Capítulo XVII

Una tremenda refriega… y un descubrimiento

Fatty escuchó a Daisy sumamente interesado. Era muy raro que alguien echase «prendas de vestir» al río en un saco. Saltaba a la vista que Goon había pescado «otro» fardo.

—Creo que me recogeré en el cobertizo del viejo Spicer —declaró el muchacho—. Me gustaría ver qué hace Goon cuando desembarque, y allí no me descubrirá.

Y, desapareciendo en el espacioso y oscuro cobertizo, sentóse en un bote vuelto al revés. Los otros cuatro siguieron observando a Goon mientras éste se acercaba. El hombre de la cicatriz también le miraba con interés. Había devuelto ya el bichero a su propietario, pero conservaba el cubo de hierbas en la mano.

Goon, aún congestionado de ira, llegó por fin a la orilla y, echando la amarra a un poste, bajó a tierra, en tanto el bote se mecía peligrosamente bajo su peso. Entonces, tomando la bolsa con las mojadas prendas, gritó a los cuatro chicos:

—¿Dónde está ese gordo amigo vuestro? Quiero verle. ¡Tengo algo que decirle!

—¿Qué amigo gordo? —inquirió Larry con un aire inocente.

—¡Sabes perfectamente a quién me refiero! —farfulló el enojado policía, adoptando una expresión si cabe más feroz—. ¡A ese entrometido gordinflón!

El viejo barquero, ocupado aún en pintar su bote, oyó las voces del señor Goon y, señalando el cobertizo, le dijo regocijado:

—Está ahí dentro. ¿Qué piensa usted hacerle, señor Goon?

—¿Ahí dentro? —exclamó el policía, muy complacido—. ¡Ajá! ¡Voy a darle una lección!

Y entró a grandes zancadas en el oscuro cobertizo, dispuesto a salirse con la suya aquella vez. ¡Le haría tragar aquellas prendas a viva fuerza hasta que se ahogara! ¡Así aprendería a no volver a gastarle bromas en el resto de sus días!

Fatty estaba desprevenido. Larry le gritó una advertencia, pero era ya demasiado tarde. Goon cayó sobre el muchacho antes de que éste se diera cuenta.

Acto seguido, el señor Goon procedió a vengarse con todas las de la ley. Sujetando a Fatty con una garra de hierro, empezó a embutirle en el pecho las empapadas prendas de la bolsa, tras rasgarle el cuello de la camisa sin contemplaciones.

Fatty no podía defenderse. Además, estaba medio asfixiado por la constante presión de la ropa sobre su garganta, aparte de que el señor Goon era muy fuerte y robusto. No obstante, bregó por zafarse de su enemigo hasta que al fin, cayéndose del bote donde estaba sentado, fue a parar al terroso suelo del cobertizo. Una vez más, el señor Goon abalanzóse sobre él.

El pobre Fatty apenas podía respirar bajo el enorme peso del policía, pero éste, sin arredrarse, seguía introduciendo las prendas en el cuello de la camisa; los pantalones, la chaqueta, los calcetines, la gorra, los zapatos, todas, sin faltar una. ¡Goon estaba absolutamente dispuesto a castigar a Fatty aquella vez!

Larry y Pip precipitáronse al furioso policía con ánimo de apartarle de Fatty, en tanto que Daisy y Bets le golpeaban la espalda inútilmente, porque el hombre ni siquiera notaba sus puñadas. Al oír el bullicio, el viejo Spicer entró a ver qué sucedía. Como es de suponer, se detuvo, boquiabierto de asombro, al ver la encarnizada refriega. El hombre del cubo de hierbas acudió a su vez y contempló la escena con marcado interés.

Por último, todo el contenido de la bolsa pasó al pecho del pobre Fatty. Naturalmente, el muchacho sentíase mojado, incómodo, magullado y sin aliento. El señor Goon se levantó, jadeante, sintiéndose satisfecho.

—Por fin he podido darte tu merecido —resolló el hombre—. ¡Llevaba mucho tiempo esperando esta ocasión! ¡Y ahora deja ya de meter las narices en lo que no te importa, señor Entrometido! ¿Quién te mandaba llenar ese saco de zarandajas de muñeco para hacerme creer que eras un picaro viejo cargado de objetos robados? ¡Ya era hora de que alguien «te» ajustara las cuentas!

—¡Señor Goon! —profirió el viejo Spicer, patidifuso—. ¡Recuerde que es usted un policía! ¡No puede conducirse de ese modo, y menos con un muchacho!

—¡Bah! —gruñó el policía rudamente—. ¡Déjese de monsergas, Spicer! ¡Me consta que este chico no dará parte de lo que he hecho! ¿Y sabe usted por qué? Porque me ha estado importunando día y noche, entorpeciendo la acción de la ley. Si me denuncia, ya le denunciaré a él. ¡Pero no lo hará! ¡Se siente culpable! Es más malo que la peste y acabará muy mal.

—Señor Goon —intervino Fatty, incorporándose y tratando de aparecer lo más digno posible a pesar de las mojadas prendas que le asomaban por el cuello de la camisa—. Atienda usted, señor Goon. Le doy mi palabra de honor de que no le engañé como usted cree. En mi vida he visto estas prendas. Me debe usted una explicación.

—Te debo una porción de cosas —repuso el señor Goon—. ¡Sí, señor! ¡Muchas cosas! ¡Todo menos una explicación! Metiste estos chismes en un saco para engañarme, y me has hecho perder media mañana en balde. ¡De modo que lo que te ha pasado lo tenías bien merecido, por granuja! ¡Ahí tienes esas prendas! ¡Y lo que es más, puedes quedarte con ellas… a devolvérselas a esa chica para que vista a sus muñecos!

Y con un solemne resoplido, el señor Goon salió majestuosamente del cobertizo. A poco tropezó con el hombre del cubo.

—Disculpe usted —balbució el desconocido—. Me gustaría saber dónde…

Pero el señor Goon apartóle del paso con un descortés gruñido y prosiguió su camino, más hueco que un pavo. ¡Qué importante se sentía! De haber estado allí el inspector jefe, habríale cantado las cuarenta para dejarle también en su lugar. Lo malo era que no estaba…

—¡Oh, Fatty! —sollozó Bets, llorosa y asustada—. ¿Te ha lastimado? ¿Estás bien?

—Perfectamente, Bets —aseguróle Fatty, levantándose sin dificultad—. Me siento como una pelota de goma agujereada. ¡Cáspita! ¡Ese Goon es un peso fuerte! Por lo que más quieras, Bets, no llores. Ha sido una pelea estupenda.

—¡Quiá! —gimió Bets—. ¡No es cierto! ¡Detesto al señor Goon! Se lo diré al inspector jefe.

—No, Bets —repuso Fatty, aliviado al comprobar que no tenía ningún hueso roto—. Goon se ha limitado a vengarse de mí por todas las malas pasadas que le he jugado. Ahora se sentirá mejor. Te agradezco que acudieses en mi ayuda, Bets. Vamos, no llores más —instó, pasando un brazo alrededor de los hombros de la chiquilla—. ¡Eso me trastorna mucho más que la agresión de Goon!

—¡Qué llorona! —intervino Pip en tono cariñoso y fraternal—. Vamos, Bets. No seas mema.

—Déjala en paz, Pip —replicó Fatty—. Tu hermana está realmente asustada… y no me extraña. Goon parecía un energúmeno cuando se abalanzó sobre mí. ¿A quién se le ocurre meterme esas prendas por el cuello de la camisa? ¡Uf! ¡Están chorreando y además huelen que apestan!

—Volvamos a casa y así podrás quitártelas —propuso Larry, advirtiendo que dos o tres niños que regresaban de la escuela les miraban intrigados—. Vamos, Fatty. Allí están nuestras bicicletas.

Spicer despidióles con una sonrisa, dando unas palma ditas a la desconsolada Bets. El hombre de la cicatriz les observaba en silencio. Los colegiales se tocaron con el codo, conteniéndose la risa. Lo cierto es que Fatty ofrecía un aspecto muy particular en aquel momento.

Los Cinco Pesquisidores montaron en sus bicicletas. Por entonces, Fatty volvía a sentirse dueño de sí mismo, pero Goon le inspiraba más respeto. ¿Cómo se le habría ocurrido hacer semejante cosa? El chico se estremeció al notar unas frías y húmedas hojas escurriéndosele por todo el pecho.

Al llegar a casa de Fatty los muchachos encamináronse al cobertizo. Una vez dentro, cerraron la puerta con llave.

—¿Dónde está «Buster»? —inquirió Fatty, echando una mirada circular—. ¡Ahora recuerdo que no acudió en mi ayuda durante la pelea!

—Se fue con el perdiguero del viejo Spicer —declaró Larry—. Spicer dijo que su perro enseñaría a «Buster» a cazar conejos en los campos inmediatos a la casilla de botes. Así que se fueron los dos, y ya no me acordaba de que existieran. Con todo este jaleo había olvidado por completo a nuestro «Buster».

—Debiera haber acudido en mi ayuda —gruñó Fatty, algo picado—. Además, lo habría pasado muy bien pegando mordiscos al señor Goon.

—Ya volverá cuando compruebe que, como de costumbre, los conejos no se dejan prender fácilmente —tranquilizóle Daisy—. ¡Cielos, Fatty! ¡«Qué» mojado estás! Lo mejor es que te quites la chaqueta, la camisa y la camiseta, y te pongas otras secas.

—Ve a buscarme una muda a casa, Larry —rogó Fatty—. Mamá ha salido y nadie te preguntará nada.

Larry desapareció. Fatty procedió a despojarse sucesivamente de la chaqueta, la camisa y la camiseta. Una vez hecho esto, pudo librarse fácilmente de las mojadas y malolientes prendas que Goon le había introducido por el cuello de la camisa.

—¡Caramba, qué alivio! —exclamó Fatty, mirándolas con repugnancia—. ¿Quién debía de ser el estúpido que tuvo la ocurrencia de meter en un saco estas prendas de muñeco y arrojarlas al río con unas piedras de contrapeso? ¡No he visto insensatez más grande en mi vida!

—Voy a echarlas a la basura —decidió Daisy, recogiéndolas—. Es el sitio que les corresponde.

Y tomando los pantalones, la chaqueta, la corbata, los zapatos, los calcetines, el cinturón, la camisa y demás zarandajas, la muchacha salió a echarlo todo al cubo de la basura. Los chicos percibieron el rumor de la tapa y, a poco, Daisy reapareció en el cobertizo.

Larry presentóse también con una muda seca y limpia. En el momento que se disponía a ponérsela, Fatty dijo, meneándose:

—Me parece que aún me queda algo por ahí dentro. Noto una especie de parche frío y mojado sobre el estómago. A lo mejor es un calcetín. Aguardad un momento, a ver si lo pesco.

Y metiéndose la mano por la cintura del pantalón, exclamó:

—¡Ea! ¡Ya está! Es un calcetín encarnado.

Y arrojándolo al suelo, procedió a vestirse rápidamente con la muda seca. Bets inclinóse a recoger la pequeña prenda de lana roja. Estaba fláccida y disforme.

—No es un calcetín —declaró la pequeña—. Es un guante, un guantecito rojo.

Fatty volvió bruscamente la cabeza, con expresión incrédula. Bets entreteníase enderezando los dedos del guantecito.

—¡«Otro» guantecito rojo! —exclamó Fatty, jubiloso, arrebatándoselo de las manos—. ¡La pareja del que tengo en el bolsillo! ¿Dónde está? ¡Fijaos! ¡Son exactos!

Y sacándose del bolsillo del pantalón el guantecito rojo hallado en casa del señor Fellows, lo puso al lado del que el señor Goon habíale introducido en el pecho. ¡Eran exactamente iguales!

Todos los contemplaron de hito en hito. ¡Qué extraordinaria coincidencia!

—Pero…, ¿qué significa esto? —balbuceó Daisy al fin—. Encontraste ese primer guante en casa del señor Fellows.

—¡Y Goon me metió el otro por el cuello! —profirió Fatty, excitado—. ¡Nos ha facilitado la pista más fantástica que cabe imaginar! ¡Oh, mi querido, mi queridísimo Goon! ¡Casi nos ha resuelto el misterio con su ocurrencia de meterme esas prendas por el gaznate!