Capítulo XXII

Una entrevista emocionante

El jefe colgó el receptor. Fatty hizo lo propio, algo aturdido. ¡Qué final más brusco! ¿Por qué se había sorprendido tanto el jefe? ¿Sabría algo de aquel pequeño «misterio» que la pandilla intentaba resolver? ¿Era posible que supiera algo del señor Euricles?

Todo resultaba sumamente desconcertante. Fatty frotóse la nariz. No le seducía en absoluto la idea de ver al inspector jefe Jenks aquella tarde. De hecho, no le interesaba que se removiera la cuestión de los perros, los cerdos y los hombres quejumbrosos. Y lo más probable era que la cosa volviese a salir a relucir.

La señora Trotteville sentía curiosidad por saber sobre qué había versado la conversación, pues la intrigaba aquello de la ventriloquia, llegado a sus oídos a través de las voces de Fatty. Así, pues, inquirió:

—¿Qué es eso de la ventriloquia, Federico? ¿Es verdad que ahora te dedicas a practicarla? No me gusta esa afición. Supongo que eso explica todos los ruidos raros procedentes de tu habitación cuando estás solo arriba.

—Sí, mamá —confirmó Fatty—. Pero no te incomodes ni te enojes por ello. Pronto volveré al colegio y entonces se restablecerá la paz en esta casa. A propósito… el… el inspector jefe va a venir a verme esta tarde. ¿Te importaría que llamase a mis cuatro amigos? Les encantará verle, especialmente a Bets.

—De acuerdo, si quieres, diles que vengan —aprobó su madre—. Pero, Federico, confío en que todo esto no significa que os habéis vuelto a mezclar en asuntos que no os conciernen. No quisiera que hubieses metido a tus amigos en otro lío estas vacaciones.

—¡Yo «nunca» les he metido en ningún lío! —protestó Fatty, indignado—. ¿Cómo puedes decir eso, mamá? ¡Si hasta el inspector me ha dicho más de cuatro veces que…!

—Está bien, Federico —interrumpióle su madre—. No pienso discutir contigo. Telefonea a tus amigos y pregúntales si quieren venir a merendar. Hoy tenemos una nueva hornada de pasteles y he traído unos almendrados de la lechería. No has comido ninguno hace tiempo.

«¡No tanto como te figuras!», pensó Fatty, satisfecho ante la idea de tomar unos pocos más aquella tarde.

El muchacho fue a telefonear a los demás, pero, recordando la recomendación del jefe de «no hablar con nadie» del «asunto», no aludió para nada a la inesperada visita del policía, aun cuando ardía en deseos de decírselo a Bets, pues la chiquilla sentía profundo afecto por el «gran jefazo», como solía llamarle.

—¡Lástima que tengamos que decir al jefe que fuimos lo suficientemente estúpidos para dejar las prendas a merced del ladrón en el cobertizo! —se dijo Fatty—. ¡Eso no constituirá, ni mucho menos, un tanto a mi favor! No comprendo cómo pude ser tan torpe. Lo malo es que la cosa ya no tiene remedio.

El jefe fue el primero en llegar, en su gran coche negro y reluciente, conducido por un chófer policía. Y, cosa inusitada, venía acompañado de un hombre de aspecto distinguido, vestido de paisano.

Fatty hallábase ya en la puerta cuando el coche se detuvo ante la misma, tras ascender por la calzada. Naturalmente, el muchacho acogió al jefe con verdadera satisfacción. El otro, corpulento y apuesto desconocido dirigióle una sonrisa.

—¿Cómo estás, Amenaza? —espetó el jefe—. ¡Me dan ganas de retirarte la confianza y no tener más tratos contigo!

Luego, volviéndose a su alto y silencioso acompañante, explicó:

—Señor, éste es el chico de quien le hablé. Es el terror de la policía local, pero, en ocasiones, me ha sido muy útil. Es un muchacho formal y responsable, de modo que puede usted decirle lo que guste. Le presento a Federico Trotteville.

Fatty estrechóle la mano, solemnemente, advirtiendo que el jefe no le decía, a su vez, el nombre del alto desconocido. Sin duda se trataba de un gran personaje, probablemente del Servicio Secreto o de Scotland Yard. En cualquier caso, parecía muy poco locuaz. Fatty le miró, algo atemorizado.

Los tres entraron al saloncito, caldeado con un magnífico fuego. La señora Trotteville había salido a jugar al «bridge» con unas amigas, con gran alivio por parte de Fatty, muy poco partidario de que su madre se hallase presente si había que ventilar sus aventuras con Goon.

Una vez instalados en la sala, el jefe, yendo directo al grano como de costumbre, inquirió:

—En primer lugar, Federico, ¿qué sabes del señor Euricles?

—Poca cosa —contestó Fatty—. Creo que lo mejor será que se lo cuente a usted todo desde el principio, señor. Así se hará usted cargo de cómo nos enteramos de la existencia del señor Euricles. Es una historia un poco rara, pero resulta interesante.

—Vamos, desembucha —apremió el jefe—. Somos todo oídos. Es posible que tome unas notas mientras relatas tu historia, pero eso no debe preocuparte. Conque, adelante.

En el momento que comenzaba su relato, Fatty oyó el estridente timbre de cuatro bicicletas. «Buster» se puso a ladrar, intentando abrir la puerta con la pata.

—Son mis amigos, señor —disculpóse Fatty—. ¿Tiene usted inconveniente en que estén presentes en la conversación? Al fin y al cabo, han participado en la aventura.

—Diles que pasen —accedió el jefe.

Fatty dirigióse a la ventana y, levantándola, les gritó:

—¡Eh, vosotros! ¡Venid acá! ¡De prisa!

Tras aparcar sus bicicletas, los chicos se precipitaron a la puerta principal. ¿Qué sucedía? Al irrumpir en el saloncito, detuviéronse, sorprendidos. ¿Qué hacía allí su viejo amigo, el inspector jefe Jenks, tan alto y robusto como siempre, con su jovial semblante iluminado por una amplia sonrisa?

Bets arrojóse sobre él, y el policía, como de costumbre la levantó en brazos, con gran regocijo de la chiquilla. Los otros se agolparon a su alrededor. ¡Qué estupendo volver a ver al jefe… y qué emocionante! ¿A qué obedecía su visita?

El señor alto y silencioso levantóse también, sonriente. Parecía muy divertido con todo aquello. El jefe le presentó a los cuatro recién llegados, uno por uno. Pero, al igual que antes, no reveló el nombre del desconocido. Éste mostróse muy cortés, y sus sagaces ojos oscuros escrutaron sucesivamente las cuatro caritas. Fatty intuyó que a aquella mirada no le pasaba gran cosa por alto.

—¿Por qué ha venido usted? —inquirió Bets—. ¡Supongo que no ha sido sólo para «vernos»!

—He venido porque barrunto que tenéis algo que contarme que me ayudará a resolver un problema —declaró el jefe—. Federico se disponía a relatármelo en el momento que habéis llegado. Sentaos y lo escucharemos.

Todos tomaron asiento, Bets lo hizo lo más cerca posible del gran jefe. Fatty comenzó de nuevo su historia.

Explicó el robo en casa del señor Fellows y la denuncia del lechero. Y al referir que, en vista de que la villa estaba tan próxima a la de Larry, habían ido los cinco a echar un vistazo, el jefe comentó:

—Y supongo que encontraste un pretexto para meterte dentro, ¿no, Federico?

—Verá usted —reconvino Fatty, sonriendo—. Había un gatito abandonado. Y mientras lo buscaba se presentó el señor Goon.

—Comprendo. Y entonces el perro, el cerdo y el hombre quejumbroso dieron señales de vida, ¿no es eso? Bien, no entremos en detalles. Ya me dio bastantes Goon. Además, conozco este episodio. Fui informado de él con pelos y señales. Cuéntame otros pormenores inéditos de tu aventura.

Así, pues, Fatty le puso en antecedentes de la pregunta que, a la sazón, habíase formulado a sí mismo: ¿quién podría haber visto a Fellows por la calle a aquellas horas de la noche? Tras referir sus conversaciones con los vigilantes, el muchacho se dijo que, muy en contra de su voluntad, debía confesar también su caracterización de viejo con un saco y explicar cómo había conducido a Goon al embarcadero y echado el saco de piedras al río.

—Me parece una acción muy reprobable —murmuró el jefe.

—Sí, señor —convino Fatty, apresurándose a cambiar de tema.

Relató luego la ida de los Cinco Pesquisidores a la orilla del río, en el curso de la mañana siguiente, para ver si Goon recuperaba el saco y observar su reacción al descubrir el engaño. Describió, asimismo, al sospechoso desconocido con el cubo de plantas acuáticas, ante cuya mención el jefe y su silencioso amigo se enderezaron, cambiando una mirada.

—Descríbeme minuciosamente a ese hombre, ¿quieres? —instó el jefe.

Fatty le complació, ayudado por los demás.

—¡Excelente! —elogió el jefe—. ¡Sois muy buenos observadores! ¡No me sorprendería que incluso me dijeseis lo que el individuo en cuestión llevaba en los bolsillos! Ahora, precisemos. ¿Dices que Goon llegó en aquel momento?

—Sí, señor —confirmó Fatty.

Entonces el jefe, sacándose un fajo de papeles de bolsillo, eligió uno y procedió a leerlo rápidamente para sí.

—Éste es el informe de Goon de esta mañana —dijo—. Pero está muy confuso y poco detallado. Creo que lo mejor será decirle que venga aquí, aprovechando que ahora llega el momento de su máxima intervención en la historia. Es posible que necesite formularle unas preguntas.

—¿Quiere usted que le telefonee, señor? —ofrecióse Larry al punto.

¡Qué reunión más estupenda! ¡Sólo faltaba Goon para completar el cuadro! ¡Pobre Goon! ¡Qué poco airoso quedaba en tales ocasiones!

El jefe accedió al ofrecimiento de Larry con un silencioso ademán y, tras escribir unas notas, se las pasó al desconocido. Entretanto, Larry se puso inmediatamente al habla con Goon para darle el recado del jefe. A su regreso a la sala, el inspector le preguntó:

—¿Qué ha dicho?

—Pues… poca cosa, señor —contestó el muchacho, algo turbado—. De hecho, se ha limitado a exclamar: ¡«Demontre»! Y pare usted de contar.

Todos se rieron. Bets se puso a jugar con «Buster», pero, apenas transcurridos dos minutos, apareció Goon por el sendero, montado en su bicicleta. Fatty apresuróse a ir abrirle la puerta y a introducirlo solemnemente en la concurrida salita.

Goon estaba muy nervioso. Ni siquiera había atinado a despojarse de sus pinzas de ciclista ni a cepillarse los restos de comida que deslucían su uniforme. Para colmo, al descubrirse, se le cayó el casco al suelo.

—Siéntese, Goon —invitóle el jefe—. Celebro que haya venido tan de prisa. Verá usted. Federico nos está contando una historia sumamente interesante, y hemos pensado que debía oírla usted también… aunque sin duda sabe usted gran parte de ella.

Goon sentóse pesadamente, dirigiendo una rápida y suplicante mirada a Fatty. «Buster» empezó, al punto, a retozar en torno a sus tobillos.

—¡Quieto, «Buster»! —ordenó Fatty, severamente—. ¡Todo esto es muy serio!

Y, volviéndose de nuevo al jefe, prosiguió:

—¿Puedo proseguir, señor?… Pues bien, aquella mañana el señor Goon acudió al río, tal como esperábamos, y, tomando un bote, remó hacia el embarcadero donde yo había arrojado el saco de piedras la noche anterior.

Al oír esto, Goon lanzó un resoplido. Pero nadie le prestó atención.

—El señor Goon encontró un saco —continuó el muchacho—, pero no era el mío… sino otro.

Goon se le quedó mirando, boquiabierto. ¿Qué? ¿Qué aquél «no era» el saco del chico? Entonces, ¿de quién podría ser?

—El señor Goon abrió el saco y encontróse con que estaba lleno de algo muy peculiar. Contenía prendas, señor, vestiditos de muñeco: chaqueta, pantalones, cinturón, corbata, calcetines… y un guante que emparejaba con el que, como le he dicho, encontré en la villa del señor Fellows. Esto nos hizo suponer que el saco en cuestión era el que había escondido el propio Fellows en el río, en vista de lo cual nos llevamos las prendas a casa.

—Aguarda un momento —interrumpió el jefe, desconcertado—. ¿Cómo se explica que esas prendas estuvieran en vuestro poder? ¿No acabas de decir que «Goon» fue el que las encontró en el saco?

—Bien —farfulló Fatty, con evidente turbación—, pues verá usted, el… el señor Goon me las «dio», señor. ¡Todas sin faltar una! ¿Se sorprende usted? ¡Pues figúrese lo que me sorprendí yo!