Capítulo XV

Fatty está satisfecho

Fatty echó una mirada circular a la estancia. ¡No había ningún par de zapatillas a la vista! En consecuencia, buscó debajo de la cama. ¡Menos mal! ¡Allí estaban las zapatillas! Eran rojas, muy parecidas a las de Larry, sólo que más grandes. Fatty examinó las suelas.

¡Estaban llenas de barro! Además, también se apreciaban salpicaduras en el fieltro. Era evidente que el señor Fellows había andado merodeando por las calles con ellas puestas.

Después, Fatty deslizó la mano debajo del edredón y sacó un pijama a rayas rojas y blancas. Al verlo, el muchacho emitió un quedo silbido. La parte inferior de los pantalones apareció salpicada de barro y lodo. Fatty dio un cabezazo. Sí, aquel barro procedía de las lodosas orillas del río.

Luego procedió a buscar el batín. Lo encontró colgado en el interior de un alto armario. Estaba sucio, con motas de paja y heno adheridos al género. ¿Dónde habría estado el señor Fellows con su batín? Mientras cerraba la puerta del armario, Fatty se hizo las siguientes reflexiones:

«Sin duda no fue a casa de un amigo suyo, sino que se escondió en algún rincón durante el resto de aquella noche y todo el día de ayer para evitar que alguien le sorprendiese con aquella indumentaria y le interpelase al respecto. Seguramente se ocultó en algún henil o pajar y volvió a casa anoche. Apuesto a que los vigilantes se llevaron una sorpresa al verle de nuevo, si por casualidad advirtieron su presencia. ¡Qué gracia! ¡Probablemente pensaron que mi tío Horacio volvía a las andadas!».

Las airadas voces procedentes de abajo habían enmudecido. Fatty percibió el rumor de una ventana al cerrarse. Entonces, poniéndose a gatas, llamó:

—¡Miz, miz! ¿Dónde te has metido? ¡Ven acá, en seguida!

—¿Qué haces ahí arriba? —gritó una voz desde abajo—. ¡Baja inmediatamente!

—Discúlpeme usted —excusóse Fatty, apareciendo en lo alto de la escalera—. El gatito se ha escapado.

—Está aquí abajo —dijo el señor Fellows, aún muy enojado—. Y ahora, vete. Gracias por cuidar al gatito. He enviado a paseo a ese entrometido de policía. Estoy dispuesto a denunciarlo.

—Hará usted muy bien, señor —murmuró Fatty gravemente.

—Creo que está loco de atar —masculló el señor Fellows, encendiendo un cigarrillo y paseándose nerviosamente de un lado a otro—. ¿A quién se le ocurre hablar de perros, cerdos y tías?

Fatty tuvo que hacer un esfuerzo para no echarse a reír. Satisfecho de sus gestiones y convencido de que no tenía ya nada que hacer en aquella casa, despidióse del señor Fellows con esas palabras:

—Bien, adiós, señor. Confío en que ahora el gatito tendrá ya quien le cuide. Perdone usted la intrusión. Todos pensábamos que habían entrado ladrones.

—¡Pues no hay nada de eso! —le espetó el señor Fellows—. Y ahora, vete. ¡Quiero estar tranquilo!

Fatty se marchó, silbando por lo bajo. La entrevista había resultado más que interesante. Por añadidura, daba gusto comprobar que todas sus sospechas se confirmaban. ¡Aquellas zapatillas llenas de barro! ¡Cáscaras! ¡Si alguna vez Goon se decidía a entrar en la casa a curiosear un poco descubriría también varias cosas interesantes!

El policía acechaba la salida de Fatty. En el momento que éste se disponía a volver a casa de Larry, el hombre surgió de detrás de un árbol y, rojo de ira, profirió:

—¡Eh, eh, tú! ¡Eh!

—¿Qué sucede? —inquirió Fatty cortésmente al ver que el hombre parecía incapaz de decir otra cosa—. ¿A qué vienen tantos «eh»?

—¿Conque eres amigo suyo, eh? —farfulló el señor Goon, poniéndose aún más colorado—. ¡«Qué» interesante!

—Me alegro de que lo considere usted así —murmuró Fatty, tratando de proseguir su camino.

—¿Sabes lo que te digo? —rugió el señor Goon, perdiendo definitivamente los estribos—. ¡Que eres una plaga, un entrometido y un granuja! ¡Pero te advierto que he enviado ya mi informe y… y te arrepentirás!

—¿Arrepentirme de qué? —murmuró Fatty sin inmutarse—. Supongo que ha incluido usted en el informe al gatito, el perro y el cerdo, sin olvidar tampoco a la tía.

—¡No había ninguna tía! —vociferó el señor Goon—. ¡Era un hombre que «preguntaba» por su tía! ¡Uf! ¡Entre tú, Kenton y ese tipo de la casa, me hacéis la vida imposible!

—Lo creo —convino Fatty, atisbando de pronto a Larry y Daisy junto al portillo de su jardín.

Al punto el muchacho hizo votos porque «Buster» estuviese con ambos hermanos, y éstos tuvieran el buen sentido de dejarlo escapar a la calle.

—¿Te figuras que no sé que fuiste tú el que anoche se entretuvo tomando el pelo a los vigilantes nocturnos? —bramó Goon, lanzando una nueva acusación—. ¡Vaya con tu tío Horacio!

Al propio tiempo el policía avanzó hacia él, dispuesto a descuartizarlo. Jamás habíase sentido presa de semejante arrebato de cólera. ¡Pobre señor Goon! ¡Estaba tan confuso, aturdido y exasperado que no sabía qué partido tomar!

—¡Guau, guau, guau!

Con una regocijada salva de ladridos, «Buster» salió disparado por el portillo anterior de Larry, a sesenta millas por hora. Emocionado al ver a Fatty, e igualmente emocionado al ver al señor Goon, si bien por diferentes motivos, el perrito saltó sobre Fatty y, tras darle una rápida lamedura, abalanzóse sobre el policía.

Éste desistió de su empeño. Habérselas con Fatty era ya mal asunto, pero bregar con Fatty y «Buster» a la vez resultaba superior a sus fuerzas. Lanzando, pues, el resoplido más sonoro de su vida, el señor Goon montó en su bicicleta y alejóse calle abajo, dándole frenéticamente a los pedales.

Muerto de risa, Fatty entró tambaleándose en el jardín de Larry. Éste le sostuvo, riéndose a su vez. Luego, en compañía de los otros tres componentes de la pandilla, dirigiéronse los dos a la dependencia situada al fondo del jardín. Fatty se desplomó en el suelo, bajo los efectos de la risa y la excitación.

Los investigadores celebraban una interesante junta. Todos siguieron con atención las explicaciones de Fatty sobre su peculiar entrevista con el señor Fellows, la súbita aparición de Goon y los descubrimientos del muchacho en el piso de arriba.

—¡Caramba! —exclamó Bets con admiración—. ¡Así resulta que todas tus suposiciones eran ciertas! ¡Todas sin faltar una! Ahora «no cabe duda» que el señor Fellows huyó en pijama, batín y zapatillas y regresó a casa con la misma indumentaria, tras dormir en algún escondrijo.

—En efecto —corroboró Fatty—. Pero todavía no sabemos lo que se llevó consigo al salir, ni dónde lo ha escondido. Según Erb, no llevaba ningún bulto a su regreso. Y es lógico que así fuera porque no se comprende que el hombre cargase otra vez con una cosa tan valiosa, exponiéndose a encontrar al ladrón en acecho.

—Sí —convino Larry—. Seguramente lo ha escondido. Pero ¿dónde? No podemos registrar todos los heniles y almiares de Peterswood. ¡Los hay a docenas!

—El señor Fellows habla con mucha cautela —comentó Fatty—, y eso significa que pasa algo. ¿Qué será? ¡«Tendremos» que tratar de averiguarlo antes de volver al colegio! ¡Sería horrible dejar un misterio pendiente de resolución!

Todos asintieron, pero ninguno sabía por dónde empezar. Para colmo, el señor Fellows no parecía dispuesto a ayudarles. Lo único indudable era que el hombre tenía gran empeño en esconder algo que obraba en su poder. Pero ¿«cómo» ir a buscarlo en los heniles y pajares de las casas de labor inmediatas? Los labradores pondrían el grito en el cielo.

Fatty refirió a sus amigos su aventura de la noche anterior. Su relato fue acogido con sonoras carcajadas.

—¡Oh, Fatty! —exclamó Bets—. ¡Nunca he conocido a nadie como tú, ni creo conocerlo en mi vida! ¡No te arredras por nada!

—Hace un momento me asusté un poco con el viejo Goon —confesó Fatty—. ¡Parecía un toro furioso! De todos modos no se lo reprocho. Comprendo que debo de constituir un tremendo engorro para él. ¡Qué alegría tuve al ver que «Buster» acudía en mi ayuda!

—¿Crees que el señor Goon ha sacado ya tu saco del río? —preguntó Daisy—. ¡Qué berrinche tendrá cuando descubra que está lleno de piedras y ladrillos! ¿No sabe que fuiste tú el que lo echó al agua, verdad?

—No, pero lo barruntará en cuanto vea su contenido —sonrió Fatty—. Al lanzarlo al agua creí que el viejo Goon se echaba tras él.

—¿Tú crees que ha ido a buscarlo ahora? —inquirió Bets—. Lo más seguro es que no lo demore mucho. ¿Por qué no vamos a dar un paseo al río por si acaso anda por allí? Podemos ir en bicicleta.

—Me parece una idea excelente —dijo Daisy—. Hasta ahora sólo te has divertido tú, Fatty. Nosotros también tenemos derecho a pasarlo bien. Me encantaría ver al señor Goon manipulando un bichero y sacando del agua un saco lleno de piedras y ladrillos.

—De acuerdo —accedió Fatty, levantándose—. Por mí, no hay inconveniente. ¡Vamos, «Buster»! ¡En marcha!

Los cinco montaron en sus respectivas bicicletas. Pip y Bets tenían también las suyas en casa de Larry, gracias a que se les había ocurrido utilizarlas para ir allí aquella mañana. Así, pues, emprendieron juntos el descenso de la empinada calle, en dirección al río.

El señor Goon no estaba en el lugar, Fatty avistó a un viejo barquero amigo suyo pintando un bote ante su tinglado. Tras apoyar su bicicleta en un árbol, el muchacho acercóse a saludarle.

—¡Hola, Spicer! ¿Preparándose para la primavera? Ha hecho mucho frío últimamente, ¿no le parece?

—¡Y que lo digas! —convino el viejo Spicer, sonriendo a los chavales—. ¿Todavía no habéis vuelto al colegio?

—Aún no han empezado las clases —explicó Fatty—. ¿Alquila usted botes ya, Spicer? ¿Podríamos disponer de alguno esta mañana?

—Lo siento, pero sólo dispongo de aquél que veis allí —repuso Spicer, indicando con un ademán un pequeño bote recién pintado, meciéndose junto a la orilla.

—¿Y por qué «no» nos lo alquila? —preguntó Larry, ansioso de dar un buen paseo en bote.

—Porque, a primera hora, me ha telefoneado el polizonte del pueblo diciendo que le reservase uno para esta mañana —respondió Spicer—. ¿Cómo se llama… Moon?

—No, Goon —le corrigió Fatty, guiñando el ojo a los demás.

¡De modo que el policía «pensaba» ir al río, a buscar el saco arrojado por Fatty! ¡Magnífico!

—¡Ah, sí! —exclamó el viejo Spicer, pintando una brillante línea roja con una morena y firme mano—. ¡Goon! Además, quiere un bichero. Al parecer, mis bicheros están muy solicitados esta mañana. Es la segunda persona que me pide uno.

Fatty aguzó los oídos.

—¿Quién es la otra? —inquirió, preguntándose si no sería el señor Fellows.

¡A lo mejor también quería pescar un saco!

—No sé —replicó Spicer—, un individuo alto y moreno con una cicatriz en la parte inferior de la mejilla y un ojo estropeado. No le había visto en mi vida, y conste que no tenía muy buena pinta. Me ofreció diez chelines por el préstamo del bichero más largo de mi colección. Dijo que quería buscar ciertas variedades de hierbas que crecen en el río por encargo de un botánico.

—Comprendo —murmuró Fatty.

No cabía duda. El sujeto en cuestión no era Fellows. ¿No sería el supuesto ladrón el intruso que indujo a Fellows a huir de su casa con un fardo en la mano?