Capítulo XXI

Un terrible sobresalto

Sobrevino un silencio. Todos estaban sobrecogidos. ¡Aquella voz habíase dejado oír tan inesperadamente y resultaba tan patético! Pip fue el primero en reaccionar.

—¡Cáscaras! —exclamó, dando una fuerte puñada a Fatty—. ¡Qué susto me has dado! ¡Ya podías habernos avisado antes de hacer eso, señor Euricles!

—Yo me he tragado medio almendrado de una vez —se lamentó Larry—. ¡Por poco me haces atragantar!

—¡Oh, Fatty! —profirió Bets—. ¿«Cómo» te las arreglas para hacer eso? ¡El pobre señor Goon ha salido disparado! Sin duda, se ha desconcertado. No esperaba oír eso ahora.

—Le está muy bien empleado —gruñó Fatty—. ¿A quién se le ocurre escribir un estúpido informe sobre cerdos, perros y hombres quejumbrosos? Todo eso carecía de importancia. Apuesto a que, además, recargó las tintas, añadiendo detalles imaginarios sobre el pataleo de las patas del cerdo y el rumor de un hombre herido arrastrándose por el suelo. ¡Le conozco!

—Lo malo es que, como le ha dicho al jefe que tú estabas allí, serás interpelado sobre la cuestión —infirió Bets—. En este caso, ¿qué piensas decirle al jefe? ¿Confesarás que fuiste tú el autor de las voces?

—No tengo idea —masculló Fatty con expresión sombría—. ¡Todo por culpa de ese Goon! Aseguraría que estaba preocupado ante el temor de que me negase a confirmar su ridícula historia. Pero, por desgracia, tendré que hacerlo.

—¿Otro almendrado, Fatty? —sugirió Pip—. Sobra uno.

—No, gracias —repuso Fatty—. Esto me ha quitado el apetito.

—Recuerdo que te has comido cuatro o cinco piezas y que, por tanto, es natural que ya no tengas apetito —observó Larry—. ¿Quieres terminártelo tú, Pip?

Lo sorprendente era que nadie lo quería.

—Se lo daré a «Buster» —decidió Pip—. Ha estado muy quietecito y se ha portado estupendamente.

«Buster» mostróse sorprendido y emocionado, y, en menos que canta un gallo se tragó el almendrado.

—¡Qué lástima de almendrado! —lamentóse Pip, dirigiéndose al perrito—. ¿A quién se le ocurre no masticarlo? Vosotros, los perros, todavía no habéis aprendido el arte de comer. ¿Verdad que se ha portado bien con Goon esta mañana, Fatty?

—Sí —refunfuñó Fatty, aún enojado—. Seguramente ha intuido que Goon necesitaba consuelo, y quería que alguien le tomase la mano, diciendo: «Vamos, vamos, anímese». ¿Será que te has vuelto compasivo, «Buster»? ¡Bah, sensiblerías!

Todos se levantaron y fueron a por sus bicicletas. Fatty pagó la cuenta, muy cuantiosa por cierto, considerando que sólo habían tomado chocolate y almendrados. Con todo, como decía Fatty, era cuestión de aprovechar todas las ocasiones porque en el horizonte se perfilaba ya el fantasma del colegio.

Como faltaba aún una hora para el almuerzo, los chicos se dirigieron de nuevo a casa de Fatty.

—De todos modos —advirtió Pip—, hoy «debemos» marcharnos a buena hora, no sea que mamá nos mande a la cama y nos castigue a pan y agua si llegamos tarde otra vez. ¡Qué afortunado eres, Fatty, de no tener una madre tan severa!

—¡Por Dios, Pip, no digas eso! —protestó Bets—. Mamá no es «severa». Lo que ocurre es que le gusta que tengamos disciplina. No cambiaría a nuestra madre por nada.

—Ni yo tampoco, boba —repitió su hermano—. Pero no puedes negar que ayer se puso como una furia. En fin, sea como fuere, el caso es que «tenemos» que irnos temprano.

—Volvamos al cobertizo —propuso Larry—. Ahora recuerdo que me he dejado un libro allí. Es una novela de detectives que no creo que hayas leído, Fatty.

—¡Bah! —exclamó Bets—. Fatty ha leído todas las novelas de detectives habidas y por haber. Es un… ¿Qué haces, Fatty? ¿Qué ocurre?

En el momento que llegaban al cobertizo, Fatty echó la bicicleta al suelo y precipitóse a la puerta, lanzando un grito.

—¡Alguien ha forzado la cerradura! —exclamó, volviéndose rápidamente a sus compañeros—. ¡La puerta está entreabierta! ¡Y acercaos! ¡Echad un «vistazo» ahí dentro!

El muchacho abrió la puerta de par en par. Ante los asombrados ojos de los cinco amigos aparecieron todos los objetos del cobertizo en el más increíble desorden. Todos los «disfraces» de Fatty habían sido arrancados de las perchas y arrojados al suelo. Otro tanto ocurría con los accesorios guardados en el baúl. Las cajas hallábanse vacías y su contenido esparcido por la estancia. Era un espectáculo deprimente, una terrible escena de caos y confusión.

—¡Oh, Fatty! —exclamó Bets, temblando—. ¡Oh, Fatty!

—¡Fijaos! —rugió Fatty—. Ese ladrón ha estado «aquí» aprovechando nuestra ausencia, y lo ha revuelto todo. ¡Es más! ¡Apuesto cualquier cosa a que se ha llevado las prendas del muñeco!

No se equivocaba. Los preciosos vestiditos habían desaparecido. ¡Su mejor pista! La caja donde Fatty los había guardado estaba vacía. ¡Ni siquiera quedaba un calcetín! El ladrón había encontrado al fin lo que con tanta obstinación había estado buscando.

Fatty sentóse en una caja sin poder reprimir un gemido. Aquello era un verdadero golpe para él.

—¿Por qué se nos ocurrió dejar esas prendas aquí? —dijo, casi sollozando—. ¿Por qué no nos las llevamos? Ahora ya no hay nada que hacer. ¡Hemos perdido el tiempo miserablemente! ¡Tanto trabajo para nada!

—Por lo visto no era tu madre la que andaba por el jardín, sino el ladrón —coligió Larry—. ¡Oh, Fatty! ¡Qué revés más grande!

—¡En fin! —suspiró Pip—. Ahora no tendremos ningún pretexto para ir a sonsacar al señor Fellows. No veo ninguna solución. ¿Quién nos mandaba dejar las prendas aquí, a merced del ladrón? ¡Y además nos marchamos, dejándole el campo libre! ¡Qué locos fuimos!

—Peor que locos —gruñó Fatty con profundo desaliento—. ¡Estúpidos! Debiera darme vergüenza ser tan grandísimo zote.

Era inútil perder el tiempo comentándolo. Ya estaba hecho. El ladrón habíase llevado lo que quería. Fatty percibió un rumor de pasos cerca del cobertizo y fue a ver si era el jardinero.

En efecto. El hombre andaba por allí.

—Oiga usted, Hedges —preguntó Fatty—. ¿Ha visto usted algún desconocido por aquí esta mañana? Ha entrado alguien en mi cobertizo.

—¡Atiza! —farfulló el jardinero—. ¿Qué me dices? ¡Seguramente ha sido aquel tipo de la cicatriz en la mejilla que andaba por aquí! Tenía muy mala facha. Me vi obligado a echarle una vez con cajas destempladas porque le sorprendí en el jardín, pero ahora comprendo que lo que intentaba era robar.

Fatty asintió en silencio y volvió al lado de los demás, muy murrio y alicaído.

—Efectivamente, era el hombre de las hierbas —masculló—. El jardinero afirma que tenía una cicatriz en la mejilla, de modo que no falla: era el individuo que vimos en el río. ¡Qué mala suerte! Nunca me perdonaré esta simpleza.

—Ordenemos un poco todo esto —propuso Bets—. No es justo que te dejemos aquí solo con este «maremagnum». Vamos, Daisy. Yo te iré dando los disfraces de Fatty y tú los colgarás en las perchas.

A poco, todos se afanaban por el lugar, recogiendo trastos. Resultaba una tarea interminable. De pronto, Bets lanzó una exclamación:

—¡Menos mal que me guardé el pañuelo bordado de margaritas, con el nombre de Euricles! Si no, el ladrón también se lo habría llevado con lo demás.

—Puedes guardártelo, Bets. Ya no nos sirve para nada.

La niña prosiguió su tarea, desilusionada y cabizbaja.

—Lo mejor será que metamos todo lo que quepa en este baúl —sugirió Fatty, al fin, consultando su reloj—. Debéis marcharos. Ya casi es hora de comer.

Así, pues, las últimas brazadas de objetos fueron arrojadas confusamente al interior del baúl, y una vez lleno éste, los muchachos echáronle la tapa. Luego Pip y Bets, y Larry y Daisy, regresaron presurosamente a sus casas.

Fatty dirigióse lentamente hacia la suya, muy deprimido. ¡Pensar que hasta entonces todo había ido tan bien! Al presente, todo cuanto les quedaba de aquella estupenda pista era el diminuto pañuelo bordado con el nombre de Euricles y, en opinión del muchacho, éste no valía para nada. Tampoco merecía la pena tratar de averiguar si había un ventrílocuo llamado señor Euricles. Lo cierto era que Fatty empezaba a estar harto de aquel asunto.

—¡Ah! —exclamó su madre al verle entrar tan cabizbajo—. ¿Eres tú, Federico? ¡Cielos! ¡Qué aspecto más triste tienes! ¡Vamos, anímate! Esta mañana ha telefoneado un gran amigo tuyo y al ver que no estabas ha dicho que volvería a telefonearte esta tarde.

—¿Quién era? —preguntó Fatty sin interés.

Probablemente se trataba de alguno de sus compañeros de colegio. ¡Qué lata! Si faltaban tan pocos días para reanudarse las clases, ¿a qué venían aquellas llamadas? El pobre Fatty sentíase realmente abatido.

—Era el inspector jefe Jenks —respondió su madre, segura de que su hijo estaría encantado.

Fatty solía ponerse por las nubes y le profesaba profunda admiración. Por su parte, el jefe conocía a todos los muchachos y en varias ocasiones había acogido con agrado la ayuda prestada por éstos en la aclaración de varios casos misteriosos.

Pero, lejos de satisfacerle, la noticia aún puso más murrio al alicaído Fatty. Ahora tendría que sostener una ardua y penosa conversación telefónica con el jefe, que, si por una parte tenía en un gran concepto las aptitudes detectivescas del muchacho, por otra detestaba algunas de sus bromas. Fatty tuvo la sensación de que las cosas se estaban poniendo peor que nunca.

Durante el almuerzo apenas probó bocado, aunque no sabía a ciencia cierta si su falta de apetito obedecía a su preocupación o al hecho de haber comido demasiados almendrados. Por último, llegó a la conclusión de que eran las dos cosas.

El teléfono sonó inmediatamente después de la comida.

—Es el inspector jefe, Federico —le dijo su madre—. Encárgate tú de atender a la llamada, ¿quieres?

Fatty obedeció.

—Dígame —murmuró tomando el receptor—. Aquí…

—¿Eres tú, Federico? —interrumpió una voz—. ¡Magnífico! Deseaba hablarte.

—Encantado, señor —masculló Fatty, faltando en absoluto a la sinceridad.

—Atiende —prosiguió el jefe—. He recibido un informe muy raro de Goon. En el curso de su carrera, me ha mandado muchos informes peregrinos, pero éste bate el récord. Es tan extraordinario que no he podido creerlo. No obstante, al telefonearle sobre el particular, el hombre no sólo me juró que era cierto, sino que aseguró que tú lo confirmarías por haber sido testigo de todo su contenido, aunque ignoro por qué no hizo constar que estabas presente cuando redactó el informe.

—Sí, señor —musitó Fatty cortésmente.

—Al parecer, Goon fue a inspeccionar una casa desierta en la cual, según una denuncia, habíase perpetrado un robo —declaró el jefe en tono tajante y profesional—. Afirma que allí había un gatito mayando, un perro gruñendo ferozmente, dispuesto, según sus deducciones, a devorarle, y un cerdo, un «cerdo», C-E-R-D-O, pateando en el piso. Francamente, Federico: me avergüenza citar el texto de este informe.

Fatty no pudo reprimir una sonrisa. Efectivamente, Goon habíase dejado llevar por la imaginación.

—Y como colofón de todo esto, Goon informa que había un hombre herido en la casa, gimiendo y arrastrándose por el suelo, sin cesar de repetir: «Yo no he sido, no, no he sido. ¡Oooooooh, yo no he sido! ¿Dónde está mi tía?». La verdad es que todo esto parece increíble, Federico.

—En efecto, señor —convino Fatty, tratando de mantener una actitud muy comedida y reservada.

Sobrevino una pausa.

—¿Estás ahí, Federico? —inquirió el jefe—. Bien, si quieres que te diga la verdad en cuanto Goon me dijo que estabas tú en la casa con él, comprendí que había gato encerrado. Nada de perros, ni cerdos, sino un gato, Federico, un «gato» encerrado. ¿Me comprendes?

—Pues… sí, creo que sí, señor —farfulló Fatty.

Sucedióse otra pausa. Luego la voz del jefe dejóse oír de nuevo, revestido de un tono más duro:

—Supongo que no me equivoco si creo que tú tuviste algo que ver con esos extraordinarios hechos consignados en el informe.

—Pues, sí, señor —asintió Fatty, deseoso de dar fin de una vez a aquel monólogo. ¡No le gustaba ni pizca escuchar la severa voz del jefe!

—Vamos a ver —inquirió éste—, exactamente, ¿qué intervención tuviste en el asunto? Procura ser un poco más explícito, Federico. Ya empiezo a cansarme de este estribillo de «sí, señor», «no, señor». Por lo regular tienes mucho que contar.

—Sí, señor —balbuceó Fatty, desesperado—. Verá usted. Estoy haciendo prácticas de ventriloquia, y…

—¿Prácticas de «qué»?

—¡De «ventriloquia»! —vociferó Fatty.

—¡Ah, ventriloquia! —repitió el jefe—. ¡Cielos! No se me había ocurrido semejante cosa. ¡Dios nos asista! ¡«Ventriloquia»! ¿A qué te dedicarás después? ¡Eres una amenaza para la sociedad, Federico! ¡No encuentro una palabra para expresar todo lo que pienso de ti! ¡Una verdadera amenaza!

—Sí, señor —aprobó Fatty, intuyendo que el jefe no estaba «tan» enojado como pretendía—. Por cierto, señor. Creo que el caso que nos ocupa es un poco misterioso y da la casualidad de que ando tras un ventrílocuo, un hombre llamado «Euricles». ¿Cómo podría localizarle?

Sobrevino un sorprendido silencio.

—¿Has dicho Euricles? —interrogó el jefe con asombro—. ¿Por qué quieres «verle»? Aguarda… no digas una palabra más por teléfono. Salgo para ahí inmediatamente. ¡No hables con nadie del asunto hasta que llegue!