatty, inquirió ávidamente:
—¿Se llevó ese hombre «todas» las prendas?
—Sí —asintió Fatty—, todas menos el pañuelito hallado por Bets que acaban ustedes de ver. Pero, si lo desean, podemos ir a mi cobertizo a echar otra ojeada a la caja donde las metimos, aunque estoy segurísimo de que está vacía, señor.
Todos se dirigieron al cobertizo, con inclusión del señor Goon. Sentíanse muy abatidos. ¡Pensar que se las habían con un misterio tan emocionante y que se les estropeaba el final cuando todo iba viento en popa! Era el colmo de la mala suerte.
Examinaron el interior de la caja. Fatty tenía razón. Estaba absolutamente vacía. Entonces, Bets, recordando algo de repente, exclamó casi a voz en grito:
—¿Y el zapato que se llevó «Buster»? ¿Lo buscamos y metimos con lo demás o se nos olvidó y lo dejamos en el mismo rincón donde lo puso «Buster»?
—Se nos olvidó —murmuró Fatty—. Al menos, yo no lo guardé en la caja. Pero ¿cree usted que un simple zapato le puede resultar útil, señor?
—¡Naturalmente! —exclamó el jefe—. ¡Más de lo que te figuras! ¡Anda, «Buster»! ¡Busca ese zapato!
Y, como si lo entendiera, el perrito echó a correr por la estancia, explorando todos los rincones. Por último, tras olfatear un viejo saco, desapareció bajo él para reaparecer de nuevo, orgullosamente, con un zapatito rojo en la boca.
—¡Es el zapato! —exclamó Fatty, alborozado—. ¡Buena faena, «Buster»! ¡No se puede negar que eres un perro inteligente!
«Buster» meneó la cola, complacido. El jefe tomó al punto el zapato y procedió a examinarlo juntamente con su compañero.
—Es posible que sea el que nos interesa —explicó el jefe—. Pero no podemos ser categóricos hasta que lo examinemos. ¿Tiene alguno de vosotros un buen cortaplumas?
Fatty, ¿cómo no?, se lo proporcionó, pues, como de costumbre, llevaba los bolsillos llenos de utensilios susceptibles de prestarle un gran servicio en un momento dado.
El jefe tomó el cortaplumas y, sentándose sobre una caja, procedió a levantar el tacón, con gran expectación de los Cinco Pesquisidores.
—Es de confección muy recia —comentó el jefe—. Pero ¡ya está!
El tacón saltó del zapato, y en el interior del propio tacón los muchachos vieron un diminuto compartimiento hueco que contenía un tenue papel doblado.
—Aquí está —profirió el jefe, tan excitado como los chicos, sacando cuidadosamente el papel de su escondrijo.
Y, sin desdoblarlo, entrególo al señor alto, cuyos ojos centelleaban de satisfacción.
Con sumo cuidado, el hombre desdobló el papel y echó un vistazo a la lista de nombres y a las notas, escritas con letra tan diminuta que resultaba imposible leerlas a distancia. El señor Goon estiró el cuello, pero, aun así, sólo vio un texto borroso.
—Ya tenemos lo que buscábamos —exclamó el agente, con voz triunfante—. ¡Aquí hay un año entero de trabajo! ¡Es algo realmente inapreciable, Jenks! ¡Pensar que hemos estado a punto de perderlo para siempre! Afortunadamente este perro tuvo la buena ocurrencia de escapar con el zapato y esconderlo.
—Sin duda, el ladrón encontró las prendas en la caja y, creyendo que estaban todas allí, se las llevó loco de contento —inquirió Fatty—. ¡Qué susto tendrá cuando descubra que sólo hay un zapato!
—Tal vez volverá a buscarlo —sugirió Larry—. Entonces podrán ustedes apresarle.
—No hay cuidado —repuso el jefe—. Ahora ya sabemos dónde encontrarle. ¡Cáspita! ¡Fíjese usted en este nombre que figura en la lista… y en este otro! ¡Sopla! ¡Qué jaleo se va a armar!
—Por supuesto —convino el señor alto—. Este documento comprometerá a varias docenas de personas. ¡Qué redada! No puedo creerlo. Y todo gracias a estos chavales. ¡Son un portento!
—Bien, no es la primera vez que demuestran su capacidad —declaró el jefe, sonriendo—. En anteriores ocasiones han hecho también muy buenas faenas. Forman una pandilla llamada los Cinco Pesquisidores y el perro, ¿sabe usted? Y con las cosas que han descubierto podrían escribirse muchos libros.
—¡Pero «Buster» ha sido el héroe de «este» misterio! —ensalzó Bets, tomando en brazos al pequeño «scottie» y acariciándolo—. ¿Verdad, «Buster»? ¿Sabías que ese zapato era muy importante, «Buster»? ¿Y por esto lo escondiste? ¡Fatty! ¡No me sorprendería que «Buster» lo hubiese «adivinado»!
—¿Qué piensan hacer ustedes ahora? —preguntó Larry, volviéndose al jefe.
—Pues unas pocas gestiones de menor cuantía —le respondió el jefe—. En primer lugar, debemos pasar a ver a Fellows para tranquilizarle. Luego mandaremos a alguien a por el hombre de la cicatriz o de las hierbas, como le llamáis vosotros. ¡Después de esto no creo que le queden ganas de ir a buscar más plantas acuáticas!
—Confío en que algún día rescaten ustedes al señor Euricles —murmuró Bets—. Ojalá no le haya pasado nada malo.
—Cuando aparezca, os lo comunicaré —prometió el jefe—. Tengo el presentimiento de que, en cuanto vayamos tras las personas cuyo nombre figura en esta lista, nuestro señor Euricles se encontrará inesperadamente en libertad. ¡Muchos de estos complicados no tardarán en abandonar el país!
—¿No cree usted que deberíamos dar una pequeña recompensa a estos muchachos por la valiosa ayuda que nos han prestado? —propuso el señor alto, levantándose de la caja y dándose casi un topetazo con el techo.
—No, gracias —apresuróse a replicar Fatty—. Esto lo estropearía todo. No desentrañamos misterios para obtener recompensas. Lo hacemos porque nos divierte… y porque nos gusta ayudar al jefe.
—Mi querido colega —dijo el jefe a su amigo, con grave entonación—. Quedan tan pocas personas en el mundo dispuestas a hacer algo a cambio de nada, que opino que debemos respetar el deseo de los investigadores.
Esta declaración llenó de orgullo a los cinco muchachos.
—De acuerdo —convino el señor alto—. Bien, debemos irnos. Sin embargo, pienso hacer dos cosas en favor de estos…, ¿cómo ha dicho usted que se llaman?… de estos pesquisidores y el perro. Encargaré a mi carnicero que mande el hueso más grande y más suculento a este inteligentísimo perrito…
—¡Guau! —ladró «Buster», meneando la cola, agradecido.
—Y cuando aparezca el señor Euricles, le rogaré que dé unas provechosas lecciones de ventriloquia a Federico —dijo el agente—. Estoy seguro de que lo hará con gusto.
—¡Gracias, señor! —murmuró Fatty, sonrojándose de satisfacción—. Pero, como no quiero ninguna recompensa, pagaré las lecciones. ¡Caramba, qué suerte!
El jefe y su amigo se despidieron. A poco, su coche desapareció por la calzada. Los chicos quedáronse solos con el señor Goon. Todos se miraron.
¡Pobre Goon! ¡Qué papel más desairado el suyo! El jefe ni siquiera habíale dirigido una palabra de despedida. ¡Hasta «Buster» lo había hecho mejor que él!
—Bien —dijo Fatty en tono jovial—, ¿y si merendásemos? Seguramente, a estas horas ya está lista la merienda. Y, si no lo está, lo estoy «yo». ¡Listo a saborearla! ¿Quiere usted acompañarnos, señor Goon?
El policía sorprendióse tanto ante esta invitación, que no acertó a pronunciar una palabra. Él no era un enemigo generoso, como Fatty, ni nunca lo sería. Por consiguiente, no comprendía aquella invitación y, en su asombro, abría y cerraba la boca como un pez.
—Bien, ¿qué contesta usted, señor Goon? —apremió Fatty—. Celebraremos el acontecimiento y, para solemnizar más la cosa, abriré la enorme caja de galletas de chocolate que me regalaron por Navidad. ¿Qué decide usted, señor Goon? ¿Sí o no?
—Sí —balbuceó el hombre, casi como si estuviera cansado—. Gracias. Lo considero muy amable por tu parte, después… después de lo sucedido.
—¡Bah! —profirió Fatty, conduciendo a sus invitados al interior de la casa—. ¡Con tal que no me vuelva usted a meter cosas por el gaznate!
—Y tú déjate de imitar perros, cerdos y demás familia —reconvino Goon, con una súbita sonrisa.
A Bets no le seducía la idea de compartir la merienda con Goon, pero no expresó su sentir. Aprobaba la generosa acción de Fatty porque le constaba que el pobre señor Goon no lo había pasado muy bien en el curso de aquel misterio. Pero se hizo el firme propósito de no sentarse a su lado, ni dirigirle la palabra. ¡Nunca, jamás le perdonaría su mala idea de meter aquellas prendas mojadas en el pecho de Fatty, produciéndole casi la asfixia con su grande y pesado corpachón!
La merienda transcurrió en un ambiente de franca animación. Todos estaban contentísimos de que aquel pequeño misterio hubiese resultado ser un auténtico caso de tamaño descomunal, y hubiese terminado tan triunfalmente para «Buster».
Como es natural, el perrito mostróse sorprendido de ver a su antiguo enemigo súbitamente incorporado al círculo familiar. Al principio, lanzó varios amenazadores gruñidos, pero luego, observando que todos estaban por él y Daisy le llamaba héroe perruno, sumóse al regocijo general.
El señor Goon también gozó, a su manera. ¡Vaya, vaya! ¿Era posible que aquel entrometido de chico pudiera conducirse de aquel modo? Tras el cuarto almendrado y el tercer pedazo de tarta de chocolate, el policía sentíase dispuesto a ser el mejor amigo de Fatty.
De pronto, todos oyeron un recio gruñido procedente de debajo de la mesa.
—¿Qué es eso? —exclamó Bets, alarmada.
El señor Goon miró debajo de la mesa, asombrado. Pero tan sólo «Buster» estaba allí aposentado.
Los demás miraron al sonriente Fatty, sin poder contener la risa. Y entonces, de detrás de las espaldas del estupefacto señor Goon, llegó una voz ya harto familiar, murmurando estas palabras:
—¡Yo no he sido, no, no he sido! ¡Oooooh! ¡Yo no he sido! ¿Dónde está mi tía?
¡Oh, Fatty! ¿Qué vamos a hacer contigo? ¡Por favor! ¡No te olvides de contamos tu próximo misterio!
FIN