Correrías nocturnas
Fatty alejóse presurosamente, satisfecho de no haber llevado consigo a «Buster». ¡Menuda bienvenida habría dispensado el «scottie» al sorprendido señor Goon!
Mientras el corpulento policía se apeaba de su bicicleta y se acercaba al vigilante, Fatty desapareció en la oscuridad en busca de Willie.
Otra hilera de luces rojas sirvióle de guía. El muchacho descendió por una larga calle hacia ellas, y, a poco, vislumbró el destello del río al fondo. La pequeña barraca del vigilante hallábase caldeada por el consabido brasero encendido.
Fatty hizo una presentación como antes, procurando sacar a colación a su tío Horacio en cuanto pudo, temeroso de que Goon volviera a aparecer. ¿Por qué merodeaba el policía por las calles cuando Fatty las necesitaba para él solo?
Willie resultó ser un sujeto muy huraño y de pocas palabras. Con todo, Fatty no se dio por vencido.
—Estoy seguro de que a veces algún transeúnte le pide permiso para calentarse en este estupendo brasero —insistió el chico—. Apuesto a que mi viejo tío Horacio viene a calentarse cuando sale por la noche a dar sus paseos de sonámbulo.
El vigilante refunfuñó algo por lo bajo, sin interesarse en lo más mínimo por el tío de Fatty ni por el sonambulismo.
—A lo mejor le vio usted anoche —prosiguió Fatty—. Se le ocurrió salir en pijama y zapatillas. ¡Ja, ja, ja!
El vigilante observó a Fatty. De pronto, mostrándose algo más locuaz, declaró:
—Efectivamente, le vi. Al menos, vi a un tipo corriendo con pantalones de pijama y zapatillas. Le tomé por un chiflado. Pero, a juzgar por el modo que corría, no parecía ningún viejo.
Fatty le escuchaba, alborozado. ¿Conque el señor Fellows había pasado por allí, eh? El hecho resultaba interesante porque aquella calle sólo conducía al río. ¿Por qué motivo habría ido al «río»?
—¿Llevaba algo consigo? —inquirió Fatty.
—Sí —masculló el hombre—, algo en brazos, pero no sé qué. ¿De modo que era su tío, amigo? ¿Suele andar por la calle sonámbulo?
—Sí, sobre todo en las noches de luna —respondió Fatty, dispuesto a inventar lo que fuera en vista de que ya había podido averiguar algo—. ¿No le vio usted volver?
—No —repuso Willie.
Y, una vez más, encerróse en su mutismo. En el momento que Fatty se disponía a despedirse de él, percibióse de nuevo el tintineo de una bicicleta. ¿Era posible que volviese a ser la del señor Goon?
¡Efectivamente, lo era! Fatty tuvo el tiempo justo de huir de la luz del brasero. Entretanto, Goon, acercóse a saludar a Willie, emergiendo bajo la luz de los fanales.
—¡Hola, amigo! —le gritó—. ¿Está usted ahí? ¡Deseo formularle unas preguntas!
Fatty ocultóse tras un oportuno arbusto, concibiendo una abrumadora sospecha. ¿Intentaba Goon interrogar al vigilante por el mismo motivo que acababa de hacerlo él en nombre de los investigadores? ¿Habría llegado a las mismas conclusiones que éstos respecto al problema? ¡En caso afirmativo, era que el policía se estaba volviendo listo!
—Oiga usted, Willie —empezó el señor Goon, calentándose en el brasero, primero de cara y luego de espaldas—. ¿Vio usted algún sospechoso anoche? Tengo entre manos un nuevo caso y estoy buscando a alguien.
—Supongo que no será a un viejo tío sonámbulo que se pasea en pijama y zapatillas, ¿verdad? —sugirió Willie.
Goon le miró asombrado.
—¡Qué casualidad! —barbotó—. El viejo vigilante encargado de la otra calle me hizo la misma pregunta. Creí que era una broma. ¿Quién les ha contado a ustedes este embate?
—Un joven —respondió Willie—. Estaba muy preocupado por su viejo tío Horacio y sus andanzas de sonámbulo.
—¡Ah! —exclamó el señor Goon en tono tan furioso que Willie no pudo menos de sorprenderse—. Y supongo que el tío Horacio fue a dar un paseo anoche, ¿no es eso?
—¡Eh! —lamentóse el vigilante—. ¿Por qué me habla usted en ese tono?
—¿Qué aspecto tenía el individuo que le contó este cuento? —inquirió Goon.
—No me fijé mucho —contestó Willie—. De un tiempo a esta parte, tengo muy mala vista. Era un tipo joven, alto y con bigote. Algo gordinflón.
El señor Goon lanzó una exclamación. ¡«Gordinflón»! El pretendido sobrino del sonámbulo, ¿no sería aquel diablo de gordito buscando alguna pista, como de costumbre? El señor Goon sintió deseos de gritar de rabia.
Sin duda, el bigote era postizo y lo del tío sonámbulo, una patraña. Saltaba a la vista que toda «era» cosa de aquel gordinflón, entregado a buscar las mismas pistas que con tantos esfuerzos había entrevisto él. ¿Dónde estaría ahora? ¿A dónde habría ido? ¡Si en aquel momento el señor Goon hubiese podido ponerle las manos encima, Fatty habría tenido que pedir clemencia!
—Escuche usted, Willie —instó el señor Goon, de pronto, concibiendo un plan—. ¿Me oye usted?
—Sí, pero hable usted más alto, por favor. Estoy algo sordo.
Así pues, con gran satisfacción de Fatty, el señor Goon levantó la voz, diciendo:
—Ese individuo volverá a pasar por aquí. Como me interesa echarle el guante, le ruego que, cuando le vea, le llame usted y le entretenga charlando.
—¿Para qué? —interrogó Willie, perplejo—. Si es un mal sujeto, no quisiera darle la oportunidad de dejarme sin sentido.
—Yo me esconderé en el otro extremo de la calle —prosiguió Goon—. Me tiene un miedo cerval y no quisiera que advirtiese mi presencia. Si viera la luz de mi bicicleta, sería capaz de echar a correr como un gamo. Y a mí me interesa sorprenderle, ¿comprende usted? De modo que, cuando le vea venir, tome uno de sus faroles encarnados y agítelo en el aire. Yo acudiré aquí en seguida, mientras usted le da conversación.
—De acuerdo —suspiró Willie, resignadamente.
Lo cierto era que el hombre estaba hasta la coronilla de aquella sesión de tíos sonámbulos, zapatillas rojas, sujetos sospechosos y faroles oscilantes. ¡A aquel paso desconfiaba de poder descabezar un sueñecito aquella noche!
El señor Goon desapareció en su bicicleta. Una vez en el extremo opuesto de la calle que conducía al río, escondióse detrás de un árbol, con la bicicleta al lado. De este modo, pensaba sorprender a aquel gordinflón a su regreso al pueblo, pues, como el río le cerraba, forzosamente pasaría por allí.
Por su parte, Fatty reflexionaba sobre el partido a tomar, indeciso entre dirigirse al río y pasar a la calle paralela a aquélla a través de algún jardín trasero, o gastar una pequeña broma a Goon.
Al fin, optó por esto último. ¡Era lo menos que merecía Goon por andar diciendo que Fatty le tenía un miedo cerval! El muchacho procedió a obrar con presteza. Primero, se embadurnó la cara de barro. Luego, enderezóse la gorra de forma que la visera le protegiera los ojos, sustituyó su bufanda por un pañuelo blanco y se quitó el bigotito dejándose sólo encima la horrible dentadura postiza.
A continuación, palpó el suelo del solar donde se hallaba, por si acaso encontraba algo útil para el fin que se proponía. A poco, dio con un viejo saco. Justamente lo que necesitaba. Andando a tientas entre los cascotes abandonados por los peones camineros, encontró un montón de piedras y fragmentos de ladrillos. Rápidamente, procedió a llenar el saco hasta la mitad o poco menos. Aun así éste pesaba lo suyo.
Con él a cuestas, el chico encaminóse de nuevo a la calle y pasó ante el vigilante, inclinado bajo el peso.
El vigilante le vio, pero sus miopes ojos no distinguieron quién era. El hombre escrutó al desconocido, deseando que la luna asomase tras la nube que la ocultaba. Por último, consideraba que quienquiera que fuese resultaba un tipo sospechoso, se dijo que no estaría de más agitar el farol rojo, según lo convenido.
Y tomándolo del suelo, volvióse hacia el señor Goon y lo balanceó lentamente. Fatty sonrió al verlo con el rabillo del ojo. El muchacho avanzaba paso a paso, inclinado bajo el peso del saco. ¡Qué pinta de sospechoso presentaba en aquel momento!
Al ver el vaivén de la luz roja, el señor Goon, apresuróse a descender la calle, amparándose en las sombras. Gracias a las suelas de goma de sus botas, caminaba con el máximo sigilo. Al tiempo que se acercaba, trató de vislumbrar a Fatty, hablando con el vigilante. Pero, al llegar a la pequeña barraca, comprobó con enojo que Willie estaba solo.
—¿Dónde está ese tipo? —inquirió el policía, contrariado—. ¿Por qué ha agitado usted el farol?
—Porque he visto a un sujeto muy sospechoso dirigiéndose hacia el río —explicó Willie—. No es el tipo que usted busca, pero estoy seguro de que le gustaría interpelarle. Va cargado con un saco muy pesado. ¡Apuesto a que no le disgustaría a usted ver lo que contiene!
—¡Caramba! —exclamó Goon, diciéndose que, a falta de dar con Fatty, no estaría de más practicar otra detención—. ¡Todo esto me da muy mala espina! ¿En qué dirección ha ido?
—Por allí —indicó Willie.
Goon echó a andar hacia aquel punto, en pos de Fatty y del saco sospechoso. Entretanto, el muchacho volvióse a echar una ojeada. ¡Magnífico! ¡Goon le seguía los pasos! ¡Menudo paseo le daría!
Fatty descendió al río, al lugar donde las aguas rielaban bajo la plateada luz de la luna, y metióse por el camino de sirga que conducía al pequeño embarcadero inmediato. Goon le seguía furtivamente resoplando con tal fuerza que hasta Fatty percibía sus resuellos.
El chico avanzaba lentamente, arrastrando los pies como un viejo muy caduco. Al propio tiempo tosía lastimosamente, con una horrible tos cavernosa. De pronto se detuvo para depositar el saco en el suelo, como si no pudiera ya con su peso. Goon se detuvo, a su vez para observarle bien.
A poco, Fatty volvió a cargarse el saco al hombro y reanudó la marcha hacia el embarcadero. Cuando estaba casi en él, el muchacho hizo un nuevo alto, bajando el saco con un gemido. Goon se paró también, presa de invencible curiosidad. ¿Qué hacía aquel viejo con aquel saco tan pesado? ¿A dónde iba? ¿Qué contenía el saco? ¿Pensaba entregarlo a algún cómplice? La excitación de Goon iba en aumento.
Una vez más, Fatty reanudó su camino con el saco al hombro hasta llegar al pequeño embarcadero de madera, bañado por las plateadas ondas. Fatty tomó asiento en él, como aquél que se dispone a descansar un rato.
Goon juzgó llegada la hora de intervenir. Emergiendo de la oscuridad, dirigióse al embarcadero a grandes zancadas, envuelto en la luz de la luna.
—Vamos a ver —profirió—. ¿Cómo se llama usted? ¿Y qué lleva en ese saco?
—Piedras y ladrillos —respondió Fatty, sinceramente, con voz triste y fatigada.
—¡Bah! —gruñó Goon, desdeñosamente—. ¡Nadie, a no ser algún chiflado, se dedica a acarrear sacos de piedras y ladrillos por esos mundos!
—En ese caso, debo estar chiflado —masculló Fatty, bajando la cabeza para que la luz de la luna no diera en su rostro.
—Abra usted ese saco y déjeme ver qué hay dentro —ordenó Goon en tono amenazador.
—No —repuso Fatty, agarrando el saco como sí contuviera rubíes y diamantes.
—¡Vamos! —insistió Goon, avanzando hacia él—. ¡Abra usted ese saco en seguida!