Capítulo XVIII

Aquella noche

Tras esta singular declaración, sobrevino un silencio. Nadie sabía a qué atenerse. ¿Qué insinuaba Fatty?

—¡Vamos! —masculló Fatty—. ¡No me miréis con esas caras de bobos! ¿Es posible que no comprendáis lo que esto significa? ¡Significa que la bolsa llena de prendas pescada por el señor Goon es el fardo con que huyó de su casa el señor Fellows para echarlo al río y ponerlo a buen recaudo! ¡El fardo del que el otro individuo quería apoderarse, sabe Dios por qué motivo!

—¿Pero cómo lo sabes? —preguntó Daisy.

—¡Porque recogí uno de los guantes rojos en un rincón del pasillo de la casa de Fellows! —profirió Fatty, impacientemente—. A buen seguro, el hombre lo metió todo en una bolsa para ir a esconderlo en algún sitio y, con las prisas, se le cayó uno de los guantecitos.

—¡Ah! —exclamó Larry—. ¡Ahora «comprendo»! Sí, ese guante rojo que encontraste en la casa demuestra que el fardo del fondo del río es el mismo que se llevó Fellows con tanta precipitación. Pero, Fatty, ¿por qué son tan importantes esas prendas de muñeco?

—Iremos a por ellas y las examinaremos —decidió Fatty—. Anda, Daisy, ve a buscarlas al cubo de la basura. Hemos de inspeccionarlas cuidadosamente para ver sí descubrimos «algo» que explique por qué revisten tanta importancia.

Daisy y Larry fueron a buscarlas, pero en el preciso momento que volvían con ellas al cobertizo, oyeron gritar a la cocinera de la señora Trotteville.

—¡Eh, niños! ¿Sabéis que es casi la una y media? Vuestra madre ha telefoneado preguntando por vosotros, y también la señora Hilton. ¡Y el almuerzo del señorito Federico está servido hace rato!

—¡Uf, qué lata! —refunfuñó Larry—. ¡Justamente cuando íbamos a hacer algo «realmente» emocionante!

—¡En fin, paciencia! —suspiró Fatty, mirando anhelosamente el hato de ropa mojada—. Tendremos que dejarlo para esta tarde. En cualquier caso, todo estará más seco entonces. Lo subiré a mi habitación y lo secaré con la estufa eléctrica.

—¿Nos prometes que no lo examinarás hasta que volvamos? —apremió Bets.

—Os lo prometo —declaró Fatty—. Y ahora marcharos. Confío en que no os den un rapapolvo.

Todos se marcharon presurosamente, temiendo que «no» podrían zafarse de la reprimenda.

No se equivocaron. Dos madres enojadas les aguardaban en la puerta de sus respectivas casas.

—¡Las dos menos cuarto! ¿En qué «estáis» pensando?

Total que, de resultas del retraso, ninguno de los cuatro pudo ir a casa de Fatty aquella tarde. ¡Ni siquiera les permitieron salir de casa! Larry y Daisy permanecieron, desconsolados, en su sala de juego, y Pip y Bets en la suya. Fatty aguardó hasta las tres. Entonces telefoneó, pero no le permitieron ponerse «al habla» con ninguno.

—No debieras haber retenido a Larry y Daisy hasta tan tarde —reconvino la madre de Larry, disgustada.

Fatty se disculpó humildemente.

La señora Hilton mostróse aún más severa. Fatty sintióse si cabe más humillado cuando la dama terminó su filípica. A sus oídos llegó la lejana voz de Bets suplicando a su madre.

—¡Mamá! ¡«Mamá»! ¡Pregúntale a Fatty si ha vuelto «Buster»! ¡Por favor, pregúntaselo!

La señora Hilton la complació.

—Sí —asintió Fatty—. Dígale a Bets que «Buster» regresó hace una hora, cubierto de arena y muerto de hambre. No pienso dejarlo ir más con el perro del viejo Spicer.

La señora Hilton colgó el receptor. Fatty volvióse a mirar a «Buster», que permanecía sentado allí cerca, con las orejas gachas.

—¡Pensar que me abandonaste cuando Goon me atacó! —reconvino Fatty, severamente—. ¡Qué vergüenza de perro! ¡Irse a buscar conejos cuando el amo está en grave peligro! ¡Brrrrrr!

Fatty subió a su habitación y contempló anhelosamente todas las prendas dispuestas ante la estufa. Al presente, hallábanse perfectamente secas. ¡Qué deseos tenía de examinarlas! Pero no, había prometido no tocarlas y no pensaba faltar a su promesa. En consecuencia, metió todas las prendas en un cajón.

El resto del día fue extremadamente aburrido. La investigación del misterio estaría estancada hasta que pudieran acudir los otros a examinar las extrañas prendas. «Buster», abrumado aún por el sentimiento de culpabilidad, no se movía de un rincón. Para colmo, empezó a llover a cántaros. Y, a medida que pasaban las horas, las contusiones de Fatty iban apareciendo a flor de piel, cada vez más ostensibles. El muchacho las examinó cuidadosamente.

«¡Una buena colección! —se dijo—. ¡Pero no tan grandes como quisiera Goon!».

Entretanto, los otros investigadores seguían encerrados en sus casas, abatidos y enfurruñados. ¡Qué pena tener que permanecer allí en el momento que las cosas se ponían interesantes! Bets y Pip comentaban los acontecimientos.

—¡Qué raro que esas prendas de muñeco fuesen tan importantes como para que alguien penetrara en casa del señor Fellows y lo pusiera todo patas arriba para buscarlas! —exclamó Pip.

—Apuesto a que el señor Fellows irá también al río con un bichero para tratar de recuperarlas —murmuró Bets.

Al mismo tiempo, Daisy decía a Larry.

—Lo curioso es que esas prendas sean de muñeco y no de muñeca.

—¡Qué berrinche tendría Goon si supiera que ha obsequiado a Fatty con una pista tan colosal! —masculló Larry—. No creo que a nadie le hayan metido nunca una pista por el cuello de la camisa. ¡Eso sólo podía ocurrírsele a Goon!

Todos se acostaron temprano. Tanto la madre de Larry como la de Pip seguían enojadas. En cambio, la de Fatty estaba de excelente buen humor. ¡Claro! ¡Ella había comido fuera de casa y no había tenido que esperar a nadie!

No obstante, la señora Trotteville sorprendióse al ver las contusiones de Fatty. Tenía una en la mejilla derecha, otra en la barbilla y otra en la mano izquierda, aparte de las que no podían verse.

—¿Dónde te has hecho todas esas magulladuras? —le preguntó la dama.

—¡Bah! —exclamó Fatty, sin darle importancia—. ¡Jugando por ahí!

E inmediatamente cambió de conversación.

Al igual que sus amigos, acostóse temprano, y estuvo un rato leyendo, con «Buster» a su lado, en el edredón. Perdonado ya sin reserva por su amo, el pequeño «scottie» mostrábase muy sumiso y pesaroso.

Fatty estaba fatigado sin duda, sufría aún las consecuencias de la gripe. Apagó la luz temprano y durmióse profundamente. Aquella noche, sus padres habían ido a la ciudad, invitados al teatro y a una fiesta particular, y ya no regresarían hasta la una de la madrugada, o acaso más tarde.

A las diez y media, toda la casa hallábase sumida en la oscuridad, aparte de la lucecita encendida en el vestíbulo. Las dos sirvientas habíanse retirado a descansar y, al igual que «Buster» y Fatty, dormían profundamente.

De pronto, Fatty fue despertado por los sonoros ladridos de «Buster». ¡«Guau, guau, guau»! El muchacho se incorporó sobresaltado, y, encendiendo la luz, comprobó que era la una menos cuarto.

—¡Cállate, «Buster»! —balbuceó Fatty, soñoliento—. ¡Son papá y mamá! ¡No metas ruido! ¡A estas alturas, deberías conocer el motor de nuestro coche!

Pero «Buster» no cejó. Saltando al suelo, siguió ladrando frenéticamente.

—¡Te digo que te calles! —gruñó Fatty, arrojándole un libro—. ¡Son papá y mamá que vuelven! ¿No sabes que han salido? Ven acá, «Buster».

Sin embargo, el perrito no prestó la menor atención a esta nueva orden de su amo. En vista de ello, Fatty se dijo que, a lo mejor, ocurría algo y, para comprobarlo, se levantó de la cama, se puso el batín y abrió la puerta. Una voz asustada le gritó:

—¡Señorito Federico! ¿Es usted? ¿Por qué ladra «Buster»? ¿Hay alguien en la casa?

—Supongo que son mis padres que regresan —murmuró Fatty—. Vuélvase usted a la cama. «Buster» ha bajado como un rayo, de modo que si ha entrado alguien, puede usted estar segura de que lo ahuyentará.

«Buster» seguía ladrando frenéticamente en la planta baja. Fatty decidió, pues, explorar el terreno. En el momento que se disponía a bajar, observó que la puerta de la habitación de su madre estaba abierta, dando paso a la luz del pasillo. ¡El aposento aparecía en el más completo desorden!

—¡Cáspita! —exclamó Fatty, encendiendo la luz—. ¡Ladrones! ¡Habrán entrado mientras todos dormíamos a pierna suelta!

Inmediatamente fue a echar un vistazo a la trasalcoba de su padre y a la habitación de los huéspedes. En ambas estancias aparecían los cajones y los armarios abiertos y revueltos. Fatty precipitóse abajo. «Buster» hallábase apostado junto a una ventana abierta de la sala de estar, ladrando furiosamente.

—«Ahora» ya no hay remedio, «Buster» —murmuró Fatty, lanzando una mirada circular a la sala, tan revuelta y desordenada como las habitaciones del piso—. Es inútil que ladres. El ladrón ya ha huido. Probablemente se disponía a entrar en mi habitación cuando tú le oíste y te despertaste. Se fue por la misma ventana por donde entró. ¿Qué se habrá llevado? Supongo que no habrá robado las joyas de mamá.

Un coche ascendió por la calzada. Eran sus padres, de regreso a casa. Fatty lanzó un suspiro de alivio. Ahora tomarían ellos las riendas del asunto.

Los señores Trotteville quedáronse horrorizados al entrar en casa y ver todo aquel desorden en tantas habitaciones. La señora Trotteville apresuróse a comprobar si los ladrones se habían llevado sus joyas, sus pieles o la vajilla de plata. Pero todo estaba intacto.

—¡Qué raro! —exclamó, tras veinte minutos de búsqueda—. Al parecer, no falta «nada», ni siquiera el collar de perlas que me dejé encima del tocador. ¿A qué vino ese ladrón?

¡De pronto, Fatty lo comprendió todo! Sin duda, el intruso que había entrado en su casa era el mismo que registró la del señor Fellows. ¡Y buscando la misma cosa… los vestidos de muñeca! Pero ¿por qué…, por qué…, por qué?

Fatty subió en volandas a su habitación para ver si las prendas seguían intactas. Sí, estaban en el cajón donde las había metido. ¡Qué suerte no haberlas puesto a secar en la cocina como se proponía al principio! ¡Si las había subido a su habitación era simplemente para evitar preguntas embarazosas respecto a ellas!

Pero ¿cómo sabía el ladrón que, al presente, las citadas prendas estaban en casa de Fatty? El muchacho no tardó en comprenderlo. ¡El hombre de la cicatriz había presenciado la escena desarrollada en la casilla de botes! ¡Había visto al señor Goon metiendo las mojadas prendas en el pecho de Fatty! ¡Él también había estado buscándolas aquella mañana, pero el policía se le adelantó… y se las endosó a Fatty!

¡Qué coraje debía de haber sentido el hombre de la cicatriz al ver que lo que tanto deseaba iba a parar al pecho de un muchacho! Seguramente, había preguntado al viejo Spicer quién era Fatty y dónde vivía, y aquella noche habíase dirigido a su casa para tratar de apoderarse de las prendas.

Fatty las contempló sin tocarlas del cajón.

—No cabe duda que son extraordinariamente valiosas —dijo solemnemente—. Tal vez mañana lo averiguaremos.

Luego oyó que su madre preguntaba a su padre:

—¿Vas a telefonear a la policía?

—No —repuso la voz de su padre—. ¡No quiero que ese badulaque de policía meta los pies en mi casa a altas horas de la noche! Al parecer, no falta nada. ¡De modo que dejaremos dormir en paz al señor Goon!

—¡Gracias, Dios mío! —exclamó Fatty, metiéndose en la cama—. ¡No me habría hecho ni pizca de gracia volver a ver al señor Goon esta noche!