El señor Euricles… y una conversación con Goon
—Atended —empezó Fatty—. Euricles era un griego que vivió hace muchos siglos. Pero su fama ha perdurado a través de los tiempos porque tenía un don especial. ¡Era ventrílocuo! Mostró tal maestría en ese arte que aún hoy día se le recuerda, y tuvo docenas de discípulos.
—Pensé que todos los ventrílocuos pertenecían a los tiempos modernos —balbució Daisy, pasmada—, esto es, que la ventriloquia era una cosa de un siglo a esta parte.
—¡Quiá! —repuso Fatty—. Es un arte muy antiguo. Era muy conocido en Grecia y lo han practicado todos los pueblos, incluso los zulús y los esquimales. Y Euricles, el griego, era un excelente ventrílocuo. Leí su vida en un libro cuando aprendí solo a proyectar mi voz a distancia.
—Todo esto está muy bien —aprobó Daisy—. Pero ¿por qué este pañuelo de muñeco ostenta el nombre de un antiguo ventrílocuo griego, y por qué consideras importante este detalle? Francamente, no lo comprendo, Fatty. Explícate.
—Escuchadme bien —prosiguió Fatty, emocionado—. Los nombres bordados en los pañuelos suelen corresponder a los de sus respectivos propietarios, ¿no es eso? Pues bien, una de las dos, o la persona que poseía ese pañuelo y llevaba esas prendas se llamaba Euricles, ¡o bien pertenecen a un artista que no puede ser más que ventrílocuo, y el propietario de esas prendas, su muñeco parlante!
Los otros siguieron estas explicaciones con interés y, al fin de ellas, Pip exclamó:
—¡Naturalmente! ¡Salta a la vista! ¿Cómo no se nos ocurrió? Esas prendas eran de un muñeco grande perteneciente a un ventrílocuo. Por eso son algo más pequeñas que las de un niño y demasiado grandes para un muñeco corriente. Y eso explica también que estén tan bien hechas.
—En efecto —asintió Fatty, alborozado—. Además, aseguraría que ese muñeco pertenece a alguien cuyo nombre artístico es señor Euricles, como el antiguo ventrílocuo griego. ¡Por fin lo veo claro!
—Pues yo no lo veo tan claro —replicó Larry—. Cierto que creemos saber quién llevaba esas prendas y también el nombre del hombre a quien pertenece el muñeco que las llevaba…
—«Que» vivía en la casa «que» construyó Juan —dijo bromeando Daisy, con un cloqueo, remedando el estilo reiterativo de su hermano.
—Bien —continuó Fatty—. Lo único que se impone es buscar al señor Euricles y preguntarle por qué son tan importantes las prendas de su muñeco, por qué las tenía el señor Fellows en su poder, por qué alguien intentó robarlas dos veces, y por qué huyó el señor Fellows con ellas a altas horas de la noche para arrojarlas al río. Una vez el señor Euricles nos haya aclarado todo esto, el misterio quedará resuelto.
—Pero ¿dónde buscar al señor Euricles? —repuso Pip, tras una pausa—. A lo mejor, necesitaríamos meses para encontrarle, y tenemos que volver al colegio muy pronto.
Sobrevino un silencio lleno de impaciencia, que resultaba aún más profundo en la oscuridad. Tan sólo Fatty mantenía la confianza.
—Telefonearé a la casa donde venden objetos para magos y ventrílocuos y en seguida me dirán si hay un tal señor Euricles —decidió el muchacho.
—Tal vez el señor Fellows nos informaría —sugirió Daisy.
—Es posible —convino Fatty—. Pero también es posible que no lo hiciera. Si robó las prendas al señor Euricles, no creo que fuese muy explícito. Os diré lo que hay que hacer: Esta tarde le llevaremos las prendas y observaremos qué cara pone cuando las vea, y, antes de que vuelva en sí de su sorpresa, le espetaremos con habilidad unas pocas preguntas.
—De acuerdo —aprobó Larry—. Y ahora guardémoslas hasta que podamos llevarlas. Me ha parecido oír la voz de tu madre en el jardín hace un momento, Fatty, y, si se mete aquí, es capaz de preguntarnos por qué jugamos con estos vestiditos de muñeco.
Fatty los guardó en la caja y luego puso la tapa sobre ésta.
—Mira, aquí está el pañuelo —exclamó Bets, tendiéndoselo—. ¡Qué lindo es! ¿Podría guardármelo en el bolsillo hasta que se lo llevemos todo al señor Fellows, Fatty? Prometo no sonarme con él.
—Sí, guárdalo —accedió Fatty—. ¡Y mi enhorabuena por encontrar el único indicio que nos ha indicado la verdadera solución! ¡Ahora ya llevamos camino de desentrañar el misterio! ¡Buena faena, Bets!
La niña se ruborizó. Cuidadosamente metióse el pañuelito en el bolsillo. ¡Qué «suerte» había tenido de encontrar aquel diminuto bolsillo en la manga de aquella chaquetita roja!
—Propongo que vayamos otra vez a la granja a tomar otra taza de chocolate caliente —sugirió Fatty—. Y unos almendrados, si los tienen recién hechos. De buena gana me comería tres o cuatro.
—Sí, doraditos y crujientes —convino Pip—. A mí también me están entrando ganas de comer uno. Vamos. Tienes ideas geniales, Fatty.
Los cinco salieron del cobertizo, con «Buster» retozando en torno a sus tobillos. Fatty cerró la puerta con llave y, seguido de los demás, dirigióse al portillo del jardín.
A poco, montaron en sus bicicletas. «Buster» seguíales a pie. Fatty opinaba que le convenía hacer un poco de ejercicio.
—Así eliminará grasas —comentó—. Un «scottie» gordo es una ofensa para la vista. ¿Oyes, «Buster»?
—¡Guau, guau! —jadeó «Buster».
—¡Dice que un amo gordo también es una ofensa para la vista! —tradujo Bets con un cloqueo.
Fatty la miró asombrado.
—¡Bets! ¿Sabes que te estás volviendo muy ocurrente… y muy lenguda?
—Ya sé —respondió Bets con otro cloqueo—. He dicho lo primero que me ha pasado por la cabeza. Lo siento, Fatty. ¡Ten cuidado! ¡Por poco atropellas a «Buster»!
—Ahí está Goon —observó Larry de pronto—. ¡Miradle! ¡Acaba de doblar la esquina en su bicicleta! ¡Ojalá no nos importune!
—¡Probablemente, él confía en que no le importunemos nosotros a «él»! —coligió Fatty, apeándose de su bicicleta y dejándola ante el escaparate de la granja—. Entremos. ¡Huele a almendrados recién hechos!
A l verlos aparecer en la tienda, la mujer menudita encargada de ella sonrióles, complacida. ¡Qué buenos clientes eran! En general, todos los niños solían serlo. ¡Comían el doble que cualquier persona mayor que entraba en su tienda!
—Chocolate a la taza para todos, por favor, y unos almendrados —encargó Fatty, instalándose en una mesa.
—¿Cinco almendrados? —preguntó la tendera, guiñando el ojo.
—¡Quiá! —repuso Fatty, con una sonrisa—. Diez para empezar. Así no pareceremos tan glotones.
—Están recién hechos —advirtió la tendera—. No comáis demasiado.
—¿Trata usted de escatimarnos sus magníficos almendrados? —arguyó Fatty—. ¡Sí que estamos aviados! —Insistió—: Traiga diez para empezar.
En aquel momento entró el señor Goon con expresión preocupada.
—¿Te encuentras bien? —preguntó a Fatty, afectando indiferencia.
Fatty lo miró, asombrado.
—¿A qué viene ese súbito interés por mi salud, señor Goon? —preguntó—. ¿Por qué no he de encontrarme bien? Y «usted», ¿cómo anda de salud? A ver, enséñeme la lengua. Diga noventa y nueve, o cincuenta y dos y medio, si lo prefiere.
—A lo mejor está arrepentido de haberse portado tan mal ayer —intervino Bets, inesperadamente, lanzándole una mirada incendiaria—. Es posible que ahora se dé cuenta de que no está bien meter cosas por el cuello de la gente y llenarlas de contusiones.
—Tú calla, pequeña Bets —ordenó Fatty—. Al fin y al cabo, fue una excelente pelea.
El muchacho observaba al señor Goon, desconcertado. No era propio del iracundo policía inquietarse por su proceder para con él. A buen seguro, había algo detrás de todo aquello. Fatty preguntóse qué sería.
El chocolate caliente y los almendrados llegaron al fin. Fatty echó otra ojeada al señor Goon. El hombre permanecía de pie, mirando a su alrededor, como si quisiera decir algo y no supiera cómo empezar. ¿Qué «habría» sucedido?
—¿Cacao caliente, señor, y un bollo o un almendrado? —inquirió la menuda tendera—. Están recién hechos.
—No, gracias…, es decir, sí, creo que tomaré eso —decidió Goon, cambiando entonces súbitamente de opinión.
E instalóse en la mesa inmediata a la de los chicos. Parecía realmente preocupado.
Los cinco amigos sentíante tan molestos con la presencia del policía, que permanecieron silenciosos. «Buster» estaba atado a la pata de la mesa, pero tampoco él parecía inclinado a hostigar al señor Goon aquella mañana.
De improviso, el policía aclaróse la garganta con un sonoro carraspeo.
—¡Ahora se dispone a hablar! —cuchicheó Pip.
—¡Hum…! ¿Has tenido noticias del inspector jefe Jenks últimamente? —espetó Goon, dirigiéndose a Fatty.
—No —apresuróse a replicar el muchacho—. No sé ni una palabra de él.
Goon pareció al punto inmensamente aliviado y, acercando un poco más la silla a la mesa de los chavales, dijo a Fatty:
—Oye, deseo hablarte. En plan amistoso, ¿eh?
—¿Quiere usted decir con eso que no se abalanzará sobre mí para meterme cosas por el cuello y aplastarme como si fuese una apisonadora? —masculló Fatty, hincando el diente a un almendrado—. En una palabra, plan amistoso.
—Pues verás —empezó Goon con la boca llena—. Verás, amigo Federico…
—Vamos, señor Goon —impacientóse Fatty—. Diga usted lo que tenga que decir. ¡Vive Dios! ¡Qué tartajoso está usted esta mañana!
Bets celebró la salida con un cloqueo. ¡Qué labia tenía Fatty!
—Pues verás —repitió Goon, haciendo un gran esfuerzo para ir al grano—. ¿Recuerdas aquella vez que estuvimos juntos en casa del señor Fellows, la vez que «dijiste» que habías entrado a buscar el gato?
—Sí —asintió Fatty.
—Bien —prosiguió el señor Goon gravemente—, ¿recuerdas que oímos gruñir a un perro y a un cerdo, y gemir a un hombre?
—¿El que suspiraba por su tía? —interrogó Fatty—. Muchas veces me he preguntado si la buena señora acudió, por fin, a consolarlo. Sí, lo recuerdo perfectamente. ¿Por qué? ¿A qué viene esa pregunta?
—Verás —farfulló Goon—. Redacté un informe para el inspector jefe con todos los pormenores, incluso lo del cerdo y lo del hombre que aseguraba que él no había sido y requería la presencia de su tía.
—Ajá. Vamos, déjese de rodeos. ¡Me consume la impaciencia!
—Pues bien —barbotó Goon, cuitado—. Envié el informe. Pero el jefe no cree una palabra de su contenido, ¡ni una sola palabra! Esta mañana, por teléfono, ha mostrado abiertamente su incredulidad. En vista de ello, le he dicho que tú también estabas presente, Federico, y que lo oíste todo. Le he asegurado que tú fuiste testigo de los hechos, aun cuando ese detalle no constase en absoluto para nada en el informe.
—Ya —murmuró Fatty, comprendiendo al punto no sólo el estado de ánimo de Goon, sino también su súbita ansiedad de estar en buenas relaciones con él—. Y ahora quiere usted que apoye su afirmación, ¿no es eso?
—En efecto —asintió Goon ávidamente—. Al fin y al cabo, tú también oíste todos aquellos ruidos.
—Apuesto a que lo exageró usted todo en su informe —soltó Fatty—. De modo que le apoyaré en los hechos, pero no en las exageraciones, señor Goon. Eso que conste.
—Es posible que me dejara llevar un poco por la imaginación —confesó el policía, tamborileando sus gruesos dedos en la mesa—. No recuerdo bien. Pero el caso es que tú estabas conmigo, Federico, y oíste voces, ¿no es eso?
—De acuerdo, señor Goon —masculló Fatty, enojado—. Pero no comprendo por qué tenía usted que escribir un cuento de hadas acerca de aquellos insignificantes incidentes acaecidos en casa del señor Fellows.
El muchacho empezaba a sentirse francamente molesto. ¿Qué sucedería si el inspector exigía explicaciones detalladas? Fatty pasaría un mal rato de pura humillación. Su única esperanza era que no volviese a salir a relucir aquel asunto.
—Gracias, amigo Federico —murmuró Goon con un suspiro de alivio—. Cierto que hemos tenido nuestras diferencias y que nos hemos insultado sin motivo, pero sabía que podía confiar en ti para apoyar la verdad. Te lo agradezco.
Dicho esto, el hombre pagó la cuenta y levantóse para marcharse. En aquel preciso instante, una vocecilla procedente de un rincón de la sala gimió débilmente:
—¡Yo no he sido, no, no he sido! ¡Yo no he sido…!
Pero el señor Goon había desaparecido… desaparecido como una liebre perseguida por los sabuesos. Tras lanzar una horrorizada ojeada al rincón, salió de la tienda como alma que lleva el diablo. ¿No sería víctima de alucinaciones? ¡Aquella voz, aquella horrible voz!