Junto al río
Los otros cuatro investigadores quedáronse, asimismo, muy intrigados al oír la declaración del barquero. Tras despedirse de él con una leve inclinación, se alejaron de su cobertizo y, a prudente distancia de éste, Fatty cuchicheó:
—¡Qué raro! ¡No creo una palabra de ese cuento de buscar hierbas en el fondo del río! Vamos a ver si localizamos a ese tipo.
—No vayamos muy lejos —suplicó Bets—. No quiero perderme al señor Goon buscando tu saco, Fatty.
—Bien —accedió Fatty—. Vosotros cuatro quedaos al acecho del señor Goon, y entretanto yo merodearé por el camino de sirga una vez haya preguntado a Spicer adonde se dirigió el otro individuo. Tal vez será preferible que no ande por aquí cuando Goon encuentre el saco y compruebe su contenido. ¡Sería capaz de echarme las piedras y los ladrillos por la cabeza!
El muchacho retrocedió al tinglado para preguntar a Spicer en qué dirección había ido el hombre con el bichero.
—Verá usted, a mí también me interesan mucho las plantas acuáticas —explicó Fatty, sin faltar a la verdad.
Lo cierto es que había muy pocas cosas que «no» le interesasen.
—Se fue por allí —dijo el viejo barquero, señalando la parte ascendente del camino de sirga—. No puede andar muy lejos.
Fatty remontó el sendero, dejando a los demás sentados en un banco del cobertizo de Spicer, desde donde podrían ver fácilmente al señor Goon cuando se dirigiese al bote. Los chicos aguardaban impacientes, en espera de pasar un buen rato.
Fatty recorrió el camino de sirga, buscando con la mirada al hombre descrito por Spicer. No tardó en localizarlo, descendiendo por el sendero. Llevaba un cubo consigo lleno de plantas acuáticas. Por un momento, Fatty se preguntó si aquel hombre no estaría realmente buscando hierbas para un botánico.
Cuando el desconocido llegó a su altura, Fatty se detuvo a preguntarle cortésmente:
—¿Ha encontrado usted algún caracol acuático entre esas hierbas? Quisiera unos pocos para el estanque de mi jardín.
—Entonces, búscalos tú mismo —gruñó el hombre con voz áspera.
Y, volviendo la espalda a Fatty, contempló el agua del río.
—¿Puedo ayudarle? —ofrecióse Fatty—. Sé bastante de plantas acuáticas.
—No me gusta tener chicos alrededor —espetó el hombre, volviéndose, enfurruñado—. Conque no me marees, ¿oyes? ¡Lárgate de aquí!
Pero Fatty no se marchó. Limitóse a vagar por las inmediaciones hasta encontrar un grupo de espesos arbustos. Una vez detrás de ellos, se introdujo en el centro de la fronda y apartó unas pocas ramas para atisbar a través de ellas. Dichos arbustos eran bojes perennes y, por tanto, Fatty estaba bien protegido.
Desde allí vio que el hombre volvía la cabeza para comprobar si el chico entrometido seguía a sus espaldas. Pero, naturalmente, éste había desaparecido. Entonces, el hombre prosiguió lentamente su camino, mirando el agua al tiempo que andaba. Por fin se detuvo e introdujo el bichero en el agua. Hurgó algo en el fondo y, por último, sacólo a la superficie. Fatty no pudo menos de sonreír. ¡Era una bota vieja! ¡Vaya! ¡Si el hombre se dedicaba a coleccionarlas, las encontraría a montones en el río!
Pero la vieja bota cayó de nuevo al agua con un rumor de salpicaduras, y el hombre reanudó su camino, echando una mirada circular de cuando en cuando para ver si Fatty seguía vagando por allí cerca.
En un momento dado introdujo de nuevo el bichero en el agua, pero, al parecer, sacó algo que no le satisfizo porque volvió a dejarlo caer inmediatamente. A otra nueva tentativa se hizo con un montón de hierbas, de las cuales metió algunas en el cubo.
—Esto es para disimular, señor de la cicatriz en la mejilla —murmuró Fatty, atisbando a través del arbusto—. ¡Por si acaso alguien te está observando! ¿Crees que el señor Fellows arrojó su tesoro al río, o eres simplemente un trapero deseoso de ganar unos chelines con lo que encuentres por ahí? No, no lo creo. ¡Los traperos no pagan diez chelines por el préstamo de un bichero!
El hombre reanudó su descenso del camino de sirga. Fatty empezaba a aburrirse. ¿Qué estarían haciendo los demás? ¿Habría llegado ya el señor Goon?
¡Efectivamente! Con gran regocijo por parte de los cuatro muchachos al acecho y de «Buster», obligado a permanecer con ellos mientras Fatty efectuaba su gestión, había llegado el señor Goon montado en su bicicleta, a toda velocidad.
—¿Está listo ese bote? —gritó a Spicer, apoyando la bicicleta en un árbol—. Además, necesito el bichero. Dispongo de muy poco tiempo.
—Allí está el bote, señor —le contestó Spicer—. Y también el bichero.
Con un gruñido, Goon dirigióse al flamante barquito y, metiéndose dentro, tomó los remos. El bichero yacía a su lado. A poco de alejarse de la orilla, el hombre empezó a jadear de resultas del esfuerzo de remar.
—Vamos —masculló Larry, poniéndose en pie de un brinco—. Vayamos a vigilar. Creo que lo mejor que puedo hacer es sujetar a «Buster», no sea que se le ocurra saltar al bote de su enemigo.
—No nos acerquemos mucho hasta que el señor Goon recupere el saco de Fatty con las piedras y los ladrillos —aconsejó Bets—. Limitémonos a pasear por la orilla hasta que saque el fardo.
—De acuerdo —convino Larry.
Así pues, los cuatro chavales, con «Buster» forcejeando en brazos de Larry, vagaron por las inmediaciones del río bajo el sol de enero. El señor Goon no tardó en advertir su presencia.
—¿Otra vez esos chicos? —refunfuñó por lo bajo—. ¡Afortunadamente para él, el gordinflón no está con ellos! ¡No respondo de lo que haría armado con este bichero!
El policía remó hacia el embarcadero, convencido de que le resultaría mucho más fácil hallar el saco desde un bote que desde el propio embarcadero, pues temía perder el equilibrio al inclinarse a hurgar el fondo desde lo alto.
Al llegar al pequeño embarcadero de madera, metió los remos en el bote y, tomando el bichero, atisbo el agua del río con expresión solemne. Reflejada en el líquido vio su propia cara, grande y coloradota. Aguzando la vista, el señor Goon intentó avistar el bulto de un saco bajo las aguas. Pero éstas eran muy profundas en aquel punto y, a pesar de sus esfuerzos, no pudo vislumbrar el fondo.
Entonces el policía levantó los ojos al embarcadero. ¿Desde dónde había echado el saco al agua el viejo sospechoso? ¡Sí! ¡Más o menos desde allí! El señor Goon procedió, pues, a hurgar el fondo en el lugar donde suponía que se hallaba el saco.
Pero sólo sacó plantas acuáticas. Centenares de finas hierbas verdes asomaron a la superficie prendidas en el bichero. El hombre repitió la operación, gruñendo contrariado. ¡Hierbas, hierbas y más hierbas! ¿Dónde estaba el saco? ¡Averiguaría lo que el viejo había metido dentro aunque tuviera que pasarse toda la mañana en el río!
El señor Goon se acaloró mucho con todo aquel forcejeo. De pronto notó que alguien le miraba y, levantando la vista, comprobó que eran los chicos. ¡Dichosos críos!, se dijo el hombre, enfurruñándose. ¿Quién les mandaba acudir a mirarle? ¡Parecían mosquitos, siempre zumbando a su alrededor! ¡Lástima que no pudiera ahuyentarlos de una manotada!
¡Cáspita! ¿Qué era aquello? Esta vez su bichero había enganchado algo muy sólido y muy pesado. ¡A buen seguro era el saco del viejo! El señor Goon tiró de él con todas sus fuerzas, entre profusión de jadeos y resoplidos.
Por último, apareció el fardo tan bruscamente, que el policía por poco fue a parar al agua. Los cuatro espectadores ahogaron una exclamación, guiñándose el ojo el uno al otro. ¡Hurra! ¡El señor Goon había pescado el saco! ¿Qué sucedería ahora?
Los cuatro se encaminaron al embarcadero para ver mejor. A cierta distancia, el hombre de la cicatriz contemplaba también la escena, súbitamente interesado en el proceder del señor Goon. Algo más lejos, a sus espaldas, hallábase Fatty, presto a precipitarse al cobertizo de Spicer si Goon se encolerizaba demasiado.
De hecho, el policía estaba tan excitado que ni siquiera advirtió la presencia de todos aquellos espectadores. Con grandes esfuerzos, haló el fardo al interior del bote. Larry lo miró atentamente. Más que un saco parecía una bolsa para meter la ropa de la colada o algo por el estilo. ¿Era el saco de Fatty u otra cosa?
Goon contempló el mojado fardo. Aunque observó que no era un saco, sino una bolsa o talega, el hecho no le preocupó grandemente. Sólo había visto el fardo en la espalda de Fatty a la luz de la luna y, por tanto, algo vagamente. Pero tanto si se trataba de un saco como de una bolsa, el hombre tenía la absoluta certeza de que aquél que obraba en su poder era el que el viejo había arrojado al río la noche anterior.
Tras deshacer la cuerda que lo ataba, el señor Goon introdujo la mano en el interior, convencido de que iba a encontrar el botín de varios robos.
Primero palpó una gran piedra, sin duda destinada a hacer de contrapeso. Y luego otra, y otra. Goon sacólas rápidamente y, ¡paf, paf!, las echó todas al agua.
Por entonces los muchachos tenían la convicción de que aquél era, en efecto, el saco de Fatty. ¡No había más que ver las piedras que contenía! Sin embargo, al presente, Goon procedía a hurgar el fondo del fardo. Su rostro cobró una expresión de desconcierto. ¿Qué era aquello que palpaban sus dedos? Parecían prendas suaves y empapadas, o algo semejante.
El hombre sacó una de ellas y, al sacudirla, quedóse estupefacto. ¡Era una chaquetita encarnada! Tras depositarla en el fondo del bote, Goon volvió a meter la mano en la bolsa.
¡Unos pantalones azules, largos, pero extremadamente pequeños para un niño normal! Goon empezó a resoplar. Poco a poco fue sacando más cosas de la talega: un cinturón rojo, una corbata azul, una gorra azul con un botón rojo en el centro, un par de calcetines y, finalmente, unos zapatitos rojos con cordones.
Goon no volvía en sí de su asombro. ¿Qué interés podía tener un viejo en llevar aquellas zarandajas en un saco a altas horas de la noche? ¡Era absolutamente ilógico! ¿Y por qué aquel viejo había mostrado tanto empeño en que él no viera el contenido del saco ni se apoderase del mismo?
Mientras contemplaba aquella colección de diminutas prendas, Goon tuvo una sospecha. Una vez más, el hombre se puso como la púrpura. ¡Aquel chico! ¡Aquel diablo de chico! ¡Probablemente, «se» había disfrazado de viejo! ¡Y habíale dado el timo con un saco de vestiditos de muñeco! ¡Porque saltaba a la vista! ¡Eran vestidos de muñeco! Sin duda, aquella chica, Daisy, había tomado también parte en la estratagema, prestándoselos a su amigo y metiéndolos en el saco para inducirle a creer, ¡a él, a Goon!, que el viejo había robado algo y era preciso seguirlo.
—¡Claro! —farfulló Goon, furioso—. ¡Por eso echó a correr como una liebre después de lanzar la bolsa al agua! Ya entonces me llamó la atención la cosa. Ese chico fue el individuo que trabó conversación con los vigilantes, y también el viejo sospechoso. ¿Habráse visto barrabás? Esta vez no se me escapará. ¡Aunque me cueste el empleo le haré tragar esos chismes!
Goon volvió a meter las prendas en el saco con las manos temblorosas de ira. Se lo comunicaría al jefe. Obligaría a éste a dar su merecido a aquel entrometido gordinflón. Y él, por su parte, iría a quejarse a los señores Trotteville y a decirles lo que pensaba de aquel granuja de su hijo.
Tomando los remos, el policía alejóse del embarcadero sin cesar de gruñir en voz baja. Al verle tan furioso, los cuatro muchachos decidieron ir a advertir a Fatty y, para ello, echaron a correr hacia el camino de sirga.
Fatty les aguardaba sonriente. Como estaba a tanta distancia, no había visto lo que el señor Goon había sacado del fardo, excepto las tres piedras arrojadas al agua. Por consiguiente, suponía que éstas eran parte de las piedras que él mismo había metido en el saco. Más he ahí que Daisy le gritó con apremio:
—¡Fatty! ¡Goon ha encontrado otro saco diferente del tuyo! ¡Está lleno de prendas de muñeco! ¡Estoy segura de que se imagina que tú las metiste allí para engañarle! ¡Corre, date prisa! ¡Márchate antes de que venga! ¡Está «hecho un basilisco»!