Capítulo XIX

Examinando las prendas

Con gran alivio de Fatty, al día siguiente su padre decidió no informar al señor Goon de la tentativa de robo en su domicilio. El señor Trotteville no tenía en gran concepto al señor Goon y no estaba dispuesto a perder la mañana con él.

—Formularía preguntas estúpidas y nos haría perder el tiempo a todos —declaró el padre de Fatty—. Lo mejor es que mandes poner pestillos nuevos en todas las ventanas, querida, y otro cerrojo en la puerta anterior y en la trasera. Tampoco estaría de más que «Buster» durmiera abajo unos días.

No obstante, «Buster» tenía otros puntos de vista. Había oído sugerencias parecidas en anteriores ocasiones, pero por mucho que le obligasen a meterse en una cesta en el vestíbulo para vigilar, al día siguiente hallábanle invariablemente durmiendo en la cama de Fatty. Como decía el señor Trotteville, era extraordinaria la habilidad de «Buster» en deslizarse a través de una puerta cerrada.

Fatty telefoneó a sus amigos.

—Venid en cuanto podáis —les dijo—. Hay novedades. Esta noche nos han visitado los ladrones. No, que yo sepa, no se han llevado nada. «Buster» los ahuyentó. Daos prisa.

Los cinco muchachos se reunieron en el cobertizo situado al fondo del jardín. Al bajar las prendas allí, Fatty se puso en guardia por si aparecía el hombre de las plantas acuáticas. ¡No le habría sorprendido en absoluto verle surgir de detrás de un árbol para abalanzarse sobre él! Afortunadamente, «Buster» abrió la marcha muy satisfecho y no hubo ningún contratiempo. Así, pues, Fatty hallábase cómodamente instalado en el cobertizo cuando los otros llamaron a la puerta.

Una vez dentro todos, Fatty cerró la puerta con llave, corrió las cortinas de las ventanas y encendió el pequeño quinqué de aceite para no estar completamente a oscuras.

—¿A qué viene todo ese misterio? —inquirió Daisy, sorprendida—. ¿Piensas celebrar una sesión de espiritismo?

—No —replicó Fatty—, pero apuesto a que el hombre de las hierbas no anda lejos de aquí, y no me interesa que atisbe por la ventana mientras examinamos estas prendas. Arde en deseos de hacerse con ellas. Ha penetrado ya en dos casas para robarlas. No quisiera tener que dárselas encañonado por una pistola.

—¡Cielos, Fatty, qué cosas dices! —exclamó Bets.

—No temas, Bets —tranquilizóla el muchacho—. No pasará nada. Y ahora, antes de empezar, ¿quiere alguno de vosotros ver mis cardenales? Tengo verdaderas preciosidades.

Todos quisieron verlos y, en efecto, eran magníficos. Fatty solía amoratarse con facilidad y estaba siempre dispuesto a exhibir sus trofeos.

—Y ahora pasemos a las prendas —dijo al fin, sacándolas de la caja donde las había metido—. Aguzad la vista, porque es evidente que contienen algo que no debe pasarnos por alto. ¡Primero, los pantalones!

El muchacho extendió los pantalones azules. Eran largos, con botoncitos en la cintura.

—No tienen bolsillos —observó Fatty—. ¿No llevan nunca bolsillos los vestidos de muñeco, Bets?

—¡Oh, sí, a veces! —respondió Bets—. ¡Qué bonitos son! ¡Cualquier muñeco estaría lindísimo con ellos! Déjamelos ver, Fatty.

Bets los volvió del revés, pero, al parecer, no presentaban ningún detalle revelador. Eran simplemente unos pantalones con botones. Bets se los pasó a los demás y, al fin, Fatty los depositó a un lado.

—Aquí está el cinturón rojo —prosiguió el muchacho pasándolo a los demás—. No tiene nada de particular. Lleva una pequeña hebilla de latón, un poco oxidada, sin duda debido al agua del río.

Todos lo examinaron detenidamente. Luego llególes el turno a los calcetines, los cuales fueron, asimismo, vueltos del revés. Bets buscó un nombre en ellos, sin resultado.

—Los muñecos no tienen ropa marcada, boba —espetó Pip cuando Bets explicó por qué examinaba tan a fondo los calcetines.

—Los míos, sí —aseguró Bets—. Mamá me prestó una cintilla y tinta de marcar, y marqué todas las prendas de mi muñeca grande con su nombre, Pamela María. ¡Oye! ¿Por qué te ríes de mí? Al fin y al cabo, ¡también ponen nombres a las locomotoras! Por ejemplo: «El Escocés Volante»[2], «El Volador Nocturno», «El…»

—¡Ea, Bets! —interrumpióla su hermano—. ¡Ya basta! A ver esos zapatos, Fatty. ¡Cáscaras! ¡Qué pequeños son!

—Pequeños para un niño, pero grandes para un muñeco —observó Fatty—. De todos modos son muy bonitos, fuertes y bien hechos, al revés de los zapatos de muñeco corrientes. Además, tienen cordones de verdad.

—¿No cabe la «posibilidad» de que estas prendas pertenecieran a un niño enano? —sugirió Larry.

—Sí, supongo que sí —asintió Fatty—. Pero lo que no comprendo es por qué son tan importantes, prescindiendo de que pertenezcan a un niño o a un muñeco. ¿Cómo es posible que tengan tanto valor como para que una persona se exponga a entrar en dos casas a buscarlas?

Bets deshizo los cordones y luego volvió a atarlos. Eran en verdad unos zapatitos lindísimos. La niña mostró uno a «Buster». El perrito lo olfateó.

—¿De quién es este zapato, «Buster»? —inquirió Bets—. ¡Anda, dínoslo! Seguramente puedes adivinarlo por el olor. ¿De quién es este olor?

—¡Guau! —ladró «Buster», dándole al zapato con la pata. Bets lo apartó, pero «Buster», arrebatándoselo de la mano, se lo llevó en la boca a un rincón y sentóse triunfalmente sobre él, como diciendo: «Ahora es mío».

—Tráelo aquí, «Buster» —instó Bets—. ¡Es nuestro!

Pero «Buster», tomándolo de nuevo en la boca, echó a correr por el cobertizo buscando un escondrijo. Aquella mañana estaba muy juguetón y habíase llevado ya el pañuelo de Daisy y el lápiz de Fatty.

—No le hagas caso —dijo Fatty a la chiquilla—. Le ha dado uno de sus arrebatos de fanfarronería. Probablemente se siente muy importante porque anoche asustó a un ladrón. Está bien, «Buster», si tanto lo deseas, pórtate como necio. ¡Mirad! ¡Aquí está la chaqueta, con su cuello y sus botones!

La prenda fue, asimismo, sometida a un minucioso examen. Fatty pasó las manos por el forro, por si acaso había algo de valor escondido dentro. Pero sus dedos no palparon nada.

Todos imitaron su ejemplo, solemnemente. Era una chaquetea muy bien hecha de género excelente, fuerte y muy poco usada.

—Cuanto más miro estas prendas, más desconcertado me siento —confesó Fatty—. ¿A quién pertenecían y por qué fueron robadas? Porque me figuro que «fueron» robadas…

—¿Por quién, por el señor Fellows? —inquirió Larry—. Pero ¿cómo sabes que él las robó?

—Porque, si no lo hizo, ¿por qué las tenía en su poder y por qué las escondió? —razonó Fatty—. Lo que me choca es que, al parecer, sean tan importantes. Fijaos, aquí está la corbata… y la gorra. Por cierto que ésta es muy bonita. ¡Qué monería de gorra!

Y se la puso en su gran cabeza con un cómico ademán.

—Estás feísimo, Fatty —exclamó Bets, riendo—. Anda, quítatela.

—Más feo que de costumbre —soltó Pip.

Fatty contestóle con una puñada, y «Buster», siempre presto a entrar en acción, arrojóse, ladrando, sobre los dos muchachos.

—¿Dónde está ese zapato? —preguntó Fatty, severamente, rechazando al perrito—. Hasta que no nos lo devuelvas, no te volveremos a admitir en el círculo familiar. ¿Y qué has hecho de mi lápiz? Si le has roído la punta, considera que has comido, porque no probarás ni un bocado más.

«Buster» retiróse a su rincón, con la lengua afuera. Bets se dijo que el pequeño «scottie» estaba encantador cuando le daba una de aquellas rachas de fanfarria.

—¿Ésas son todas las prendas? —interrogó Daisy, examinando minuciosamente la gorra cuando Fatty la pasó de mano en mano—. No veo que tengan nada de particular, excepto que son más fuertes y mejor hechas que los vestidos de muñeco corriente. No acierto a comprender por qué son tan importantes.

—Ni yo tampoco —convino Fatty, mirándolas sombríamente—. Pero no cabe duda que lo son. No me importaría en lo más mínimo que Goon me las hubiera metido por el cuello si resultaran ser realmente interesantes y nos ayudaran a desentrañar este raro misterio. Aunque empiezo a creer que quizás hemos hecho una montaña de todo esto y no hay misterio que valga.

—En fin —murmuró Bets—. Sólo nos quedan dos o tres días para resolverlo. No podría «soportar» volver al colegio sin saber la solución de este pequeño enigma. ¿Crees que deberíamos devolver estas prendas al señor Fellows?

—Pues, sí —respondió Fatty—. Me parece lo más lógico. No se me había ocurrido. Podríamos preguntarle «qué» explicación da a todo este asunto y, a lo mejor, nos enteramos de algo. Se las llevaremos esta tarde. ¡Apuesto a que se sorprenderá al verlas! Probablemente se figura que siguen intactas en el fondo del río.

—«Ojalá» hubiésemos encontrado alguna pista escondida en ellas —suspiró Bets—. Estoy segura de que tienen alguna. Déjamelas examinar de nuevo, Fatty, antes de recogerlas.

—¿Y crees que vas a poder descubrir lo que entre los cinco no hemos logrado ver? —gruñó Pip, despectivamente—. ¡Qué ilusiones!

—Siempre es aconsejable llevar a cabo otra comprobación si uno lo juzga necesario —defendió Fatty, tendiendo las prendas a Bets—. Ahí están todas, Bets, excepto el zapato que se ha llevado «Buster». ¡Eh, «Buster»! ¡Trae acá ese zapato, so fachendón!

Pero antes de que «Buster» pudiera hacer lo que le ordenaba su amo, Bets lanzó una exclamación tan estrepitosa que todos se sobresaltaron. Mostrando la chaquetita encarnada a sus amigos, la chiquilla farfulló, con ojos brillantes:

—¡Fijaos! ¡Nos había pasado por alto este pañuelito blanco bordado de margaritas! ¡Además, tiene un nombre bordado, muy chiquitín!

—¿Dónde estaba? —inquirió Fatty, casi arrebatándoselo de las manos.

—Hay un bolsillo muy chiquitito en la bocamanga —declaró Bets, mostrándoselo a los demás—, tan bien escondido que ninguno de nosotros se fijó. Oye, Fatty, ¿qué nombre lleva bordado ese pañuelín?

Fatty lo extendió para que todos los investigadores pudieran ver las pequeñas margaritas y el nombre bordado alrededor, formando un círculo de letras.

—E-U-R-I-C-L-E-S —deletreó Fatty—. ¡Euricles! ¡Vaya nombre!

—Es la primera vez que lo oigo en mi vida —confesó Larry—. ¿Es griego, verdad?

—Sí, griego —confirmó Fatty—. ¡Aguardad un momento! Ese nombre me suena. ¿Quién era Euricles? ¡Sí, ya recuerdo! ¡«Euricles»! ¡Naturalmente, ahora recuerdo! ¡Cielos, qué pista!