Una interesante conversación
—¡Miau! ¡Miau! ¡Miau!
Una serie de estridentes y lastimeros aullidos penetraron en la cocina por la ventana rota. Al oírlos, el gatito meneóse en los brazos de Fatty y empezó a mayar a su vez.
—Muy bien —cuchicheó Fatty—. Prosigue, minino. ¡Maya todo lo fuerte que puedas!
—¡Miau! —obedeció el gatito, sin hacerse rogar—. ¡Miau!
Fatty aguzó los oídos. Parecíale oír ruido en la casa, sin duda procedente de arriba.
—¡Miau-u-u-u! —gritó Fatty.
Una vez más, escuchó. No cabía duda: al presente se movía alguien en la casa. En la escalera resonaron unos pasos. A poco, éstos se detuvieron.
—¡Miau! —repitió el gatito con voz penetrante, interpretando a maravilla los deseos de Fatty.
Por fin apareció un hombre en la puerta interior de la cocina, la que daba al vestíbulo.
«Debe de ser Fellows», pensó Fatty, mirándole atentamente.
Iba completamente vestido, pese a que Fatty esperaba verle en batín y zapatillas. El hombre no había advertido aún la presencia del chico y el gatito, y en aquel momento echaba una mirada circular al suelo de la cocina como preguntándose de dónde procedía el maullido. Era un individuo joven de rostro enjuto y ojos brillantes e inteligentes. Llevaba el cabello cuidadosamente peinado y cepillado, y no tenía el menor aspecto de haber huido de su casa sobrecogido de espanto dos noches atrás.
—¡Miau! —repitió el gatito, bregando por desasirse de las manos de Fatty.
Al oír el maullido, el hombre miró hacia la ventana. No bien vio la cabeza y los hombros de Fatty, hizo ademán de retroceder, pero comprobando al punto que el desconocido era sólo un muchacho con el gatito en brazos, avanzó pausadamente.
Convencido de que al joven le contrariaba el hecho de haber sido descubierto, Fatty disculpóse con estas palabras:
—Siento molestarle, señor, pero éste es su gatito, ¿no? Nos hemos encargado de cuidarlo durante el… el contratiempo.
El hombre se atusó el cabello y, extremando la cautela, respondió:
—Sí, es mi gatito. A… aguarda un momento. Voy a abrir la puerta de la cocina.
Fatty apostóse ante ella mientras el hombre daba vuelta a la llave y descorría el cerrojo. Una vez hecho esto, el joven tendió las manos para coger el gatito. Fatty presintió que, en cuanto el hombre tuviese al gato en su poder, probablemente se limitaría a darle las gracias y cerrar de nuevo la puerta, por lo que, reteniendo al minino, el muchacho espetó:
—¿Sabe usted, señor, que el robo perpetrado en su casa produjo una conmoción? Supongo que se ha enterado usted de que estuvo aquí la policía.
—¿La policía? —exclamó el señor Fellows, con expresión desconcertada—. ¿Para qué? ¿Cómo se enteraron de que la casa estaba vacía… o de que en ella se había cometido un robo?
Fatty reflexionó rápidamente. Al parecer, el señor Fellows ignoraba que el lechero había dado parte y que el señor Goon había acudido a inspeccionar la casa, encontrándola patas arriba. Probablemente, se figuraba que nadie sabía una palabra del intruso ni de su precipitada huida de la casa.
—Si usted quiere, le contaré lo sucedido, señor —propuso Fatty, entrando en la cocina, sin vacilar.
Saltaba a la vista que, al presente, el señor Fellows ansiaba saber lo que Fatty tenía que contarle. La inesperada noticia de que la policía había estado en su casa parecía preocuparle.
Tras cerrar con llave la puerta de la cocina, condujo a Fatty a la salita. Por entonces, todo estaba limpio y ordenado. Sin duda, el señor Fellows habíase dedicado a poner en orden su revuelta casa. El gatito les siguió, mayando.
—¿No será que quiere un poco de leche? —inquirió el señor Fellows, mirándolo—. Mucho me temo que no hay ni gota. Al parecer, no ha venido el lechero esta mañana.
—No —confirmó Fatty, sentándose en una silla—. Supongo que la policía le dijo que no viniera, en vista de que no estaba usted aquí.
—¿Qué «es» todo ese cuento de la policía? —preguntó el señor Fellows, irritado—. ¿Es que un hombre no es dueño de ausentarse por un breve plazo de tiempo sin que se presente a husmear la policía? Lo considero de todo punto innecesario.
—Pero es que parece ser que, mientras estaba usted ausente, entraron ladrones en esta casa y lo dejaron todo patas arriba —explicó Fatty, observando atentamente al señor Fellows—. ¿No la ha encontrado revuelta a su regreso?
El hombre titubeó. Por lo visto, no pensaba extralimitarse en sus respuestas.
—Sí, pero… eso no tiene importancia —dijo al fin—. Soy muy desaseado. ¿Quién… quién dices que dio parte a la policía?
—El lechero —contestó Fatty, acariciando el gatito, que no cesaba de ronronear—. Cuando vino a traer la leche ayer por la mañana, encontró la puerta anterior abierta de par en par y, al ver el desorden, telefoneó a la policía.
—Comprendo —murmuró el señor Fellows—. Todo esto es nuevo para mí.
—Así, pues, ¿a qué hora salió usted de casa? —inquirió Fatty de repente.
Sabía perfectamente a qué hora había sido, gracias a la información de Erb, pero le interesaba ver qué explicación daría el señor Fellows.
Éste acusó un nuevo titubeo.
—Pues… no sé, por la noche —farfulló al fin—. Fui a… a visitar a un amigo y me quedé a dormir en su casa. Anoche, al regresar, hallé la casa un poco desordenada, lo reconozco, pero, que yo sepa, no me robaron nada. No comprendo por qué tuvo que intervenir la policía sin mi permiso.
—Porque la puerta anterior estaba abierta —repitió Fatty pacientemente—. Supongo que la cerró usted al marcharse, ¿verdad, señor Fellows?
—Naturalmente —asintió el hombre.
Pero Fatty se resistía a dar crédito a esta afirmación. Estaba seguro de que el señor Fellows habíase limitado a entornarla, a fin de que el intruso no le oyera salir. ¡Y luego éste la dejó abierta de par en par!
Fatty estuvo tentado de preguntarle al señor Fellows cómo iba vestido al abandonar la casa. Pero, al cabo, optó por callarse, convencido de que la pregunta sólo serviría para ponerle más en guardia e inducirle a inventar una mentira. Fatty observó que el hombre iba perfectamente limpio y atildado.
«¡Al revés de mi tío Horacio! —se dijo el muchacho—. En fin, si quiero averiguar si de veras merodeó por las calles en batín y zapatillas, tendré que subir arriba a ver si descubro indicios de esa indumentaria. Pero ¿cómo?».
De improviso, la conversación fue bruscamente interrumpida. Una carota colorada apareció inesperadamente en el marco de la ventana de la sala y echó una ojeada al interior. El propietario de la cara llevaba casco… ¡Era el señor Goon!
El señor Fellows lanzó una exclamación:
—¿Pero quién es éste? —farfulló—. ¿Habráse visto desfachatez? ¡Otra vez la policía! ¿Quién les ha dado permiso para andar fisgoneando en una finca particular? ¡Voy a sentarle las costuras!
—Lo mismo haría yo en su lugar —convino Fatty vehementemente—. Hoy día no puede uno estar tranquilo en casa. ¿Piensa usted dejarle entrar, señor? Parece que quiere hablarle.
Goon estaba efectuando su ronda habitual y, al pasar ante el domicilio del señor Fellows, entró a ver si había alguna novedad por pura rutina. Pero como no salía humo de las chimeneas y todo continuaba en silencio, el hombre limitóse a atisbar el interior por las ventanas, dispuesto a no volver a entrar solo en aquella casa si no era absolutamente necesario.
Excuso decir su sorpresa al ver a Fatty allí sentado en compañía de un hombre que, sin duda, era Fellows. El policía quedóse mirándolo, boquiabierto. Luego montó en cólera. ¿Cómo era posible que aquel diablo de chico estuviese allí otra vez, metiendo las narices en lo que no le importaba y adelantándose a las iniciativas de la policía local?
—Abra usted la puerta, caballero —rugió en voz alta el señor Goon—. Tengo algo que decirle.
Echando una mirada incendiaria al coloradote policía, el señor Fellows fue a abrir la ventana.
—¿Qué hace usted atisbando por mi ventana? —inquirió el señor Fellows, furioso—. ¿No ve que estoy aquí sentado, conversando con un amigo? ¿Qué le trae por esta casa?
—¿Un amigo? —barbotó el señor Goon, fulminando a Fatty con la mirada—. ¿Es amigo suyo este chico?
—Pienso denunciarle por su extraña conducta —prosiguió el señor Fellows—. Estoy en mi casa y, por otra parte, no he hecho nada que autorice a la policía merodear por la finca.
—¡Pero… pero… si hubo un robo! —balbuceó el señor Goon—. La casa estaba toda en desorden y…
—Aquí no ha habido ningún roto —repuso el señor Fellows—. Que yo sepa, no falta nada absolutamente. En cuanto al hecho de que la casa estuviera desordenada, no tiene importancia. Soy muy desordenado. Además, tengo perfecto derecho a poner mi propia casa patas arriba si lo deseo, ¿no es eso?
—La puerta anterior estaba abierta de par en par —insistió el señor Goon, entre enojado y aturdido.
—Eso no tiene nada que ver —gruñó el señor Fellows—. Soy bastante desmemoriado. A veces, me olvido de cerrar la puerta. Y ahora…, váyase, ¿me oye? ¡«Váyase»!
Fatty no cabía en sí de gozo. ¡Pensar que Goon estaba siempre ahuyentando a la gente y ahora se trocaban los papeles y el despedido era él! Pero el policía tenía aún algo que decir.
—De todos modos —espetó—, permítame advertirle que no tiene usted derecho a marcharse dejando animales abandonados en la casa.
—El gatito está perfectamente —replicó el señor Fellows con firmeza.
Pero en el momento que se disponía a cerrar la ventana, el señor Goon introdujo un enorme brazo azul marino para impedírselo.
—¿Y el perro? —interrogó—. ¿Y el cerdo?
El señor Fellows quedóselo mirando, sorprendido. ¿Estaría en su sano juicio aquel policía?
—¿A qué perro y a qué cerdo se refiere? —preguntó—. ¿Está usted seguro, agente?
—¿Qué dice usted? —bramó el señor Goon, bregando por mantener la ventana abierta—. ¿Y qué hay del individuo que gemía, preguntando por su tía?
Al oír esto, el señor Fellows llegó a la conclusión de que, efectivamente, el señor Goon deliraba, y volvióse a mirar a Fatty. ¡Pero éste había desaparecido!
En el curso de la discusión entablada entre ambos hombres, el muchacho había entrevisto una oportunidad de escabullirse al piso a examinar las zapatillas, los botines y los pijamas. Y a pesar de su resistencia a abandonar el campo de batalla donde tan encarnizadamente se las habían el señor Fellows y el señor Goon, comprendió que no podía desaprovechar aquella ocasión.
Así, pues, tomando el gatito, salió de la estancia. El gato sería el pretexto de su excursión al piso, porque, ¿qué tendría de particular que el animalito hubiese subido arriba y él hubiera ido a buscarlo?
Total, que Fatty emprendió la ascensión de la escalera, sonriendo al oír gritar al señor Goon la pregunta sobre el perro y el cerdo. ¡Qué risa! ¡Probablemente, el señor Fellows le tomaría por loco!
En el piso reinaba asimismo el más perfecto desorden. Siempre de puntillas, el chico dirigióse al aposento más espacioso, convencido de que allí estaba el dormitorio del señor Fellows. ¡Una vez dentro, todo era cuestión de buscar las zapatillas, el pijama y el batín!