Capítulo XXIII

Una extraña historia

—No lo entiendo —masculló el jefe—. ¡Esas prendas eran una pista importantísima! ¡Oiga, Goon! ¿Qué diablos le indujo a entregárselas a Federico?

El señor Goon tragó saliva, congestionándose por momentos. ¡Aquel chico! ¡Aquel entrometido de chico! ¡Ya se hallaba de nuevo en un apuro por culpa de él! ¡Y lo malo era que no se le ocurría ninguna respuesta!

Pero Bets contestó por él, declarando con indignación:

—¡No se las «entregó»! ¡Se abalanzó sobre él y se las metió todas por el cuello de la camisa, sin tener en cuenta que estaban mojadas y limosas!

—Cállate, Bets —reconvino Fatty, molesto—. Soy yo el que tiene que contestar.

—¡Qué comportamiento más raro, Goon! —exclamó el jefe, pasmado—. ¡Ahora comprendo por qué resultaba tan incongruente su informe! ¿Acostumbra usted a meter cosas por el cuello de la gente cuando está enojado?

—No, señor —repuso Goon, mirando al suelo—. ¿Cómo iba a sospechar que aquellas prendas eran tan importantes, señor? Si hubiese sabido que tenían algo que ver con este caso, no se las habría metido por el cuello. Reconozco que estaba… muy irritado aquella mañana, señor.

—No me importó la pelea —terció Fatty, compadeciéndose del pobre Goon—. De hecho, disfruté de lo lindo. El señor Goon tuvo una gran idea de meterme todas aquellas zarandajas por el cuello de la camisa. ¡Incluso los zapatos!

—¿Zapatos? —profirió el jefe, anotándolo rápidamente en su libreta—. ¿Has dicho «zapatos»? Bien, vamos a dejar ese tema de las prendas y los cuellos, puesto que, al parecer, tanto desagrada a Goon, y a proseguir con la segunda parte de la historia.

Fatty explicó la forma en que habían secado las prendas, la tentativa del robo efectuada en su casa aquella noche, su entrevista con el señor Fellows y las evasivas de éste, y finalmente el examen de que habían hecho objeto a las misteriosas prendas aquella misma mañana y el interesante descubrimiento realizado por Bets.

Goon le escuchaba atentamente. Todo aquello era nuevo para él.

—No encontramos nada interesante, señor —agregó Fatty—. Hasta que la pequeña Bets, aquí presente, encontró un bolsillo oculto en la bocamanga, en cuyo interior había un pañuelo bordado de margaritas, con el nombre que le dije a usted por teléfono, o sea, Euricles. ¿Dónde está ese pañuelo, Bets?

Bets lo exhibió, orgullosamente. El jefe y su amigo lo examinaron en silencio. El señor Goon estaba estupefacto. ¿Qué era todo aquello? ¿A qué venía tanto interés por un pañuelo de muñeco?

—¿Y qué dedujiste de este pañuelo? —inquirió el jefe de policía.

—Primero, reconocí el nombre de Euricles —respondió Fatty.

Por primera vez en el curso de la entrevista, el desconocido dirigióse directamente a Fatty con esta pregunta:

—¿Cómo lo reconociste? Euricles no es un nombre corriente.

—No, ya sé, señor —convino Fatty—. En realidad, «nunca» había conocido a nadie que llevase ese nombre, aún cuando, según mis informes, es posible que haya muchos griegos que lo ostenten. Lo reconocí por… por la sencilla razón de que, como dije al jefe, me dedico un poco a la ventriloquia, y todos los ventrílocuos saben que una vez hubo un griego llamado Euricles, muy famoso en ese arte, según leí en mi libro sobre ventriloquia.

—Es extraordinario —comentó el desconocido, con su suave y pastosa voz—. Y, atando cabos, llegaste a la conclusión de que probablemente las prendas pertenecían al muñeco de un ventrílocuo moderno llamado señor Euricles.

—En efecto —confirmó Fatty—. La cosa me vino como anillo al dedo, porque, como andaba desorientado con relación a este misterio, me dije que tal vez si lograba averiguar que «de veras» existía un ventrílocuo cuyo nombre artístico coincidiese con el del antiguo griego, podría formularle unas pocas preguntas y, a través de «él», desentrañar este raro misterio. Por eso pregunté al jefe por el teléfono si sabía de alguien llamado Euricles y cómo podría ponerme en contacto con él.

—Comprendo —murmuró el señor desconocido—. Y repito: es extraordinario. Pues bien, muchacho: quizá te interesará saber que, efectivamente, «hay» un ventrílocuo moderno que utiliza ese nombre griego como seudónimo artístico y que esas prendas de que nos has hablado pertenecen a su muñeco. Y a buen seguro también te interesará saber que hemos estado buscando esas prendas por todas partes.

—¿Por qué? —interrogó Fatty, asombrado—. ¡Cáscaras! ¡Cuánta gente hay interesada en esas prendas!

—Ahora, si no tenéis inconveniente, voy a contaros una pequeña historia, a mi vez —propuso el amigo del jefe—. Una historia que debe quedar entre nosotros. Pero impongo una condición: que no debéis formularme ninguna pregunta respecto o ello, sino aceptarla tal cual os la refiera. Ahora comprenderás, Federico, por qué mi amigo, el inspector jefe, aquí presente, se sorprendió tanto cuando le hablaste del señor Euricles.

Todo aquello resultaba extraordinario. Todas las miradas permanecían fijas en el apacible desconocido cuando éste, dando comienzo a su historia, se expresó en estos términos:

—Todos vosotros conocéis al inspector jefe y sabéis que yo soy amigo suyo, consagrado a la misma profesión, esto es, a preservar la ley y el orden en nuestro país, a mantenerlo libre de enemigos y a asegurarle el disfrute de todo lo justo y razonable.

El policía hizo una pausa. Todos los muchachos escuchábanle solemnemente y Bets sorprendióse a sí misma conteniendo la respiración.

—Pues bien. Nuestro deber es descubrir y vigilar a todo hombre o mujer que trabaje contra nuestro país y sus leyes. Las hay en abundancia, tanto en las esferas elevadas, como en las bajas. Nuestra labor consiste en observar, indagar lo que oímos, y denunciar a toda persona sospechosa de atentar contra el país y sus leyes.

—¿Se refiere usted a los espías? —susurró Bets.

—No sólo a los espías, sino a cualquier hombre o mujer de mala fe —declaró el señor alto—. El señor Euricles colaboraba con nosotros en este cometido. Era un hábil ventrílocuo e iba a todas partes con «Bobby-Boy», su muñeco parlante. Como frecuentaba toda clase de ambientes sociales, nos facilitaba abundante información. El señor Fellows era su ayudante.

—¡Oh! —exclamó Daisy—. ¿De veras? ¡Ahora me explico «su» intervención en el misterio!

—Cierto día, un amigo del señor Euricles acudió a verle con una lista de nombres —prosiguió el amigo del jefe—. Figuraban en ella nombres del máximo interés para nosotros, nombres de gente entregado a minar las industrias del país, provocando huelgas, sabotajes, en una palabra, toda clase de disturbios para perjudicar a la Gran Bretaña. Además, contenía otras informaciones muy valiosas para nosotros. Así, pues, el señor Euricles metió ese informe en su escondrijo habitual, en las prendas que lucía «Bobby-Boy».

Todos los presentes escuchaban atentamente, en particular el señor Goon.

—Aquella noche el señor Euricles fue secuestrado. Sus secuestradores lleváronse también a «Bobby-Boy», sospechando que la lista de nombres hallábase escondida en uno de los dos personajes. Pero el ventrílocuo logró arrojar al muñeco por la ventanilla del coche secuestrador.

»Detrás de éste iba uno de nuestros coches policiales, no porque la policía sospechase la presencia del señor Euricles en el primer auto, sino porque sabía que dicho automóvil había sido robado. Cuando el muñeco fue arrojado por la ventanilla, los policías que iban detrás creyeron que se trataba de un niño y, naturalmente, se detuvieron a recogerlo.

»Debido a esto, perdieron de vista al primer coche y regresaron al cuartel. Por entonces, el señor Fellows había denunciado ya el secuestro de su jefe, el ventrílocuo, y, en consecuencia, le fue entregado el muñeco, “Bobby-Boy”. Al parecer, sabía que el señor Euricles había escondido algo de valor en sus ropas, pero ignoraba qué. Así, pues, tomó las prendas bajo su custodia, con la esperanza de que su jefe apareciera pronto».

—¡Ah, «ya» comprendo! —profirió Daisy—. ¡Y entonces los secuestradores, viendo que el señor Euricles no llevaba la lista encima, supusieron que ésta se hallaba en las prendas del muñeco y no han cesado de buscarla desde entonces!

—Y por eso Fellows huyó con los vestidos a altas horas de la noche, al observar que alguien entraba en su casa para arrebatárselos, y los arrojó al río con intención de recuperarlos más adelante —coligió Pip, comprendiéndolo todo, al fin—. Y entonces, el hombre de las hierbas, que no era otro que el ladrón, al ver que el señor Goon se los endosaba a Fatty, penetró en casa de los señores Trotteville para hacerse con ellos. ¡Cielos! ¡Pensar que, sin saberlo, andábamos metidos en un caso tan emocionante!

—¿Por qué el señor Fellows no buscó la valiosa lista entre las prendas? —inquirió Bets—. Una vez el documento en su poder, podría haber arrinconado los vestidos.

—Me figuro que no pudo dar con ella —repuso el jefe—. Además, él no sabía de qué objeto se trataba. «Nosotros», en cambio, la encontramos. Nos han informado del lugar donde se encuentra. Si nos muestras esas prendas, Federico, verás dónde está escondida esa inapreciable lista, y quedará resuelto el misterio que tú tenías por tan insignificante.

Sobrevino un silencio sepulcral. La excitación de los muchachos se disipó como por encanto ante el recuerdo del desastroso acontecimiento de la mañana.

—¿Qué ocurre? —preguntó el jefe, sorprendido—. «Tenéis» las prendas en vuestro poder, ¿no? ¿A qué vienen esas caras?

—Siento en el alma tener que decírselo, señor —masculló Fatty, con voz apenas perceptible—, pero esas prendas han desaparecido. Las dejamos encerradas en el cobertizo y, cuando volvimos allí, la puerta estaba descerrajada… y todas las prendas habían desaparecido.

Bets echóse a llorar.

—¿Qué haremos ahora? —sollozó—. ¡Nosotros no sabíamos que eran tan importantes! ¡Oh, Fatty! ¿Qué haremos?